I

Los recuerdos que conservo de las semanas posteriores a la batalla de la colina son confusos y desazonantes, como las remembranzas de un beodo trastabillante al cabo de una agitada noche de borrachera. Lo más que he conseguido conservar de aquellos días son jirones sueltos de vivencias y retazos malcosidos de episodios. Mientras seguía ocupándome de recomponer huesos y de administrar pócimas, me llegaban noticias continuas de la manera en que Artorius había logrado aniquilar por completo a los despiadados barbari. Sin embargo, a pesar de la importancia de lo que sucedía, mi corazón estaba en otro lugar. Tras contemplar a Vivian una sensación pesada de dolor imposible de calmar se había apoderado nuevamente de mi corazón. Era como el caso de aquel enfermo que piensa haber sanado completamente de su dolencia y que descubre desazonado que los síntomas más álgidos comienzan a asaetearlo con singular dureza. Había pensado que se vería libre del sufrimiento y, de repente, se encuentra con que éste se hallaba tan sólo agazapado en una curva invisible del camino de la vida esperando el momento para asestarle el peor de los golpes.

—Fueron días terribles —no podría negarlo— en los que el sueño me permitía reposar someramente. Sin embargo, cuando me levantaba por las mañanas mi cuerpo y mi corazón eran presa de una sensación de apenas haberme dejado caer en el lecho y, sobre todo, en mi interior se hacía presente con más fuerza que nunca el recuerdo de Vivian, de la Vivian que había conocido tiempo atrás y en cuyos brazos había encontrado el amor, pero también de la Vivian que había aparecido en medio del fragor y el estruendo para invitarme a marchar a su mundo. Intentaba entonces expulsarla de mis dolorosos pensamientos convencido de que su memoria equivalía a apretar con la mano desnuda los restos de un jarro roto, un jarro que no se recompondrá, pero que puede destrozar todo un miembro. Y así se agitaba mi espíritu, y padecía mi alma y sufría mi cuerpo, cuando recibí la orden de encaminarme a Camulodunum.

Resultaría difícil exagerar la alegría que encontré en aquel enclave donde Artorius había fijado la sede de su gobierno. Los habitantes de aquella población se hallaban poseídos por un sentimiento de importancia que —debo confesarlo— me parecía exagerado, pero, a la vez, no dejaba de inspirarme cierto poso de diversión. Sí, diversión porque aquellos campesinos britanni parecían sentirse tan importantes como aquellos otros de la península Itálica que formaron el imperio romano. Pero no se trataba sólo de ellos. A Camulodunum no dejaban de afluir como un verdadero torrente sujetos de las más diversas procedencias. Los clérigos de las iglesias restauradas que venían a traer frutos de la tierra a Artorius y a pedirle nuevos favores; los milites que no habían querido combatir desde hacía años, pero que ahora sentían un reverdecer de su ardor castrense; los supuestos sabios que deseaban transmitir unas enseñanzas a las que ponían precio; los mercaderes que ansiaban volver a vender y comprar con tranquilidad; los lugareños de las más diversas procedencias que reclamaban justicia... toda aquella gente y muchísima más llegaba a Camulodunum y en no pocas ocasiones decidía quedarse para siempre.

—Y es que —no podía negarse— a esas alturas la ley y el orden se habían impuesto en la zona de Britannia sometida al gobierno de Artorius, el Regissimus. Todo ello se sustentaba

—como señala el apóstol Pablo en su epístola a los romanos— en el poder de la espada que esgrime la autoridad. Aquellos equites, escasos, pero bien entrenados; reducidos en número, pero aguerridos; pocos, pero rápidos como el relámpago a la hora de llegar a donde se les necesitaba, eran la clave de toda la restauración llevada a cabo por Artorius. No resulta extraño por ello que no tardaran en difundirse las leyendas más extravagantes sobre ellos y que incluso se llegara a decir que la espada del Regissimus cantaba. Sin duda, su utilización había debido de parecerle a muchos más armoniosa que un coro de ángeles celestiales. Sin embargo, aun aceptando que sobraban los motivos para el gozo, mi espíritu se hallaba desposeído de paz.

Artorius había decidido otorgarme unas dependencias en el castra. Eran —podía decirse así— espaciosas, pero no conseguí encontrar mi sitio en medio de aquella ciudad casi renacida de la nada. Como sucede en tantas ocasiones, la infelicidad del presente me catapultó hacia los recuerdos de un pasado que yo recordaba no con exactitud, pero sí con enorme nostalgia. Debía asistir a desfiles de triunfo y gloria, pero mi corazón vagaba en esos momentos por una pequeña iglesia cuyos escalones de piedra basta subía y bajaba sin cesar o era invitado a un banquete celebrado por el Regissimus y sus equites, pero mis manos apenas tocaban los alimentos mientras mi mente divagaba por una isla de playas blancas y prados herbosos. La gente de Artorius se percataba de mi aspecto distraído, por supuesto, ya que nunca he sido muy hábil para disimular y además ni siquiera lo pretendía. Sin embargo, lo atribuían a mi sabiduría que, dicho sea de paso, era más supuesta que real.

Una de esas noches —noches aburridas rebosantes de bebidas fermentadas y risas— abandoné el festín antes incluso de lo acostumbrado. A esas alturas, ya habían comenzado las rondas de brindis por la derrota de los barbari de Hibernia, y de los barbari aplastados en la batalla de la colina y de los barbari que no regresarían a la isla y nadie advirtió que me levantaba discretamente y me dirigía hacia el portón de salida. En efecto, lo franqueé con tranquilo sigilo, una circunstancia que daría pábulo a leyendas estúpidas sobre mi capacidad para desvanecerme en el aire cuando lo único que se había disipado era la lucidez de la mayoría de los presentes y no precisamente por el efecto de alguna poderosa magia, sino por el de un consumo exagerado de pócimas espirituosas.

La mayor parte del calor del cuerpo se escapa por el cráneo y yo había comenzado a perder aceleradamente el cabello que lo protegía de las inclemencias del tiempo. Por eso, nada más encontrarme en el exterior, me subí la capucha sobre la cabeza al percatarme del frío ventoso que atravesaba ruidoso y soberbio aquellas calles de madera y piedra. Apenas mediaban unas docenas de pasos hasta mis dependencias, pero decidí pasear un poco. La luna, amarilla y redonda, arrojaba una luz pálida, pero suficiente sobre la calzada, aquella calzada pétrea y sólida que recordaba que Roma había sido una realidad y no una mera invención atrevida de nuestra imaginación. Fue así como llegué hasta el muro. Hubiera deseado dar media vuelta sin ser advertido, pero no lo conseguí. Por el contrario, los milites advirtieron mi presencia y —lo que era peor— me identificaron. Me bastó para saberlo la forma en que me miraron, en que intercambiaron algunas palabras apenas susurradas y en que enarcaron las cejas con un gesto que lo mismo podía proceder de la admiración que del temor. Por supuesto, ni uno solo se atrevió a preguntarme qué estaba haciendo por allí a esas horas. Debía caerse de su peso que sólo podía tratarse de algo sensato y misterioso.

Estaba a punto de alcanzar mi morada cuando me apercibí de una sombra arrebujada junto a mi puerta. No pude evitar un primer respingo, pero, al percatarme de sus reducidas dimensiones, me sosegué. Más que de una amenaza, debía tratarse meramente de alguno de tantos visitantes que no había podido encontrar alojamiento y esperaba al raso la llegada del nuevo día. Decidí, por lo tanto, que lo mejor sería pasar de largo. Estaba a punto de entrar en el portal, cuando escuché cómo la silueta se levantaba y pronunciaba mi nombre no identificándome como si me hubiera reconocido, sino con un claro acento de interrogación. Dudé un instante. Aquella voz...

—¡Blastus! —grité—. ¡Magister!

La figurita corrió torpemente a mi encuentro y se abrazó a mí. Lo recordaba más alto y más fuerte, pero ahora me pareció, sobre todo, frágil.

—Entra en mi casa —le dije.

Encendí apresuradamente una lámpara de barro. Cuando su llamita anaranjada iluminó con un modesto resplandor la estancia fue incapaz de reprimir un escalofrío. ¡Cómo había maltratado el tiempo al que años atrás había sido mi maestro! Su cabello negro y abundante se había convertido en una confusa y escasa alineación de blancas guedejas, y su rostro, altivo e incluso imponente unas décadas atrás, ahora me parecía abotargado y rojizo como el de un campesino añoso. La vejez, que suele ser tan despiadada como los niños, no había sido clemente con mi preceptor.

—Supe que estabas aquí... —me dijo a la vez que un brillo especial se asomaba a sus pupilas avejentadas.

—... y decidiste venir a verme —concluí yo su frase con una sonrisa que deseaba ser lo más acogedora posible—. Hiciste muy bien, magister.

—Todo... todo el mundo habla de ti —comentó Blastus repentinamente excitado—. Dicen que Artorius no da un paso sin consultarte porque... porque eres un sabio...

—No es verdad —corté—. La gente exagera... ya lo sabes. Lo han dicho casi todos los clásicos.

—Los clásicos —repitió Blastus mientras su rostro se iluminaba como si sobre él hubieran descendido los rayos amarillos de un sol amable—. No los has dejado nunca, ¿verdad?

—Por supuesto que no —respondí y ahora la sonrisa que apareció en mi rostro resultó sentida y cálida—. Es una cuestión de la que me ocupo todos los días.

—Todos los días, claro —aseveró mientras se le empañaban los ojos.

—A estas horas suelo tomar un poco de leche —dije—. ¿Me hará el honor de compartirla conmigo?

—Por supuesto... por supuesto... —y por el tono en que se expresó llegué a la conclusión de que aquél iba a ser su primer alimento en mucho tiempo.

No me equivoqué. Durante las horas siguientes —sí, horas porque llevábamos años sin hablar— se bebió casi toda la leche que tenía en mi dependencia y devoró un pan entero y toda la mantequilla y la carne seca que le serví.

—¿Te acuerdas de aquellos años? —me preguntó después de tragar un bocado.

Por supuesto. Claro que los recordaba. ¿Cómo podía olvidar el frío y la escasez y las horas interminables de estudio y disciplina y los varazos y los exámenes interminables? De todo ello guardaba memoria y, sin embargo... sin embargo, ninguna de aquellas remembranzas me llegaba teñida por la amargura o el resentimiento. Todo lo contrario. Me subían ahora del corazón envueltas en una neblina sutil y semitransparente de calidez, de afecto y de añoranza. No deseaba ni siquiera pensarlo, pero no pude evitar sentir que, quizá, aquéllos habían sido los años más felices de mi vida aunque no hubiera sabido verlo así por aquel entonces.

—Has sido el mejor discípulo que tuve nunca... —me dijo mientras, torpemente, se retiraba de los labios unas gotitas minúsculas de leche—. Por supuesto, he enseñado a otros que han sido hombres de provecho, pero tú... siempre fuiste especial.

Guardé silencio. Mi espíritu no había sentido apenas el sosiego desde la batalla de la colina y temía que una palabra inadecuada, que un comentario imprudente, que un gesto indebido lo sumiera en un océano de pesar, demasiado oneroso para poder soportarlo con dignidad.

—¡Qué cosas cuenta la gente de ti! —exclamó satisfecho Blastus aunque yo no me sentí halagado por aquellas palabras, sino inquieto—. Y tienen razón. Vaya si la tienen...

—¿Qué haces ahora, magister? —pregunté con una clara voluntad de impedir que Blastus se deslizara por el camino de la lisonja.

—Bueno —me dijo adoptando un gesto totalmente diferente—. Estoy ayudando a restaurar algunas de nuestras iglesias.

Me sorprendió la respuesta. De sobra sabía que Blastus era un perito en Homero y en Virgilio, pero ¿qué tenía que ver eso con nuestros templos?

—Conozco a casi todos los pintores de Britannia —me dijo con orgullo antes de recitar una serie de nombres que me resultaron totalmente desconocidos.

Le dejé hablar. Lo hacía con el mismo entusiasmo, quizá más, con que había desgranado los rudimentos de la gramática griega para mí. Entonces, inesperadamente, dijo:

—Lo conservas, ¿verdad?

No me dio la posibilidad de responder.

—Sé que es así —remachó con un tono de voz totalmente diferente al que había utilizado en las horas anteriores—. Lo sé porque no se puede haber pasado por lo que tú has pasado ni haber hecho lo que tú has hecho, sin conservarlo.

Permanecí en silencio. La realidad —según me parecía— era que Blastus ansiaba más darme su opinión que confirmarla con mis palabras.

—Eso —dijo sin abandonar su tono sereno— es lo más importante que tienes. Cuando Él quiere, tienes Su visión, Sus miras y Su juicio. Otros pueden enseñar y escribir e incluso aconsejar al Regissimus, pero lo que tú posees... Eso es lo que da sentido a tu vida igual que a la mía se lo proporciona el haber sido tu maestro.

Sentí un pujo de ternura al escuchar las últimas palabras. Estaba seguro de que por las manos de Blastus habían pasado docenas de alumnos y, sin embargo, al parecer era yo el que legitimaba toda su vida como preceptor. Me parecía injusto y me propuse decírselo. No me lo permitió. Como si adivinara mis pensamientos, levantó la diestra y dijo:

—Sigue siendo fiel. Me consta que no es fácil y es muy probable que en alguna ocasión retrocedas. No te preocupes nunca por ello. Aunque a veces temas haber abandonado el combate te sucederá como a Aquiles cuando dejó la guerra de Troya...

—Erunt etiam altera bella atque iterum ad Troiam magnus mittetur Achilles...1 —susurrérecordando a Virgilio.

—Así es —corroboró Blastus con una sonrisa de exultante orgullo—. No pienses en las derrotas, ni en el dolor, ni en lo que parezca que has perdido. Tú has venido a este mundo con un propósito especial y a él debes mantenerte fiel. Debes serlo no por ti, sino porque así lo ha dispuesto Dios y porque sólo así te convertirás en útil a tus semejantes.

—Iré a por más leche —dije echando mano del jarro que reposaba vacío sobre la mesa.

Blastus negó con la cabeza y, al hacerlo, pude ver cómo un rayo violáceo procedente de la ventana cruzaba la habitación y se golpeaba contra su rostro proporcionándole un aspecto extraordinariamente juvenil. Estaba amaneciendo.

—Tengo que irme —señaló mientras se ponía en pie.

—Pero... pero, magister... —protesté—. Tienes que descansar.

Estuve a punto de dar como motivo su avanzada edad, pero pude contenerme a tiempo. Hubiera resultado intolerable considerar anciano a quien mantenía encendida en su corazón la llama de la juventud.

—Aún me queda mucho camino que recorrer durante el día de hoy —dijo dirigiéndose con un paso sorprendentemente firme hacia la puerta—. La iglesia de mi pueblo, ¿sabes? Hay unas pinturas...

Se alejó con paso apresurado y firme, casi como si fuera un legionario, hasta alcanzar el bosque de olmos frondosos en el que se perdió. Fue la última vez que lo vi y, como siempre, me dejó rebosante de motivos de gratitud, porque cuando entré nuevamente en mis dependencias y volví a cerrar la puerta tras de mí, la paz de espíritu se había convertido nuevamente en una realidad.

Nescia mens hominum fati sortisque futurae et servare modum rebus sublata secundis... No faltaba a la verdad Virgilio al afirmar que la mente de los hombres ignora el destino y la suerte futura. No es menos cierto que a tan delicada situación se suma otra, la de que, embriagados por el favor de la fortuna, no sepamos guardar la moderación indispensable. Parece como si la ignorancia de cuáles puedan ser las consecuencias fatales de nuestros actos nos privara, en no pocas ocasiones, de la sensatez y del sentido común necesarios para continuar nuestro camino en este mundo. Y, sin embargo, debería suceder exactamente todo lo contrario.

Precisamente porque ignoramos lo que puede derivar de nuestros actos ni siquiera el disfrutar de una fortuna benévola debería llevarnos al descuido o la despreocupación. Todo lo contrario. Las razones abundan, pero una de las no menos relevantes es que la buena suerte, la fortuna agradable, el destino grato siempre atraen a una nube de envidiosos, envidiosos de los que nos hubiéramos visto libres si nuestra existencia se hubiera hundido en la desgracia. Por ello, si somos desdichados, hemos de comportarnos con una acrisolada prudencia para evitar la prolongación de nuestro infortunio y si, por el contrario, resultamos afortunados no debemos creer que hagamos lo que hagamos todo saldrá bien. No, acentuemos entonces nuestra sensatez. A decir verdad, nunca lo haremos en exceso.