II

Britannia, a inicios del siglo V

No tengo la sensación de haberme preguntado en los primeros tiempos de mi vida por qué no tenía padre. A decir verdad, creo que me parecía normal que así fuera. Yo no crecí viendo a hombres y a mujeres juntos como sucede con el común de los mortales. Vivía con mi madre en el lugar que la iglesia del apóstol Pedro había destinado a morada de viudas y vírgenes. Se trataba de mujeres que, siguiendo el consejo de otro apóstol, el que cambió su nombre de Saulo por el de Pablo, al no tener quien se ocupara de ellas habían decidido entregar su vida al Señor. Eran buenas hijas de Eva, que lo mismo limpiaban las dependencias del templo —demasiado pequeñas como para requerir mucha atención— que se ocupaban de prestar alguna ayuda a los indigentes que llegaban hasta las puertas de la iglesia. Entre tantas mujeres no había un solo hombre. Ocasionalmente, recuerdo haber visto a uno ataviado con hábitos talares, pero su imagen me resulta distante y apenas me trae remembranzas como la de una caricia de pasada o una sonrisa que me pareció entonces —¿lo era en realidad?— severa. Aquel hombre casi evanescente y algún niño de los que se acercaban hasta la iglesia fue toda la presencia varonil con la que me topé durante mis primeros años. No puedo decir que me encontrara incómodo. A decir verdad, tengo la sensación de que me sentía muy feliz siendo el único hombre en medio de aquellas mujeres. ¿Por qué iba a echar de menos a un padre? En realidad, ¿hubiera sabido responder a la pregunta de qué era un padre? Con certeza, no.

En ocasiones, un olor, un color, un sabor me transportan a aquellos primeros días de mi vida. Se despiertan entonces sensaciones dotadas de un enorme vigor. Desde mi corazón suben, con una rapidez inusitada, el brillo metálico del agua todavía sin secar en el suelo de la iglesia, el aroma pesado de los cirios amarillos regalo de algún eques, incluso la textura del pan crujiente con manteca dorada que me llevaba a la boca y que devoraba en dos bocados. Sí, todo aquello me invade y por un instante me parece que nada ha sucedido, que nada ha pasado, que nada ha acontecido y que, de manera suave y hermosa, he regresado a una época tranquila en la que la salida del sol anunciaba el plácido inicio de una jornada dichosa y su caída era el signo precursor de un descanso rezumante de sueños gratos. Se trataba de la era en que todos los alimentos sabían bien, todas las horas eran hermosas y todos los lugares —salvo, excepcionalmente, los oscuros— resultaban entrañables y preñados de incitantes atracciones. En aquel entonces comenzaba a descubrir el mundo. También en aquel entonces fue cuando vi a los primeros hombres que me impresionaron.

Me entretenía en subir y bajar una y otra vez los tres o cuatro escalones que llevaban hasta la iglesia cuando reparé en ellos. Atraparon mi atención por el motivo de que iban a caballo. Por supuesto, ya había visto antes aquel animal —en contadas ocasiones, pero lo había visto— no obstante, no dejaba de llamarme poderosamente la atención. Los que los montaban iban ataviados con unas capas largas y pardas. Seguramente, sólo pretendían protegerse del viento con aquellas modestas prendas, pero a mí me parecieron un extraordinario despliegue de inusitado lujo. Tan inusitado como el uso de unas espadas largas y relucientes que colgaban de sus caderas golpeando suavemente los flancos de sus monturas. ¡Y además llevaban cascos! Sé que todo esto carece, en realidad, de importancia. Sin embargo, en aquella época esa visión de dos equites no resultó para mí menos prodigiosa de lo que hubiera sido el descenso de dos ángeles procedentes del mismo cielo.

El rítmico sonido de los cascos se detuvo a unos pasos apenas del lugar que yo subía y bajaba con enorme entusiasmo. Pero yo fingí que no me llamaban la atención y seguí ocupado en los escalones de piedra escasamente pulida, limitándome a mirar de reojo a los recién llegados. Tuvieron que dirigirse a mí de manera expresa para que les prestara una atención visible. Fue uno de ellos, de piel rojiza y barba hirsuta, el que pronunció el nombre de mi madre y me ordenó que fuera a buscarla.

La encontré a escasa distancia, lavando con otras mujeres en un riachuelo retorcido que discurría cercano a la iglesia. Recuerdo que una sombrecilla que no comprendí entonces se posó sobre su frente y que, por un instante fugaz, inclinó la cabeza sobre el pecho. Luego respiró hondo, pidió a una de las otras mujeres, una viuda, que la acompañara y emprendió el camino hacia el lugar sagrado.

Las seguí durante unos pasos, pero cuando estábamos a escasa distancia de los jinetes, la anciana se volvió y me ordenó con términos nada equívocos que me quedara donde estaba. Obedecí —no se me hubiera ocurrido hacer algo distinto, a decir verdad— y sólo pude contemplar la escena de lejos. No duró mucho. Sin descender de sus cansinos animales, los hombres dijeron algunas palabras a mi madre. Parece que aún estoy viendo cómo, por un instante, se quedó inmóvil, mirándolos, como si los escuchara, aunque yo hubiera asegurado que nada decían. Luego inclinó por un instante la cabeza, volvió a erguirla y se encaminó hacia la iglesia del apóstol Pedro.

El ver cómo se distanciaba de los recién llegados me impulsó a correr hacia ella. Tenía yo las piernas cortas entonces –no las he tenido largas después. A decir verdad, me da la sensación de que esa característica provoca que mi cuerpo no sea del todo proporcionado— y tardé un poco en alcanzarla. Cuando, por fin, lo conseguí, pude ver que estaba metiendo en un atado algunas prendas modestas con la ayuda de aquella mujer que la había acompañado. Por cierto, cuando intenté acercarme a mi madre, volvió a interponerse, pero ahora no estaba dispuesto a dejar que consiguiera sus propósitos. Con un movimiento rápido, la burlé y llegué hasta el lugar donde se encontraba la que me había dado el ser. Valiéndome de un gesto decidido que había repetido en multitud de ocasiones, la agarré de la falda y tiré de ella. Pero esta vez mi madre no respondió. Siguió guardando cosas como si no hubiera advertido mi presencia. Quizá hubiera seguido sin hacerme caso de no ser porque la anciana me cogió del brazo arrancándome un grito de dolor.

—Déjalo —dijo mi madre volviéndose.

Me parece estar contemplando ahora mismo su rostro. Era blanco, muy blanco, con algunos toques rosados en los pómulos. Sobre aquella cara que se me antojaba extraordinariamente suave y sedosa destacaban unos ojos ovalados de un color suavemente castaño. Entonces, por primera vez sin duda, vi cómo estaban cuajados de lágrimas. Ni una sola —¡ni una!— lograba sobrepasar la barrera de sus pestañas largas y negras. He visto luego a muchos niños —demasiados— reaccionar ante las madres que lloran. En ocasiones, se dejan arrastrar por aquella expresión de dolor que quizá no entienden, pero que temen. En otras quedan paralizados como si acabaran de golpearlos en la cabeza privándoles de la posibilidad de reacción. Finalmente, los hay que intentan consolar a su madre, quizá porque así se consuelan a sí mismos. Yo simplemente me acerqué a mi madre, le cogí la mano y mirando a aquellas pupilas que pugnaban por no verse desbordadas, dije:

—Mamá, no te preocupes. No te va a pasar nada.

La anciana intentó reprimir un sollozo que sonó casi como un resoplido. Mi madre apretó los labios finos y blanquecinos, contrajo levemente los ojos y se inclinó hasta colocar su mirada a la altura de la mía.

—Hijo... —comenzó a decir.

—Mamá —insistí impulsado por una extraña sensación de seguridad que me embargaba desde la raíz del cabello a las plantas de los pies—. Estate tranquila. Todo va a salir bien.

Parpadeó con un gesto que me pareció de desorientación. Entonces no lo entendí, pero creo que deseaba saber. Y muchas cosas, por añadidura. Primero, lo que yo podía conocer de lo que estaba sucediendo y, segundo y más importante, a qué se debía mi extraña seguridad. Durante unos segundos, intentó desentrañar algo que yo mismo no comprendía ni hubiera podido explicar. Luego se inclinó sobre mi rostro, me dio un beso, me abrazó y se puso en pie.

—Ya sabes lo que tienes que hacer —dijo a la anciana.

—Sí... sí, claro... pierde cuidado... —respondió la mujer.

Luego se volvió hacia mí, se, esforzó por sonreír y dijo:

—Sé bueno.

Contemplé cómo abandonaba el hogar que la iglesia del .apóstol Pedro destinaba a las viudas y a las vírgenes, y se acercaba a los jinetes.

Se pusieron en camino enseguida. Mi madre marchaba a pie precedida por uno de los guerreros y seguida por el otro. Imagino que aquella disposición se debía al deseo de evitar una baga. Pero ¿adónde hubiera podido escapar una mujer en medio de aquella tierra? Sin duda, antes de que hubiera pasado un solo día la habrían capturado con facilidad.

Observé cómo no tardaban en perderse al otro lado de la cuesta, una cuesta blanda sobre la que caían mortecinos los rayos de un sol blancuzco y perezoso. Apenas habían desaparecido cuando sentí cómo la anciana me cogía de la mano y tiraba suavemente de mí.

¿Qué van a hacerle a mi madre? —pregunté a la espera de que pudiera arrojar algo de luz sobre lo que acababa de suceder.

Sin duda, la mujer deseaba inspirarme tranquilidad, pero sólo pude ver en ella a un ser aterrado que, a duras penas, evitaba el prorrumpir en sollozos.

—Nada... nada... Sobre todo tú no te preocupes... —respondió trémula en un tono que constituía una invitación directa a caer en la desazón más intensa.

—No estoy preocupado —respondí—. A mi madre no le va a pasar nada.

—No... nada... —musitó mordiéndose los labios, como si así pudiera evitar que brotara algún comentario no pertinente.

El resto del día se me hizo eterno. Durante las horas siguientes, aquella buena mujer se esforzó por que comiera bien, por que descansara bien, incluso por que caminara bien. Lo único que consiguió fue que sintiera su presencia continua como una piedra pesada colocada sobre mi pecho infantil. Logré darle esquinazo en medio de los rezos sosegados y monocordes de la tarde dormilona. Se encontraba tan sumida en la asfixiante congoja que ni siquiera reparó en que salía de la iglesia sumida en la penumbra mientras desgranaba con los labios preces repetidas infinidad de ocasiones.

Cuando llegué a la pétrea puerta del templo, los árboles parecían gigantes oscuros de un color verdinegruzco preparados para caer sobre cualquier desprevenida presa que les resultara apetecible. Pero yo no los temía o —lo que era mucho más importante— no estaba dispuesto a temerlos. Subí lentamente el inicio pelado de la cuesta que, serpenteante, conducía al campo abierto. Lo hice así para impedir que nadie pudiera escucharme y salir en mi busca, y mientras enhebraba un paso con otro en aquella trabajosa ascensión, comencé una plegaria infantil.

No podría recordar con exactitud lo que le dije al Altísimo en aquella ocasión. Sin embargo, sé que no utilicé fórmulas litúrgicas, ni palabras escogidas ni términos sacerdotales. No.

En absoluto. Fue una conversación con un Ser al que nunca había contemplado, pero del que sabía que se encontraba en algún lugar situado más allá de las sombras agobiantes de los pesados árboles. Estaba convencido de que si aquellas ramas nudosas intentaban apoderarse de mí con la intención de que sus troncos negros me devoraran o sus raíces retorcidas y añosas se alimentaran, Él haría acto de presencia. Pero no fue necesario que interviniera porque aquellos postes cuajados de hojas multiformes se limitaron a susurrar canciones desconocidas aprovechando el viento frío que se estaba levantando.

Cuando, casi sin aliento, alcancé la cima chata de la cuesta retorcida, volví la mirada y contemplé satisfecho que nadie había abandonado la iglesia diminuta que parecía dormitar bajo el sonido suave de las plegarias monótonas. Con seguridad, no se habían percatado de mi ausencia. Entonces, sin dejar de hablar con Él, caminé un centenar de pasos más y me adentré por una senda angosta que se dibujaba a la derecha. Sabía que no existía la menor posibilidad de que me encontraran, porque sólo un niño habría podido captar aquel camino cubierto por las hojas. A decir verdad, ni siquiera los animales del bosque hubieran dado con él.

No tardé en distinguir, en medio de aquella ausencia casi total de luz, mi escondrijo. Se trataba de un árbol cuyo tronco tenía una hendidura longitudinal suficiente como para permitir la entrada de una criatura de mi edad. El cómo se produjo aquella herida es algo que nunca supe. Sí era consciente de que no se había traducido en su muerte. Por el contrario, aparte de aquella oquedad quebrada, el árbol parecía gozar de una extraordinaria salud. Me senté en el cóncavo interior, me abracé las piernas, coloqué la barbilla sobre las rodillas y continué mi oración. Deseaba, por supuesto, que mi madre no sufriera, pero, por encima de todo, ansiaba que regresara a mi lado. Sí, quería que volviera y que lo hiciera cuanto antes y mientras musitaba aquel anhelo, el sueño se apoderó de mí.

Me desperté tan descansado como si hubiera dormido a pierna suelta hasta el mediodía. Pero no podía haber pasado mucho tiempo. De hecho, me rodeaba la negrura más absoluta, una oscuridad espesa tan sólo aliviada por unas hebras plateadas de luz procedentes de la fría luna. Parpadeé intentando ver mejor, pero, como era de esperar, no lo conseguí. Apoyé las manos en el suelo e intenté levantarme. No fue fácil. Tenía los miembros entumecidos y las piernas se me habían dormido provocándome un incómodo hormigueo. Recordé los consejos de mi madre y, tras llevarme los dedos a la boca para mojarlos, hice una crucecita de saliva detrás de mis rodillas. Tardó unos instantes en surtir efecto, pero, poco a poco, la sensación desagradable desapareció y pude ponerme en pie sin sentir dolor ni molestia.

Una nube de gelidez descendió sobre mí nada más abandonar el interior del árbol. Hacía frío, tanto frío que, por un instante, se me cortó la respiración y tuve que boquear y frotarme los brazos. Pero duró poco. Se extinguió, a decir verdad, en cuanto di unos pasos y desanduve la senda que conducía al camino principal. Las únicas señales de vida que pude captar fueron el sonido emitido por alguna ave nocturna en busca de sus presas habituales y la presencia errática de volátiles luciérnagas. Y así, solo por completo, paseé la mirada en busca del lugar más adecuado para esperar a mi madre.

Lo hallé bajo un olmo frondoso. Descansaba el copudo árbol sobre un suave promontorio como si el bosque entero, reunido en arbórea asamblea, le hubiera encomendado la tarea de vigilar la llegada no deseada de cualquier enemigo. A su pie tomé asiento y, clavando el mentón en el pecho con la intención de evitar que se escapara el escaso calor que me quedaba en el cuerpo, comencé a vigilar la senda sinuosa por la que —estaba convencido— aparecería mi madre ya totalmente a salvo. Y así comenzó un lento discurrir del tiempo que se vio pespunteado por la lluvia fina que poco faltó para que me calara hasta los huesos, por un viento racheado aún peor que me hizo tiritar con una fuerza que no pude controlar y por el paso casi imperceptible del agua a la nieve.

En un instante apenas, la visión del camino se convirtió en imposible. En un momento más, todo quedó pintado de una tonalidad hirientemente blanca que pareció haber transformado todo lo que se extendía ante la vista en un sudario inmaculadamente albo. Y entonces... entonces vi a lo lejos una nubecilla diminuta, escuálida, casi imperceptible. Se trataba además de algo que subía y bajaba, que aparecía y desaparecía a cada momento, que no surgía, a decir verdad, del cielo sino de la tierra. Y es que, en realidad, no se trataba de una nubecilla. Era el aliento que salía de la boca de mi madre.

Me desperté tan descansado como si hubiera dormido a pierna suelta hasta el mediodía. Pero no podía haber pasado mucho tiempo. De hecho, me rodeaba la negrura más absoluta, una oscuridad espesa tan sólo aliviada por unas hebras plateadas de luz procedentes de la fría luna. Parpadeé intentando ver mejor, pero, como era de esperar, no lo conseguí. Apoyé las manos en el suelo e intenté levantarme. No fue fácil. Tenía los miembros entumecidos y las piernas se me habían dormido provocándome un incómodo hormigueo. Recordé los consejos de mi madre y, tras llevarme los dedos a la boca para mojarlos, hice una crucecita de saliva detrás de mis rodillas. Tardó unos instantes en surtir efecto, pero, poco a poco, la sensación desagradable desapareció y pude ponerme en pie sin sentir dolor ni molestia.

Una nube de gelidez descendió sobre mí nada más abandonar el interior del árbol. Hacía frío, tanto frío que, por un instante, se me cortó la respiración y tuve que boquear y frotarme los brazos. Pero duró poco. Se extinguió, a decir verdad, en cuanto di unos pasos y desanduve la senda que conducía al camino principal. Las únicas señales de vida que pude captar fueron el sonido emitido por alguna ave nocturna en busca de sus presas habituales y la presencia errática de volátiles luciérnagas. Y así, solo por completo, paseé la mirada en busca del lugar más adecuado para esperar a mi madre.

Lo hallé bajo un olmo frondoso. Descansaba el copudo árbol sobre un suave promontorio como si el bosque entero, reunido en arbórea asamblea, le hubiera encomendado la tarea de vigilar la llegada no deseada de cualquier enemigo. A su pie tomé asiento y, clavando el mentón en el pecho con la intención de evitar que se escapara el escaso calor que me quedaba en el cuerpo, comencé a vigilar la senda sinuosa por la que —estaba convencido— aparecería mi madre ya totalmente a salvo. Y así comenzó un lento discurrir del tiempo que se vio pespunteado por la lluvia fina que poco faltó para que me calara hasta los huesos, por un viento racheado aún peor que me hizo tiritar con una fuerza que no pude controlar y por el paso casi imperceptible del agua a la nieve.

En un instante apenas, la visión del camino se convirtió en imposible. En un momento más, todo quedó pintado de una tonalidad hirientemente blanca que pareció haber transformado todo lo que se extendía ante la vista en un sudario inmaculadamente albo. Y entonces... entonces vi a lo lejos una nubecilla diminuta, escuálida, casi imperceptible. Se trataba además de algo que subía y bajaba, que aparecía y desaparecía a cada momento, que no surgía, a decir verdad, del cielo sino de la tierra. Y es que, en realidad, no se trataba de una nubecilla. Era el aliento que salía de la boca de mi madre.

Trahit sua quemque voluptas... Sí, como decía mi admirado Virgilio, cada uno es arrastrado por su propio deseo. Es algo que nace de nosotros, pero que puede convertirse en una fuerza externa que tira de cada uno de nuestros actos como si se tratara de un amo despiadado y tiránico. Sé que algunos consideran que la mejor forma de comportarse ente nuestra propia voluptuosidad es rendirse, capitular, entregarse. Pero ése es el comportamiento propio de las bestias, esas criaturas que también salieron de la mano del Creador, pero que no cuentan con la razón para gobernar la nave de sus existencias. De nosotros, a pesar de ser mortales, debería esperarse que actuáramos de acuerdo con principios superiores. Nos comportaríamos así de la misma manera que hacemos con el fuego. Le consentiríamos que nos caldeara extinguiendo el frío de nuestros corazones o que nos ayudara a calentar los alimentos que han de nutrirnos. Pero, jamás, dejaríamos que nos queme hasta el punto de devorarnos convirtiendo una existencia que podría ser útil en un simple montoncito de cenizas.