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Al darse cuenta de que estaban siendo espiados, Ramon cogió a Esther de la mano para retenerla, pero ella se soltó con decisión. La chica se acercó sin ninguna prevención a donde había caído Dalmau. Cuando lo vio de espaldas sobre la zarza, estalló a reír antes de llamar a su compañero.

—¡Pero si es un monje! —dijo Ramon mientras le recriminaba sus carcajadas.

—Debe de ser de Santa Cecília… —respondió ella, conteniéndose.

—¡Imposible! Yo lo conocería.

Con la duda, Esther retrocedió hasta situarse detrás del chaval. Tenía razón, Ramon subía cada semana a Santa Cecília para llevar los encargos del monasterio. De haber sido un monje del abad Bonfill, lo habría visto antes, aunque no hubiera hablado con él.

—Vayamos con cuidado. Quizá se trata de uno de esos locos que se han instalado en Santa Maria —le dijo Ramon al oído, mientras le cogía de nuevo la mano.

—Si me ayudáis a salir de aquí os puedo explicar quién soy. —La voz de Dalmau salía sin demasiada convicción; hacía esfuerzos por levantarse, pero la ligera pendiente lo mantenía clavado a la zarza, había el peligro de que el arbusto cediera y se despeñara montaña abajo.

—¡Tiene razón, Ramon! No importa quién sea, no podemos dejarlo así.

Las dudas del chaval no se desvanecieron. Había oído hablar de aquellos hombres a Cesc, el pastor, quien los había tratado como tres iluminados incapaces de atender sus consejos. Claro que los consejos de Cesc tampoco tenían fama de ser demasiado provechosos. Pero fue Esther quien dio el primer paso para tirar de la mano que Dalmau le ofrecía.

—¿Quieres ayudarme, Ramon? Yo sola no puedo con él.

Con el esfuerzo de los dos consiguieron que el monje saliera de la zarza. Pero cuando se les plantó delante, a pesar de que no estaba del todo incorporado, se alarmaron. Era un hombre enorme; las anchas espaldas y sus rasgos hablaban de una vida violenta, una impresión que se acentuaba al vislumbrar la cicatriz del cuello, aunque apenas se veía el inicio. Ramon pensó que su aspecto era más próximo al de un soldado que al de un hombre de Dios.

—He oído voces y he creído que alguien podría estar en peligro —dijo Dalmau, mientras pensaba que se debería imponer alguna penitencia por aquella mentira.

—Pues ya veis que no es así —dijo el chaval, quien por primera vez parecía cabreado.

—Lamento molestaros. Mi nombre es Dalmau Savarés, pero me podéis llamar padre Dalmau. ¿Sois de Guadvachet?

—Sí, claro —respondió la chica antes de que Ramon le clavara el codo en las costillas—. ¡Aquí no se puede ser de muchos lugares!

—¿Qué tal os va en Santa Maria? ¿De qué vivís? —Dalmau percibió una sonrisa oculta en los ojos del chaval; pero la pregunta era pertinente y la respondió con humildad.

—¡Con la ayuda de Dios lo conseguiremos! Él ha querido premiar esta montaña con un lugar sagrado y es nuestro deber seguir los designios de su voluntad. Pero también vuestros vecinos nos ayudan… ¿No habéis oído hablar de la mula que murió durante la tempestad?

—Yo no he oído nada —dijo Ramon, dudoso, mientras Dalmau se daba cuenta de que intentaba engañarlo sin demasiado éxito.

—Pero no lo entiendo —Esther, con la inocencia reflejada en el rostro, los interrumpió—: si ya hay un monasterio en la montaña, un lugar sagrado, como vos mismo habéis dicho, ¿para qué necesitamos otros?

—Esta cuestión no te la puedo responder. Solo Dios sabe cómo debe llevar su ministerio.

Dalmau pensó que por aquel camino no conseguiría hacerse amigo de los chicos. Llevaba demasiado tiempo alejado del mundo y acabaría hablando como el hermano Simó, a base de citas y alegorías. Entonces entendió que la mano de Dios había tenido mucho que ver con la caída en la zarza. Si no hubiera sido así, los chicos habrían pasado por delante de él sin prestarle atención, pero Santa Maria los necesitaba.

—Por lo que he oído, tú debes de ser el chaval que sube cada semana las previsiones a Santa Cecília…

—Bueno, los monjes del monasterio cada vez compran menos cosas al pueblo. Antes les llevaba huevos, carne, verdura… Ahora solo cuando tienen alguna desgracia en el huerto o los animales enferman. Pero no les ha salido bien lo de las abejas, y les llevo miel y cera, además de vino para la misa y otras cosas que ellos no producen.

—¿Podrías alargar tus viajes hasta Santa Maria? Necesitamos provisiones, y más ahora que se acerca el invierno.

Ramon se quedó pasmado. Relacionarse con los locos de la montaña no le hacía demasiada gracia, pero también era cierto que él no encontraba nada en aquel hombre que le indicara que fuera un demente, incluso le parecía un monje amable, mucho más que los malcarados que encontraba siempre en Santa Cecília.

—Eso es cosa de mi padre —respondió el chaval—. Deberíais entenderos con él. Y quizá no os sería difícil… Conoce muy bien la montaña.

—¿Cómo es eso? —preguntó Dalmau.

Su compañero dudaba sobre qué respuesta debía darle y Esther se metió dejando muy sorprendido al antiguo soldado.

—¡El padre de Ramon también vivió en la montaña, cuando era joven!

—¡Esther! ¡Mi padre no quiere que se hable de ello, ya ha tenido bastantes problemas!

—Os aseguro que no diré nada. Todo lo que hablemos entre nosotros será como un secreto de confesión…

—¿Se puede hacer eso? Quiero decir, ¿tener un secreto de confesión sin confesarse?

—El hombre está hecho a semejanza de Dios y Él nos dice que podemos decidir nuestras acciones, siempre que no sean una ofensa a su Gracia, Esther.

—No te dejes enredar, los monjes tienen mucha retórica —dijo Ramon, mientras Dalmau pensaba cómo ganarse del todo su confianza. No parecía fácil.

Caminaban por el sendero que llevaba a Santa Cecília. El antiguo soldado sentía cómo se le hinchaba el tobillo, que había vuelto a castigar, y se apoyaba en los hombros de los chicos. No podía evitar que le llegara el olor de sus cuerpos jóvenes, que aún soltaban la fragancia del pecado. Las imágenes de otra vida desfilaron por la mente de Dalmau; por mucho que él se obstinaba en ocultarlas, ponerles una barrera que no fueran capaces de vencer, ellas se colaban por resquicios invisibles y le traían olores, caricias y miradas.

—Creo que tengo que descansar un poco —dijo cuando el corazón le dolía tanto que pensaba que estaba a punto de desmayarse.

Se sentaron en una roca desde la que se veía Santa Cecília. Dalmau se quedaba siempre maravillado ante aquella hermosa iglesia, de una sola nave pero sin duda con bastante amplitud como para albergar a los habitantes de Guadvachet. No obstante, lo que le llamaba realmente la atención eran las dependencias del monasterio, tan necesarias para su empresa. Un vallado de piedra exterior, descubierto, pero con pequeñas arcadas, que miraba al último sol debía de hacer la función de claustro.

Sin que nadie lo esperase, Ramon habló de su padre.

—Fue una especie de ermitaño cuando era joven. Ahora dice que estaba equivocado, que él es un hombre de mundo y que no le correspondía aquella vida. Además de que mi madre murió al nacer yo y supongo que se encontró solo…

—Me parece bien, Ramon. Cada uno debe saber escoger su camino. Tu padre optó por vivir con sus semejantes, teniéndote a ti y haciendo feliz la memoria de tu madre. Con seguridad, ella, a quien Dios tenga en su gloria, estará orgullosa de aquella decisión.

—No lo sé —dijo el chaval mientras su rostro se ensombrecía—. ¿Cómo se puede saber eso si el otro está muerto? Quizá vosotros los monjes…

—Lamento no poder responderte, Ramon —dijo el monje en voz baja—, pero ten en cuenta que Dios tiene muchas maneras de hacernos llegar sus designios. Si interrogas el fondo de tu corazón, con toda seguridad encontrarás la respuesta.

Las imágenes vividas en el pasado se revelaron sin ningún filtro y el semblante del antiguo soldado se entristeció. El silencio acompañó durante algunos momentos a las tres figuras.

Dalmau quería consolar al chaval, hacerle ver que estaba con él, pero dudaba de si se lo tomaría mal. No estaba acostumbrado a tratar con jóvenes, aunque Maties solo debía de tener un par de años más. Maties había ganado mucho durante aquel tiempo que llevaban en las montañas, poco a poco se hacía imprescindible y parecía disfrutar de sentirse útil.

—¿Vendréis al pueblo a hablar con mi padre?

—Pues… no lo sé, pero quizá sí.

—¡Mi madre hace unos quesos buenísimos! Quizá le podríais comprar algunos —dijo Esther, que había escuchado en silencio la confesión de Ramon, pero ya le quemaban las palabras en la boca.

—También hablaré con tu madre…

—Quizá sea mejor que os dejemos en Santa Cecília y volvamos a casa. Se está haciendo tarde.

—No, por favor, llevadme a Santa Maria. Después podéis volver por el otro camino, sois jóvenes y en cuatro zancadas habréis llegado.

Ramon y Esther no entendían por qué se negaba a bajar a Santa Cecília, donde podrían curarlo de sus magulladuras. Pero la mirada de la chica fue suficiente para que tomaran la decisión de acompañarlo. Al menos, Ramon tendría una excusa para pasar tanto tiempo fuera de casa, y quizá su padre acabaría haciendo negocios con los locos de Santa Maria.