V
Un número extraordinario de ovejas amarillas y lanosas salía de la población camino del campo; de las casas, que me parecieron increíblemente numerosas, brotaban chorros de humo blanquecino hasta el punto de oscurecer el firmamento; y un campanario, sin punto de comparación con el que yo conocía en la iglesia de san Pedro, señalaba que allí el templo dedicado al único Dios verdadero tenía unas dimensiones nunca imaginadas por mí. Todo me parecía inmensamente grande, desmesurado, gigantesco. ¿Quién había podido alzar una ciudad semejante? Sin duda, sólo un rey o un mago.
—No te detengas, estúpido —me gritó con aspereza uno de los soldados arrancándome de mi estupor.
Durante un buen rato, seguimos caminando por las calles interminables de aquella pasmosa población. Me costaba creer que por ellas pudiera transitar tanta gente y, sobre todo, que no chocaran entre sí, que no se golpearan o que no se sintieran tan .asustados como yo. A decir verdad, la sensación que me daba toda aquella barahúnda era que para ellos resultaba natural, tanto que no veían nada sorprendente en aquella masa de animales, ele personas y de objetos —¡Dios santo, cuántos objetos distintos que yo nunca había visto!— que abarrotaban las innumerables callejuelas y plazas. Las mujeres me parecían ataviadas de una manera desusada, los hombres más fuertes y grandes de lo que nunca había visto y... bueno, hasta algunos clérigos con los que nos cruzamos se me antojaron situados en una situación muy superior a la del pobre presbítero que atendía la iglesia del apóstol Pedro. Y así, sin dejar de mirar hacia uno y otro lado, llegamos hasta un hombre que no era inferior en su extravío a Salomón en sus últimos años.
Ahora ha pasado mucho tiempo y no tengo duda alguna de que existe algo de diabólico en todo poder humano. La prueba está en cómo la mayoría se siente hipnotizada ante su presencia. Un hombre pequeño, feo y débil es contemplado como un varón adornado de las mayores virtudes. Las mujeres lo encuentran hermoso, los clérigos lo ven piadoso y los campesinos se inclinan ante su presencia admirable. Y lo hacen de corazón, convencidos, sin sombra de duda en sus almas. Sin embargo, no por eso deja de tener un aspecto deplorable que, si se tratara de un artesano o un labrador, sólo provocaría desprecio. ¿Puede alguien discutir que esa transformación ante los ojos humanos únicamente es capaz de realizarla el Príncipe de las tinieblas? Por supuesto, sé sobradamente que el poder resulta tan indispensable que sólo un loco lo podría negar. ¿Quién mantendría la tranquilidad en los caminos, quién castigaría a los ladrones y a los asesinos, quién protegería a las viudas y a los huérfanos si no existiera una espada dispuesta a enfrentarse con los malhechores? A buen seguro nadie podría hacerlo en el mundo en que vivimos, pero esa circunstancia no debe impulsarnos a negar lo que es obvio, lo que ve cualquiera que sea capaz de conservar un poco de sensatez, pero no nos desviemos.
Sé que se han contado muchas cosas sobre Vortegirn y que abundan las descripciones sobre él. He oído decir que sus ojos eran como los de una serpiente venenosa y que sus cabellos se parecían a las hierbas ponzoñosas que se arremolinan en el fondo de negros lagos poblados por terribles demonios. He oído decir que su aliento era semejante al del azufre inextinguible en el que se ven atormentados los réprobos y que sus manos terminaban en uñas retorcidas como las raíces de los árboles añosos. He oído decir, en fin, que su voz marchitaba las flores que pudiera haber en su cercanía y que de entre sus labios emergía una neblina capaz de matar al que estuviera cerca. Todo eso —y mucho más— lo he oído decir, pero nada es cierto. Lo sé porque yo estuve delante de Vortegirn y tuve oportunidad de hablar con él.
Era un hombre alto aunque, quizá, al ser yo todavía un niño es posible que lo recuerde con más apostura de la que tenía en realidad. Sus cabellos, dorados y con algunas canas en las sienes, parecían salir de un casco de cuero y metal que se ajustaba a su cabeza como si lo hubieran confeccionado a medida. Su rostro se prolongaba en una barba larga y blanquecina, pero en ella no había nada que no pudiera encontrarse en otros hombres. Recuerdo especialmente sus ojos porque poseían un hermoso tono azul aunque las bolsas que tenía bajo los párpados inferiores los afearan un poco. Con todo, lo que más me impresionó fue un medallón verde y opaco que le colgaba del cuello. No es que esperara que llevara una cruz u otro tipo de abalorio. Se trataba simplemente de que aquella piedra oscura parecía contar con una vida propia, como si fuera un animal dormido, pero poderoso, que gustara de reposar sobre su pecho.
—¿Éste es el niño? —preguntó mientras me miraba, porque ¡le de decir que nada más llegar al castra, el oficial y los soldados ¡los condujeron hasta su presencia con una rapidez que me sorprendió.
—Sí, mi señor —respondió el oficial.
Un silencio espeso y marcadamente incómodo se extendió por la sala mientras Vortegirn se levantaba de su trono y daba tilos pasos hacia mí. Apenas necesitó un par de zancadas para colocarse a mi altura. Entonces acercó la mano a mi rostro y me obligó a volverlo a uno y otro lado mientras me pasaba los dedos por las orejas. Tenía las manos grandes y, sobre todo, heladas, pero no percibí nada extraño en ellas.
—Levanta los brazos —me dijo y yo dirigí una mirada hacia mi madre que me indicó con la cabeza que debía obedecer.
Palpó bajo mis axilas de manera rápida, como si estuviera más que acostumbrado a realizar ese tipo de exámenes. Luego se volvió hacia un lado e hizo una seña con el dedo índice. Fue entonces cuando los vi por primera vez. Hasta ese momento, habían estado ocultos entre las sombras espesas que llenaban casi por completo la estancia, pero ahora emergieron como si procedieran de algún lugar lejano y desconocido. Eran dos. Lo recuerdo muy bien. Uno de ellos, el más bajo, llevaba una indumentaria gris. De estatura media, sobre su cabeza se agrupaban algunos cabellos grises y ralos, que se prolongaban en una barbita del mismo color. Tenía los ojos muy claros, como acuosos, y la piel blanca, casi translúcida. El otro era más alto y llevaba la cara pulcramente afeitada. Su pelo, también grisáceo, estaba peinado de una manera peculiar. Ignoraba yo entonces que usaba los rizos presumidos y coquetos de los romanos, porque nunca antes había tenido ocasión de verlos.
—Maximus —dijo Vortegirn—. Creo que cumple los requisitos, pero es mejor que lo examinéis.
Los ojos del tal Maximus me recordaron los de un pez, pero soporté sin quejarme la manera en que me palpaba en busca de algo que ignoraba, pero que intuía importante. Me había obligado a levantar las piernas y me había tocado con sumo interés las rodillas y los codos, cuando se volvió hacia el hombre de la barbita gris y le dijo:
—Roderick. Échale tú también un vistazo.
Roderick repitió la operación y, acto seguido, dijo con una voz suave, casi femenina:
—Mi señor, el muchacho es adecuado para el sacrificio.
—¿Qué sacrificio? ¿Qué es eso del sacrificio? —pude oír que casi gritaba mi madre.
—Mujer —comenzó a decir el hombre llamado Roderick—. Según sé, eres cristiana. Yo también lo soy y por eso pienso que de sobra debes conocer la importancia del sacrificio. El mismo Cristo fue sacrificado por nuestra salvación... ¿No es así, Maximus?
—Sí, Roderick, lo es —respondió aquel hombre de aspecto afeminado y cara cuidadosamente afeitada—. El mayor ejemplo que nos ofreció Cristo fue su sacrificio. También nosotros deberíamos estar dispuestos a sacrificarnos...
—Sacrifícate entonces tú —gritó mi madre mientras de una zancada llegaba a mi altura, me tiraba del brazo y se interponía entre aquellos dos hombres y yo que, dicho sea de paso, no acertaba a comprender lo que estaba sucediendo.
—¿Cómo... cómo te atreves...? —balbució Maximus.
—¿Pretendes dar plantón al rey? —exclamó Roderick—. ¿Así agradeces que se te haya hecho venir a la corte?
—Nadie va a sacrificar a mi hijo —dijo mi madre con los ojos arrasados en lágrimas—. No lo consentiré.
—Pero mujer —insistió Maximus— Cristo...
—¿Cómo... cómo te atreves a hablar de Cristo? —le cortó mi madre—. Tú no eres un cristiano. Tú eres simplemente un apóstata, un pagano disfrazado... si fueras... si fueras un cristiano no dirías lo que estás diciendo...
—Ya basta —se escuchó la voz de Vortegirn.
Las dos palabras fueron pronunciadas de manera calmada, casi suave, pero sonaron como el restallido de un látigo.
—No me interesan las discusiones teológicas —prosiguió el Regissimus—. Estos hombres conocen de sobra la religión cristiana y además son peritos en artes ocultas. Ambas cosas son posibles y ahora, mujer, necesitamos a este niño.
—Pero... pero ¿por qué? —indagó mi madre mientras extendía sus brazos hacia atrás intentando cubrir con ellos mi cuerpo.
—Porque carece de padre —respondió Maximus—. Sólo un niño sin padre puede sernos de utilidad...
—¿Sin padre? —chilló mi madre—. ¿Sin padre? ¿Qué locura es ésa?
—Hace poco —comenzó a decir Roderick mientras avanzaba suavemente hacia mi madre—. Compareciste ante un tribunal del Regissimus. Lo recuerdas, ¿verdad?
Mi madre no respondió una palabra, pero yo empecé a preguntarme si todo aquello tendría que ver con lo sucedido hace no tanto tiempo atrás, cuando había abandonado la aldea custodiada por un par de soldados.
—Entonces se te acusaba de... fornicación —prosiguió Roderick—. Se te hubiera podido imponer una pena especialmente dolorosa, pero, al final, el tribunal decidió que no existía causa para ello. Tu hijo... tu hijo, por muy extraño que pudiera parecer, había sido engendrado sin concurso de varón. Era un niño sin padre.
No podía ver el rostro de mi madre, pero noté cómo su respiración se entrecortaba de manera desasosegante. ¿Qué era exactamente fornicación? ¿Qué significaba todo aquello del concurso de varón? ¿A qué se referían con la idea de que no había tenido nunca padre? Y, sobre todo, ¿por qué aquel enfrentamiento relacionado con un sacrificio que tenía que ver conmigo? Yo estaba acostumbrado a sacrificarme. Sabía lo que era trabajar algo más, lo que implicaba no comer lo que deseaba porque alguien más necesitado lo requería, lo que significaba pasar frío..: ¿qué tenía aquel dichoso sacrificio de especial?
—Regissimus—dijo Maximus volviéndose hacia Vortegirn—. Debéis imponer vuestra autoridad...
—Sí —apoyó Roderick—. Para lograr la paz con los barbari necesitamos levantar esa fortaleza. No se trata de un tributo a la soberbia de los hombres, sino a la seguridad.
—Y esa fortaleza se ha venido abajo un día tras otro —volvió a intervenir Maximus—. Para que un hecho tan terrible no vuelva a producirse, la única salida es sacrificar a un niño que no tenga padre, a un niño como éste.
Una sensación de irrealidad se apoderó de todo mi ser al escuchar aquellas palabras. Así que había un castra cuya construcción se venía abajo vez tras vez y aquellos sujetos habían llegado a la conclusión de que la única manera de evitar aquel desastre era regar los cimientos con mi sangre... La verdad es que costaba creer que aquello tuviera alguna relación con la fe cristiana.
—Domine—intervino mi madre presa de una enorme dificultad para poder hablar sin prorrumpir en sollozos—. Estos hombres no son cristianos... son... traidores que han contaminado la fe con las enseñanzas de los barbari, que creen que se puede ser cristiano y, al mismo tiempo, comportarse...
—Ese castra se cae por el agua.
Aquellas palabras provocaron un silencio sorprendido en todos los presentes. Ciertamente, no dejaba de resultar lógico porque era yo el que acababa de pronunciarlas.
—Domine—dije yo que no tenía un especial conocimiento de la manera en que debía tratarse a un Regissimus y me limitaba a repetir el tratamiento utilizado por mi madre—. Si no puedes construir la torre, se debe tan sólo a que la tierra está blanda por el agua y se cae.
—Este... este niño no sabe lo que dice... —masculló Maximus mientras en su rostro se dibujaba un gesto de profundo desprecio.
Pero Vortegirn no parecía estar tan seguro. Había fruncido el entrecejo al escuchar mis palabras y me miraba con una expresión a mitad de camino entre el desconcierto airado y la cólera contenida.
—¿Qué pretendes decir? —dijo clavando una mirada fría y dura en mi rostro.
He reflexionado muchas veces en lo que sucedió aquella mañana y siempre llego a la conclusión de que no era yo el que hablaba, sino una fuerza interior que tenía por misión protegerme. Con mi corta edad, nunca hubiera podido poseer esa presencia de ánimo y mucho menos hubiera sido capaz de articular mis argumentos. Fue la primera vez que tuve aquella experiencia. No iba a ser la última.
—Regissimus—respondí saliendo de detrás de mi madre—. Tus hombres están levantando el castillo sobre una corriente de agua...
—No hay ninguna corriente de agua —me interrumpió indignado Maximus.
—... que corre bajo tierra —continué sin que me importara lo más mínimo lo que pudiera decir aquel sujeto de extravagantes rizos canosos—. Como el suelo está hueco a causa del manantial cualquier edificio que se levante sobre él se caerá.
Hice una pausa y observé a los hombres. Vortegirn dudaba, pero Maximus me miraba como si pudiera asesinarme con la soberbia herida que le rebosaba de las pupilas, mientras, Roderick había adoptado un aspecto semejante al de un reptil extraordinariamente venenoso que sólo esperaba a que me acercara lo suficiente para inocularme toda su ponzoña.
—Precipe ait stagnum hauiri per rivulos—dije como conclusión.
—Habla latín... —masculló Maximus entre la sorpresa y la cólera.
Vortegirn se había llevado la diestra a la barba blanquecina y se la tironeaba con suavidad. Finalmente, abrió la boca.
—De modo que, según dices, si abro unas zanjas cerca de donde quiero levantar mi fortaleza y vacío esa corriente de la que me hablas, podré construir sin problemas.
—Así es, domine —respondí.
—¿Por qué debería creerte? —me preguntó sin apartar sus ojos de los míos.
—Si después de sacrificarme, la torre siguiera desplomándose —comencé a decir— y así será porque la causa de que no puedas construirla es el agua... si así sucediera, la sangre de un niño inocente se caería sobre tu cabeza y... y los castigos de Dios por esa clase de pecados son terribles.
—¿Y qué sucederá si no hay agua? —preguntó con ironía Roderick.
—Sí, eso —se sumó Maximus—. ¿Qué sucederá entonces? Habremos perdido un tiempo precioso...
—Comprobar todo no puede llevar mucho tiempo —respondí— pero si lo que digo no es cierto, siempre tendréis la posibilidad de sacrificarme.
La mano del Regissimus subió de la barba a los labios y comenzó a pasearse por ellos como si los limpiara de alguna mancha imaginaria.
—De eso no te quepa la menor duda.
Nulli fas casto sceleratum insistere limem... la cercanía de los malvados es siempre peligrosa. En su Eneida —que espero poder releer en el seno de Abraham—Virgilio ya dejó dicho que a ningún inocente le está permitido pisar el umbral de los criminales. El salmista se había adelantado en varios siglos a esa afirmación. Debo decir incluso pie su formulación fue mucho mejor. Precisamente, en el primero de los cantos recogidos en el Libro Santo se afirma que una de las características del hombre justo es que no se sienta a la misma mesa que aquellos que no tienen en cuenta a Dios en sus acciones.
En ocasiones, he llegado a creer que hay seres que emanan maldad alee la misma manera que el vergonzoso sapo despide un escupitajo inmundo que puede cegar o que el asno orejudo emite rebuznos ensordecedores. Hay que apartarse de criaturas semejantes. Debemos mantenernos lo más lejos posible de su cercanía y aceptarla tan sólo para decirles con valor que deben abandonar esa forma de vida perversa que llevan y que intentan contagiar a los demás, a veces de manera abierta y a veces con artes sutiles. En esos casos, a pesar de lo que dejó escrito Virgilio, quizá se pueda traspasar el umbral de los inicuos.