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Un día después de la celebración del solsticio de verano, Maties se levantó antes de los rezos de la prima. Algo no le había sentado bien y sentía el estómago revuelto. Protegiéndose el vientre con las manos, atravesó el dormitorio comunal hasta llegar al claustro. El sol aún no había salido y el bochorno era intenso, pegajoso. Por entre las columnas que dibujaban idénticas ventanas en el centro vital del monasterio, los claroscuros se hacían presentes dibujando los volúmenes. Sin detenerse en aquel espacio de plegaria dio gracias por una nueva jornada.
Una vez aligerado de su malestar condujo de nuevo sus pasos al interior del cenobio, pero un relincho de Asar hizo que cambiara de opinión. Con el tiempo había aprendido a reconocer las señales de aquel animal tan querido por la comunidad. Además de que la campana estaba a punto de congregarlos para la oración y, pensándolo bien, no merecía la pena volver al jergón. Maties salió al exterior por la puerta de la iglesia y rodeó las obras hasta plantarse delante de las cuadras.
—¿Tú tampoco has dormido bien, no? —dijo al caballo, mientras reposaba el rostro contra sus crines.
Pero este no se tranquilizó. Incluso después de sentir la presencia de Maties, sus relinchos continuaban cada vez más fuertes mientras golpeaba con las patas la madera de las paredes de la estancia.
—¡Te harás daño y me lo harás también a mí! ¿Qué te pasa?
El monje miró a la mula que estaba atada muy cerca, también ella había perdido la serenidad que la caracterizaba. Entonces inspeccionó el espacio por si alguna garduña o zorro, que a menudo rondaban por los alrededores, los había espantado, pero no vio nada fuera de lo común.
Al atravesar la puerta explorando las inmediaciones sintió un intenso olor de humo. En un primer momento no le dio importancia. Aquella noche se había celebrado en el pueblo una fiesta que seguía las costumbres atávicas de sus habitantes. El agua había vuelto a correr río abajo y muchos se habían bañado a la luz de las hogueras mientras los más jóvenes las saltaban con la convicción de convocar la buena suerte o de protegerse contra la desdicha.
También les había explicado Cesc, el pastor, que preparaban una gran rueda con sarmientos que a la noche siguiente harían girar encendidos. Pero, al contrario de lo que se podía esperar, el tufo a quemado se intensificaba por momentos.
Maties se restregó los ojos, incrédulo ante una imagen tan inesperada. En un santiamén, la visión de las llamas se hizo nítida. El viento del norte las empujaba desde el camino de la Media Luna y las proyectaba ladera arriba en dirección al monasterio. Sin pensárselo dos veces, corrió hasta la torre de la iglesia y se colgó de las cuerdas que hacían voltear las campanas. Lo hizo con el corazón acelerado, con la pasión de quien se entrega a su último cometido.
No hicieron falta demasiadas explicaciones cuando los monjes, y los obreros que dormían a cubierto cerca del monasterio, se levantaron con el tañido. El pánico se apoderó rápidamente de unos y otros. El hermano Simó fue a buscar a Maties que parecía enloquecido…
—¡Por el amor de Dios, tranquilízate y acompáñame! ¡Nuestro prior nos ha convocado en la sala capitular!
El rostro de Dalmau Savarés estaba blanco como la cera. Sus labios parecían huérfanos, paralizados, y sus ojos pedían auxilio con una expresión casi infantil, inaudita en él. No fue capaz de articular palabra para calmar la inquietud de los monjes, ni tampoco reprender a los obreros por las blasfemias que proferían. El suprior esperó a que se recuperara, pero, sin entender aquel inmovilismo tan inusual en un hombre de acción, tomó la iniciativa.
—Padre prior, las llamas nos cierran el camino que nos llevaría al pueblo. Quizá lo más conveniente sería que nos dirigiéramos a Santa Cecília, si no se os ocurre otra manera de escapar…
El antiguo soldado sacudió la cabeza, como si aquel gesto fuera capaz de devolverlo a la realidad. Entonces, su mirada volvió a cobrar vida.
—La sugerencia del hermano Anton es la más sensata. No perdáis tiempo, ¡nada vale más que la vida! —exclamó el prior al ver que sus monjes se afanaban en cargar los animales con los objetos que consideraban más valiosos.
—¿Adónde vas con esas pieles, Maties? —preguntó el hermano Simó al ver al monje cargado hasta la cabeza.
—He pasado muchos días trabajando en ellas, y ya están a punto para hacer los pergaminos. No os preocupéis, yo las llevaré.
Mientras tanto, los demás monjes ataron un fardo para las biblias y los libros de lectura, el cáliz y poco más. No había tiempo que perder. Los obreros se habían escabullido en cuanto se supo la noticia.
—¿Ya estamos todos? —preguntó el prior, apenas iniciada la marcha.
—¡Falta el hermano Justí! —respondió Maties—. Ya sabéis que lleva tres días con fiebre, no podría hacerlo solo…
—¡Id a buscarlo y cargadlo sobre la mula, rápido! Tirad lo que sea necesario.
Instantes más tarde, Justí, ayudado por el hermano Anton y el hermano Bernat, descansaba sobre el lomo del animal. Solo entonces la comunidad se puso en camino.
Los ojos del hermano Simó se veían enrojecidos y llorosos, pero el humo no era la única causa. El monje recordó su llegada a Santa Maria años atrás, cómo había aceptado aquel destino a regañadientes, cumpliendo órdenes. Por su cabeza pasaron escenas vividas a lo largo de los años, sobre todo la memoria de los esfuerzos que había hecho para adaptarse a una nueva familia, a un entorno salvaje…
Ahora, obligados por aquel fuego imprevisto, debían abandonarlo todo a la suerte de las llamas. Esto le rompía el corazón. Se puso en camino con desgana, arrastrando los pies, y se giró unas cuantas veces para mirar lo que dejaban atrás. Se preguntaba si la osadía de formar parte de aquella montaña sagrada se había convertido en un pecado de soberbia. Sí, tal vez, Santa Maria debería haberse protegido de la influencia de los hombres y ser, tan solo, una ermita humilde al amparo de las crestas que la acogían.
Pero, de golpe, un guirigay vino a romper sus oraciones. Sobresaltado, se adelantó hasta llegar a la altura de los animales que encabezaban la hilera de monjes. Los obreros que habían marchado un rato antes venían a su encuentro bufando por el esfuerzo realizado y con el rostro desencajado.
—¡Deteneos! ¡El fuego se ha extendido!
—¡Estamos rodeados!
—¡Debemos huir a la montaña! —exclamaron los hombres sin detener su carrera enloquecida.
—¡Esperad! —ordenó el padre prior.
Pero solo un hombre regordete, que ya no podía dar un paso y pedía agua con insistencia, advirtió al padre prior que ir a Santa Cecília era perder el tiempo. Si no quería acabar devorado por las llamas, las cimas eran la única alternativa posible.
Todas las miradas se clavaron en el prior de Santa Maria. Todas menos una, el hermano Bernat ya había pasado a formar parte del grupo de hombres que corrían en la dirección opuesta.
El antiguo soldado elevó la mirada al cielo, pero ninguna revelación vino a ayudarlo. El humo, cada vez más espeso, más amenazador, fue la única visión que se le ofrecía. Dalmau Savarés no se sentía capaz de guiar a su pueblo, el macabro espectáculo lo tocaba muy de cerca. Necesitaban otro Moisés que los custodiara y protegiera de aquel infierno y él habría querido desaparecer. Entonces, recordó las palabras de Jesús en el huerto de Getsemaní: «Padre mío, si es posible, aparta de mí este cáliz»… Contrayendo todos los músculos del cuerpo, soltó un grito que detuvo cualquier gesto. Dos lágrimas le rodaron por la cara mientras pronunciaba esas palabras…
—Si no puedes apartar este cáliz sin que lo beba, ¡hágase vuestra voluntad!
—Padre Dalmau, ¿os encontráis bien? —preguntó el suprior, mientras lo cogía del brazo.
—Sí, no os preocupéis. No es nada. ¡Apresuraos! ¡Marchemos a Les Magdalenes! ¡Por el amor de Dios, Maties, olvídate de las pieles y ayuda a tus hermanos! Hermano Anton, id delante.
El monje obedeció de inmediato, como también lo hizo el hermano Maties y el resto de la comunidad. Pero una figura permanecía arrodillada en el suelo, ajena a la desbandada. La capucha le ocultaba el rostro y solo el fervor con que protegía un libro bajo el hábito habría podido delatar su identidad. Pensando que podría estar herido o medio asfixiado por la humareda, Dalmau Savarés se acercó con dos zancadas.
—¡Hermano Simó! ¿Qué hacéis aquí? ¿Es que no me habéis escuchado? ¡Reuníos con los demás ahora mismo! —exclamó Dalmau Savarés mientras lo forzaba a incorporarse y hacía el gesto de llamar a algún monje cercano para hacer efectiva la orden.
—¿Vos no pensáis acompañarnos, no? —interrumpió Simó, deteniendo el movimiento apresurado de su prior.
Lo preguntó con voz tranquila, como quien ya sabe la respuesta que recibirá a cambio.
Dalmau no respondió. Aquel monje recitador de salmos lo miraba sin parpadear, tal vez era el único que se había aproximado bastante a su alma hecha añicos como para entenderla. Encima de la mula, el hermano Justí estaba semiinconsciente.
—Asar y la mula no pueden salvar el desnivel, ni él —dijo mirando al monje que yacía desplomado sobre el lomo del animal— se encuentra en condiciones de saltar, ya lo veis. No puedo dejarlo, soy responsable de todos y cada uno de los miembros de la comunidad. Pero vos…
—No me obliguéis, Dalmau.
Aquellas palabras francas, desnudas, muy cerca de la súplica, desarmaron al hombre.
Sin que ninguno de los dos diera pie a continuar la discusión, hicieron el camino de vuelta al monasterio. Tiraron juntos de la mula que pateaba nerviosa. En cuanto la dejaran se desembarazaría del hermano Justí con alguno de sus enérgicos movimientos. Asar tenía el pelo empapado por el desasosiego y el intenso calor iba en aumento. De su boca colgaba una baba espesa.
—Perdóname, amigo. Ha sido culpa mía. Querer no es poseer… ¡Corre, Asar, corre! —exclamó el monje, mientras le propinaba un golpe en el anca para espolearlo a abandonar el lugar.
Instantes después desapareció detrás de la primera curva del camino. En la lejanía les pareció que escuchaban la voz del hermano Anton llamándolos, pero solo fue una impresión momentánea. Después, el crujir de la madera, el crepitar de la leña y las hojas, se hicieron omnipresentes.