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Al principio, Guillem se había sentido perdido. La noticia de una vida futura en el monasterio había hecho añicos su existencia rutinaria, aquel eje que había establecido con Esther y Magda, por un lado, y Cesc, por otro. A pesar de que le parecía una propuesta atractiva, lo espantaban algunas de las normas que regían en Santa Maria.

Pero, con el paso del tiempo, todas aquellas dudas se habían desvanecido. El prior Dalmau había prometido a Magda que no estaría obligado a tomar los votos, que sería su criterio, cuando lo tuviera formado, el que marcaría su paso por el cenobio.

Guillem se dio cuenta muy pronto de que sería capaz de establecer un fuerte vínculo con algunos monjes; le atraía la bondad de Maties, el alma un poco transgresora de Lluís, el rigor que siempre rezumaban las palabras de Simó. Pero quien de verdad despertaba todos sus sentidos era aquel hombre solitario de las montañas.

Nadie había puesto obstáculos a su amistad con Basili, y eso le había permitido establecerse durante largas temporadas en Les Magdalenes. Incluso el hermano Andreu, que sin duda añoraba su oficio, los había ayudado gustoso a edificar una pequeña ermita de piedras y adobe.

Le costó entender que Dalmau Savarés fuera sobre todo un misterio. Magda había insistido en que sería su puntal en la comunidad, el hombre en quien podía confiar, pero el prior siempre tenía cosas que hacer o se limitaba a darle consejos apresurados que, lo había entendido más tarde, solo servían para silenciar su conciencia.

Ahora Guillem tenía otras preocupaciones. La felicidad de los últimos tiempos, con aquella vida un poco nómada entre Les Magdalenes y el monasterio, estaba en peligro. Y el motivo era totalmente incomprensible para el hijo de Esther, aún demasiado joven para entender el paso del tiempo y sus consecuencias.

Ante la falta de algunos alimentos básicos y la amenaza de un invierno próximo, hacía días que intentaba bajar a Santa Maria, pero el estado de Basili arrinconaba siempre aquella necesidad. El ermitaño llevaba dos noches sin levantarse de su jergón y Guillem no se atrevía a marcharse demasiado lejos.

El primer día de diciembre la mañana no se había presentado tan fría; un sol resplandeciente iluminaba el valle de Guadvachet y Basili salió al exterior para contemplar el monasterio desde lo más alto de la peña que les servía de cobijo.

El hermano Andreu, ante la debilidad de Basili, quien ya no tenía las mismas fuerzas para trepar por las rocas, les había construido una estructura de madera que llevaba hasta un púlpito improvisado, pero el ermitaño no había podido acceder demasiado a él.

—¿De verdad que os parece bien, Basili?

—¡Claro que sí! Y tú deberías hacer la tuya. Hace tiempo que me encuentro en paz con Dios y sé que querías visitar Santa Maria.

—No tenemos demasiada verdura, y la gallina murió hace dos semanas. Volveré hoy mismo.

—Ya me extrañaba no verla rondando, pero pensaba que se había escapado. Este lugar es duro incluso para las gallinas, no entiendo cómo puedes soportarlo.

—No es cierto, yo me encuentro muy a gusto. Pero es necesario que os pongáis bien; así podremos volver a la cueva.

—Nada me gustaría tanto como poder cantar de nuevo contigo, Guillem, pero me da la impresión de que eso ya no será posible.

—No…

—Sí, lo sé: «No lo digáis». Mira, Guillem, un viejo como yo no te puede cortar las alas de esta manera. Te aseguro que esperaré a tu regreso, pero ahora márchate sin esperar más. De paso me informas de cómo está Dalmau; no entiendo cómo se ha pasado tanto tiempo sin subir. Me tiene preocupado.

Guillem también pensaba que era extraño el olvido en que los había dejado Santa Maria. El prior los visitaba a menudo para hablar con el ermitaño y se podían pasar un día entero discutiendo sobre la fe o descubriéndose mutuamente rincones de la montaña. Él aprovechaba para ir a la cueva y llenar las tripas de Montserrat con su voz y la música del hydraulis. Alguna vez había pensado en encender fuego en lo más alto de la peña, la señal que había convenido con Dalmau si pasaba algo, pero le parecía que sería provocar un susto, hasta ahora, innecesario. A pesar de sus reparos, cogió el fardo que llevaba siempre y se concentró en el descenso. Las lluvias de los últimos días habían dejado el terreno fangoso y lo último que podía permitirse en aquellos instantes era resbalar sin dar aviso a Dalmau de cómo la vida del ermitaño se estaba apagando a gran velocidad.

A medida que se acercaba a Santa Maria no se sustrajo de la fascinación que le producía el monasterio. Basili se lo había explicado muchas veces, desde la peña grande de Les Magdalenes, cómo era aquel terreno cuando solo estaba la pequeña ermita donde lo habían encontrado Simó, Maties y Dalmau hacía casi treinta años.

Ahora podía contemplar la iglesia y las dependencias que conformaban el cenobio, construidos con aquella piedra pulida que a menudo brillaba con los rayos del sol. Guillem no había renunciado a ser monje algún día, pero también había recibido mucha estima y sabiduría por parte del ermitaño. En algún momento se había convencido de que debía vivir cerca del anciano Basili, dejarse invadir por sus enseñanzas mientras fuera posible. Pero era un tiempo que parecía acabarse.

A pesar de que podía haber entrado por las cocinas, se dirigió a la iglesia. Desde allí llegaría con más facilidad a la habitación del prior Dalmau. Ya en el interior, mientras pisaba las losas con paso firme, una voz imperiosa lo detuvo.

—¡Vas muy de prisa, chaval! ¿Qué has venido a buscar? El claustro es solo para los monjes.

Guillem se quedó parado bajo el umbral de la entrada. No reconocía aquella voz, ni tenía tiempo para demasiadas explicaciones. Cuando se giró, la figura del hombre de nariz prodigiosa que lo había interpelado mostraba su cara menos amable.

—¿Sois de Santa Cecília, quizá, que no me conocéis? Soy hijo de Guadvachet y tengo permiso para recorrer este monasterio.

El monje lo examinó de arriba abajo con desconfianza, como quien se encuentra delante de un espécimen desconocido. La seguridad que imprimía aquella voz joven y nítida no le agradó en absoluto. En el intento de mostrarse superior, estirando el cuello tanto como le era posible, cortó de raíz la impulsividad del joven.

—¡No des ni un paso! ¡No sé qué dices! Ser hijo de Guadvachet no te da derecho a nada, en este recinto sagrado. Por otra parte, no vengo de Santa Cecília. Soy el padre Gausfred, el nuevo prior del monasterio.

Las últimas palabras fueron pronunciadas como una sentencia. Los brazos de aquel monje severo continuaban abiertos, como si con aquel gesto quisiera abarcar los dominios que lo rodeaban.

Guillem frunció el entrecejo antes de sacudir la cabeza. A buen seguro que todo era una pesadilla, pero le resultaba imposible ignorarlo. El entorno era real y, por mucho que se esforzó en reconducir sus pensamientos, el hombre seguía con la misma expresión adusta en el rostro.

El joven levantó la vista por encima de los hombros de quien osaba apropiarse de un cargo que no le pertenecía. Pero ¿dónde estaban los demás monjes? Antes de que alguien pudiera dar respuesta a su inquietud, Gausfred le rompió los pensamientos.

—Ahora que ya nos hemos presentado, te ruego que te marches. Tengo mucha faena aquí. Vuelve a tu casa.

—¿A mi casa, decís? ¡Esta es también mi casa! ¿Qué es del prior Dalmau? —preguntó con una mezcla de enojo y preocupación.

—El hermano Dalmau no se encuentra entre nosotros.

—¡No pienso marcharme de aquí hasta que no me expliquéis qué ha pasado! Os repito que Santa Maria de Montserrat es mi casa y vos… Vos…

—Ya veo que no me has entendido, joven. Aquí se hace lo que yo digo.

Esta vez los ojos del monje relucieron de forma perversa y una sonrisa maliciosa ensanchó, más aún, las aletas de su nariz hasta convertirlas en dos agujeros enormes.

—¡Sois vos quien no queréis entender! Resulta que yo no estoy sometido a…

—¡Guillem! —exclamó el hermano Robert, que acababa de salir del scriptorium y se dirigía a las cocinas para calentar un poco de agua para disolver los pigmentos.

—¡Qué alegría, amigo mío! ¡Ya pensaba que me había vuelto loco! ¿Dónde está el padre Dalmau? ¿Se encuentra bien? ¿Qué ha pasado?

Antes de que el monje abriera la boca, el nuevo prior lo atravesó con la mirada recordándole el voto de silencio fuera de las horas que marcaba la Regla. Entonces, el hermano Robert desapareció, indicándole con un gesto mesurado que se marchara…

—Pero… no lo entiendo… —insistió el chico.

—Ya te he dicho que tenemos faena. ¿Entendidos?

Guillem ni tan solo respondió. Con dos zancadas se plantó en las cocinas. El rastro de fango que llevaba pegado a las sandalias cruzó el umbral antes de detenerse repentinamente. Tampoco Lluís ocupaba su lugar. Un monje de ojos saltones parecía a cargo. Sin pensárselo dos veces, volvió al claustro e interpeló de nuevo a Robert, sacudiendo con fuerza su hábito.

—¡Por el amor de Dios! ¿Qué está pasando? ¡Necesito hablar con el padre prior! ¿No lo entendéis? Basili se apaga, tiene que subir conmigo para…

—Escúchame bien, Guillem, no tengo demasiado tiempo para explicaciones. ¡Haz lo que te digo, márchate! Confía en mí. Coge lo que necesites de las cocinas y desaparece. Esta sería la voluntad del padre Dalmau.

El rostro de Guillem pasó de la inquietud al espanto. Sus ojos abiertos y húmedos necesitaban que el monje negara la terrible sospecha que, de pronto, lo había horrorizado.

—¿Está… está muerto, verdad?

—¡No! Lo siento, no quería… Ha ido a Ripoll a hablar con el abad… Guillem, por favor. Dalmau volverá pronto, pero mientras tanto todo debe funcionar como si no pasara nada. Ve a la despensa y coge lo que necesites…

La figura de Gausfred, acercándose, puso punto final a la conversación.

Monasterio de Ripoll

Buena parte de los pensamientos de Dalmau Savarés habían quedado prisioneros de unos hechos que en parte ignoraba. A pesar de la dureza del viaje, el monje no se sacaba de la cabeza a sus compañeros de cenobio. Se preguntaba por las repercusiones que tendría la flagelación del hermano Anton y le preocupaba especialmente la ejecución del castigo a manos de Maties. Pero sus dudas solo podían retrasar los propósitos que lo habían llevado hasta Ripoll. Y era muy consciente de la trascendencia de la misión que se había impuesto.

La villa que recordaba había cambiado mucho en aquellos treinta años. La iniciativa del abad Oliba para reformar Santa Maria de Ripoll había situado este monasterio como uno de los ejes principales de la nueva Iglesia. Según explicaba el hermano Simó, el primer episodio de la renovación de la orden benedictina había tenido lugar en Cluny, poco más que una abadía perdida en medio de la Galia en sus inicios. Allí se había adoptado la regla de san Benito y su influencia había extendido las nuevas ideas agrupando conventos y monasterios.

En Cluny se había establecido la libre elección del abad por parte de los monjes. Pero la Regla también apuntaba que el abad debía pedir el consejo de hermanos temerosos de Dios a la hora de nombrar al prior. ¿Por qué no podía ser igual en Santa Maria de Montserrat? Gausfred de Tolosa había sido escogido sin contar con la opinión del cenobio, y la presencia de Dalmau en Ripoll hablaba del error de juicio que arrastraba aquella decisión.

La villa que él conocía se había convertido en una población extensa y bulliciosa que giraba en torno de su iglesia. Pero lo que más sorprendía al monje era la enorme diferencia que había entre la mole del monasterio comparada con las casas que la rodeaban. No se podía negar al abad Oliba que su ministerio había traído respeto y prestigio a la Iglesia, pero, según pensaba Dalmau, aquellas construcciones solo alejaban al pueblo de los que querían conducirlo a la gloria de Dios. Quizás estaba muy influido por el viejo ermitaño, pero Basili le había enseñado desde el primer momento que los hombres y las mujeres debían sentir la proximidad de sus sacerdotes.

Por el contrario, la impresión que daba Santa Maria de Ripoll, con aquellas torres poderosas y la imponente iglesia de siete ábsides, era que sus habitantes se situaban más cerca del cielo que de la villa trabajadora extendida como una marea baja a sus pies.

Ahora que se acercaba el final, que se daba cuenta de los cambios que comportaba el paso del tiempo, cada vez creía menos en las empresas inmutables. Los seres estaban condenados a luchar por lo que les parecía justo, pero aquella apreciación podía sufrir transformaciones muy importantes, incluso antes de que llegaran a alcanzar los objetivos que se habían propuesto. Un manto blanco coronaba las torres gemelas de Ripoll. La nieve había caído con fuerza la noche anterior y el día se había levantado gris, un gris intenso de invierno que preocupaba al monje. Los caminos se pondrían intransitables si nevaba más y él, como había comprobado en carne propia, ya no estaba para hacer grandes viajes a lomos de un caballo y bajo los rigores del frío.

Dalmau descabalgó a las puertas de Santa Maria de Ripoll y se esforzó porque su cuerpo recuperara la dignidad necesaria para la empresa que lo ocupaba. Debían de ser muchas las visitas que se recibían porque el monje hospitalario no le dio una especial importancia a sus exigencias de conseguir una atención inmediata por parte del abad Pere Guillem.

Durante los dos días posteriores a su llegada, Dalmau Savarés recorrió calles y mercados. Eso mientras no reposaba del viaje al abrigo del claustro, consciente de que la moratoria en el encuentro con el abad lo favorecía para recuperar sus fuerzas. Ya no nevó, pero el frío era intenso y se habían formado copetes de hielo en los tejados. Aunque el monje estaba muy convencido de la causa que quería defender, en el fondo añoraba la vida en Santa Maria. «Especialmente en momentos difíciles la familia debe permanecer unida», pensó con melancolía.

Fue el domingo por la mañana cuando Pere Guillem lo llamó a su presencia. Dalmau, tenso y a la vez esperanzado, atravesó dos alas del claustro hasta la sala donde el abad se ponía cada día a disposición de los visitantes.

En aquellos momentos llovía con fuerza y las losas que pisaba salpicaban pequeñas gotas hasta muy cerca de las paredes del claustro. No fue fácil explicar al abad de Ripoll el desastre que había supuesto el nombramiento de Gausfred de Tolosa como prior de Santa Maria de Montserrat. Dalmau habló mucho rato, sorprendido por la ausencia de ningún indicio de inquietud en su interlocutor.

—No os conocía, pero, ciertamente, después de esta larga explicación, me inclino a defenderos ante todos los que, con sus consejos, me habían puesto en vuestra contra, prior Dalmau. Me da la impresión de que hablaban desde la ignorancia.

—Quizás el error, si me permitís, es que tampoco los que han denigrado mi ministerio me conocen —apuntó el monje, sin evitar una cierta sorpresa por la buena disposición del abad.

—Este es el único punto en el que pecáis de ingenuo. Ya que nos estamos sincerando mutuamente, he de decíroslo. En la Iglesia conviven hombres muy distintos; algunos creen firmemente en la obra de Dios y lo honran, otros miran más por sus intereses. Y nosotros debemos buscar un equilibrio que nos permita profundizar en la tarea encomendada. Como bien sabéis, resulta muy difícil convencer a los más poderosos si no te pones a su altura.

—Perdonadme, pero, desde mi humilde opinión, es en este momento que perdemos la fuerza de nuestro ministerio. El poder corrompe si no lo ejerces desde la humildad y el respeto, si no te pones al servicio de lo que pide tu pueblo…

—¡Pero el pueblo pide imposibles, hermano Dalmau! Si nos ponemos de su lado, el orden natural de las cosas cambia y el demonio se aventura a tentarnos.

—¿Habláis de sueños? Dejadme que os haga una apreciación que aprendí de un sabio compañero de cenobio, el hermano Simó. Cuando se nos habla en las Sagradas Escrituras de cómo Moisés condujo a su pueblo a través del mar, ¿no se cambiaba el orden natural? ¿Y con la multiplicación de los panes y los peces? Sí, quizá me diréis que son parábolas, maneras de explicar los beneficios de recibir la gracia de Dios, pero en todo caso nos hablan de cómo conseguir lo imposible, y para hacer así debemos perseguir…

—Veo que vuestra vida en tierras lejanas os ha hecho pensar de una manera que se acerca mucho a la de los primeros cristianos, pero ahora no podríamos ayudar al pueblo si no fuéramos capaces de enfrentarnos cara a cara con los señores que proliferan por todas partes y que en muchos casos asfixian a sus súbditos…

—Y si fuera esta manera de hacerlo la que da alas a sus transgresiones… Entendedme, ya sé que fue en buena medida el propósito del abad Oliba, al que Dios tenga en su gloria: combatir la injusticia alcanzando poder y administrándolo. Pero cuando la Iglesia se pone cerca del poder corre el peligro de impregnarse de sus vicios y caprichos.

—Ay, Dalmau, me gusta hablar con vos, pero sois un soñador. A pesar de todo, ya me parece bien que algunos de nuestros hermanos alberguen este espíritu de pureza. No puedo dedicaros más tiempo, tendréis que ir al grano con lo que me queréis pedir.

—Solo queremos que las aguas vuelvan a su cauce, padre abad. Hemos cumplido durante muchos años con los encargos de vuestro predecesor, hemos edificado un monasterio en aquellas tierras de frontera y hemos resistido el embate de las adversidades y de los poderosos. Ahora solo aspirábamos a un poco de paz, intensificar las tareas de nuestro scriptorium, cuidar de las almas que confían en nosotros. Las acciones del prior Gausfred han roto la concordia que Dios nos había concedido.

—Os entiendo y he de reconocer que os creo; además, tenéis muy buenos valedores, igual que Gausfred de Tolosa, por otra parte…

—¿Cómo decís? ¡Valedores, yo! ¿Quién puede saber lo que pasa realmente en el lejano cenobio de Santa Maria?

—Os diré que al principio me dejé aconsejar, pero después he querido ser más justo y he pedido opinión. Un rico comerciante de Girona me puso al corriente de la magnitud de vuestra obra en la montaña de Montserrat…

—¿Un rico comerciante?

—Sí, y creo que lo conocéis, se trata de Rigobert Freire, natural de Guadvachet, el pueblo al que ofrecéis vuestros servicios, pero que vive desde hace tiempo en Girona y es uno de nuestros suministradores.

—¡Rigobert!

—Me alegra de que os sorprenda, eso refuerza mi fe en vos.

Dalmau se quedó en silencio durante unos instantes. Magda volvía a entrar en su vida, a ayudarlo cuando más se habían complicado las cosas. ¿Se lo podría agradecer alguna vez? El padre Pere le puso la mano en la espalda al darse cuenta de que el monje se había ido muy lejos. Hacía tiempo que había bajado de su púlpito y hablaban cara a cara.

—¡Sí, padre abad!

—Pero tendré un problema si quiero devolveros vuestro priorato. Gausfred de Tolosa proviene de una gran familia de más allá de los Pirineos y todos lo consideran un hombre recto y fervoroso.

—No, permitidme… Yo no pretendo que me devolváis el cargo de prior. Sé que mi tiempo ha pasado, pero hay un hermano del monasterio que siempre ha esperado este momento, y tiene todas las cualidades que vos buscabais en Gausfred. Yo solo quiero vivir el resto de mis años desde la obediencia a la Regla.

—¡No dejaréis de sorprenderme, Dalmau! ¿Quién es este hombre que merece ser prior tanto como predicáis?

—El hermano Simó. Él también es un amante de las Escrituras y será capaz de dotar al monasterio de unas normas justas que acomoden la Regla a las difíciles condiciones de la montaña. Por lo que hace a Gausfred, si me dejáis que os haga una sugerencia, la frontera con los sarracenos se ha ido abriendo cada vez más lejos y hombres como él serían muy necesarios donde realmente haya conflictos que resolver.

—Es una lástima que no estéis más cerca, hermano Dalmau. Quizás os cogería como mi ayudante, vuestros consejos serían de mucha ayuda. Pero ya veo que no queréis salir de Santa Maria.

—Si vuestra excelencia quiere consultarme algo estaré a vuestro servicio, pero os rogaría que fuera desde Montserrat.

—Tranquilizaos, que así será. Por otro lado, ¿tampoco queréis ser el suprior? Sin duda los hermanos del monasterio estarían de acuerdo.

—Cualquiera en Santa Maria os dirá que el actual suprior, el hermano Anton, merece ese cargo por su eficiencia. No puede haber nadie capaz de ayudar con más conocimiento al hermano Simó, sabe de los miembros del cenobio y de sus necesidades.

Como si el abad quisiera aprovechar la compañía, después de aceptar sus sugerencias y dar la orden de redactar un documento al respecto que pudiera enarbolar ante el prior Gausfred, Pere Guillem le pidió que no abandonara el monasterio hasta la primavera, que se arriesgaba mucho a su edad viajando con aquel tiempo.

Pero Dalmau Savarés no les haría nada semejante a sus hombres; le habría dado la impresión de que los abandonaba y, estaba seguro, podía ser la causa de una desgracia. Temía por la seguridad de aquel hombre inconveniente y le sabía mal separarse durante tanto tiempo del viejo Basili.