V

—Mal, muy mal. Inténtalo otra vez —me gritó Caius.

Volví a tomar carrerilla. Recorrí a toda la velocidad que pude, escasa porque estaba muy cansado, la distancia que me separaba del inmenso caballo, puse las manos en la silla de cuatro cuernos e intenté alzarme. El cuero sobado estaba resbaladizo por el sudor y los dedos se me escurrieron. Antes de que pudiera darme cuenta, había caído entre las piernas del aburrido animal y la nubecilla de polvo amarillento se me metía en los ojos y la boca.

—No está hecho para jinete —escuché que decía con fatalidad Betavir.

—Repite, puer, repite —gritó Caius—. No nos vamos a mover de aquí hasta que lo hagas como un eques veterano.

—No sé yo —intervino Betavir—. Quizá...

—¡Vamos! ¡No pierdas el tiempo! —gritó Caius que no se molestaba en escuchar las advertencias de su compañero.

Intenté que la bestia no me pisoteara mientras salía de debajo, me puse nuevamente en pie y me distancié unos pasos.

—¡Ya! —gritó Caius.

Esta vez logré que las manos se aferraran a dos de los cuernos de la silla. Con fuerza. Con decisión. Con brío. No sirvió de mucho. El caballo, que debía estar más que harto de mis intentos, dio un respingo despectivo y el sencillo movimiento me arrojó de espaldas contra el suelo. En aquellos momentos, lo reconozco, hubiera deseado cerrar los ojos y morirme. Allí, cubierto de sudor y polvo, agotado, con un dolor que me atenazaba todos y cada uno de los huesos que podía identificar. ¿Cómo podía ser tan difícil montar a caballo?

Cuando dejamos la morada de Blastus, me había costado subir en el bruto. Sin nada en que apoyarme y sin costumbre de hacerlo, cuando habían tenido que empujarme para montar no había podido evitar el escozor que ocasiona la dentellada ardiente de la humillación indeseada. Aún me había sentido peor al percibir que uno de los legionarios musitaba algo acerca de mi exceso de conocimiento de Virgilio y de mi ignorancia sobre cómo sentarme en un corcel. Mantenerme en la silla había resultado bastante fácil. Los cuatro cuernos de la montura habían impedido que pudiera caerme hacia algún lado e incluso me habían proporcionado el suficiente apoyo para mantenerme erguido. Por unos instantes, el ir a caballo me había parecido incluso una experiencia inigualable. El comprobar que la bestia obedecía a sutiles tirones de las riendas o que podía contemplar todo desde las alturas me había proporcionado una grata sensación de euforia. Pero había durado poco. Al cabo de un rato, había comenzado a sentir un dolor espantoso que me arrancaba de la base de las nalgas y se extendía después hacia abajo hasta alcanzar los pies y hacia arriba hasta fijarse como una zarpa de metal ardiente en mi nuca. Hubiera deseado quejarme, pero el ver cómo los legionarios cabalgaban sin dar muestra del menor malestar me había sujetado la lengua.

Creo que nunca olvidaré la dificultad enorme que representó para mí el poder desmontar aquella primera vez. Betavir tuvo que bajarme de un tirón y entonces descubrí que las piernas, las pobres y doloridas piernas, no me sostenían. A decir verdad, ni siquiera las sentía y me resultaba imposible dar un paso. Era como si ya no fueran mías, como si se tratara de dos tubos de carne insensible que para nada me resultaban útiles.

Al verme en estado tan lamentable, Caius y Betavir habían decidido que debía aprender a montar con soltura antes de llegar al castra donde se encontraba Aurelius Ambrosius. Su propósito era bueno, pero mis dotes reales para la disciplina de la equitación no se hallaban a la altura de sus excelentes intenciones. No había más que ver cómo me esforzaba y sólo lograba llenarme el cuerpo de cardenales y contusiones.

—Escucha, puer —dijo Betavir—. Caius y yo vamos a comer y tú mientras seguirás intentando montarte en ese caballo. Tú solito. Y más vale que lo consigas porque en cuanto que terminemos con la pitanza seguiremos con nuestro camino y no te vamos a ayudar a montar.

No mintieron. Cuando consumieron las magras provisiones, montaron con envidiable habilidad en sus respectivos caballos y echaron a andar. Los seguí a pie agarrado a uno de los cuernos de la silla. Era obvio que la única opción que se me presentaba consistía en aprender a subirme en aquellos animales inusitadamente altos o destrozarme los pies por efecto de la caminata. Durante dos días más, continué aquella inacabable sucesión de golpes y caídas. Cada vez que me desplomaba sobre el barro, la tierra o el polvo —sí, rara vez encontré hierba en mis caídas— sentía no sólo el trastazo doloroso, sino también la humillación hiriente. ¿Sería posible que no fuera capaz de encaramarme en aquella bestia? ¿Iba a ser más hábil un sujeto inculto y analfabeto que yo? La respuesta obviamente podía haber sido afirmativa e incluso en esas condiciones no provocarme ninguna mortificación. Debería haberme preguntado por qué tenía yo que cortar carne mejor que un carnicero, pescar mejor que un pescador o montar mejor que un jinete. Eso hubiera sido lo razonable, pero en aquellos momentos yo era todavía joven y pensaba que los obstáculos sólo se alzaban ante nosotros para invitarnos a superarlos y vencerlos. Aquél, efectivamente, quedó superado y vencido. Cuando alcanzamos el castra, ale alzaba dolorido, pero orgulloso, encima de la silla.

Ya no existen los castra y aquellos que oyen hablar de ellos suelen acompañar su atención de una sonrisa dubitativa, como si estuvieran seguros de que no puede ser verdad lo que se cuenta. Sin embargo, en aquellos tiempos todavía podían verse en Britannia, y debo decir que causaban una enorme impresión a los viajeros. Sus muros, en su mayor parte de madera, pero, generalmente, con sólidas bases de piedra, se alzaban imponentes, dotados de una altura muy superior a la de cualquiera que yo hubiera podido contemplar antes, sin excluir los de la iglesia del apóstol Pedro o los del recinto donde vi años atrás a Vortegirn. Sí, aquello era muy diferente de lo que recordaba de aquel siniestro encuentro. En las cercanías de aquel Regissimus corrupto, me había percatado de ello, prevalecía un aura de ambición, de maldad, de malestar que parecía contaminar el aire como si se tratara de las miasmas de un pantano. Pero allí, en el castra de Aurelius Ambrosius, la situación era muy diferente. No había mujeres gesticulantes, ni ganado ruidoso, ni mercaderes ladinos voceando su mercancía dudosa. En realidad, se trataba de una bien pensada estructura de madera que parecía ocupar todo como la osamenta gigantesca de un monstruo ya muerto y descompuesto. Ocasionalmente, podía distinguirse entre los tablones desgastados por efecto de los elementos, el refulgir de algún yelmo o de una coraza; ocasionalmente, se escuchaba un martilleo, un grito, una orden y ocasionalmente, alguno de los soldados que pasaba cerca de nosotros levantaba la mirada con gesto cansino quizá preguntándose qué hacía un hombre joven y desconocido en compañía de dos legionarios curtidos. Y, a pesar de todo, aun teniendo en cuenta las imponentes murallas y las armas de combate y los veteranos legionarios, me consta que aquel castra ya era sólo una sombra del pasado. No era Roma la que mantenía a raya a los barbari en el limes. Se trataba tan sólo de algunos britanni mandados por algunos descendientes de los romanos que intentaban defenderse de unas fuerzas superiores.

—Ubi Aurelius Ambrosius?—escuché que Caius preguntaba en latín a uno de los legionarios.

El hombre señaló con gesto cansino un lugar que no acerté a ver y hacia el que nos encaminamos. Apenas habíamos dado unos pasos cuando mi caballo empezó a cabecear.

—Sujétalo bien, puer —dijo Betavir—. Ha olido el agua y querrá beber. Que se aguante que ya le daremos luego.

No tardamos mucho en llegar a un covacha irregular construida con tablones que se alzaba un par de palmos sobre el suelo. Se trataba, sin duda, de una buena medida porque evitaba que las lluvias, tan frecuentes en Britannia, pudieran encharcar el suelo. Y, sin embargo, se trataba de una dependencia tan humilde... la misma cabaña de Blastus, la mía incluso, con ser tan modesta resultaba mucho más aparente que aquel sitio donde se habían detenido nuestras monturas.

—Bájate, puer —dijo Caius mientras descendía de un salto de su caballo.

Lo hice. No de manera perfecta como mis acompañantes, pero creo que sí bastante decorosa.

—El Regissimus nos espera —señaló Betavir a un par de centinelas que se encontraban en la puerta.

—Tengo que avisar al optio —dijo uno de ellos que hasta ese momento había recibido adormilado los pálidos rayos de un sol tímido y tibio.

—Hazlo, pero no tardes. El Regissimus lleva días aguardando nuestro regreso —le conminó Caius con un tono de voz que no dejaba lugar a dudas sobre su escaso deseo de esperar.

No tardó. De hecho, al cabo de unos instantes, el legionario regresó flanqueado por un optio bajito y de espaldas anchas.

—Ya era tiempo de que regresarais... —dijo con gesto cansino—. El Regissimus preguntó por vosotros hace dos días.

Caius abrió la boca como si fuera a dar una explicación, pero la cerró inmediatamente. Debió de llegar a la conclusión de que no merecía la pena entretenerse un solo instante con el optio.

—Voy a ver si puede recibiros —añadió.

De nuevo, Caius se mantuvo en silencio aunque estoy convencido de que se hubiera sentido mejor disparando un par de frases sobre el optio.

Apenas tardó en salir con una expresión sombría posada sobre el semblante.

—Podéis pasar —dijo con gesto dubitativo.

Tardé unos instantes en acostumbrarme a la penumbra espesa de la modesta estancia. Sumida totalmente en la oscuridad, la única iluminación que había en su interior era un haz de luz procedente de un ventanuco irregular abierto en el muro de la derecha. Como forma de destrozarse la vista, apenas podía ocurrírseme otra peor porque sólo contaba con esa luz exigua el hombre que había sentado en una mesa escasa situada en el centro.

—Regissimus—dijeron a la vez Caius y Betavir al tiempo que se golpeaban el pecho con el puño derecho.

El hombre alzó la vista de un escrito que sujetaba con las manos. Aunque la luz era mala, pude contemplar con relativa claridad sus facciones. Los ojos, grandes y grises, estaban bordeados por unas bolsas enormes, que recordaban saquetes para llevar dinero. Resaltaban aún más porque el rostro era enjuto y afilado concluyendo en un mechón enhiesto de pelo canoso. No debía ser muy mayor, de eso no me cabía duda, pero daba la impresión de que había envejecido con rapidez, con demasiada rapidez. A decir verdad, era como si los años futuros se hubieran ido ocultando en sus párpados hinchados, conscientes de que nunca serían vividos y ansiosos, sin embargo, por brotar.

—Loquisne linguam latinam?3—preguntó.

—Loquor, Regissime4  —respondí asombrado de su tono de voz.

—Laus Deo! Esne discipulus Blasti?5—preguntó. — Verissime6 —contesté.

Y entonces, con un simple gesto de su mano, el Regissimus me indicó que tomara asiento en un taburete situado frente a su mesa.

Non omnia possumus omnes... sí, no se equivocaba mi venerado Virgilio al afirmar que no todos podemos todo. Tarde o temprano —generalmente, más temprano que tarde— descubrimos que no podemos hacer lo que otros hacen. Tienen más fuerza para levantar piedras que nosotros. Tienen más astucia a la hora de vender que nosotros. Tienen más talento en el aprendizaje que nosotros. Tienen más memoria para recordar lo pasado y lo presente que nosotros. Lo que pueden con el vigor, con la habilidad, con la mente, con el corazón queda fuera de nuestro alcance. Cuando eso sucede hay muchos que deciden negar la realidad y caer en la mentira y en la envidia. No pueden soportar que otro sea más fuerte, más rico, más inteligente, mejor, a fin de cuentas y entonces se apresuran a negar la superioridad del otro o a difundir calumnias sobre él. Dicen que no es tan trabajador, o tan noble, o tan sabio. En el fondo de su corazón saben que lo cierto es lo contrario, pero, aun así, se empeñan en endurecer su corazón frente a la verdad. Sin embargo, existe una manera sabia de contemplar esas situaciones inevitables. Pasa por reconocer que no todos podemos todo y luego, por dar gracias al Sumo Hacedor que tanta variedad creó en la Naturaleza. Tanta que ni siquiera tenemos que envidiar al pez porque puede vivir bajo el agua ni al águila porque recrea su mirada y su corazón con la visión de las montañas más elevadas.