IV

No. Artorius no conocía la diferencia entre un clibanarius y un cataphractarius. Ignoraba que los primeros tenían un origen parto y combatían con arcos, mientras que los segundos habían surgido entre los sármatas y recurrían a las jabalinas para acometer al enemigo. Ni la menor idea tenía tampoco de que se trataba de unidades utilizadas con enorme aprovechamiento por los emperadores tiempo atrás. Pero eso era lo de menos. A decir verdad, Artorius apenas sabía nada de la acción de la caballería. Oh, sí, por supuesto, montaba muy bien a caballo. Además era valiente, arrojado, pundonoroso, pero... digámoslo de una vez, muy ignorante. Cuando la Aurora de rosados dedos anunció la llegada del día, seguía explicándole a Artorius cómo desplazar unidades de caballería y, sobre todo, cómo emplearlas contra un enemigo superior, pero que maniobraba a pie.

—La verdad, físico —me dijo cuando hacía un buen rato que del cielo habían desaparecido las estrellas blancas y tímidas—. Lo que me cuentas me llama mucho la atención, pero tengo algunas preguntas...

—Domine—respondí—. Te ruego que las formules.

—No quisiera que entendieras esto como una falta de respeto, pero... bueno, la verdad es que no tenemos caballos suficientes para formar un ejército grande. En realidad, poder reunir a unos centenares de jinetes ya sería una hazaña.

—No serán necesarios más —dije.

—Bien... —prosiguió Artorius con gesto de no estar del todo convencido—. Supongamos que sea así. ¿Dónde acantonaríamos a esas fuerzas? Ya ves cómo se encuentra este castra. Créeme si te digo que es lo mejor que tenemos. Del muro que levantó el emperador Adriano apenas quedan sino ruinas y los enclaves de defensa... mejor no hablar. Y luego está el alimentar a esa gente...

Fue en ese momento cuando comprendí a Artorius por primera vez. No lo había dicho y sería muy difícil que lo expresara, pero daba su causa por perdida. Ignoraba cuándo podía haber llegado a esa conclusión. Quizá había sucedido tras contemplar los efectos pavorosos de la invasión de los barbari de Hibernia, quizá era una simple y lógica conclusión tras años de guerrear sin que, antes o después, llegara el tiempo de la paz; quizá era la mera fatiga de un combate ininterrumpido. Lo cierto, sin embargo, es que Artorius sólo aspiraba a seguir combatiendo a la espera de que un golpe lo sacara de este mundo que se revelaba a cada instante inusitadamente despiadado. Ni siquiera una llamita tenue caldeaba en aquel corazón valeroso la esperanza débil de una victoria.

—Domine—le interrumpí—. Es posible vencer a los barbari. Artorius me clavó los ojos, pero de sus labios no salió ni una sola palabra.

—No se trata de formar grandes ejércitos —continué—. Como muy bien has dicho, ni tenemos caballos, ni fortalezas ni hombres suficientes para ello. Pero lo que yo te propongo es más sencillo. ¿Me permites tu espada?

La desenfundó y, con gesto decidido, me la tendió a la vez que me interrogaba con los ojos. La cogí con rapidez y dibujé en el suelo los contornos aproximados de la isla de Britannia. Luego tracé una raya en la zona superior, más o menos a la altura del muro de Adriano, y después otra hacia oriente.

—Ésta es nuestra isla —comencé a decir—. Al norte, se encuentran los picti y los scoti. Como sabes, son salvajes y malvados. Por oriente, es previsible que seamos objeto de nuevas invasiones. Puede tratarse de más incursiones sajonas, por supuesto, pero también de pueblos cuyo origen está en la Hiperbórea.

—Y por occidente, se encuentra la gente de Hibernia... —musitó Artorius.

—Sí, claro, pero, a juzgar por su reciente experiencia, seguramente no podrán atacarnos en un par de años por lo menos. El peligro más inmediato, por lo tanto, vendrá del norte y del nordeste.

Hice una pausa, pero Artorius, con los ojos clavados en mi dibujo, casi como si deseara arrancarlo del suelo y absorberlo en su corazón, no despegó los labios.

—La pregunta —proseguí— es cómo conjurarlo con tan escasas fuerzas. La respuesta es la siguiente.

Tracé una serie de crucecitas que bordeaban el antiguo muro de Adriano y, finalmente, rodeé una de ellas con un círculo.

—Cada una de estas cruces será un bastión —dije y alcé la mano enseguida para evitar que Artorius interrumpiera mi exposición—. No necesitaremos muchos hombres para defenderlos. Tan sólo unos cuantos que actúen en tareas de orden público acompañando a un juez, y de centinelas frente a posibles ataques. De esa manera, alcanzaremos dos objetivos. Primero, que la ley vuelva a imponerse con firmeza en la tierra de los britanni y, segundo, que ninguna incursión de los barbari caiga sobre nosotros por sorpresa.

—Entiendo, pero...

—Aquí —señalé la cruz rodeada por un círculo y así respondí antes de que pudiera formular sus pensamientos—. Aquí, precisamente tendremos concentrada nuestra principal fuerza de caballería.

—Eso debe ser...

—Camulodunum —dije—. Sospecho que su estado no será el mejor. Pero eso tiene arreglo. Levantaremos los muros caídos, engrosaremos sus bastimentos y daremos cabida al más alto tribunal de Britannia

—¿Un tribunal? —preguntó sorprendido Artorius—. ¿Y cómo...?

—La garantía de la ley y del orden será un nuevo cuerpo de jinetes —respondí—. Mira, domine.

Tracé una línea que unía las distintas cruces y que, en todos los casos, desembocaba en Camulodunum.

—Durante los próximos meses, repararemos estas calzadas —dije—. Habrá que olvidarse de otras, lamentablemente, pero éstas son esenciales. Estos caminos, cuando se encuentren en condiciones, nos permitirán unir los distintos castra y comunicarnos con Camulodunum. De esa manera, en pocas horas, cualquier invasión podrá ser repelida por un ejército de caballería. Quizá se trate de una fuerza inferior numéricamente, cierto, pero será más rápida y estará mejor armada. Conseguirá deshacer sus líneas, desarticular sus posiciones y perseguir a los que se retiren hasta aniquilarlos por completo.

—Supón —señaló Artorius sin levantar la vista del mapa que había trazado en tierra— que somos derrotados.

—Entonces podremos retirarnos con rapidez y reagrupar nuestras fuerzas con facilidad y, por supuesto, una vez repuestos, seguir golpeando. Es justo lo que ahora resultaría imposible. A decir verdad, así ha acontecido durante décadas.

Aunque viviera mil años, nunca podría olvidar lo que fueron los meses siguientes a aquella conversación. Bajo lluvia y bajo sol, con frío y con viento, sin abrigo y sin provisiones, Artorius y yo recorrimos a caballo lo que quedaba del muro que siglos atrás había levantado el emperador Adriano. Como yo imaginaba, era muy poco lo que podía aprovecharse de aquellas murallas, en otro tiempo sólidas y seguras. No contábamos con hombres suficientes como para cubrir aquellas extensiones, y aunque así hubiera sido no disponíamos ni de medios ni de tiempo para volver a levantar aquellas defensas indispensables. A pesar de todo, sí pudimos aprovechar algunas de las torres centenarias. A decir verdad, nos bastaba con que estuviera al lado de una calzada para intentar repararla y convertirla en el centro de la vida de toda la zona. Una docena de equites, un juez —que no siempre residía en el lugar—, una iglesia y la seguridad de que llegarían de vez en cuando comerciantes ansiosos de ofrecer sus mercancías transformó aquellos lugares semiderruidos en pequeñas y florecientes poblaciones.

En realidad, fue como el crecimiento de una planta. La seguridad de que allí encontrarían ley, orden y paz atrajo a los campesinos atemorizados que, desde hacía años, se ocultaban en lo más profundo de los bosques. También llevó a que disminuyeran las incursiones de los bandidos barbari cercanos a nuestras fronteras. Todos los que viven del robo y de la extorsión, están dispuestos por naturaleza a expoliar a los débiles, pero se lo piensan dos veces a la hora de atacar una población que puede recibir algún tipo de ayuda.

No hay que creer nunca en las leyendas por hermosas que resulten. En aquellos años, el saqueo no desapareció del todo, la violencia no quedó por completo erradicada y los barbari siguieron aprovechando cualquier oportunidad para quemar iglesias, pero aun así, poco a poco, en todos los britanni comenzó a calar la convicción de que era posible vivir de una manera casi normal y no como un ciervo sangrante cuyas heridas abiertas sólo sirven para despertar aún más la codicia insaciable de las fieras salvajes.

Se han contado muchas cosas sobre Camulodunum, hasta el punto de que algunos han llegado a decir que el lujo más increíble y la belleza más inverosímil se daban cita de manera desbordante por sus calles, e incluso que recordaba poderosamente a la antigua Roma. Por supuesto, nada de eso es verdad. Sí es cierto que en aquella ciudad pareció que revivía todo lo que de bueno había representado Roma. Hasta allí podían llegar los que no estaban de acuerdo con los jueces locales; los que tenían ideas para mejorar la vida de sus semejantes; los que buscaban la ayuda y la cultura que sólo el cristianismo podía brindar. Hacia allí podían dirigirse e incluso encontrar lo que deseaban.

Para los que han nacido en los últimos años no es fácil entender lo que significó Camulodunum y, seguramente por eso, ni lo valoran ni piensan que se pueda perder. Al abrir los ojos por primera vez, nada más salir del claustro materno, ya había ley y orden, derecho y equidad, paz y pan. Quizá así debería ser siempre, pero lo cierto es que en aquellos meses, Artorius dio a Britannia lo que no había conocido en siglos. Porque —y esto debe quedar claro— todo el mérito fue del nuevo Regissimus. Podía pasar horas y horas sin bajar de la silla de montar, y dejar de dormir durante días y días. Apenas se supo lo que estaba llevando a cabo, la gente acudía a recibirlo en masa. Hiciera el tiempo que hiciese, se agolpaban para aclamarlo, para bendecirlo, para exponerle sus problemas y para suplicarle que no los abandonara. Que no los abandonara. Sí, creo que aquélla fue la frase que más escuché en aquellos meses. Durante décadas, los britanni se habían visto abandonados. Primero, por los césares; luego por los sucesivos gobernantes y, finalmente, por un Regissimus bueno y justo, pero al que la enfermedad postró consumiéndolo poco a poco hasta matarlo. Ahora, Britannia contaba con alguien que pasaba las noches en vela para que sus habitantes pudieran dormir tranquilos.

Y, sin embargo, Artorius no sólo tenía que enfrentarse con un trabajo descomunal o con la perspectiva, nada imposible, del agotamiento y la enfermedad y la tristeza que siempre lo siguen. Para esos menesteres a fin de cuentas disponía de la ayuda de veteranos como Caius o Betavir, o incluso yo mismo. No, lo que minaba de una manera desapercibida, pero constante la vida de Artorius era la cercanía de una mujer llamada Leonor de Gwent. Y es que, desafortunadamente, Leonor era su esposa.

Por supuesto, no ignoro las versiones que circulan sobre aquella mujer, en no escasa medida difundidas por ella misma. Sin embargo, yo la conocí. Supe de la manera en que encontraba insoportable que Artorius brindara su ayuda a los demás, en que lo cubría de continuas quejas cada vez que regresaba de uno de sus numerosos viajes; en que disimulaba ante los que le pedían justicia sonriéndoles a pesar de que los despreciaba y los encontraba odiosos; en que se negaba a tener hijos y, a fin de cuentas, en que le amargaba una existencia que era de por sí muy difícil y estaba volcada al servicio ininterrumpido de los que lo necesitaban. Que se trataba de una mujer atractiva —aunque, quizá, con rasgos un tanto duros— es algo difícil de negar, que constituía una espina en el costado del Regissimus es algo de lo que doy fe.

—Otro hombre que no hubiera sido Artorius habría buscado —y seguramente encontrado— consuelo a aquellos sinsabores en los brazos de alguna mujer. Se hubiera tratado de un pecado grave, lo sé, pero también sé que no le hubiera impedido hallar el consuelo de algún presbítero comprensivo. Me consta también que no le hubieran faltado amantes porque, a buen seguro, que ejercía sobre muchas hijas de Eva un atractivo que nunca acabé de entender. Sin embargo, Artorius era un hombre profundamente religioso y cuando digo esto no me refiero a que acudiera a la iglesia con frecuencia o se acercara a la Cena del Señor en numerosas ocasiones. No, he conocido suficientes canallas que cumplen con los preceptos eclesiásticos como para saber que esos comportamientos exteriores no quieren decir mucho. Lo de Artorius era diferente.

Aunque no era especialmente agudo ni inteligente ni brillante, todo su ser estaba impregnado de un sentimiento profundo de la justicia, de una justicia tan limpia y noble que se conectaba de manera natural y sencilla con su fuente, es decir, con el mismo Dios. De la misma manera, que hubiera rechazado ron horror el fallar un pleito en favor de la parte que no tenía razón, la simple idea de tener una amante le causaba un profundo disgusto y un desasosegante desagrado. ¿Cómo iba a vio lar los votos que había pronunciado años atrás, cuando era un simple miles a las órdenes de Aurelius Ambrosius? ¿Cómo iba a romper una promesa él que se esforzaba por garantizar con la espada el cumplimiento de las que otros formulaban? ¿Cómo iba a pasar por alto el cumplimiento de la ley divina aquel que era el defensor de la aplicación impecable de la humana? No podía hacerlo y, así, el hombre del que dependía la pervivencia de Britannia frente a sus enemigos se vio aquejado de una enorme, inmensa y peligrosa debilidad.

No sabría decir ahora mismo cuándo me di cuenta de aquello. Quizá no se debió a un episodio concreto, sino a la suma inadvertida de un conjunto continuo de pequeños detalles que podían pasar desapercibidos a todo el mundo, pero que, hilados, me indicaron la carga insoportablemente onerosa que pesaba sobre los hombros anchos y el corazón noble de Artorius. En cualquier caso, ¿qué más da ahora? Como tantos problemas que nos aquejan en un momento determinado y de los que nos parece que pende toda nuestra vida, ha perdido la importancia, hasta la menor, con el paso inexorable del tiempo. Lo malo es que, cuando todo parecía enderezarse, sobre el horizonte se cernió una amenaza inesperada, la que procedía de un pueblo bárbaro conocido como los angli.

Nunc victi, tristes, quoniam fors omnia versat... ¡Qué bien lo supo expresar el experimentado Virgilio! Ahora estamos vencidos y tristes porque todo lo cambia la suerte... La soberbia que causó la caída de Lucifer desde el cielo hasta los más tenebrosos abismos es un pecado que abunda también entre los hijos de los hombres. Es raro el que no cree que su bienaventuranza arranca de sus únicos y exclusivos méritos y el que, por añadidura, no piensa que se perpetuará ya sino hasta el día del Juicio final, al menos hasta aquel en que Dios lo convoque a Su presencia. Pero, por muy común y extendida que resulte esta actitud, no deja de ser menos una señal de profunda e injustificada necedad. Hay muchos mejores que nosotros que nunca llegarán a contar con nuestra dicha; y también hay muchos mejores que nosotros que, tras ascender a lo más alto, se desplomaron en el abismo. A nosotros podría sucedernos exactamente lo mismo. Pero si tal cosa aconteciera no deberíamos —en contra de lo que afirmaba Virgilio— caer en la tristeza y en el sentimiento de derrota. Todo lo contrario. Deberíamos sonreír pensando que de la misma manera que una parte de la rueda baja siempre, también es cierto que suele volver a subir. Añadiría yo, si no en este mundo, en el otro.