V
Hubiera deseado equivocarme en todo lo que le había advertido a Artorius, pero, lamentablemente, mis anuncios se correspondieron con minuciosa exactitud con lo que sucedió. El hombre que ahora se hacía llamar imperator britanniae no tardó en repudiar a Leonor de Gwent y en hallar a una nueva esposa. Se trató de una mujer joven y, según decían, muy hermosa. Procedía de una familia romana y había sido criada en la casa de Cador, el magister militum de Artorius. Sin embargo, creo que todo aquello tenía poca importancia porque lo que se buscaba de ella era, sobre todo, que garantizara que sus propósitos de formar una dinastía se convertirían en realidad.
Por supuesto, nada de todo aquello se escapó a los que tenían que haber sucedido a Artorius. Si Aurelius Ambrosius hubiera tenido un hijo varón quizá Artorius no hubiera sido designado como Regissimus Britanniarum, pero la única descendencia de su predecesor se había limitado a una hembra llamada Ana Ambrosia. Era tan joven, a decir verdad, una niña, que nunca hubiera podido convertirse en cónyuge de Artorius, pero, con el paso del tiempo, contrajo matrimonio con un noble norteño llamado Dubnovalo Lotico. De aquel enlace había nacido un muchacho que recibió el nombre de Lancearius Medrautus. Legalmente, Medrautus era un sobrino de Artorius ya que el antiguo Regissimus y ahora imperator, al entrar en la familia de Aurelius Ambrosius, se había convertido en hermano de Ana Ambrosia.
Durante años, las relaciones entre Artorius y Ana Ambrosia habían sido distantes, pero cordiales. Cada uno de ellos había disfrutado de sus vidas respectivas en la convicción de que nunca se produciría un acto de hostilidad. ¿Por qué tendría que haber sucedido si Artorius era un hombre de palabra y Medrautus un niño que sólo tenía que esperar a crecer para sucederle como Regissimus Britanniarum? Pero Artorius no había mantenido su promesa y, de manera bien comprensible, Ana Ambrosia y su marido habían comenzado a inquietarse. Cuando los rumores —totalmente carentes de realidad— acerca de un posible embarazo de Ginebra comenzaron a difundirse, Dubnovalo Lotico, el marido de Ana Ambrosia y padre de Medrautus, envió una misiva a Artorius recordándole sus compromisos.
Si Artorius se hubiera mantenido en la posición pactada décadas atrás habría enviado una respuesta disipando cualquier duda. Sin embargo, Artorius no tenía la menor intención de ser fiel a lo acordado con Aurelius Ambrosius. Tampoco deseaba decirlo de manera manifiesta antes de que, efectivamente, Ginebra quedara encinta y diera a luz a un varón, así que consideró que lo más sensato sería no responder.
No hace falta ser especialmente perspicaz para comprender que el silencio de Artorius sólo sirvió para confirmar las peores sospechas de Ana Ambrosia y de su marido. Pensaron que sin duda, Artorius estaba planeando alguna jugada sucia que excluyera a su amado Medrautus del puesto que le correspondía ocupar. Por desgracia, los irritados padres no se equivocaban lo más mínimo.
A esas alturas, la posibilidad de derribar a Artorius resultaba, pura, lisa y llanamente, inexistente. Era un hombre querido al que los britanni miraban con rendida gratitud. Parecía, pues, confirmarse lo que había comentado conmigo al visitarme en el studium. Prudentemente, ni Ana Ambrosia ni su marido realizaron la menor crítica a las acciones del ahora imperator. Hubiérase dicho que eran los súbditos más leales que nadie hubiera podido imaginar. Sin embargo, distaban mucho de darse por vencidos. A decir verdad, habían urdido un ingenioso plan para lograr que sus propósitos alcanzaran el cumplimiento más consumado y completo. Consistía aquél en establecer una alianza secreta con los barbari a los que Artorius había contenido durante años y, a la vez, en prometer a la gente más joven, la que tenía la edad de Medrautus, que todo sería más dichoso cuando el joven se ciñera la corona. Esta segunda acción era una forma vergonzosa de engaño, pero la primera constituía directamente alta traición, justo el comportamiento que Artorius nunca hubiera pensado posible. Ni siquiera cuando los barbari —por primera vez en años— se lanzaron contra el limes sospechó lo que estaba sucediendo. A decir verdad, ¿quién hubiera podido creer que aquellos salvajes se arrojaban sobre Britannia únicamente porque contaban con el apoyo de britanni importantes? Seguramente, nadie salvo los que estaban en el secreto. No obstante, la realidad, como sucede siempre, tiene una existencia autónoma que no depende en absoluto de lo que piensen los demás. Durante siglos, los paganos doblaron el espinazo ante imágenes de piedra, de madera y de metal como si ésa fuera la manera de encontrarse con la divinidad y, sin embargo, lo único que lograban era apartarse del único Dios verdadero. Ahora, los britanni, los tranquilos e ignorantes britanni, desconocían por completo que un grupo de traidores había decidido entregar su país a los barbari, a los mismos barbari que, desde hacía siglos, eran sus peores enemigos.
El descubrimiento de la verdad resultó paulatino. Lo primero que se supo fue que Medrautus había enviado mensajeros a los barbari para concluir un pacto. Por supuesto, Medrautus negó cualquier insinuación al respecto con airada energía, pero el gran problema de la mayoría de las mentiras es que, tarde o temprano, quedan expuestas. Una noche, un centinela más atento de lo normal descubrió en el norte del país un encuentro entre un emisario de Medrautus y dos barbari. El hecho revestía tanta relevancia que, apenas unos instantes después, dos equites se dirigieron a Camulodunum con la misión de informar a Artorius de lo que había contemplado aquel legionario especialmente celoso de sus deberes.
Cuando Artorius fue advertido de lo que sucedía, optó por comportarse con la mayor prudencia. Con seguridad, lo más eficaz —quizá incluso lo más sensato— hubiera sido detener a todos los traidores y entregarlos a un juez que los sometiera al proceso previo a su más que justificada ejecución. Pero Artorius no deseaba ocasionar un escándalo que trastornara a los britanni y que, a la vez, permitiera pensar a los barbari que Britannia era débil y estaba rebosante de traidores. Por eso, se limitó a convocar a Medrautus a su corte. Quizá si Medrautus hubiera sido más avispado, habría obedecido a Artorius, hubiera negado todas las acusaciones y le hubiera jurado lealtad a la espera de un momento más idóneo para continuar con su conspiración. Pero Medrautus, además de malvado, era un estúpido. Alzó —ahora abiertamente— el estandarte de la rebelión y encaminó sus fuerzas hacia la capital de Britannia con la intención de aniquilar a Artorius.
Los dos ejércitos se encontraron en Verterae y, según me contaron, Artorius no tuvo mucha dificultad en deshacer a las huestes de Medrautus, su sobrino. Sin embargo, a pesar de que ya se había derramado sangre, a esas alturas nada era irreparable. Estoy totalmente convencido de que si Medrautus hubiera pedido entonces clemencia, Artorius se la hubiera concedido. Habría incurrido con certeza en un grave error porque la gente como Medrautus es indigna de confianza, pero también es verdad que, siquiera por un tiempo, la guerra habría concluido. Sin embargo, Medrautus no estaba dispuesto a rendirse y obligó a Artorius a partir en su persecución.
Si yo hubiera sido Medrautus hubiera rehuido la batalla abierta. Habría intentado llegar hasta las tierras del norte donde se encontraban los barbari y, quizá, habría regresado con un nuevo e— cito con la esperanza de convertirme en nuevo imperator de Britannia. Pero Medrautus no actuó así. Envió una petición de ayuda a los barbari, se encerró en el antiguo castra de Cambloganna y esperó a que llegaran sus aliados antes de que lo hiciera Artorius.
También yo me dirigí hacia aquel lugar. Lo recordaba vagamente de cuando años atrás Artorius y yo habíamos recorrido la antigua cadena de castra romanos para ver cuáles podían ser aprovechados y cuáles era mejor condenar al olvido. Cambloganna no había quedado desechado, pero tampoco era uno de los castra más relevantes. O mucho me equivocaba o Medrautus no tenía la menor posibilidad de soportar un asedio indefinido.
Cuando llegué a Cambloganna me sorprendió el extraordinario bullicio que se había apoderado de los reales de Artorius. Me costaba aceptarlo, pero, al observar su campamento, tenía que reconocer que poseía algo distinto, completamente diferente, distanciado de cualquier cosa que hubiera podido contemplar hasta entonces. Aquéllas no eran las viejas legiones que yo había conocido y que habían vivido los años agonizantes del final de Roma. Se trataba, por el contrario, de un ejército nuevo y distinto, el de un gobernante que, aunque defensor de la tradición romana, también actuaba de una manera diferente y novedosa. El de Artorius.
Creo que fue aquella tarde en que llegué al campamento del hombre que ahora se empeñaba en ser denominado imperator cuando me sentí, por primera vez, enormemente viejo. Sin duda, no lo era más que otros, pero yo había tenido de repente la absoluta seguridad de que no quedaba prácticamente nada del mundo en que había vivido durante mi infancia, mi adolescencia, mi juventud y mi madurez. Era cierto que todavía podía contemplar legionarios con un armamento muy similar al que había conocido y no era menos verdad que Virgilio había sobrevivido a todas aquellas décadas de violencia como había persistido el ius romanum. Pero, a pesar de todo, bastaba contemplar aquel castra para darse cuenta de que todo aquel mundo que yo había deseado preservar había desaparecido en medio del torbellino feroz e inexorable de los años y que lo que ahora se levantaba ante mis ojos era algo diferente y, muy posiblemente, peor.
—¿Cómo estás, Merlín? —me preguntó Artorius con una sonrisa irónica cuando comparecí ante su presencia.
Merlín. Comenzaba a temer que nunca lograría librarme de aquel sobrenombre exagerado y absurdo que enlazaba mi existencia con la de un halcón prodigioso capaz de convertirse en pez y en otras extrañas bestezuelas. Bueno, quizá no pasaba de ser una broma de Artorius...
—Gracias a Dios, de maravilla —respondí sonriendo.
—Tenías razón —señaló Artorius aunque en sus palabras no me pareció descubrir el menor signo de pesar o amargura.
—¿Lo dices por...?
—Lo digo por la guerra que ha desencadenado ese necio de Medrautus —respondió Artorius sin que el gesto risueño le abandonara—. ¿A quién se le ocurre pactar con una banda de asesinos como son los barbari? Los britanni no se lo van a perdonar jamás.
Guardé silencio, pero mucho me temía que el hecho de que los britanni le perdonaran o no iba a derivar más del éxito de sus maniobras inmorales y sucias que de cualquier otra consideración.
—¿Qué piensas hacer? —pregunté cambiando de tema.
—Atacar la fortaleza cuanto antes y capturar a Medrautus —respondió mientras una nube de súbita preocupación se posaba sobre su frente.
—¿No sería mejor rendirla por hambre? —sugerí en forma de pregunta.
Artorius inspiró hondo y luego expulsó el aire con lentitud, como si le ayudara a reflexionar.
—No tengo tiempo, Merlín —me contestó y, por primera vez, percibí en sus pupilas oscuras una inquietud que hasta este momento no había hecho acto de presencia—. Un ejército de barbari se dirige hacia aquí con la intención de ayudar a Medrautus.
—¿No existe la posibilidad de que pueda ser contenido mientras tiene lugar la toma del castra?
—Ni la menor —respondió Artorius—. Todos los enemigos de Britannia se han unido para aniquilarla de una vez por todas. Al parecer, hasta se dirigen contra nosotros contingentes de Hibernia...
Guardé silencio. O mucho me equivocaba o nos encontrábamos en una situación verdaderamente difícil.
—Si mañana tomo Cambloganna —continuó Artorius—, podré dirigirme al norte para enfrentarme con los barbari. Al parecer, se encuentran a unos dos o tres días de marcha. Con Medrautus muerto no creo que opongan mucha resistencia. ¿Quién sabe? Quizá ni siquiera tengamos que combatirlos porque decidan retirarse antes.
—Sí, es una posibilidad —reconocí—. A fin de cuentas, es la traición de Medrautus la que les ha abierto el camino...
—¿Quieres ver lo que pienso hacer... Merlín? —me preguntó entonces mientras la sonrisa, esa sonrisa inconfundible y especialmente risueña, volvía a columpiarse de sus labios.
—Creo que sí —contesté.
Stat sua cuique dies... Sí, como Virgilio, yo también creo que el día de cada uno está fijado. A muchos esa circunstancia les asusta. Temen despertarse un día enfermos, pobres, abandonados o muertos. Sin embargo, creo que deberíamos sacar otras consecuencias de esa innegable realidad. Por ejemplo, no deberíamos tener miedo a la muerte porque es cierto que no viviremos un día más de lo que Dios quiera, pero tampoco uno menos. No deberíamos tampoco sentirnos amedrentados por el dolor porque, ciertamente, no recaerá sobre nosotros menos del que el Hacedor haya decidido consentir, pero tampoco más. Mucho menos aún debería inquietarnos nuestra fortuna porque el Dios que viste a las flores del campo y alimenta a las aves del cielo —si se me permite utilizar los ejemplos mencionados expresamente por el Salvador— no aceptará que estemos desnudos o pasemos hambre. El día de todos y cada uno está establecido, pero eso, en contra de lo que piensan muchos, constituye una verdadera bendición.