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Después de las oraciones de medianoche, Dalmau Savarés, prior de Santa Maria de Montserrat, continuó mucho rato con los ojos abiertos. A menudo la intensidad del día no era suficiente para apaciguar a través de un cansancio inevitable las sensaciones recibidas. La vigilia se convertía en la única opción. Como la lechuza que observa el silencio de la montaña, el padre prior perseguía las sombras con la esperanza de encontrar algunos retazos de luz.

Aquel nuevo espacio que los acogía, las paredes que delimitaban el dormitorio comunal y el suelo sobre el que se alineaban jergones y paja, aún conservaba el olor de las entrañas de la Tierra. El monje la respiró consciente de que era testigo de un momento único y se sintió un ser privilegiado, un hombre que había sido capaz de sobreponerse a la crueldad que la vida podía traer aparejada y dirigir una mirada clara a su entorno.

Con el paso de los años, aquellos mismos muros se irían impregnando de la pisada de la historia que allí se escribiera. Muchas velas serían los testigos mudos, arderían cada noche dejando su aroma dulce y, poco a poco, oscurecerían las piedras. Pero no sería un castigo sino un regalo, la constatación de que el tiempo también sabe dejar su huella sin dolor. Aunque iluminaran muertes, dudas, revelaciones, quién sabe si traiciones…

En aquella oscuridad, en un rincón que Dalmau Savarés habría podido señalar con los ojos cerrados, una concha formaba parte del tabique. Justo a un palmo del techo, bajo una gran piedra roja.

—La conjunción de mar y tierra, la unión eterna de dos fuerzas capitales para la vida, sus frutos que se nos ofrecen en el mismo sitio. Quizás algún día los sabios tengan respuesta para este milagro —susurró, poniendo voz a sus reflexiones.

Mientras tanto, le gustaba pensar que el mar también se encontraba en comunión con la obra que estaban construyendo, que aquella pisada tenía un significado más allá de las coincidencias. Si Santa Maria de Montserrat gozaba del favor de Dios, la concha en la pared del dormitorio era la mejor señal que podía recibir.

Pero la realidad siempre buscaba su lugar en las meditaciones del monje, y los hechos de la vida inmediata se atropellaban en su mente. A menudo se daba cuenta de su tontería, pero ya era frecuente que despegara los pies del suelo. Le molestaba que aquella realidad se obstinara en beber de asuntos ajenos al monasterio. Ante los sucesos que tenían lugar en el valle, ni tan solo la grieta que tanto preocupaba al constructor y que había obligado a rehacer la pared de la iglesia le inquietaba en exceso.

Los últimos y terribles acontecimientos pugnaban por apoderarse de toda su atención y, también, de sus plegarias. Aunque no podía creer la muerte de Tomàs, que sospechaba había sido a manos del señor de Manresa. Ramon estaba destrozado, pero el pueblo también había perdido a la persona que les hacía de guía en los momentos difíciles y se encontraba sumido en el dolor. El miedo se manifestaba sobre todo por las noches, cuando el silencio era total, las claridades y el consuelo del hogar se ausentaban del interior de las casas y los habitantes de Guadvachet clavaban las puertas olvidando que la madera podrida ofrece poca resistencia a la maldad.

Las dudas de si todo esto merecía la pena asaltaron a Dalmau una vez más a aquellas horas de la noche. Escuchaba la respiración plácida de Maties, quien desde la marcha de Basili dormía con el resto del cenobio, y el revuelo espiritual del hermano Simó, quien a veces era capaz de recitar algún salmo, incluso cuando ya aparentaba vivir en el más profundo de los sueños. Entonces añoraba la presencia del ermitaño en el cenobio, aquellas noches de vigilia que a menudo pasaban juntos hablando sobre los valores cristianos o sobre los misterios de la montaña que los acogía.

Dalmau debía preocuparse de la seguridad de la iglesia de cara a la misa del domingo. Las obras se paraban el día del Señor y aquella construcción albergaba los oficios al aire libre. La comunidad esperaba que los habitantes de Guadvachet se presentaran y todo indicaba que nada podría detenerlos. Dela, la madre de la niña que se había curado milagrosamente, había sido la artífice.

—¡Si sucumbimos a las pretensiones del señor de Manresa, perderemos nuestras propiedades y nos tendrá en sus manos para siempre! ¿Es eso lo que queréis? ¿De verdad pensáis que si se sale con la suya y construye ese castillo en la montaña tendrá la más mínima misericordia de nosotros? ¿Preferís vivir bajo su esclavitud que bajo la invocación de la Virgen María?

Estas eran algunas de las reflexiones que la mujer había difundido por el pueblo y más allá del valle, donde se decía que alguien también se había curado por intercesión de los monjes de Montserrat, sin que se supiera quién era ni cómo se había producido el milagro.

Dalmau Savarés los recibió con el corazón abierto. Ansiaba que la nueva iglesia pudiera acogerlos, pero mientras tanto aquella sensación de obra en marcha, de camino a recorrer, llenaba su ánimo de sueños y confianza en el futuro. El gentío que se reunió venía también de otros lugares, hombres y mujeres dispuestos a dar lo mejor que tenían sin esperar el signo de los tiempos. Y todo a cambio de las plegarias de los monjes, de promesas de una vida mejor aunque no fuera de este mundo.

El prior de Santa Maria sintió la necesidad de ofrecerles algo más, quizás aún impregnado de su vida anterior, donde los asuntos mundanos habían tenido siempre una fuerza apabullante, capaz de condicionar toda una existencia.

Parte de los congregados partieron a la ermita de Sant Iscle. Alguien había hecho correr la voz de que los monjes se reunían allí para rezar a Dios en silencio y soledad mientras se hacían las obras en el cenobio; la gente quería homenajear también aquel espacio y llevaba cirios que se multiplicaban en el altar de la capilla.

Cuando la misa había comenzado en Santa Maria, dos figuras se incorporaron a la ceremonia. Nadie habría notado su presencia de no haber sido por la voz inconfundible de Basili que, desde muy cerca de la entrada, se había sumado a los cantos. Al volverse, todos descubrieron que Ramon acompañaba al ermitaño. Llevaba alguna cosa entre las manos, envuelta en un trapo. Instintivamente, mayores y pequeños se apartaron hasta abrir un pasillo. El joven caminó hasta el altar con el rostro tranquilo, como si la paz hubiera vuelto de golpe a su corazón después de la muerte de Tomàs. El hermano Simó, que oficiaba la misa, enmudeció de mala gana a la espera de alguna señal del prior que impusiera el orden necesario a los oficios divinos.

Entonces, Dalmau Savarés, antiguo soldado de Berenguer Ramon, se aproximó a los recién llegados. El joven sacó el envoltorio y apareció la figura que sostenía. Era la talla de una Virgen con el Niño, la misma que su padre había perfilado en la cueva muchos años atrás, tan solo unas rocas más arriba de donde se encontraban reunidos en aquellos instantes. La imagen había protegido a la joven pareja durante el tiempo vivido en la montaña y había salvado al niño de una muerte segura. Ahora, muchos años después, Ramon la devolvía a su lugar de origen, a la montaña de la que nunca debía de haber salido.

—A mi padre le habría hecho feliz saber que la he puesto bajo vuestra protección. Era su posesión más preciada.

El prior Dalmau miró a Ramon con una simpatía que pensaba ya olvidada. No podía existir mejor lugar en la Tierra para aquella pieza nacida de las manos de Tomàs, el hombre que había dado su vida a cuenta de una justicia desconocida en el valle de Guadvachet. Estaba convencido de ello y, como si se tratara de una señal, todos los presentes le rindieron homenaje mientras el joven la depositaba en el altar, donde comenzó a relucir con toda su humildad.

—Las donaciones a favor de los monjes de Dalmau Savarés se multiplican. ¡Tenemos que hacer algo o estaremos perdidos! Será el declive de Santa Cecília —exclamó el padre Bonfill.

A pesar del gesto generoso que había tenido con sus hermanos benedictinos para hacer frente común ante el señor de Manresa, el abad de Santa Cecília se dolía de haber perdido los privilegios otorgados muchos años atrás por la condesa Riquilda. Ya no se detenía nadie a las puertas de aquel monasterio que había sido durante mucho tiempo la referencia de la orden en Montserrat.

—¡Nos engullirá y no es justo! ¡Si lo viera nuestro fundador, el abad Cesari, a quien Dios tenga en su gloria, se haría cruces!

El monje continuó refunfuñando mientras iba arriba y abajo de la sala capitular con las manos levantadas al cielo. Solo el prior del cenobio, su hombre de confianza, escuchaba aquellas manifestaciones que provocaban un desasosiego creciente en el abad Bonfill.

—Necesitaríamos un milagro para enderezar la situación.

—Un milagro… —susurró el prior como quien piensa en voz alta.

Aquellas palabras habían sido pronunciadas poco a poco, y Bonfill tuvo la sensación de que su segundo las paladeaba mientras le venían a la boca. Un brillo en los ojos del prior puso sobre aviso al abad.

—No te entiendo. ¡Habla, por el amor de Dios!

—No hay nada más que decir. Como muy bien habéis anunciado, es precisamente eso lo que necesitamos. ¡Y a fe de Dios que si quieren un milagro lo tendrán!

El rato que precedió al inicio del capítulo giró en torno a aquella idea. Iba tomando cuerpo a medida que los dos monjes le daban forma, como si trabajaran la masa para poner el pan en el horno.

Un cuervo negro chillaba cerca de la ventana que daba al valle. Aquel mal augurio precedió la entrada del hermano Anton.

—¡Lo que queréis hacer es un sacrilegio! Nuestra orden no merece que en su seno se discutan semejantes conspiraciones.

Las dos figuras se quedaron petrificadas por la aparición inesperada del monje que los retaba mirándolos de frente. A veces Bonfill veía en él una cierta semejanza con Dalmau Savarés, una manera desafiante de enfrentarse al mundo, un cuerpo alejado del envaramiento que acababa provocando la reflexión y la penitencia.

—Estas no son maneras… —quiso reprenderlo el abad.

—¡Cierto, no son maneras! Me confesaré delante de toda la comunidad —interrumpió Anton—. Claro que debería añadir la blasfemia de esta intriga que acabo de escuchar. Pero no os preocupéis: tal como exige la Regla, no haré públicos los nombres.

—¡Basta de cháchara! —exclamó el abad—. ¡Las cosas no son tan sencillas como queréis verlas!

—¿Y eso os da derecho a jugar con la fe del pueblo?

—A veces un mal menor puede…

—¿A simular un milagro lo llamáis un mal menor, padre abad?

—¿Os parece bien, pues, que desaparezca nuestro monasterio? La gente cree lo que quiere creer y quién mejor que la Iglesia para mostrarles el camino más recto —se esforzó en justificar Bonfill.

—No quiero hacer ningún daño. Lo que he escuchado aquí no saldrá de mis labios, pero, a cambio de mi silencio, permitidme que ingrese en la comunidad de Santa Maria de Montserrat.

El rostro del abad Bonfill se demudó. Los primeros pensamientos le decían que aquello solo podía ser el principio del fin, que después de Anton habría otros. La atracción de formar parte de un nuevo proyecto, la influencia del abad Oliba, las preferencias del pueblo… Todo contribuiría a olvidar la historia de santidad que había hecho destacar a Santa Cecília durante más de cien años.

Pero, por otro lado, deshacerse de aquel garbanzo negro que amenazaba con contagiar al resto de los religiosos por la continua oposición a sus superiores solo podía ser una suerte. Con Anton lejos volvería la tranquilidad al cenobio y nadie se opondría a sus planes, fueran los que fuesen.

Dos días después, al amanecer, dos monjes de Santa Cecília hacían el camino de Santa Maria. Anton aún no daba crédito por cómo había sucedido, pero el hermano Bernat había interrumpido sus rezos, aquella oración de despedida del claustro, para comunicarle que lo acompañaba.

Dalmau Savarés los recibió con sorpresa. Últimamente, la vecina comunidad benedictina le daba fuerzas. No olvidaría el apoyo del abad Bonfill en su enfrentamiento con Ponç de Balsareny, que ya atribuía a una intervención divina. Pero no entraba en sus cálculos completar el cenobio con monjes rebeldes.

A pesar de sus dudas, les abrió los brazos en señal de bienvenida y pidió a Maties que buscara la manera de juntar dos jergones nuevos en el dormitorio.

Cada uno dijo la suya, de aquel episodio. Incluso algunos lo interpretaron como un gesto de buena voluntad de Bonfill, una manera de pedir perdón por la oposición que hasta entonces había mostrado a la construcción del nuevo monasterio.

Nadie parecía sospechar, ni tan solo el propio Anton, que el hermano Bernat no había tomado aquella decisión por voluntad propia. Bajo la máscara de un afecto fingido, palpitaba un propósito muy claro: vigilar de cerca todos los movimientos e informar al abad Bonfill de lo que tenía lugar en Santa Maria de Montserrat.