III
—No deseo ofenderte —me dijo Artorius mientras caminaba— pero no puedo comprender por qué abandonaste Camulodunum para venirte aquí.
Su tono de voz era tan triste, dejaba de manifiesto tanta confusión, parecía tan desamparado que no pude evitar sentir ternura. Sin embargo, no le respondí. Estaba convencido de la inutilidad de cualquier posible disputa con él y, al menos por esta vez, deseaba actuar de acuerdo con mis convicciones más profundas.
—¿En qué puedo servirte, Artorius? —pregunté al final evitando darle el tratamiento de Regissimus que le hubiera disgustado o el de imperator que no hubiera podido utilizar sin tener problemas de conciencia.
—¿Dónde podemos sentarnos? —preguntó Artorius.
Le indiqué con un gesto un poyete modesto que dormitaba a la sombra de un olmo frondoso y altivo. Cubrimos en silencio la distancia que nos separaba de aquel lugar de reposo y, finalmente, dejamos caer nuestros huesos ya no tan jóvenes sobre aquella superficie fría y pulida.
—Te escucho —dije apenas sentí la sólida gelidez bajo las nalgas.
—Quiero divorciarme de Leonor —respondió con la misma rapidez con que hubiera fulminado a un enemigo de un certero espadazo en el cráneo.
No hice el menor comentario, pero sentí una punzada de pesar al darme cuenta de que el rumor esparcido por el mercader de Londinium constituía una pieza acertada de información. Al menos en parte.
—Es una mala esposa... —prosiguió Artorius sin que me costara percibir que no le resultaba fácil hablar de aquello.
—No creo que eso sea una novedad —me atreví a decir.
Artorius respiró hondo, como si se enfrentara con un camino demasiado empinado como para permitir una subida sosegada y gratificante.
—Por supuesto que no lo es —reconoció el antiguo Regissimus—. Nunca he podido contar con ella. Claro que no se trata sólo de eso. Leonor... Leonor...
Guardó silencio mientras se aferraba al borde del poyete con tanta fuerza que temí que pudiera quebrarlo. No lo hizo, pero los nudillos se le pusieron blancos como si, en virtud de algún ensalmo mágico, se hubieran convertido en un mero manojo de huesos.
—Tiene un amante —dijo al fin—. Uno de mis equites.
Bueno, me dije, por lo visto, el mercader no sólo era un lenguaraz sino que además estaba singularmente bien informado.
—¿Es más joven? —pregunté no porque me interesara sino para dar un tiempo a Artorius para recuperar un resuello que parecía escapársele.
—No... —respondió—. No, no lo es. Es un hombre acaudalado. Mucho más que yo a decir verdad, pero no es más joven.
Mucho más que él... bueno, al menos, Artorius no se había dejado seducir por el oro como algún Regissimus que le había precedido.
—No creo que ningún obispo vaya a negarte la separación en esas condiciones —dije procurando que en mi voz no se percibiera la menor emoción.
—Es que no quiero una simple separación —me interrumpió Artorius—. Quiero el divorcio. Quiero volver a casarme. Quiero tener hijos que me sucedan como imperator.
Una vertiginosa sensación de peligro desconocido pero real se apoderó de mí al escuchar aquellas palabras pronunciadas de una manera acaloradamente apresurada. Y entonces, de manera repentina, pero sobradamente luminosa, lo entendí todo. Artorius no había venido a compartir sus cuitas conmigo. Tampoco había llegado hasta el studium a pedirme consejo. No. Venía a anunciarme sus proyectos de futuro y, o mucho me equivocaba o tenía la pretensión de que yo lo respaldara.
—No puedes hacerlo, Artorius —le dije con la mayor firmeza de la que fui capaz, aunque justo es decir que no fue mucha—. Sabes que no puedes.
—Escúchame —ordenó clavándome la mirada como si pretendiera así inmovilizarme—, Roma ha muerto. Murió hace muchos años, aunque... aunque no quisimos verlo. Incluso cuando los barbari desterraron al último emperador, nos engañamos pensando que podría ser restaurada, pero... pero eso no sucederá jamás, físico. El viejo imperio se ha dividido en nuevos reinos, en reinos que miran hacia el futuro, que intentan unir lo mejor del mundo pasado y de este que comienza ahora. Britannia no puede ser una excepción. No va a serlo.
Me mantuve en silencio. Me dolía lo que estaba escuchando, pero no contaba con argumentos dotados de la suficiente solidez como para contradecir a Artorius. Por el contrario, algo en mi interior me gritaba que todo era cierto, irreparablemente cierto.
—En mis manos —prosiguió— se halla la posibilidad de establecer una nueva dinastía, una dinastía de britanni que transmita la cultura de Grecia y de Roma, que defienda el cristianismo y que contenga a los barbari paganos. Ésa es mi obligación.
—No —le interrumpí—. Tu obligación es, en primer lugar, hacer honor a la palabra dada.
Artorius me miró desconcertado. No acertaba a descubrir el menor signo de comprensión en sus ojos, aunque así no por maldad o por ambición.
—Cuando murió Aurelius Ambrosius —proseguí— te comprometiste a que uno de sus descendientes sería tu sucesor como Regissimus Britanniarum. La legitimidad de tu poder procede de que aceptaste esa condición. Es más si no lo hubieras hecho ni Aurelius Ambrosius te hubiera admitido en el seno de su familia ni las legiones te hubieran reconocido. Pero eso no es lo más importante. Lo verdaderamente esencial es que diste tu palabra.
—Pero... pero si ya no existe el cargo de Regissimus —exclamó Artorius con tono desalentado—. Y la legitimidad... ¡oh, vamos!, yo no soy un gobernante legítimo porque me designara el representante militar de una Roma que desapareció hace tiempo. Lo soy porque el pueblo me ama, porque he restaurado la ley y el orden, porque garantizo con mis equites que la gente duerma tranquila y sin temor por la noche...
Renuncié a discutir. Actué así porque era consciente de que Artorius no estaba dispuesto a escuchar, pero también porque no se me escapaba la contundencia de los argumentos que esgrimía.
—Yo... yo... bueno, estaría dispuesto a perdonar a Leonor, a seguir con ella, si... bueno, si me pidiera perdón, si reconociera su culpa y... y si estuviera dispuesta a darme hijos, pero... pero no quiere. Se niega, físico. ¡Se niega!
—Artorius —le dije con un tono de voz en el que intenté dulcificar el rigor con el afecto—. Si no eres sucedido por un descendiente de Aurelius Ambrosius habrá guerra y será una guerra especialmente sangrienta y, sobre todo, fratricida.
Las cejas de Artorius, negras, pobladas e indomables, se convirtieron en dos arcos que parecían sustentar todo el edificio de su inmenso desconcierto.
—No has pensado en ello, ¿verdad? —continué—. Pues será fratricida por dos razones. Primero, porque britanni lucharán contra britanni divididos entre los que creen en la antigua ley y los que te son fieles y, segundo, porque, para convertirte en Regissimus por disposición de Aurelius Ambrosius, antes pasaste a formar parte de su familia. Combatirías contra tus propios parientes, Artorius. Derramarías una sangre que ahora es la tuya propia.
El rostro de Artorius se ensombreció al escuchar mis palabras. En aquellos momentos, me pareció un niño ilusionado con la idea de devorar una jugosa rebanada de pan con manteca que, de pronto, escucha que no puede hincarle el diente porque los productos lácteos pueden acabar con su salud hasta el punto de arrastrarle a la misma tumba.
Durante unos instantes, instantes que fueron breves, pero que me parecieron tan prolongados como los padecimientos que han de arrostrar los réprobos en el infierno, descendió sobre nosotros un silencio doloroso como una herida incurable y supurante.
—Lo siento, Artorius —dije al fin—. Pero ésa es la realidad. Tu vida de familia, tu matrimonio no son iguales que los de un campesino, un herrero o incluso uno de tus equites. Dios te ha colocado donde estás para que seas un ejemplo de justicia y de equidad. Otro podría pensar en una nueva vida y en formar una nueva familia. Tu no puedes hacerlo. Diste tu palabra de respetar el orden sucesorio que te dijo Aurelius Ambrosius y no cumplirla resultaría una indignidad y si te comportas de manera indigna, estarías traicionando tu misión.
Un fuego ciego, encolerizado, frío, apareció en las pupilas oscuras de Artorius. Nunca le había visto así y no pude evitar, siquiera por un instante, sentir miedo.
—¿Crees que no sé que tuviste amores con una pagana? —escupió más que pronunció las palabras—. ¿Acaso te piensas que ignoro que no sólo vuestra unión transcurrió fuera de la iglesia sino que además se trataba de una adivina, de una hechicera, de... de una bruja?
Al escuchar aquellas palabras, sentí copio si una jarra inmensa de dolor y pesar se hubiera roto en añicos en el interior de mi pecho vertiendo sin límite su amargo contenido.
—¿Has empezado a usar espías como hacían Calígula y Nerón? —le dije con tono suave aunque era consciente de que la pregunta estaba preñada de peligrosos riesgos.
—¿Acaso es mentira, físico?
—No, no lo es —respondí mientras intentaba controlar la tempestad de dolorosas emociones que había comenzado a agitarse en el interior de mi pecho—. Sucedió hace años y yo soy el primero que sabe que estuvo mal. Me arrepentí de ello hace mucho tiempo, pedí perdón al Salvador y sé que Su sangre me ha lavado de esos pecados.
Hice una pausa y respiré hondo. No estaba continuando aquella conversación para discutir mi pasado, sino para orientar a Artorius.
—Precisamente porque viví todo aquello —dije con firmeza— tengo aún más razones para decirte que no puedes hacer lo que deseas y que si te empeñas en ello tan sólo cosecharás dolor e infelicidad.
Artorius me mantuvo la mirada por un instante. Luego, como accionado por un resorte invisible, se puso en pie.
—Se me ha hecho tarde y he de marcharme —afirmó con resolución.
—¿No deseas compartir nuestra modesta cena? —pregunté intentando ofrecerle una última oportunidad para apartarse de aquel camino que contemplaba trazado con las piedras, duras y rezumantes de amargura de la desgracia.
—Ya te he dicho que se me ha hecho tarde, físico.
Nos dirigimos en silencio hacia el lugar donde Caius esperaba con los caballos.
—¿Sabes cómo te llama la gente? —me preguntó Artorius cuando había colocado ya las manos sobre la silla de cuatro cuernos.
—No —respondí.
—Te llama Merlín —respondió.
Le miré sorprendido. ¿Se estaba burlando de mí?
—Y además. dicen que eres un mago, y que tienes poderes infinitos y que ninguna sabiduría humana es comparable a la tuya.
Merlín... repetí en lo más hondo de mi corazón. Se trataba del término utilizado para denominar a un halcón muy especial. Tan especial que los campesinos de Britannia afirmaban que nadie era capaz de atraparlo y que así sucedía porque, entre otras cualidades, poseía la virtud mágica de transformarse en distintos animales como un pez que, por cierto, recibía el mismo nombre. Había escuchado muchas historias sobre mí, la inmensa mayoría absurdas y disparatadas, pero en ese momento me parecieron poca cosa comparadas con la leyenda que afirmaba que era un halcón. ¡Un halcón! ¡Nada menos que un halcón!
—¿Creen que vuelo? ¿O que me oculto bajo las aguas? —pregunté.
—Ambas cosas —respondió Artorius sin dejar de mirarme—. Están convencidos de que ni un ejército podría capturarte, ni una hueste de brujas atraparte ni un rey... convencerte.
Calló súbitamente tras pronunciar las últimas palabras. Quizá pensó que, al menos en esa afirmación, sus ahora súbditos no andaban tan desencaminados. Se apoyó entonces en la silla, se dio impulso y montó con aquella soltura que tanto me había llamado la atención la primera vez que nos habíamos visto muchos años atrás.
—Conque Merlín, ¿eh? —repetí y me eché a reír
Artorius se unió a mi risa, mientras tendía la diestra a Caius para que le entregara el yelmo.
—Te necesito..., Merlín —dijo mientras una nube de tristeza se posaba sobre su rostro noble y aún juvenil disipando el efímero gesto risueño que había colgado de sus labios por un instante—. Me resulta indispensable que seas mi... halcón.
—Domine—respondí—. Lo único que verdaderamente necesitas es ser fiel a aquello para lo que fuiste llamado.
In teneris consuescere multum est... Sí, tenía mucha razón mí admirado Virgilio al indicar que las costumbres de la infancia tienen mucha fuerza. Si una criatura es criada en el respeto a los mayores, en el esfuerzo, en la austeridad, en la obediencia a la ley y, sobre todo, en el temor de Dios, cuando sea adulto se comportará como un ciudadano ejemplar. Extenderá su cuidado a unos padres mayores, trabajará para mantener a los suyos, evitará los gastos inútiles o lujosos, cumplirá con las normas que garantizan la estabilidad del reino y, sobre todo, contemplará todo no desde el punto de vista raquítico y limitado de un simple hombre, sino que intentará descubrir cuáles son los propósitos de Dios y entenderá que la vida tiene un sentido. Pero si alguno de esos aspectos falla, las consecuencias no se harán esperar. Quizá olvide a sus padres considerándolos sólo como viejos molestos, quizá se convierta en un vago dispuesto a vivir a costa del esfuerzo ajeno, quizá gaste sin tino endeudándose y causando la desgracia de los suyos, quizá quebrante la ley transformándose en un peligro para el reino y, sobre todo, se asegurará el camino de la perdición eterna. Todo eso, en no escasa medida, deriva de lo que se le enseñó en sus primeros años de vida. Así de trascendentales son.