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Antiguo condado de Manresa, 1025
Los tres monjes dejaron la protección de la umbría. Seguían el trazado que conducía desde la ciudad de Manresa, pero habían pasado la noche en un atajo, entre los cuatro muros de una casa abandonada. El ruido de la lluvia había acompañado sus sueños, agitados por el cansancio de tantas jornadas de viaje. Las mulas llevaban los hatos cruzados sobre el lomo, y detrás se sentaban los jinetes, separados solo por una manta de la piel caliente del animal, pero Asar, el único caballo de la expedición, iba ensillado y libre de cargas. El hombre alto y de ojos claros que lo montaba había dispuesto cruzadas sobre el pecho sus escasas pertenencias.
Al amanecer el cielo distaba mucho de ser sereno, pero la claridad ya permitía descubrir el valle en toda su extensión. Muy al fondo, una lengua de río se ocultaba en el centro, entre los árboles. La humedad era tan intensa que escalofríos repentinos recorrían los cuerpos de los hombres. Mientras tanto, la niebla se había instalado sobre la otra orilla, como si fuera la pared de un enorme castillo que les cerraba el paso.
El caballo encabezaba la marcha y había adoptado un ritmo cansino. Se diría que también él quería ser partícipe de los pequeños descubrimientos, pero el jinete tiró de las riendas con violencia. El animal no se sorprendió, había compartido demasiadas guerras dentro y fuera del campo de batalla para desconocer el talante impulsivo y exigente que aquel hombre albergaba dentro de su corazón.
Al darse cuenta del gesto repentino del monje que los precedía, los otros dos hermanos, aún medio dormidos sobre sus mulas, lo imitaron de inmediato. La obediencia prestada al superior era equivalente a la prestada a Dios. Y era él, Dalmau Savarés, quien comandaba la santa misión que los había llevado tan lejos de su monasterio. Debía tener en cuenta la seguridad del grupo, regir aquella vida nueva que, hasta el presente, solo les había ofrecido días de incertidumbre en su recorrido desde Ripoll.
Se habían encomendado a la plegaria de todos los hermanos y del abad y esperaban que la oración final del oficio divino se hiciera en su memoria. Ellos no olvidaban las horas prescritas a pesar de haber perdido de vista la rutina y la seguridad del monasterio.
Maties, el hermano lego, se estremeció delante del perfil pétreo que descollaba en la cima de la pared de niebla. Sabía que los compañeros de viaje se reirían de su ocurrencia y no compartió la impresión de dragón dormido que le transmitía la visión de la montaña. Lleno de inquietud, recorrió con los ojos desorbitados las rocas que se levantaban entre hilachas blancas, haciendo añicos el paisaje dócil de campos de cultivo y pequeños cerros que habían transitado desde Manresa.
—Eso… es… ¿Es nuestro destino? —dijo, mientras el labio inferior colgaba de su rostro como si estuviera a punto de caer.
—Sí, Maties, sí. Eso es la montaña de Montserrat, ¿qué esperabas? —respondió a media voz el hermano Simó.
—Pero… —insistió el monje sin parpadear.
—¡Dios proveerá, Maties, Dios proveerá! —intervino de nuevo en su intento de tranquilizarlo, aun sabiendo que sería estéril; nadie otorgaba demasiadas luces a aquel jovencito atolondrado, pero de espíritu servicial.
Sin mirar atrás, ajeno a la conversación de sus compañeros de viaje, Dalmau Savarés inspiró profundamente. Las dificultades habían presidido su vida; poco importarían, pues, las trampas que le pusiera la naturaleza, por mucho que la visión de la niebla invitara a pensar en una pesadilla. Con rostro severo, como quien se dispone a librar la batalla definitiva después de medir las fuerzas del adversario, golpeó el vientre del animal para que reanudara la marcha.
Había tenido la misma ocurrencia que Maties. Un dragón majestuoso que los desafiaba, eso era la montaña. Por unos instantes, imaginó que las ancas de Asar eran las de aquel dragón que emergía de la niebla con intenciones malignas. Pero la fuerza de un soldado consistía en continuar la lucha, pasara lo que pasase a su alrededor, y la de un monje obedecer a sus superiores y no pecar de arrogancia.
La voz del hermano Simó rompió aquellas preocupaciones.
—¡Quizás el Señor nos ha querido ofrecer la montaña de Sión! Nuestro sacrificio será a mayor gloria de su casa…
—No dudo de que sabéis más que nadie de las Sagradas Escrituras, hermano, pero me parece una afirmación osada —respondió Dalmau, quien ya había recibido otras muestras durante el viaje de un saber que rayaba en la desmesura.
Mientras recordaba el verdor de los valles altos y plácidos o el ruido del agua que, después del deshielo, bajaba por las vertientes de las montañas, Dalmau pensaba que debía avanzar mucho en la práctica del silencio. La rebeldía había presidido la primera parte de su vida, pero chocaba frontalmente con las enseñanzas que, cargado de paciencia, había intentado transmitirle el abad Oliba.
Responder a las reflexiones de Simó contravenía la Regla cuando decía que hablar y enseñar correspondía al maestro. Pero siempre le parecía que las interpretaciones del sabio monje iban un punto más allá de lo que un ser humano podía asumir.
Algunas leguas más tarde, llegado el momento de despedirse del río que les había hecho de guía, el jinete detuvo otra vez la expedición. El Llobregat seguiría su curso surcando tierras más dóciles hasta verter en el mar, pero el destino de los viajeros estaba cerca, aunque pudiera parecer muy ilusorio. Después de los caminos difíciles que los habían llevado desde Ripoll, comprobaron aliviados que la escasa profundidad de las aguas les permitía atravesar el curso sin problemas.
Antes de dar aquel paso se detuvieron para comer algo de pan y queso a la sombra de unos pinos. Simó ya estaba dispuesto para leer algún pasaje de los salmos. Todos habían encontrado adecuado que fuera él el encargado de las lecturas durante el viaje, pero esta vez Dalmau tendió la mano para pedirle el libro.
—¡Lo haré yo! —dijo mientras Simó le pasaba el opúsculo entre sorprendido y enfurruñado.
Maties se quedó quieto, a la escucha; con la punta de los dedos tocaba el queso que les habían dado en Manresa, pero no se atrevía a sacarlo del hato.
—«Como ciervo sediento en busca de un río, así, Dios mío, te busco a ti. Tengo sed de Dios, del Dios de la vida. ¿Cuándo volveré a presentarme ante Dios?».
Era la hora sexta y las tres figuras se quedaron sentadas en silencio junto al río. El murmullo de sus aguas invitaba al reposo. El monje lego, más delgado y joven, no parecía tan fatigado como el hermano Simó, que procuraba disimular una mueca de dolor. Al bajar de la mula siempre se protegía los riñones con las manos en el intento de enderezarse.
Hacía rato que Dalmau vigilaba con atención la torre de guardia, una construcción circular erigida en un pequeño cerro. El antiguo soldado esperaba los primeros problemas, pero confiaba en los documentos que le había dado el abad Oliba, el salvoconducto de los tres hacia una vida nueva.
—Nos irá bien un descanso —dijo Dalmau para distraerse de la vigilancia y apiadándose de Simó, un hombre al que él nunca habría elegido para llevar a término aquella empresa—, los animales también han hecho un gran esfuerzo y nos espera una etapa muy dura. Comed y preparaos. Yo, si no os molesta, me retiraré un rato.
Nadie atendió a sus palabras. Bastante tenían con reconocer aquellas partes de su cuerpo que parecían quedarse cada jornada a lomos de las mulas. Aunque estaban acostumbrados al trabajo diario, solo habían tenido ocasión de descansar como correspondía en Manresa, una miel huidiza para sus espaldas molidas. Dudaron mucho si guardaban un pequeño trozo de queso para Dalmau, pero Simó se impuso con un gesto a la voracidad de Maties.
Ajeno a aquella disputa mundana, el antiguo soldado disfrutaba de sus instantes de soledad. Le costaba asumir la responsabilidad de un encargo tan ambicioso. Parecía una burla del destino que hubiera sido el escogido, más aún cuando no se trataba de un hecho de armas sino, tal como le había asegurado su amigo Oliba, de una conquista espiritual. Malhumorado y con una congoja que le latía en las sienes, dio salida al desánimo que lo consumía.
—¡No sé cuáles son tus propósitos con mi humilde persona, Señor! —exclamó cuando estaba bastante lejos para que nadie lo oyera—. No puedo entender los motivos por los que me has negado, por segunda vez, formar parte de una familia…
Al decir estas palabras, la voz del monje se quebró. De buen grado habría roto a llorar, se habría puesto a gritar para expulsar la violencia de las imágenes que lo asaltaban. Solo lo detenía el miedo a ser descubierto. El orgullo, y también la santa obediencia, lo obligaban a tragar saliva, a apretar los dientes en previsión de cualquier exabrupto. En otros tiempos habría blandido su espada contra todo aquello que se le pusiera delante, pero esta era una manera de proceder que quería desterrar de su vida. Cuando su mano derecha palpó parte de la gruesa cicatriz que le rodeaba el cuello, cada músculo del hombre se fue disolviendo hasta perder todas las aristas, como un bloque de hielo expuesto al calor del mediodía.
El sol avanzaba con lentitud, pero ya se mostraba cruel con los viajeros. El roce del viento contra las hojas y las sombras movedizas que el astro dibujaba en el suelo le provocaron un estado más sereno. A su alrededor, los pájaros hacían viajes a ras del agua en busca de alimento.
El monje se había retirado cerca de una encina. Parecía tan perdida como él en medio de los pinos, y reposó su mano sobre la corteza. Era áspera, como sus pensamientos.
No quería sentirse rechazado, quería imaginar cómo corría la savia dentro de su tronco. Se plantó delante y le pidió permiso en silencio, después la abrazó hasta fundirse con aquella criatura de Dios. Había visto cómo lo hacía un pastor de sus montañas y, desde entonces, lo había considerado una forma de comunión, como pasar a formar parte de la naturaleza. Quizá su amigo, el abad, lo habría considerado una herejía.
Mientras dejaba que la corteza lo llenara de la paz tibia que desprendía, se mantuvo con el cuerpo pegado al árbol. El viento comenzaba a soplar en las cimas de Montserrat, pero sus ojos cerrados no podían percibir cómo la niebla se iba disipando y dejaba al descubierto sus extrañas formas.
De golpe lo asaltó una sensación desconocida, como si una piel invisible borrara los contornos de los dos seres. Su corazón sonrió, incluso cuando se hicieron presentes aquellas imágenes que tanto daño le hacían. Ahora, por unos instantes, podía acogerlas sin dolor.
Cuando abrió de nuevo los ojos, un petirrojo cantaba muy cerca de él.