VI
Se han difundido muchos relatos sobre aquella primera entrevista, pero, como en tantas ocasiones, la leyenda ha añadido mucho a la realidad de los hechos. A decir verdad, se trató de un encuentro muy sencillo en un lugar difícilmente más simple.
—He oído hablar de ti... mucho —comenzó a decir el Regissimus mientras depositaba sobre la mesa el texto que había estado leyendo hasta nuestra llegada—. Ignoro si lo que dicen es cierto, pero si tan sólo una parte se corresponde con la verdad quizá podrías sernos de ayuda.
Es muy posible que el Regissimus esperara que comentara sus palabras, pero opté por mantenerme en silencio.
—El pueblo afirma que puedes ver el futuro, que incluso le anunciaste a Vortegirn, mi predecesor, lo que iba a ser su destino —hizo una pausa y apoyando las palmas de las manos en la mesa se incorporó—. También he oído historias sobre tu capacidad prodigiosa para curar las más diversas dolencias.
Se calló mientras su mirada se clavaba en mí a la espera de una respuesta. Sin embargo, yo no sentía el menor deseo de hablar. No, desde luego, sin saber cuáles eran las razones para que me hubiera convocado ante su presencia.
—Eres bastante joven... —dijo acercando su rostro al mío.
—No tanto, Regissime —escuché que decía Caius a mis espaldas—. Ya ha rebasado los treinta.
—¿Has cumplido ya los treinta años? —preguntó sorprendido el Regissimus.
—Así es —respondí.
—Sin duda, tu vida ha debido ser más tranquila que la mía —comentó el Regissimus— y más desprovista de trabajos. —Conoce filtros... —intervino nuevamente Caius—. Quizá...
—Eques—cortó el Regissimus— cuando desee saber lo que piensas, te lo preguntaré. De momento, me gustaría saber lo que el físico tiene en la cabeza.
Apoyó las manos en la espalda en un gesto repetido miles de veces, se separó un par de pasos de mí y dijo:
—Cuéntame qué sucedió realmente con Vortegirn.
Ahora sé que a la gente le gusta que las narraciones sean elaboradas, acentuando los aspectos más extraños, ocultando la conclusión ansiada hasta el último momento, dando vida a lo que pueden ser aburridos hechos. No me gusta esa manera de contar las cosas porque, en no pocas ocasiones, se halla apenas separada de la falsedad, pero por aquel entonces además ignoraba esa forma peculiar de relatar. Le conté de la manera más breve y sucinta lo que había sucedido. Cómo vivía con mi madre en la iglesia del apóstol Pedro, cómo habían venido a buscarla, cómo supe que regresaría y la esperé a la vera del camino, cómo había regresado incólume tan sólo para que poco tiempo después unos soldados me llevaran ante Vortegirn, cómo había revelado a éste las razones por las que se desplomaba la torre que deseaba edificar y así me había salvado de ser sacrificado por un par de falsos cristianos, y cómo, al final, le había anunciado su próximo final. Cuando concluí mi exposición observé que el Regissimus se acariciaba la barba hirsuta con gesto dubitativo. Muy posiblemente, se resistía a creer lo que acababa de escuchar, pero, al mismo tiempo, quizá pensaba que no había asomo del menor fingimiento ni sombra alguna de exageración en mis palabras.
—¿Es cierto que eres físico? —dijo al fin.
—Sí, domine, mi maestro Blastus me enseñó en el arte física —respondí.
—¿Podrías saber cuál es mi salud? —preguntó inesperadamente.
—Sí, domine... si así lo deseas —respondí.
—¿Qué debo hacer?
—¿Podrías, domine, desnudarte y tenderte? —indagué.
El Regissimus dio unos pasos hacia mi izquierda y entonces me percaté de que a poca distancia del agujero del muro yacía un catre militar, desarreglado y revuelto. Se detuvo ante él, se quitó la coraza y se tumbó.
Me percaté enseguida de que el Regissimus era mucho, muchísimo más delgado de lo que aparentaba. Tal y como había estado ataviado tan sólo un momento antes, hubiera parecido un hombre corpulento, incluso grueso, pero ahora, desprovisto de la coraza metálica, su cuerpo resultaba casi esquelético, como si hubiera padecido una prolongada hambruna. La única excepción a aquella espantosa delgadez la presentaba el vientre. En uno de sus lados, estaba tan enormemente hinchado que, vestido, creaba una falsa impresión sobre las dimensiones corporales del Regissimus.
—Necesito más luz —dije y Aurelius respondió chasqueando los dedos con un gesto imperativo.
En apenas unos instantes, su vientre quedó iluminado por el débil resplandor de las dos llamitas temblorosas que ardían en el extremo de una lámpara de barro cocido y mal modelado.
Sí, conocía aquella dolencia. La había visto en más de una ocasión y sabía sobradamente cómo actuaba. Ahora, al observar el amarillo color de cloro de aquel rostro, no me cupo la menor duda de que había identificado correctamente el mal que lo estaba devorando. Sí, porque eso era lo que sucedía.
Algo maligno en su interior lo estaba corroyendo, había terminado por romper el depósito oculto de las bilis y las estaba esparciendo por todo el cuerpo. Aquel hombre estaba condenado.
—¿Qué ves, físico? —preguntó con un punto de burla en la voz.
No despegué los labios.
—¿Acaso has visto a la Muerte? —insistió mientras una sonrisa amarga se dibujaba en sus labios indicando que la pregunta era casi inútil.
—Verissime, domine —respondíbajando los ojos.
El Regissimus respiró con fuerza por la nariz. Entreabrió los labios resecos, pero no pronunció una sola palabra. También yo debería haber guardado silencio, pero en ese momento sentí un calor peculiar que me invadía el pecho y que me desataba la lengua.
—Dios te concede algún tiempo todavía, Regissime —dije—. Por eso, debes dejar todo preparado para cuando Él te llame a Su presencia para juzgarte.
El Regissimus se incorporó y lanzó una mirada de interrogación a los legionarios. Pero Caius, con los ojos abiertos como platos, sacudió la cabeza, mientras Betavir bajaba la cabeza apesadumbrado.
—¿Estás seguro de que no tienes remedio para mi dolencia? —indagó con voz sombría el Regissimus.
—No lo hay —respondí, aunque en mi interior sentía como si alguien distinto hablara en mi lugar y yo me limitara a escuchar las palabras de la misma manera que lo hacía el Regissimus— pero eso no debe preocuparte. La misión que debiste cumplir no la has llevado a cabo, pero en el tiempo que te queda aún puedes preparar el camino al que haya de sucederte.
—Pero... pero... —exclamó estupefacto Betavir—. ¿Qué está diciendo?
—Ahora mismo —proseguí— has de comenzar a levantar los muros que se han caído, los que en otros tiempos sirvieron para contener a los paganos.
—¿De qué habla? —susurró Betavir a Caius—. ¿Qué pretende? ¿Levantar el muro del emperador Adriano? Pero eso es imposible... no disponemos de hombres suficientes...
Caius chistó al legionario para obligarle a guardar silencio.
—Pero los muros no son suficientes —continué—. Has de contar con un grupo de hombres, muy rápido, aunque sea reducido, que esté siempre dispuesto a acudir a donde más necesarios sean. Ésa será la garantía de la supervivencia de Britannia. Así, los barbari no prevalecerán; lo mejor de la herencia de Roma se conservará, y la justicia y la paz prevalecerán.
«... la justicia y la paz prevalecerán.» Apenas había terminado de pronunciar esas palabras cuando la extraña sensación que se había apoderado de mi desapareció totalmente y yo sacudí la cabeza como si acabara de salir de un sueño. Fue entonces cuando me percaté de que el Regissimus estaba pálido, tan pálido que casi había desaparecido el color cloráceo de su rostro.
—Domine—dije apenas logrando controlar el temblor que me embargaba todo el cuerpo—. Te suplico que no cometas el error de pasar por alto lo que acabas de escuchar. No sólo tú, sino Britannia entera dependen de lo que hagas a partir de ahora.
El Regissimus volvió a respirar hondo y a arrojar sonoramente el aire por la nariz, pero no pronunció una sola palabra. Volvió a colocarse la coraza de metal entretejido y desigual, cubrió la distancia existente entre el catre miserable y la mesa sin desbastar, y se sentó. Apoyó entonces los codos en el mueble y reclinó su rostro sobre las palmas de las manos. Cualquiera hubiera interpretado aquel gesto cansado como una señal de irreversible abatimiento, pero para considerarlo así duró muy poco, apenas un instante. Se frotó suavemente la frente abombada con las yemas de los dedos de la diestra y me dirigió una mirada que pretendía ser alegre.
—No deseo ser descortés —dijo al fin— pero lo que has dicho... Bueno, es igual. ¿Qué te debo, físico?
No despegué los labios. En los últimos años, había tratado docenas, quizá cientos, de enfermos y ni uno solo se había comportado así después de que lo examinara. Podían estar aterrados o alegres, aliviados o hundidos, pero jamás había visto a ninguno que pretendiera aparentar aquella indiferencia. Indiferencia que, por otro lado, me constaba que era falsa.
—Vamos —insistió—. Tengo muchas obligaciones a las que atender. ¿Cuál es el precio de tus servicios?
Sentí un enorme pesar al escucharle. Como en el caso de Vortegirn, no conocía yo el significado completo y cabal de mis palabras, pero no me cabía duda de que tenían una enorme relevancia, precisamente la relevancia que el Regissimus se empeñaba en no concederles. Era como si un hombre a punto de ahogarse, o de verse abrasado en un incendio, o de morir extraviado en un bosque, hubiera recibido la información que hubiera podido salvarle y la desdeñara a sabiendas. Quizá otros se hubieran sentido indignados por aquel comportamiento imprudente, verdaderamente desdichado, del Regissimus. Yo sólo sentía un dolor sordo que me arañaba el alma, y, sí, creo que también sentía compasión hacia él. Sin responder palabra alguna, me di la vuelta y me encaminé a la salida.
—Pero... pero ¿qué haces, puer? —escuché que gritaba un desalentado Betavir—. ¿Adónde vas?
La luz amarilla de un sol adormilado me provocó una punzada profunda en los arcos de los ojos. Me llevé la mano al lugar dolorido y lo froté suavemente trazando pequeños círculos. Luego, parpadeé un poco y esperé a que mis ojos se acostumbraran a la luminosidad de un astro frío y pálido que ahora parecía rabiosamente vigoroso. Sí, a pesar de sus limitaciones, había mucha más luz allí fuera que en la dependencia austera del Regissimus.
Miré hacia el suelo yermo, descendí con cuidado de la plataforma sobre la que estaba elevada la covacha y comencé a caminar en dirección a mi caballo. No hubiera podido explicar por qué, pero no tenía la menor duda de que mi misión en aquel castra había concluido.
Sentí un leve malestar al descubrir el lugar donde me esperaba mi montura. Era cierto que en los últimos tiempos había logrado subirme con cierta soltura, pero ¿qué sucedería si no lo conseguía ahora? No es que me importaran las más que seguras carcajadas y mofas de los legionarios. No, en realidad, lo que temía era que mi falta de destreza ecuestre comprometiera la fiabilidad de mi mensaje.
Allí estaba. Casi parecía feliz, seguramente, porque le habían dado de beber y había podido comer algo de forraje. Bueno... Levanté por un instante la vista al cielo, respiré hondo y me encomendé al Altísimo. A fin de cuentas, me dije intentando infundirme ánimos, era Él quien iba a quedar en entredicho si no lograba montar con soltura. Tomé carrerilla, puse las manos en los dos cuernos de la silla que se hallaban más cerca de mí e intenté bascular todo mi cuerpo de cintura para abajo en un movimiento ágil y ascendente. Fue tan rápido que cuando quise darme cuenta, mis nalgas habían caído sobre la silla con una facilidad que me sorprendió. Desde luego, había que reconocer que la Providencia tenía curiosas maneras de intervenir en la vida de los hombres.
—No montas mal para no ser un eques.
Moví la cabeza hacia el lugar de donde procedía la voz. Quien se había dirigido a mí era un eques joven, desde luego mucho más joven que yo. De barba y cabellos negros, en su rostro se dibujaba una sonrisa risueña, casi hubiera podido decirse que alegre. A decir verdad, de él parecía desprenderse algo que contrastaba profundamente con aquel castra,* por no decir con el Regissimus.
—Soy Artorius —dijo a la vez que me tendía la mano.
Por un instante, dudé si debía aceptar su saludo. Si me mantenía erguido en la silla, los cuatro cuernos me sujetaban, pero si me inclinaba hacia un lado... Bueno, la Providencia que me había ayudado a subirme, no iba a lanzarme contra el suelo. Estreché su antebrazo a la vez que pronunciaba mi nombre.
—Soy... físico —añadí.
—Yo estoy a las órdenes de Catavia, el magister militum del castra —me dijo.
—¿Tienes algo que ver con Lucius Artorius Castus? —pregunté.
Por un instante, el muchacho pareció desconcertado, pero enseguida la sonrisa volvió a dibujarse en su rostro.
—¿No me digas que has oído hablar de mi abuelito? —interrogó con expresión burlona.
Sí, por supuesto, que había oído hablar de él. Lucius Artorius Castus había sido praefectus castrorum de la Legión VI Victrix, la que tenía su base en Ebocarum. Desde entonces había pasado mucho tiempo, pero las hazañas de aquel Artorius formaban parte de los relatos que se recitaban al amor del fuego en las noches desapacibles de lluvia.
—¿Quién no ha escuchado alguna vez hablar de las batallas que Lucius Artorius Castus libró contra los barbari? —respondí.
El nieto del antiguo héroe romano dejó escapar una carcajada.
—Sí, es verdad. ¿Quién no lo ha hecho? Por cierto, ¿tienes intención de quedarte a ejercer tu ciencia entre nosotros? No quiero engañarte. Trabajo no te va a faltar, pero la paga...
—No pienso quedarme —le informé escuetamente.
—Ya... —dijo Artorius mientras la sonrisa se desvanecía de su rostro—. Comprendo...
—Me temo que no, que no comprendes —señalé—. No se trata de la paga, ni tampoco... tampoco de miedo al peligro. Simplemente es que mi misión es otra.
—¿Tu misión? —repitió con la sorpresa pintada en el rostro—. Pero... pero si eres físico... ¿tu misión no debería ser la de curar a los que padecen alguna dolencia?
—Los enfermos no faltan fuera de este castra —repuse.
—Sí, claro, sin duda —reconoció Artorius a la vez que su peculiar sonrisa volvía a asomársele a los labios—. ¿Quién sabe? A lo mejor, si Dios quiere, volveremos a vernos algún día.
—Si Dios quiere, así será —dije mientras le tendía la mano para despedirme.
Cuando crucé a lomos de mi caballo el umbral del castra, en mi corazón alentaba la convicción de que Dios iba a querer, aunque ignoraba el cómo, el cuándo y el porqué.