7

—¡Necesito que te quedes con Esther hasta que yo regrese!

Magda irrumpió en la casa y, sin decir ni tan solo buenos días, se plantó delante de Dela con estas palabras. La mujer del herrero se sobresaltó; acababa de levantarse y solo tenía una preocupación, preparar el rancho para las gallinas. El sol aún se ocultaba detrás de las cimas de Montserrat, hacía poco que la noche había comenzado a doblegarse y la luz era muy débil.

—¿Por el amor de Dios, criatura, qué te ha pasado? Entra, tienes muy mala cara —dijo Dela, dejando el perol que tenía en las manos y yendo al encuentro de la recién llegada.

Pero Magda no parecía dispuesta a compartir su desasosiego. Con los ojos aún enrojecidos, se resistía a acompañar a aquella mujer al interior de la habitación, que desprendía un fuerte olor a sudor antiguo.

—¡No lo entiendes, tengo que encontrar a Guillem! No ha vuelto a casa.

El miedo de Dela a que el niño hubiera podido sufrir un accidente se fue diluyendo a medida que Magda soltaba, con cuentagotas, el verdadero motivo de su huida. Nada de lo que le dijo la mujer del herrero hizo que cambiara de opinión. Incluso se mostró huraña cuando Dela le apartó de los ojos las greñas sin peinar.

—¡Ya te lo he explicado! Ahora, por favor, ven y quédate con Esther. ¡Tengo que encontrarlo!

—Ahora mismo voy, pero en tu estado quizá no sea una buena idea que vayas sola, porque tu intención es ir al monasterio…

—¿En qué estado, Dela? ¡Soy responsable de ese niño! ¿Tan difícil te resulta entenderlo?

—Pero, mujer, si, como crees, lo más seguro es que haya pasado la noche con los monjes…

—¡Ah! ¿Y te parece un buen lugar para un niño? ¡Aún no sabe lo que quiere! Yo le he dedicado los mejores años de mi vida…

Después de pronunciar estas palabras, Magda rompió a llorar a más no poder. Poco a poco vomitó entre sollozos todo el dolor que se había tragado en silencio y se dejó acunar entre los brazos de aquella mujer corpulenta y cariñosa.

El herrero, que había permanecido todo el tiempo sentado a la mesa sin abrir la boca, las miraba. No sabía qué hacer. Solo cuando el lloriqueo dulce de Magda hizo pensar que lo peor había pasado, tomó la palabra…

—Si te parece, puedo ir yo, al monasterio.

—Gracias, de verdad, pero no puedo seguir de brazos cruzados mientras las cosas van sucediendo a mi alrededor. Debo hablar con… con el prior Dalmau —dijo finalmente, vacilando sobre el trato correcto para dirigirse al hombre que tantas sensaciones contradictorias le provocaba.

—¿Has pensado que podría estar en compañía de Cesc? Pasan muchos momentos juntos…

—No sabe nada, ya he hablado con él antes de venir aquí. Ayer fue la última vez que lo vio. Habían encontrado fresas, estaba contento… Yo lo estropeé todo.

Magda se sentía terriblemente culpable por lo que había sucedido y, al mismo tiempo, intentaba encontrar argumentos que jugaran a su favor. Se esforzaba en silenciar las voces que anteponían su propio beneficio a cualquier otra cosa. Y, unos pasos más allá de su ascensión al monasterio, volvía a enardecerse convencida de que el orgullo no tenía nada que ver.

Los colores del cielo dieron una tregua a los pensamientos que la embargaban. Las hilachas de nubes delgadas se teñían de colores violáceos y rosados en la lejanía. El firmamento estallaba de luz y de cada herida al velo que cubría las montañas se escapaba un resplandor deslumbrante. Poco a poco, los contraluces de las crestas fueron desvaneciéndose y la claridad despertó las piedras de su sueño nocturno; tal como lo haría una madre afectuosa. Aquella caricia tibia la conmovió y apaciguó su preocupación casi sin darse cuenta.

Las campanas de la iglesia llamaban a la hora tercia y Magda pensó qué diferente se mesuraba el tiempo fuera del pueblo, en aquel lugar donde incluso la bruma se adormecía sin prisas. Pero ella tenía un único objetivo y no estaba dispuesta a que su voluntad se ablandara con escenas idílicas. La vida era dura, muy dura, y refugiarse bajo un hábito era algo de cobardes, se dijo animándose.

Mucho antes de encontrarse a la comunidad reunida en oración, Magda oyó los cantos. Ciertamente no podía desvelar su mensaje, no entendía ni pizca de latín, pero la melodía de aquellas voces habría podido conmoverla, si se hubiera entregado a la escucha. No. No caería presa de su hechizo. Sin ninguna otra duda que la entretuviera su propósito interrumpió la plegaria comunitaria.

—¡Vengo a buscar a Guillem! —exclamó la mujer con gesto desafiante.

Se hizo un silencio tenso en la iglesia de Santa Maria de Montserrat. Todos los presentes clavaron sus miradas en la mujer y, también todos ellos, hicieron el mismo trayecto hasta coincidir en el rostro de su prior. Este, desconcertado, permaneció inmóvil unos instantes; después pidió a Anton que se hiciera cargo de los rezos e invitó a la mujer a abandonar el lugar.

—Magda, ¿de qué me hablas? ¿Guillem en el monasterio? ¡No está aquí!

—No he perdido el juicio, Dalmau. Solo quiero que me devolváis a mi sobrino. Os prometo que me marcharé sin hacer ninguna escena, si es eso lo que verdaderamente os preocupa. Pero, podéis creerme, no pienso marcharme de aquí sin él.

—¿Te ha dicho Guillem que venía hacia aquí?

—¡Conozco a Guillem como si yo misma lo hubiera traído al mundo! Lo vi desaparecer montaña arriba. No puede estar en ningún otro sitio, o sea que no intentéis embaucarme, porque esta vez no lo tendréis fácil.

—Magda, debes creerme, yo no te engañaría…

—¿No? —interrumpió la mujer.

—¿Cuándo pasó lo que dices?

—¿Lo de engañarme? —preguntó con rabia contenida.

—¿Cuándo lo viste desaparecer montaña arriba?

Dalmau Savarés no quiso entrar en su juego y, por otra parte, las palabras de Magda lo tenían preocupado de verdad. Si no estaba en casa, ni con el pastor, ni tampoco en el monasterio, tal vez se había hecho daño, quién sabe si…

—¡Te ayudaré a buscarlo! —exclamó, nervioso, mientras pensaba cuál era el próximo paso a dar.

—Os lo pido por lo que más queráis, no juguéis conmigo. Intento rehacer mi vida y, creedme, no me resulta nada fácil. Guillem solo es un niño, no ha salido de Guadvachet… ¡No me lo quites también a él, Dalmau! —añadió Magda apelando directamente al hombre.

Mientras el monje intentaba convencer a Magda de que él no tenía nada que ver con la desaparición de Guillem, en Les Magdalenes dos personas ya se habían puesto en marcha. Una de ellas lucía una larga barba blanca, la otra era un chiquillo de diez años que caminaba unos pasos por detrás. Por el camino oyeron el cuerno de Cesc, anunciaba que algo no iba bien.

Basili y Guillem se miraron, pero no dijeron nada, ya sabían que el niño era la causa de todo aquel jaleo.

—¡No quiero volver! No quiero que me lleven a Girona, no quiero…

—¿Sabes qué decía la madre de Dela, en paz descanse? —interrumpió el ermitaño.

—¿Cómo queréis que lo sepa si yo aún no había nacido? —dijo Guillem, enfadado.

—Pues decía: No me vengas con canciones. Pensaba que tú y yo teníamos un trato.

—¡No lo entendéis! Vos no conocéis a mi tía, es testaruda y cuando se le pone una cosa en la cabeza no hay quien la haga cambiar de idea.

—¡Cierto! No la conozco, pero ella tampoco me conoce a mí.

Por unos momentos, ajenos al alboroto y las consecuencias que la huida del niño podían tener, Basili y Guillem estallaron a reír. El último tramo lo hicieron más ligeros, pero a medida que el momento de la verdad llegaba, el niño aflojaba el paso.

—Guillem, las dificultades no deben abatirnos, son un motivo para aprender. ¿Me entiendes, verdad? Confía en mí y confía en ti, también.

Haciendo de tripas corazón, el chiquillo asintió con la cabeza y se colocó a la altura de su acompañante. Solo cuando vieron a su tía sentada en el poyo delante del monasterio se echó atrás, con los ojos desorbitados.

—¡Es ella! —exclamó, tirando de la manga de Basili.

—De acuerdo. La posibilidad de encontrarla aquí ya la habíamos previsto. Tranquilo.

Guillem lo miró como haría un cabrito buscando calor.

—Dale una oportunidad, Guillem.

Las palabras del hombre iban acompañadas por una expresión dulce, y el azul de sus ojos pequeños invitaban a hacerlo. Pero el niño siguió detrás de su túnica.

—Está bien. Yo iré primero, pero cuando te llame serás tú quien dé la cara. ¿Entendido?

Ante el consentimiento del niño, Basili lo dejó oculto detrás de una roca y fue al encuentro de la mujer.

—Que Dios sea con vos, Magda.

Ella lo miró con desconfianza.

—Perdonad. ¿Nos conocemos?

—No exactamente…

—¡Basili! —exclamó Maties al ver la inesperada visita.

—¡Toma! Veo que el tiempo es justo y no solo se la toma conmigo —respondió con una carcajada de oreja a oreja que dejó al descubierto aquellos dientes tan blancos que todos admiraban.

—¡No sé cómo tomarme eso!

—Bien, Maties, bien. El cabello blanco siempre ha infundido respeto.

—Ojalá me quede.

—¿Respeto?

—¡Cabello! —respondió Maties llevándose la mano a una calva más que evidente—. ¿Qué os trae por aquí? ¡Nos tenéis muy olvidados!

El ermitaño volvió a mirar a la mujer que no dejaba de escrutarlo con curiosidad.

—En primer lugar, decidle al pastor que ya puede dejar de tocar el cuerno, ya no quedan lobos en la región y si sigue haciéndolo se herniará.

—Pero…

La frase que comenzó Maties quedó interrumpida por la manera en que Basili miró a la mujer.

—¿Qué sabéis de Guillem? ¿Lo habéis visto? ¿Está bien? —preguntó Magda que hacía rato que se había levantado y, ahora, lo escrutaba a apenas dos palmos.

—Guillem está bien. De hecho, podréis comprobarlo vos misma en unos momentos.

Magda miró en todas direcciones con impaciencia. Al no verlo aparecer siguió interrogando a aquel desconocido.

—¿Se puede saber qué significa eso?

—Hermano Maties, informad a vuestro prior de que estoy aquí y que no sufra por el niño, está conmigo. Y, ahora, me agradaría que vos y yo tuviéramos una conversación —dijo, dirigiéndose a Magda.

La mujer estuvo a punto de mandarlo a freír espárragos, pero no se atrevió. Por un lado aquel hombre era el único que debía de saber de su sobrino y, por el otro, su manera de hablar, aquella voz aterciopelada que decía más de lo que pronunciaban sus labios le causaba un respeto desconocido.

Guillem estiraba el cuello desde su escondite, pero las dos figuras desaparecieron cuando giraron en dirección a las cuadras. El sol ya se dejaba sentir de verdad y todo hacía pensar que, en las próximas horas, caería sobre las piedras sin clemencia.

—No soy nadie para deciros cómo debéis tratar a vuestro sobrino. En efecto, no tengo ningún derecho y, sin embargo, no es mi manera de hacer las cosas.

—Si vuestra intención es sermonearme, ¡estáis perdido! Mirad, he oído hablar de vos y hay para todos los gustos. Quiero pensar que no estáis loco, pero no entiendo qué tenéis que ver con Guillem. ¡O sea que decidme de una vez dónde lo puedo encontrar! Se me está acabando la paciencia.

—Ya me lo dijo el niño que no sería fácil…

—Si le habéis hecho algo al niño, os juro que…

—¿De verdad me creéis capaz de algo semejante? Yo no lo fui a buscar, fue vuestro sobrino quien apareció en plena noche y hecho un mar de lágrimas. No le pregunté qué le pasaba, esperé a que él tuviera ganas de hablar de ello.

—¡Y, claro, entonces aprovechasteis para llenarle la cabeza de pájaros!

Basili sonrió tímidamente. No se atrevió a decirle que aquel chiquillo era mucho más maduro de lo que ella pensaba, ni tampoco que le recordaba a él mismo cuando era pequeño.

—Magda, ahora iré a buscarlo, solo os pido que lo escuchéis sin prejuicios. A menudo nos resulta muy difícil dejar de lado nuestras propias frustraciones…

—No sé qué os ha explicado Guillem, ¡pero yo solo quiero lo mejor para él!

Basili no añadió ninguna palabra a la afirmación de la mujer. Tan solo la miró fijamente durante unos instantes, los suficientes para penetrar dentro de ella con una fuerza que casi hacía daño.

Indicándole que esperara, el ermitaño se volvió y muy poco tiempo después apareció con el niño de la mano. Magda los contemplaba, inmóvil. De golpe, su sobrino parecía mayor, algo había cambiado. O, quizás, era que en el fondo estaba satisfecha de su rebeldía.

No hubo reproches, solo un abrazo muy largo y dos súplicas, no dichas en voz alta, que caminaban en dirección contraria. Guillem quería continuar en Guadvachet, Magda esperaba ansiosa el viaje que le habían prometido.

Cuando el viejo hizo el gesto de dejarlos solos, el niño le pidió que no lo hiciera. Entonces, sus palabras fueron claras:

—Tía, te presento a Basili. Hace mucho tiempo, él también vivió aquí —Guillem señalaba el espacio donde ahora estaba el monasterio—. Pero eso fue cuando era un lugar solitario. Canta muy bien y está seguro de que yo también podría hacerlo, pero, claro, primero hay que estudiar. Dice que el mundo es muy grande y que se puede aprender en cualquier parte, incluso escuchando a los pájaros…

Había pasado un largo rato picando almendras y cortando las pequeñas cebollas que daba el huerto. Después lanzó todo a la olla y fue a la despensa para procurarse una buena cantidad de mostaza. La sopa resultante haría las delicias de las bocas que tenía a su cargo y alabarían sus cualidades. Pero los méritos no eran suyos. Había sido Bernat el principal artífice de aquellas recetas.

Con la muerte del monje que había asesinado a Lluc, el hermano Lluís se encontraba solo en las cocinas y procuraba pasar por escrito las recetas que le había transmitido. Entendía que sus faltas habían sido muy graves, pero no podía evitar añorarlo. A pesar del espíritu melancólico que lo acompañaba, la discreción de su antiguo compañero le permitía hacer la suya sin que el cenobio interviniera demasiado en las tareas diarias.

Desde que Bernat había decidido colgarse de aquel tejo, el prior Dalmau le había prometido un ayudante y la presencia de aquel chiquillo en el monasterio preocupaba a Lluís. Por lo que había podido comprobar, se trataba de un niño vanidoso y poco obediente, aunque todo el mundo hablaba de su vocación. Sabía, en todo caso, que entre las virtudes de Guillem no figuraban la discreción ni la paciencia.

No demasiado lejos de las cocinas, a las puertas de la iglesia, Dalmau Savarés intentaba llegar a un acuerdo con el hermano Simó. Este había defendido desde un principio la incorporación del chico, pero, según pensaba el prior, se valoraba en exceso la actitud soñadora del recién llegado. Aunque se sentía desautorizado, el monje no quería que sus argumentos se tomaran a la ligera.

—He visto a Dios en su mirada y ya sabéis que no tengo por costumbre magnificar las cosas…

—Yo no dudo de vuestra capacidad para descubrir un alma limpia, hermano Simó. Pero la Regla nos dice que cada época de la vida y cada entendimiento exige un trato apropiado. Guillem pasará un tiempo en las cocinas a cargo del hermano Lluís, él llegó muy joven a Santa Maria y también era un chico poco acostumbrado a las servidumbres que comporta nuestro ministerio.

—¡Entonces, estáis decidido a sepultar sus capacidades, a interrumpir el desarrollo de su inteligencia!

—Exageráis, hermano Simó. Guillem tendrá otras faenas más adelante, de momento necesita estar ocupado. Sin duda, añorará a su madre y a Magda.

Simó no continuó con sus quejas. No le agradaba salir derrotado y, cuando intuía que una discusión podía volverse en su contra, se retiraba rápidamente. Hacía tiempo que no comulgaba con la manera de llevar el monasterio que tenía Dalmau.

Al prior, más que la llegada de un nuevo miembro de la comunidad, le preocupaban sus emociones. Pero confesarse con el hermano Simó, escuchar sus citas bíblicas, no había aliviado nunca las dudas de su alma.

Dolido por aquella imposibilidad, el prior tomó una decisión repentina. Se dirigió al scriptorium, donde el hermano Maties se esforzaba por atender a todas las necesidades de Marc para llevar a término los trabajos pendientes. Pero la muerte del abad Oliba los había dejado sin destino conocido.

—Buenos días, padre prior. Me complace comunicaros que en un par de semanas tendré acabado el primer cuaderno de la Biblia que queríais enviar a Ripoll. ¿Hemos sabido algo del nuevo abad?

—Aún no, Marc. Ya sabéis que la Iglesia camina con pasos lentos pero firmes.

—Nunca lo he dudado —respondió el iluminador ocultando un gesto de decepción.

—Si no os molesta, me agradaría que dispensarais al hermano Maties por unos instantes.

—Claro que no. Vos sois el prior de este monasterio. Y tengo bastante material para trabajar el resto del día.

Maties obedeció sin hablar la orden de Dalmau. De hecho, le agradecía cualquier oportunidad de salir del ambiente de dedicación extrema que se vivía en el scriptorium. Según pensaba, Marc tenía demasiadas prerrogativas en el cenobio y se aprovechaba de sus capacidades para vivir al margen de las normas. Pero él nunca diría nada al respecto.

—¿Me escucharíais en confesión, hermano Maties? —dijo Dalmau en cuanto salieron del claustro, mientras el monje se quedaba mirándolo con sorpresa.

—Pero padre prior, yo…

—Sois uno de los fundadores de esta comunidad, y mi entendimiento me dice que puedo confiarme.

—Claro que sí, pero el hermano Simó o el suprior os ayudarían con más sabiduría. Yo he pasado mi vida en ocupaciones que no me han dado margen para profundizar en las cosas del espíritu.

—Me agrada comprobar que la modestia continúa siendo una de vuestras virtudes, quizá por eso os he escogido.

—Si no me dais otra opción… Pero permitid que lo hagamos a mi manera. Os escucharé como vuestro hermano de cenobio que soy, después ya decidiremos si hemos de poner a Dios de por medio.

Dalmau aceptó con una sonrisa la propuesta de Maties. Se alejaron en dirección a la iglesia, donde la ligera penumbra parecía un escenario mejor para las confesiones.

—Sin duda, sabéis que Magda se marcha del valle. Ha aceptado convertirse en la mujer de Rigobert, el comerciante.

—Y vos sentís que lo haga. Como si hubierais perdido una oportunidad, quizá.

—Vuestro conocimiento de los hombres no es tan pobre como pregonáis, Maties.

—Intento estar al día de todo lo que afecta a mi comunidad, padre prior. Sé que habéis hecho un gran esfuerzo en este caso, que en el fondo de vuestro corazón aún os estimáis aquella otra vida que dejasteis atrás para haceros monje. Yo nunca he tenido ninguna duda, solo me recuerdo con el hábito encima.

—Y siempre lo habéis llevado con una enorme dignidad, pero no sé si es mi caso. La presencia de Guillem en el cenobio ha hecho aflorar antiguos sentimientos, y os aseguro que no todos son buenos.

—Quizá Guillem llegue a ser un buen monje, pero, de momento, solo es un niño. Pienso que se lo debe tratar como tal, procurar que no pierda del todo el contacto con su vida anterior. Eso incluye a Cesc, y sé que esta circunstancia no os agrada.

—No le deseo ningún mal, al pastor, pero él piensa que es una persona libre y yo más bien lo veo como un alma en pena, que ha pasado demasiado tiempo entre cabras y ovejas… Me temo que sus enseñanzas…

—Cuida de su rebaño, más o menos como vos. No todo el mundo ha sido llamado a grandes empresas. ¿Sabéis qué se me ocurre? —Maties levantó de golpe la voz y el prior le hizo un gesto para que la bajara—: Santa Maria ya es una realidad, quiero decir que, aunque necesita cada día de nuestra intervención, se trata de una obra concluida en su materialidad. Pero eso es solo una parte del camino que Dios nos ha trazado. Sin el abad Oliba, el monasterio deberá encontrar la manera de crecer, de honrar al Señor y servirlo en este mundo.

—¿Cómo puede hacerlo con un prior al que siempre asaltan las dudas, hermano Maties?

—¡Son vuestras dudas las que me hacen fuerte! Yo no os he seguido hasta aquí para dirigir nada, ni tan solo para sostener una conversación como esta, pero vuestras debilidades me ayudan a creer que también tengo esperanza. Seguro que me entendéis, en todo caso no sé decirlo de otra manera.

Dalmau guardó silencio. Aquel punto de vista confirmaba la estima que sentía por el monje. Lo había acompañado desde el principio, cuando solo eran tres hombres que viajaban con un destino lleno de incertidumbres, y su opinión llenaba de significados el sendero que quedaba por recorrer.

—Pensáis que habéis perdido mucho, pero también podéis dar gracias a Dios porque haya sido así. Quiere decir que alguna vez habéis tenido la oportunidad de disfrutar de ello… Perdonadme, quizá vaya demasiado lejos.

—No, vuestra sinceridad no es vana y os agradezco mucho esta conversación. Quizá la necesitaba más que una confesión.

Maties no dijo nada más. Por unos instantes se quedaron mudos mirando el altar de la iglesia; el sol ya había pasado su cenit y una intensa claridad entraba por la tronera. El momento de las palabras daba lugar a aquella sensación de compañía, de comprensión, que los dos sentían.

Dalmau Savarés pensó durante unos instantes que entraría alguien para pedir su intervención y rompería aquel instante feliz, pero ya siempre lo llevaría encima, como un regalo que la vida le otorgaba.

Fue Maties quien rompió el encanto. El monje no contemplaba la inacción como posibilidad y se levantó como movido por un resorte.

—¡Caramba! ¡Quizá Marc haya acabado algún color y me necesite! Seguro que no se atreverá a buscarme sabiendo que estoy con vos. ¿Me permitís?

—Ya podéis marcharos, pero dejad que os manifieste mi agradecimiento… Y… ¡Hermano Maties!

—Sí, padre prior.

—¿Me ayudaréis a encontrar un destino adecuado para Guillem?

—¡No tengáis ninguna duda!

—¡No la tenía, amigo mío!