VI
Contemplé la cara de Maximus y Roderick cuando las palas de madera dejaron al descubierto capa tras capa de tierra. Ciertamente, no era fácil verlo a simple vista, ni siquiera si al cavar se hacía un trabajo superficial, pero, de repente, la tierra comenzó a empaparse y cada nueva paletada que se arrancaba del suelo negro dejaba al descubierto más y más agua. Sin embargo, a pesar de que los rostros de aquellos apóstatas constituían un verdadero poema, me resultó mucho más interesante contemplar a Vortegirn. Mientras su mirada se fijaba en aquellos terrones chorreantes que pronto dejaron paso a un verdadero torrente, la pena se apoderó de su rostro. Estoy convencido de que el pesar no nacía de la constancia de su equivocación. Tampoco brotaba de un corazón arrepentido por haber estado a punto de sacrificar a una criatura inocente. No. En realidad, creo que aquella pena dolorosa, agobiante, incluso terrible, nacía de imaginar lo que había podido ser y no era y, seguramente, nunca llegaría a ser. Cuando medito sobre el gobierno de Vortegirn, siempre llego a la conclusión de que le adornaban muchas de Las cualidades que convierten a un hombre en grande y en especialmente adecuado para regir a otros hombres. Vortegirn era fuerte, imponente, inteligente, valeroso e incluso conservaba una cierta inclinación hacia la práctica de la justicia como había demostrado la manera en que me había escuchado y había adoptado una decisión al respecto. Sin embargo, había malbaratado todo lo que Dios en su inmensa generosidad le había concedido, pero ¿por qué? No tardé en contemplar con mis ojos la respuesta.
El agua corría limpia colina abajo como si nunca hubiera estado encerrada bajo tierra y en su discurrir parecía atrapada la mirada inmensamente triste de Vortegirn y entonces fue cuando la vi. Era muy hermosa, extraordinariamente hermosa, increíblemente hermosa. Sin duda, lo era más que mi madre y que cualquier otra mujer a la que hubiera podido observar con anterioridad. Su cabello, suavemente rubio, aparecía recogido en rutilantes rodetes pegados a sus sienes; su rostro era incluso más blanco que el de mi madre; sus ojos presentaban una tonalidad azul cuyo paralelo en la Naturaleza hubiera sido incapaz de encontrar y el resto... su nariz, sus labios, sus orejas me parecieron de una perfección extrema, tan extrema que daba la sensación de hallarse situada en algún punto más allá de lo humano. Nadie me lo dijo, pero supe al instante que aquella mujer incomparable sólo podía ser la esposa del Regissimus.
Se acercó a Vortegirn y asió con su diestra su brazo izquierdo. Entonces pareció que el Regissimus despertaba sobresaltado de un sueño tejido por la culpa y el desasosiego.
—La fortaleza se caía por el agua... —musitó sin que pueda asegurar si se lo decía a la reina o sólo pensaba en voz alta.
—¿Maximus y Roderick estaban equivocados? –preguntó la mujer con una frialdad absoluta, como si simplemente hubiera dicho algo como «¿crees que puede llover?» o «¿debería ponerme más ropa por el viento?».
Pero Vortegirn no respondió. Se desasió de la mano de la bárbara y dio unos pasos hacia mí. Al llegar a donde me encontraba, dobló las piernas hasta que su mirada quedó a la altura de la mía.
—¿Qué pasará ahora? —me preguntó y en sus pupilas pude distinguir un océano de pesadumbre y derrota.
Han pasado muchos años desde aquel día y, sin embargo, al recordar los ojos de Vortegirn no puedo evitar una sensación extraña en la boca del estómago. Así me sucede no sólo porque se trataba de un hombre singular en una situación excepcional, sino, sobre todo, porque fue la primera vez que aquello me pasó. De manera totalmente inesperada, sentí un calor especial que me invadía y algo que desataba mi lengua y comenzaba a hablar sin que yo lo pretendiera o supiera muy bien lo que estaba diciendo.
—Tú, oh domine —comencé a decir— has invitado a los sajones a venir a esta tierra y esos paganos se han comportado con tu pueblo, el pueblo al que debías proteger, como si fueran un dragón. Las montañas y los valles se nivelarán y los ríos que corren por los valles lo harán empapados en sangre y la práctica de la religión verdadera declinará y aumentará la destrucción de las iglesias, pero, al final, uno que fue expulsado regresará y se enfrentará con los invasores.
Mi madre me dijo después que al escuchar aquellas palabras el rostro de la mujer del Regissimus se había contraído en una terrible mueca de odio y que Maximus y Roderick me habían mirado, primero, con sorpresa y luego con un gesto de refrenada maldad. Pero eso lo sé porque así me lo refirió mi madre va que yo estaba totalmente absorto en la transmisión de aquel mensaje que pronunciaba mi boca, pero que procedía de algún lugar externo a mi ser.
—¿Qué será de mí? —indagó Vortegirn con un tono de voz que era más de rendición que de temor.
—No conservarás lo que ahora tienes, oh domine —le respondí—. Dios va a ejecutar Su juicio sobre ti.
Al parecer, según me contaría mi madre, Maximus y Roderik se entregaron a realizar aspavientos en señal de escándalo protesta al escuchar esas palabras. A la sazón, yo no veía nada más allá del rostro de Vortegirn e incluso éste carecía de importancia para mí poseído como estaba de aquella fuerza que me impulsaba, suave pero firmemente, a pronunciar mi mensaje.
—¿No tengo salida alguna? —me preguntó un Vortegirn cansado que parecía haber envejecido décadas en tan sólo unos instantes.
—Durante años Dios te ha dado la oportunidad de arrepentirte, de regresar a los caminos que abandonaste en tu juventud, de enmendar tus acciones —respondí— pero no has hecho caso. Ahora tu tiempo, oh domine, ha concluido.
—Rex—gritó Roderick aplicando a Vortegirn un término latino que a nadie era lícito aplicar—, ordena que se ejecute a este niño. Lo que dice es intolerable. Es alta traición.
—Que lo sacrifiquen —añadió Maximus—. Que lo sacrifiquen.
Sin moverse de la posición en que se encontraba, Vortegirn alzó la mano derecha para imponer silencio a sus siervos.
—Nadie hará daño a este niño —comenzó a decir con un tono de voz que no dejaba lugar a dudas—. Ni a su madre. Se les proporcionarán vituallas suficientes para que regresen sanos y salvos a su aldea. Ahora mismo.
Y entonces todo sucedió muy deprisa. Antes de que pudiera percatarme bien de lo que estaba sucediendo, me encontraba de nuevo en el camino con mi madre.
A decir verdad, no se puede negar que todo había acontecido de la mejor manera. Habíamos salido de la iglesia sin saber lo que nos esperaba aunque temiendo cualquier cosa. Luego nos habíamos enterado de que un presbítero llamado Maximus y un diácono de nombre Roderick habían aconsejado al Regissimus que sacrificara a un niño sin padre para evitar que se desplomara por enésima vez una torre que estaba construyendo. A Dios gracias, de todos aquellos peligros nos habíamos salvado. Si la fortaleza no podía mantenerse en pie era porque, por debajo del terreno en el que Vortegirn deseaba levantarla corría un arroyo. Aquellos apóstatas habían señalado el problema, pero habían sido incapaces de solucionarlo. A decir verdad, el remedio propugnado por ellos había sido injusto, sanguinario y, para remate, ineficaz. Ahora si algo había quedado de manifiesto era que cuando desecaran la zona no restaría obstáculo alguno para llevar a cabo los deseos de Vortegirn. Supongo que después de que todo hubo quedado de manifiesto, se podía haber acusado a Maximus y a Roderick de ser unos sucios embusteros, y de que no les había importado sacrificar a una criatura para conseguir sus propósitos y de que, a pesar de su profesión de fe cristiana, en realidad, no eran sino siervos de una religión antigua y rancia que había causado la desgracia de Britannia durante siglos. Pero ni mi madre ni yo lo hicimos. Quizá se debió a que nos sentíamos extraordinariamente felices por haber sobrevivido; quizá era que le dábamos tan poca importancia a aquellos dos impostores que no nos molestamos en exponerlos a un castigo que hubiera sido justo; quizá tan sólo asistí a una muestra más de la fe de mi madre, una fe que se sustentaba en la justicia, pero que también sabía perdonar. Y, a fin de cuentas, ¿qué más daba? Yo sabía que no perdurarían mucho tiempo.
Nos hallábamos ya muy cerca de la aldea cuando formulé a i ni madre una pregunta que venía picándome casi desde el momento en que habíamos abandonado la ciudad de Vortegirn.
—Madre —comencé a decir—. Todo ha sido como lo de Moisés y los magos del rey de Egipto, ¿verdad?
Mi madre reprimió una sonrisa al escuchar la pregunta.
—Nunca deberías compararte con gente del pasado —comenzó a decirme—. Hacerlo sólo puede conducirte a la soberbia o al desánimo. A la soberbia porque podrías llegar a pensar (pie eres mejor que ellos y al desánimo si no alcanzas a igualar lo que hicieron. ¿Comprendes?
—Creo que sí —contesté— pero ¿fue como lo de Moisés o no?
Mi madre no respondió. Se limitó a guardar silencio durante unos instantes y entonces nuevamente se dirigió a mí:
—¿De dónde sacaste lo que le dijiste al Regissimus?
—No... creo que... bueno, no lo sé, madre. La verdad es que no lo sé. Fue como si... como si algo en mi interior hablara por mí...
Se detuvo en seco al escuchar aquellas palabras.
—Sabes que no tolero que me mientas —afirmó mientras me miraba directamente a los ojos.
—No es ninguna mentira, madre —respondí—. Fue así. Era algo... humm, caliente y fuerte y... y también muy agradable... como si fuera muy poderoso...
—No debes decir nada de esto a nadie —me interrumpió mi madre—. Ni una palabra. Será un secreto entre tú y yo. ¿Lo entiendes?
No, no lo entendía, pero asentí con la cabeza. A fin de cuentas, algo en mi interior me decía que mi madre tenía razón.
—Hijo —comenzó a decir—. Es pronto para saberlo. Desde luego, es muy pronto, pero hay seres a los que Dios otorga dones especiales, dones que tienen muy pocos y con los que hay que ser especialmente responsables.
—¿Como el Regissimus? —indagué intentando comprender lo que intuía como una lección especialmente importante.
—Sí, hijo —concedió mi madre—. Como el Regissimus. A él Dios le encomendó la misión de protegernos con las armas. Quizá no lo merecía y quizá incluso llegó hasta el poder de manera intolerable, pero en su mano estuvo arrepentirse de su maldad y actuar bien. Si así lo hubiera hecho, el Señor, el único Señor, lo hubiera mantenido en el poder porque es misericordioso y siempre concede al menos una oportunidad. Pero en lugar de encaminar sus sendas hacia Dios, Vortegirn se apartó cada vez más de él. Unió su destino al de una pagana y permitió que un pueblo extraño oprimiera a aquellos a los que él debía dispensar justicia. Ahora, como tú bien sabes, no tiene oportunidad de volverse atrás. Tan sólo le espera un juicio que será horrible.
Calló por un instante y, de repente, comenzó a deslizar su diestra sobre mi rostro en una caricia suave y tierna.
—En esta vida todos cometemos equivocaciones. Y no sólo caemos en el error. También hacemos el mal a sabiendas de que lo es. Pecamos. No te sorprendas por ello porque, a fin de cuentas, forma parte de nuestra naturaleza. Pero también debes saber que siempre existe una posibilidad de perdón para el que ansía enderezar sus caminos. Sólo cuando se desaprovecha esa oportunidad, sólo entonces es cuando estamos verdaderamente perdidos.
—Como le pasa al Regissimus... —pensé en voz alta.
—Sí. Eso es lo que está a punto de sucederle y eso es lo que no debe sucederte nunca a ti.
—No me sucederá nunca —afirmé abrumado por una inesperada sensación de responsabilidad.
—Prométemelo, hijo.
—Te lo prometo —respondí.
Mi madre sonrió con ternura al mismo tiempo que se le llenaban los ojos de lágrimas. No estaba apenada. No. En absoluto. Creo más bien que se sentía dichosa, feliz, incluso satisfecha.
Cuando recuerdo ahora aquella tarde, siento un dolor suave, como el que se experimenta en algunas cicatrices pequeñas cuando se acerca el frío tiempo de las lluvias. Pienso que mi existencia no estaba entonces exenta de peligros —acababa de salvarme de la muerte por una distancia no mayor que el ancho de un cabello— pero yo la vivía sin preocupación alguna, si» ansiedad posible, sin la menor angustia. Todo era enormemente sencillo y natural, como lo es la elaboración del pan o la siega o el pasear a la sombra de los árboles. Entonces no podía saberlo —ni siquiera sospecharlo— pero el final de esa época .e acercaba a pasos agigantados. Nunca volvería a tener oportunidad de hablar tanto tiempo con mi madre ni nunca vería de n nievo al Regissimus. Esa misma noche desembarcó en Britannia el que iba a sucederlo en el poder.