I

¿Qué decidió a Miles a ayudarme a abandonar la isla repleta de manzanos? A decir verdad lo ignoro y las muchas veces que, a lo largo de los años, me he formulado la pregunta no han servido para aclarar el enigma. Quizá pensó cumplir así con un deber de lealtad hacia las legiones en las que había servido en otro tiempo; quizá llegó a la conclusión de que el sometimiento a que me tenía reducido Vivian era tan pesado que no resultaba extraño que deseara lograr la libertad; quizá, simplemente, sintió compasión por un hombre que deseaba meramente regresar al mundo que había conocido desde el momento en que abrió los ojos por primera vez.

¿Qué había sido de ese mundo en aquellos años? Lo cierto es que no sabía si los barbari habían sido contenidos o si, por el contrario, ya dominaban, por completo, la Britannia que sufría su flagelo incansable desde hacía décadas. No sabía si aún quedaba alguna comunidad de cristianos, aunque fuera oculta entre las tinieblas profundas de los espesos bosques, o si el grosero paganismo había logrado imponerse con sus dioses barbari toscamente representados en piedra y madera. No sabía si el propio Aurelius Ambrosius aún ostentaba algún mando o, por el contrario, se había convertido en un medroso fugitivo o incluso en un gimiente esclavo. Todo eso lo ignoraba y, por añadidura, mi desconocimiento, lejos de resultar parcial, era completo y absoluto.

Sin embargo, cuando mis pies se posaron nuevamente en la recortada playa de Britannia, ya lejos de la isla de Avalon, sentí en mi interior una alegría que desafiaba cualquier descripción. Se trataba de ese gozo, limpio y casi eufórico, que proporciona la libertad recuperada. Ni siquiera se disipó aquella sensación cuando me adentré por los caminos de Britannia. Aprecié los cambios y debo reconocer que ninguno había sido para bien y, sin embargo... Sin embargo, aunque los hierbajos indómitos cubrieran las desgastadas calzadas romanas, aunque algunos puentes de piedra y madera amenazaran con desplomarse por la falta casi total de cuidados, aunque no pocos campos aparecieran sin cultivos, aunque no pudiera dar con una sola iglesia que se hubiera salvado de ser quemada o demolida, aunque vi todo eso y no pocas cosas peores, en ningún momento perdí la alegría, precisamente la que no había logrado conocer al lado de Vivian.

Con ella había reído centenares de veces hasta que las lágrimas se me saltaban de los ojos, había disfrutado de esos placeres propios de las mentes privilegiadas y amantes del saber, había conocido todas las delicias que el cuerpo deseable de una mujer hermosa puede proporcionar a un hombre. Todo eso y mucho más había sido mi porción cotidiana en aquellos años, pero el precio —o, por lo menos, una parte— que había tenido que abonar lo había entregado en gozo y paz espirituales. Ahora que volvía a sentirlos, lo demás me resultaba de escasa importancia.

Debí caminar durante no menos de una semana. En algunas aldeas, me proporcionaban algo de comida y un techo no siempre firme a cambio de recibir mis remedios y, aunque durante todos aquellos años apenas había practicado el arte física, no tardé en descubrir que recordaba sus principios mucho mejor de lo que yo había pensado. ¿Acaso podía ser de otra manera cuando noche y día se los había enseñado a una mujer que me recompensaba con besos y caricias sin fin?

Fue precisamente en uno de esos lugares donde me informaron de que Aurelius Ambrosius se hallaba en el mismo castra* donde yo me había encontrado con él años atrás. Aquella noche, gris y turbia, tuve dificultad para dormir pensando que en tan sólo un par de jornadas podría encontrarme con el Regissimus Britanniarum. Oré —había vuelto a hacerlo con un fervor cálido que no sentía desde mucho tiempo atrás— pidiendo al Salvador que le conservara la vida al menos hasta que pudiera volver a verlo. No caí entonces en que mi entusiasmo podía carecer de base, en que quizá Aurelius Ambrosius podía no acordarse siquiera de mí o en que su estado podía ser ya el de una agonía final en la que mi presencia no serviría de nada. En realidad, esos pensamientos inquietantes me asaltaron cuando dos días después vislumbré la silueta desvaída del castra.

Aquella mañana —lo recuerdo igual que si fuera ahora mismo— hacía mucho frío. Era un frío duro, áspero, casi sólido, como si se tratara de un martillo de hielo que chocara vez tras vez contra los árboles, las bestias y los hombres. Sin embargo, a pesar de que hubo algún momento en que me pareció que los golpes me alcanzaban de lleno los huesos de los brazos, me sentí lleno de fuerza. Así continué caminando hasta encontrarme a una cincuentena de pasos del castra. Precisamente entonces me asaltaron aquellas negras dudas, igual que si hubieran estado agazapadas como alimañas astutas a la espera de poder abalanzarse alevosamente sobre mi corazón.

Detuve en seco mis pasos y clavé la mirada en el desvencijado portón del añoso castra. Dos soldados, que llevaban sobre los hombros y el rostro el capote pardo de las otrora altivas legiones, lanzaban por la boca entreabierta involuntarias columnas de vaho. ¡Dios santo! Aquel panorama era peor que el de algunos —no tantos— años atrás. Y entonces fue como si un Hambriento despertara de un sueño repleto de manjares y descubriera que ni siquiera tenía un mendrugo miserable que llevarse a la boca. Allí, a unos pocos pasos, se encontraba –no sabía si vivo o muerto—. Aurelius Ambrosius. Sí, bien, pero ¿qué tenía que ver eso conmigo?

—Quod vis?1

Hacía años que no había escuchado hablar en la lengua del antiguo imperio y ahora al sentir cómo aquellas dos palabras se introducían en mis oídos helados percibí una calidez especial, casi como si regresara al regazo acogedor y tierno de mi madre, de aquella madre que había tenido tiempo atrás y que había muerto sin tenerme cerca.

—Regissimum viderevolo2 —respondí con el tono de mayor autoridad que me fue posible.

Intercambiaron los centinelas una mirada fugaz de sorpresa, pero no despegaron los labios. Sin duda, estaban más que sorprendidos por la llegada de un desconocido que presentaba aquellas pretensiones.

—Qui es?3 —indagó finalmente uno de ellos.

—Physicus sum, miles4—respondí con cierta aspereza—. Regissimus me videre vult.5

El legionario frunció el ceño. No estaba convencido de la verdad de mis palabras, pero, obviamente, tampoco deseaba crearse problemas. En su cabeza debió mezclarse el pensamiento de que si era un físico, quizá me estarían esperando con urgencia, con el de lo peligroso que resultaba permitir que los desconocidos se acercaran sin deber a gente con autoridad.

—Miles...6—comencé a decir para intentar convencerle. No fue preciso que terminara la frase. El legionario lanzó un escupitajo al suelo y con él debieron marcharse las dudas porque mirándome exclamó:

—Vade mecum.7

Cruzamos el negro umbral juntos. No se podía negar que el tiempo había dejado su huella despiadada en aquellas dependencias. Había menos legionarios, apenas se veían caballos y los bastimentos presentaban un aspecto en verdad ruinoso. Mis conocimientos del arte bélica eran limitados, pero no me cabía duda de que aquel castra podía ser tomado sin demasiado esfuerzo por un contingente de barbari con tal de que poseyera algo de audacia. Con seguridad, ni siquiera sería preciso que resultara particularmente numeroso.

Mientras nos dirigíamos a la dependencia sombría donde me había encontrado años atrás con Aurelius Ambrosius observé la calidad de los escasos efectivos con los que contaba el Regissimus. Eran ancianos y mozalbetes. Sí, viejos y jovenzuelos, casi sin excepción. No había un solo hombre en edad madura salvo los dos centinelas que había contemplado en la puerta del castra. Inquieto comencé a preguntarme por las razones de lo que se me ofrecía a la vista. ¿Acaso habían muerto todos los hombres de Britannia y ésos eran los únicos reemplazos posibles? ¿Existían mozos hechos y derechos que hubieran podido servir en las legiones, pero resultaba imposible lograr que se integraran en ellas? ¿No había a la vista verdaderos legionarios porque en ese momento se hallaban empleados en alguna misión fuera del castra? Me formulé todas y cada una de esas preguntas y me sentí incapaz de responderlas. Por añadidura, llegué hasta la casamata desgastada en la que se alojaba Aurelius Ambrosius y tuve que interrumpir mis poco risueños pensamientos. Como sucedía con el resto del castra, también aquel lugar dejaba de manifiesto un despiadado paso del tiempo. Algunos de los pilotes que sujetaban la plataforma de madera creada para evitar que el agua entrara en el lugar se habían podrido por acción del paso del tiempo y de la humedad. Sin embargo, nadie los había repuesto y para evitar que la estructura se desplomara se habían visto obligados a introducir gruesos pedruscos entre la tierra y el suelo del deteriorado edificio. No cabía duda de que las legiones habían dejado mucho que desear en aquellos años en que mi vida había discurrido en la isla de Avalon. En otro momento, hubiera sido verdaderamente imposible encontrar aquellas muestras de dejadez, de decadencia, de debilidad. Ahora debía ser lo normal si sucedía incluso en el castra del Regissimus.

El legionario me hizo un gesto para que me detuviera y subió la escalerilla bamboleante que conducía a la entrada. Observé cómo intercambiaba algunas frases con el centinela y cómo éste clavaba sus ojos en mí y, acto seguido, entraba en la sucia casamata. No puedo decir que tardara mucho. Creo que no había dado tiempo para contar hasta doscientos, cuando el centinela salió y me llamó moviendo los dedos de la mano derecha.

Recordaba la penumbra casi impenetrable que me había recibido unos años antes. Ahora resultó mucho peor. No sólo la oscuridad no era un punto menos tenebrosa, sino que además el aire estaba impregnado de un olor penetrante y fétido. En un primer momento, hubiera dicho que era similar al de los vapores espesos de una cloaca rebosante, pero pronto me di cuenta de que aún resultaba peor. Era como si en aquella estancia se hubiera acumulado una sucesión prolongada de orines e inmundicias, como si los desechos que expele a diario el cuerpo humano hubieran quedado fijados a las paredes y al suelo convirtiendo el ambiente en algo casi sólido e irrespirable. ¿De dónde procedían aquellas miasmas? ¿Cómo era posible estar allí sin sofocarse?

—¿Eres tú, físico?

No pude evitar un respingo al escuchar aquellas palabras pronunciadas en un tono quejumbroso y apenas audible. Giré sobre mí mismo intentando descubrir a la persona que había formulado aquella pregunta. Sin embargo, la espesura de las sombras no me permitió vislumbrar a ningún ser humano.

—Físico... físico... ¿eres tú?

Una pinza opresiva de angustiosa ansiedad se cerró sobre mi corazón como si disfrutara oprimiéndolo. ¿Dónde estaba el sujeto que se dirigía a mí? ¿Quién era? De repente, me pareció distinguir un bulto borroso en medio de las tinieblas profundas que me envolvían como si se tratara de un manto opaco. Parpadeé intentando aclararme la visión, pero fue inútil. Me sentí tan desesperado, tan impotente que recuerdo que apreté los puños intentando reprimir mi irritación.

—Soy el físico —dije—. ¿Eres tú Aurelius Ambrosius?

Un estertor semejante a los que había podido escuchar otras veces en desdichados a punto de expirar fue toda la respuesta que obtuve.

—Te suplico que me hables —rogué consternado—. Sólo así podré saber dónde te encuentras.

—E ...es... toy aquí... —me respondió una voz que parecía impulsada por una respiración trabajosa y cargada de dificultad.

Me dirigí a oscuras hacia el lugar. De repente, sentí un dolor agudo en la rodilla. En mi apresuramiento, había dado contra lo que debía ser un sillón. Sin embargo, no emití una sola palabra de queja. Aparté con cuidado el inoportuno mueble y continué caminando con cautela. Fue así como al cabo de tres o cuatro pasos choqué con un catre del que procedía un olor aún más fuerte del que se aferraba nauseabundamente a mi nariz.

—¿Aurelius Ambrosius? —indagué intentando no abrir demasiado la boca y así evitar que aquella espantosa fetidez me entrara en la garganta.

—Ego sum8—me respondió el Regissimus Britanniarum.

Tum vita per auras concessit maesta ad Manes corpusque reliquit... Así se refería Virgilio en la Eneida a la muerte de uno de sus personajes. Entonces su vida se retiró apenada surcando los aires para llegar hasta el lugar de los Manes y abandonó su cuerpo. Hasta un pagano al que no me encontraré en el cielo, era consciente de estas grandes verdades. No todo concluye con la muerte; nuestro cuerpo es una envoltura de la vida que lo abandona cuando se produce el fallecimiento; y, acto seguido, vuela hacia otro mundo diferente del actual. Virgilio pensaba que en ese ámbito se encontraría con los antepasados y ahí es donde —por carecer de la revelación— yerra. En realidad, tras abandonar este cuerpo, nos encontraremos con el Juicio ineludible de Dios sobre nuestros actos. El autor del Apocalipsis afirma que se abrirán los libros en que todas nuestras acciones, buenas y malas, están consignadas. Ahora que lo pienso, es muy posible que Virgilio también llegara a intuir esa realidad, pero debió asustarle. Era honrado e inteligente. Por eso, sin duda, sabía que había hecho el mal en más de una ocasión y que sólo los necios pueden creer que nuestras buenas obras compensarán las transgresiones. ¡Qué necedad! ¿Quién pensaría que el juez va a perdonar a alguien un robo simplemente porque nunca cometió adulterio? ¿O a quién se le ocurriría que no será castigado por matar ya que jamás pronunció una mentira? O nosotros pagamos o alguien paga nuestra deuda en nuestro lugar. Eso es lo que hizo Jesús y por eso el cristianismo es, fundamentalmente, un mensaje de salvación. Lástima que Virgilio nunca llegara a saberlo.