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Julio de 1054
La serenidad que había invadido Santa Maria a raíz de la toma de posesión del nuevo prior sorprendió a Dalmau durante mucho tiempo. Como si de golpe y porrazo lo que habían estado construyendo adquiriera un sentido que todos entendían, las estaciones se alternaban sin grandes sustos y las premisas de trabajo y oración guiaban a los habitantes del cenobio. No era poco en aquellos momentos, cuando, tal como había predicho el abad Oliba, la tendencia era clausurar el espacio sagrado, a la vez que se intervenía menos en los asuntos mundanos.
Si bien las circunstancias hacían más intensa la paz que se vivía en el monasterio, también daban tiempo al hermano Dalmau para hacer un balance de su vida que no siempre encontraba satisfactorio.
Las noches eran su principal enemigo. Cuando no ayudaba en las tareas del campo, ni se le permitía meter baza a lo que se cocía en el scriptorium; olvidado por el hermano Anton, demasiado ocupado en interpretar los designios del nuevo prior, Dalmau pasaba horas meditando en el claustro o en el jergón. Tanto era así que sus vigilias comenzaban a preocuparle.
Alguien había dicho que pensamientos semejantes, aquellos que ponían en cuestión la validez de una existencia, se presentaban cuando se acercaba el final de la vida. Pero, después del bajón del año anterior, cuando el regreso del viaje a Ripoll y los cambios en el cenobio habían menguado sus fuerzas, el cuerpo del ex prior ya no había dado señales de desfallecimiento. Ni siquiera cuando pasaba las noches en blanco, pensando si Guillem estaría bien, si volvería pronto…
Ahora hacía meses que no sabía nada del hijo de Esther. Había ido por Navidad, contagiando con su alegría a toda la comunidad, pero con el propósito de comunicarles que tenía la intención de viajar durante unos meses, quizá de visitar a su madre en Girona. Pero en ningún momento había dicho que se planteaba una vida futura fuera de Montserrat.
En este sentido, Dalmau se había sorprendido de la fuerza que iba adquiriendo el entendimiento de Guillem con el prior Simó. Según le había confesado este, el joven se interesaba sobre todo por asuntos de fe y muy a menudo le preguntaba cómo podía resolverse tal o cual problema desde la perspectiva de las Sagradas Escrituras.
Consideraba importantes las opiniones de Dalmau, lo alegraba que a veces se acercara a las visiones del ermitaño, pero la ambición de Guillem era tener un conocimiento completo de las posturas que interpretaban la montaña. Y eso también incluía las que con más claridad se oponían a las enseñanzas de Basili, como si necesitara comprender todas las casillas del infernáculo antes de lanzar la piedra y comenzar el juego.
Por otro lado, las conversaciones con el ex prior tenían más que ver con el mundo que se encontraría durante el viaje. El joven estaba ansioso por atesorar un conocimiento preciso de lo que podría perderse si abrazaba la vida religiosa.
Mientras Guillem ocupaba una parte de sus pensamientos, las noches de Dalmau Savarés también planeaban sobre un océano inquieto y tempestuoso. Había comenzado a percibir de nuevo aquella sensación que lo invadía durante los primeros años en la montaña. Entonces, el silencio que reinaba en el lugar lo dejaba perplejo, incluso rivalizaba con el ruido de sus propios fantasmas, a menudo colocándolo en una situación indefensa delante de la magnitud de la obra de Dios.
Lo que le sorprendía ahora de sus vigilias no era la presencia casi material de aquel silencio, sino la certeza de un cambio que escapaba a su entendimiento. Lo había olvidado durante mucho tiempo, sustituido por el silencio que imponía la Regla, pero de pronto había vuelto y ocupaba sus días. El vacío resultante hacía que los latidos del corazón lo obligaran a adoptar un ritmo que había rechazado; lo conducía por los caminos de duda y destrucción que aún resonaban en su interior. A veces pensaba que sería capaz de contemplarse desde afuera, de verse dormido sobre el jergón mientras tenían lugar sus reflexiones.
No dejaba de preguntarse cuál era su función, ahora que todo el mundo parecía satisfecho. Siempre había admirado el papel de maestro; de hecho, durante mucho tiempo, había intentado ejercerlo. Pero con ninguno de los posibles discípulos había tenido la oportunidad de esforzarse. Maties era un prosélito natural, incapaz de tomar caminos equivocados; Lluís se había convertido en un alumno que ponía por delante la admiración y el respeto, pero al fin y al cabo su naturaleza lo impulsaba hacia una extraña libertad interior; Guillem había sido el más rebelde, buscaba trazar su destino, pero no sin antes recorrer todas las veredas y oler las flores que se iba encontrando en los márgenes.
Entonces el silencio era una virtud necesaria de los otros. Pero ahora ya no lo podía considerar de la misma manera; si, tal como era su intención, quería vivir plenamente en el corazón de aquella comunidad, antes o después debería aceptar que era un discípulo de Cristo y, en consecuencia, del prior que regentaba el monasterio. Según la Regla, le tocaba callar y escuchar, pero no se sentía del todo competente para ese sacrificio.
El prior se lo había advertido en alguna ocasión. Sin palabras, solo con una mirada de extrañeza, después de sorprenderse de que la voz del antiguo soldado se escuchara por encima de la de sus superiores.
La noche iba pasando como muchas otras. Sentía la respiración dificultosa del hermano Justí, incapaz de cantar desde hacía años, y los ronquidos complacidos de Maties, que ante la cojera de la mula había labrado, solo, con la fuerza de sus espaldas, el campo de coles. Él se había limitado a hacer un recuento de los alimentos que guardaban en la despensa, además de hacer de lector semanal. Aquellas habían sido las órdenes del prior Simó, siempre condescendiente.
Se volvió en el jergón de cara a la tronera. A veces, en plena noche, le llegaban olores de espliego o de hierba luisa, entretenía la vigilia reconociéndolos y pensando en sus formas y colores. Era una de las sensaciones posibles dado que, salvo las noches en que había luna llena y ausencia de nubes, la oscuridad era casi absoluta, con la única excepción de la vela que ardía débilmente a la entrada del dormitorio.
Vencido por la intensidad de las propias cábalas, Dalmau ya comenzaba a cerrar los ojos. Por unos instantes pensó si se había quedado dormido y aquella claridad marcaba el umbral de un sueño, pero las guardias interminables vividas al acecho del enemigo lo habían acostumbrado a distinguir perfectamente cuáles eran los avisos a seguir.
La claridad que entraba por la tronera se había presentado de golpe, sin concesiones. Sabía que la luna era menguante, que aún tardaría en aparecer por detrás del Rincón de los Vientos. En cualquier caso, no era posible que iluminara la noche de esa manera. Las otras opciones que se le ocurrían —que estuviera equivocado respecto de las fases de la luna o que alguien hubiera encendido una antorcha en el exterior— no entraban en consideración. Después del primer estallido, la luz parecía haberse detenido sobre las cosas, pero sin bajar aquella intensidad que todo lo abarcaba. Dalmau Savarés parpadeó una y otra vez y se levantó poco a poco del jergón. Ninguno de sus compañeros de cenobio parecía haberse dado cuenta de aquel extraño suceso. Si en un primer momento había presumido que se trataba de un sueño o que el cansancio le jugaba una mala pasada, ahora la visión era demasiado real, el mundo se había iluminado de golpe y él era el único testigo en aquella comarca.
—No es posible —dijo en voz baja recordando la profunda oscuridad de hacía solo un momento.
Sin decir nada a nadie, encaminó sus pasos hasta el claustro. El retazo de cielo que se vislumbraba sobre columnas y arcadas era diáfano; pero la luna no se veía por ninguna parte. Sin necesitar otra luz que aquella extraña claridad, salió al exterior y, al ver el panorama que se abría a sus ojos, se hizo la señal de la cruz sobre el pecho.
En el cuerno derecho de la constelación de Tauro, una estrella irradiaba una luz anaranjada, mucho más brillante que Venus. Era tanta su fuerza que incluso era capaz de proyectar la sombra del monje sobre el suelo. Más allá, un retazo frágil de luna sucumbía indefenso a su poder. Por unos momentos, el antiguo prior de Santa Maria de Montserrat estuvo tentado de volver al dormitorio y dar la alarma, pero la fascinación lo mantuvo inmóvil. Sin duda, se trataba de un anuncio, pero ningún mal augurio se podría presentar de una manera tan hermosa, con un aura tan deliciosa.
Paseó la mirada a su alrededor. Las luminarias acariciaban el paisaje sin estridencias y la sensación de paz iba más allá de cualquier momento vivido hasta entonces. ¡Si estaba viviendo en el interior de un sueño, no quería despertar!
Poco a poco, y con complacencia, recorrió las paredes que se habían transformado en monasterio después de esfuerzos sobrehumanos, los senderos que nacían a sus pies y se perdían en la lejanía o en un recodo al amparo de los árboles. Después levantó la vista por los abruptos senderos en zigzag al borde del abismo que conducían a las cimas de Montserrat y se detuvo en Les Magdalenes. Las comisuras de sus labios se elevaron con una sonrisa sobre su barba gris. Tal vez Guillem también era testigo de aquel prodigio.
—Todos somos peregrinos errantes en busca del Gran Misterio —musitó.
Solo entonces sintió el bálsamo del verdadero silencio. No era tan solo aquel que había descubierto en la primera estancia en el monasterio de Ripoll, cuando huía de la confusión de los campos de batalla, de los llantos de los moribundos. Tampoco el que lo había engullido al llegar a Santa Maria, donde el mismo hecho de respirar parecía capaz de hacerlo trizas. Nada más lejos de lo que marcaba la regla de san Benito. ¡No! Este silencio que la luz del cielo le revelaba en plena noche nacía de su interior, cuando la imaginación callaba y el espíritu permanecía pacificado y libre.
Por primera vez, y con total plenitud, leyó correctamente las señales que le eran dadas. Quería creer que Magda también se había reconciliado con el mundo y recibía la misma luz como un bálsamo. Por unos instantes, le pareció oír el canto de la Tierra, pero para él ya no suponía un misterio, sino un motivo de gozo y de esperanza.
Una docilidad acogedora le hizo bajar la espada definitivamente. Ya no era el soldado, ni tampoco el monje, quien se entregaba en cuerpo y alma a aquella abundancia. Dentro de él latía el corazón de un hombre capaz de abrazar las grandezas y las miserias que le eran propias.
Después de recorrer la cicatriz del cuello con la punta de los dedos, entendió que aquella paz ansiada era posible, aunque tuviera que compartirla con todo lo que había vivido.
Siguiendo el ejemplo de la naturaleza que lo rodeaba, se dejó invadir por la luz proveedora de esencias mientras, al recordar el rostro sonriente de Basili, una lágrima tibia le resbalaba por el cuello.
Tarragona, Prada de Conflent, Montserrat.
Enero de 2013