5

Al mismo tiempo que los cánticos se extinguió la música. Guillem continuó atravesando diversas galerías en busca de aquella luz; era cambiante, como pasa con la sombra de las nubes cuando recorre un paisaje y oculta la intensidad del sol. Mientras caminaba por el interior de la montaña, intuía que las leyes debían de ser diferentes de las que regían la luz al aire libre.

Compartir aquel canto había menguado sus miedos y su paso era más decidido. En seguida llegó a una sala que no tenía nada que ver con las anteriores. Se alegraba de descubrir el origen de la luz; aquel chorro de intensa claridad que descendía del techo brillaba como el chorro de una fuente, pero muchas zonas quedaban en penumbra. Guillem no encontró fácilmente a su interlocutor. Los carámbanos de piedra hacían formas extrañas, a veces conectándose entre ellos, reuniendo en una misma columna las materias que se solidificaban con la caída del agua, impidiendo la visión completa del centro de la sala. Pasó entre algunas de las formaciones, siempre avanzando hacia la base de aquel resplandor. El tacto de las piedras le recordaba las babas de Bruna, suaves y dóciles al tiempo que un poco viscosas. Se frotó la mano en su túnica con gesto de asco, y entonces la música volvió a escucharse.

La proximidad hizo que distinguiera mejor lo que había en el centro de la cueva. Era un trasto extraño para Guillem, que nunca había visto un órgano de ningún tipo, ni tan solo los andamios que habían usado en Santa Maria para construir la iglesia. El molino del río era lo único con lo que era capaz de compararlo, pero de ninguna manera le resultaba suficiente.

El chico atravesó una nueva serie de columnas de piedra antes de situarse muy cerca de aquel hombre que permanecía sentado dándole la espalda. Cuando oyó su voz se tranquilizó; era la misma con la que se había cruzado durante los cánticos, y sonaba dulce, afable.

—¡Pasa, Guillem! No sé por qué, pero me había imaginado que eras tú, una voz tan flexible aún. Quizá porque no hay demasiados niños de tu edad en el pueblo y Dalmau ya me había dicho que te gusta rondar por la montaña.

—Vos… —comenzó el chico con timidez—. ¡Vos cantabais hace un momento!

—Sí, y tú me seguías. Me ha gustado mucho cuando se han reunido nuestras voces y hendían esta maravilla natural que Dios nos ha dado.

—¡Sois Basili, el viejo de la montaña! ¡Hay gente en Guadvachet que os cree muerto!

—Veo que tú también me has reconocido y que ha resultado efectiva la petición que le hice al prior. Si algunos ya piensan que estoy muerto, muy pronto ya no me recordarán y me dejarán en paz.

—¡Pero la gente aún os recuerda! He oído hablar muchas veces de vuestra voz durante las primeras misas cantadas en Santa Maria, incluso mi tía, Magda, que es tan poco de iglesias, lo ha mencionado alguna vez.

—Ya me habían avisado de que eres un chico muy espabilado —respondió Basili sin prestar demasiada atención a aquellas noticias sobre su fama que corrían por el valle; después añadió—: ¡Me parece que te has perdido!

—¡Vos habéis tenido la culpa! Hemos comenzado a oír la música y, al principio, desde la sala donde estábamos, la podíamos haber confundido con la voz de un animal, quejándose. Pero yo sabía que era otra cosa. Entonces he intentado que Cesc me siguiera, y no me ha hecho caso. Quizá sea él el que se ha perdido.

—Lo dudo, Guillem —dijo el ermitaño con una sonrisa—. El pastor conoce bastante bien las bifurcaciones, al menos hasta donde ha llegado en su búsqueda. Yo siempre intento no tocar cuando él está en las cuevas, pero hoy ya hacía demasiado tiempo y he sentido una gran necesidad de venir hasta aquí y poner el hydraulis en marcha. Quizás el Señor quería que nos encontráramos, nada pasa porque sí…

El chico había perdido el hilo de tanta cháchara, sobre todo porque cuanto más miraba el extraño artilugio que tenía delante más sorprendente le parecía. Basili accionó una pequeña palanca de madera y un sonido como de agua hirviendo se escuchó dentro del órgano. Entonces se sentó en el taburete que había delante del andamio de madera y piedras y puso las manos sobre los salientes. La música volvió mientras Guillem la escuchaba en silencio. Poco después, sin apartar las manos, se volvió hacia el chico y este acogió como un regalo las primeras palabras del Ave María que había escuchado cantar en la parroquia.

Lo interpretó como una señal. En seguida sus voces se unieron en un cántico que se elevaba hacia aquel cielo de piedra. Guillem casi podía oír cómo sus voces viajaban entre los carámbanos de piedra que el agua había formado, habría jurado que se retorcían antes de continuar un camino de ida y vuelta. Como si la música fuera capaz de fabricar imposibles, tuvo la sensación de que parte de aquellos sonidos corrían por las galerías de la montaña y, quizá, solo quizá, llegaban hasta el lugar donde había dejado a Cesc.

El ermitaño se levantó al final del canto y lo miró con perplejidad. Pero Guillem quería que continuara.

—Creo que ya está bien por hoy. Pero debes decirme quién te ha enseñado a cantar, tu voz es prodigiosa. —Basili esperaba en silencio una respuesta, la ternura que transmitía el chico lo conmovía.

—Mi madre cantaba, a veces, cuando yo era pequeño. ¡Ahora está loca!

—Lo sé, y lo siento por ti, pero seguro que tu tía te trata muy bien.

—No creáis, Magda está siempre en el terruño y no tiene demasiado tiempo para atenderme. Por otro lado, ya soy mayor y sé apañármelas solo; a veces, incluso, soy yo quien tiene que ocuparse de ella. Hay noches que llega con las manos destrozadas de trabajar con la azada y yo le pongo el ungüento que nos ha preparado la mujer del herrero.

En este punto, Guillem se quedó callado. Magda le había advertido que aquello era un secreto, que el cura no veía bien aquellas prácticas. Según decía, solo los médicos debían curar, y siempre que el Señor se lo permitiera.

—Lo entiendo. Bien, quizás haya llegado el momento de llevarte a casa, si no podrían preocuparse mucho por ti. ¿No querrás que Magda se caliente la cabeza pensando dónde puedes haberte metido?

—Es Cesc quien estará muy preocupado por haberme perdido —dijo el chico, riéndose—. ¡Pero ya le está bien, por cagado! Si mi tía se entera de que me ha perdido de vista, es capaz de matarlo.

—¡No digas eso! El pastor hace una gran tarea ocupándose de ti, y no queremos que le digan nada por tu culpa, ¿verdad que no?

—No, claro.

Guillem no parecía demasiado convencido. Además, hacía rato que le corría por la cabeza una pregunta:

—¿Volveremos a cantar? Me dejará venir a visitarlo cuando toca este… El hydau…

—¡El hydraulis! Es un órgano de agua, pero la cueva aumenta mucho sus posibilidades. ¿No te parece fantástico que sea la propia naturaleza la que nos ayude a hacer música?

—Sí, claro —respondió el chico sin entender muy bien a qué se refería.

—Algún día volveremos a cantar juntos, si eso te complace, pero no sé cómo lo verá tu tía.

—Ella no sabrá nada, os lo prometo. Ahora, además, tiene a ese hombre viejo que la ronda.

—¿Un hombre?

—Sí, un tal Rigobert. ¿Lo conocéis?

—¡Y tanto que lo conozco!

Mientras Guillem y el ermitaño estaban en la cueva del órgano, Cesc se había ido espantando cada vez más. Recorrió muchas galerías y pequeñas salas, incluso algunas por las que no había pasado nunca. Pero no encontró ni rastro del chico. A pesar de que temía la reacción de Magda, salió de la gruta por donde habían entrado.

En el exterior, las cabras pasturaban libres y se habían extendido en un radio muy amplio, pero su instinto les dijo que era el momento de volver a casa. Apenas vieron que el pastor arrancaba a correr montaña abajo lo siguieron con entusiasmo.

Pero la bajada resultaba peligrosa hecha de aquella manera, y más si no controlabas dónde ponías los pies. Cesc se cayó muchas veces y cada vez se dejaba trozos de piel en una rama o en las piedras y salientes que obstaculizaban su carrera. Después de aquella carrerilla, llegó a casa de Magda con un aspecto lamentable.

Esther fue la primera en recibirlo. Lo detuvo en la puerta y puso el dedo en una de sus heridas. Después se lo llevó a la boca. El sabor de la sangre hizo que estallara a reír dejando petrificado al pastor. Entonces Guillem apareció detrás de su madre. Dirigió una amplia sonrisa al pastor, con lo que quería representar que nadie sabía nada de su aventura. Cesc podía respirar tranquilo. Pero sus heridas le borraron el gesto.

—¿Qué os ha pasado? —exclamó Magda, que había acudido a tranquilizar a Esther.

—Yo… Creo que me he caído y…

—¡Dios mío! ¿Cómo queréis ocuparos de mi sobrino si no sois capaz de ir por la montaña sin haceros daño? Pasad y os limpiaré esos desgarros.

—¡No, no, no es necesario!

El pastor no se lo pensó dos veces. Se volvió y comenzó a correr hasta encerrarse en su casa. No entendía nada de lo que había pasado con Guillem. ¿Cómo había llegado antes que él? ¿Acaso había encontrado la salida? ¿Y no lo había esperado? ¡Era imposible! A menos que alguien… Cesc se quedó pensando en aquella posibilidad, la única que se le ocurría. Mientras tanto, las cabras buscaban sin ayuda el camino de las cuadras y descubrían que no quedaba agua fresca en los pesebres.

Solo algunas de ellas se atrevieron a bajar solas hasta el río.

El hermano Bernat no pudo concentrarse en ninguna de las lecturas que se llevaron a término aquel día, ni tampoco el siguiente. Desde que se había producido el encuentro con Lluc, procuraba disimular su inquietud como podía y se tragaba la comida sin ganas por miedo a levantar sospechas. Tenía la sensación de que todos y cada uno de los monjes estaban pendientes de él. El silencio no lo ayudó, veía rechazo detrás de cada mirada, pero también habría encontrado un doble sentido en cualquier comentario inofensivo. Mientras tanto, su cabeza rumiaba cuál sería la mejor manera de desenvolverse sin quedar malparado ante el resto del cenobio.

Un par de veces estuvo a punto de confiarse a su prior, de explicarle cómo habían ido las cosas, de suplicar su perdón, pero no se atrevió. A última hora contempló la posibilidad de hacerlo durante la confesión comunitaria. Necesitaba con urgencia acabar de una vez por todas con aquella pesadilla que lo volvía loco.

Al final del capítulo, al monje le sudaban las manos. Bernat observaba cómo los otros monjes, preparados para aquella práctica diaria, se acusaban de faltas frugales, como algún mal pensamiento o haber envidiado tal o cual pertenencia. Se imaginaba sus rostros desencajados al escuchar su gran pecado, cómo en unos segundos pasaría de ser aceptado por la comunidad a convertirse en un ser menospreciable.

¿Y si hablaba? ¿Cuál sería la penitencia que habría de cumplir? No podía ni tan solo imaginar el castigo de la expulsión de la orden. ¿Qué sería de él si así lo decidían sus hermanos? ¿Adónde iría a su edad y con la poca salud que le quedaba? A pesar de todo, cualquier cosa era mejor que seguir consumiéndose detrás de un secreto que amenazaba su cordura.

Se levantó del asiento que le tocaba por antigüedad. Lo habían situado entre el hermano Simó y el hermano Anton, suprior de Santa Maria de Montserrat. Entre aquellos hombres fuertes y de irrefutable conducta aún se sentía más pequeño.

Durante los breves instantes en que permaneció de pie, notó cómo los ojos de jóvenes y viejos lo escrutaban con impaciencia. ¡Lo haría! Estaba decidido a asumir el rechazo y a cumplir con obediencia la pena que se le impusiera. Pero sus labios cerrados no respondieron a la orden que les daba.

—Hermano Bernat, ¿acaso queréis hacernos partícipes de alguna falta? —dijo Dalmau Savarés, invitándolo a hablar.

Por mucho que se esforzó, ninguna palabra suya rompió el silencio de la sala y, sintiéndose desfallecer, volvió a sentarse con gesto compungido.

Se le acababa el tiempo. Hacerse el enfermo solo serviría para aplazar algo que no tenía freno posible. Abatido, renunció al consejo del prior para que lo visitara el monje enfermero y siguió con sus obligaciones en la cocina.

La decisión definitiva la tomó durante la preparación de la cena. Era una salida desesperada, pero ¿acaso no era ese su estado de ánimo? Se le había ocurrido de repente y la consideraba la única solución posible. Se desharía de aquel maldito sinvergüenza antes de acabar siendo su nueva víctima.

—Si funciona con las ratas, también será efectivo con él. ¿Qué es Lluc, sino una rata hedionda y asquerosa?

—¿Decíais algo, hermano Bernat? —preguntó Lluís al percibir el murmullo de su compañero en las cocinas.

—No me hagas caso, pensaba en voz alta. Sigue troceando las calabazas, que voy a buscar unas ramas de canela.

—Tenéis mal aspecto. Quizá deberíais descansar. Antes nos habéis dejado a todos preocupados.

—Lo haré. Mañana, lo haré.

Con estas palabras el monje salió del claustro y, lejos de ir hacia la despensa, se dirigió hacia la enfermería.

Sin demasiadas dificultades, el hermano Ricard le proporcionó una pizca del polvo blanco que codiciaba. Tiempo atrás él mismo le había sugerido que podía usarse para proteger los alimentos; cualquier intento de eliminar aquellos animales que estropeaban los sacos, zampándose todo lo que encontraban a su paso, sería aceptable, por mucho que también fueran criaturas de Dios. Pero su advertencia había sido clara…

—No lo cojáis con los dedos, ¡es altamente venenoso! Vigilad, no vaya a ser que tengamos un disgusto.

El monje enfermero manipuló aquel producto con gesto cuidadoso. A él le servía para tratar heridas que no parecían sanar de ninguna otra manera. Pero el proceso debía ser llevado a término por manos expertas, con dosis precisas. Bernat temblaba como una hoja al llegar a la cocina. Llevaba debajo del hábito el minúsculo frasco. Un antiguo olor a sofrito de cebolla y perejil lo devolvió al ambiente cargado que respiraba a diario.

Bernat habría sido capaz de adivinar con los ojos cerrados a qué estación del año correspondía uno u otro aroma pasándose un día en la cocina. Pero, ahora, lo más importante, aquello que se hacía verdaderamente urgente, era decidir cómo haría para introducir la sustancia mortal en algo comestible y, al mismo tiempo, conseguir que Lluc se lo tragara.

Un par de manzanas, amarillas como el trigo, fueron el anzuelo escogido. Su fragancia se dejaba sentir desde el capazo que acababa de traer el hermano Pau y descansaba junto a la puerta de la cocina. Bernat necesitaba introducir el veneno sin dejar marcas evidentes en la fruta. Se tranquilizó al pensar que la oscuridad de la noche sería su mejor aliado. Pero ¿cómo se desembarazaría de las miradas curiosas? ¿Dónde podía quedar con Lluc si no quería que nadie los descubriera? El tiempo jugaba en su contra, debía pensar con rapidez, actuar.

El sol iniciaba su descenso manchando el cielo de violetas y púrpuras cuando la comunidad se reunió de nuevo para las vísperas. Los temblores, que ni tan solo tuvo que fingir de tan espantado como estaba, fueron excusa suficiente para retirarse al dormitorio comunal antes de cenar. Pero antes se apropió de la patena de plata de la iglesia. El cáliz lo desestimó pensando que, por su volumen, sería más difícil de disimular si alguien se cruzaba en su camino. Con mirada furtiva, miró la imagen de la Virgen que presidía el altar y, con lágrimas en los ojos, pronunció unas breves palabras mientras se hacía la señal de la cruz sobre el pecho.

—Os la devolveré. Tened piedad de este pecador que no ha sabido serviros…

Como si huyera del mismo diablo, desapareció del lugar donde los monjes harían la última plegaria del día después de haber cenado.

Bernat realizó la operación en la soledad de aquella cámara de grandes dimensiones, que compartía pared con la cocina aprovechando el calor de los fogones durante el largo invierno. Un punzón afilado fue la herramienta de la cual se sirvió para introducir el veneno en la pulpa carnosa de las manzanas. Lo hizo con extremo cuidado para no estropearlas y vigilando que las incisiones se repartieran por la superficie. La imagen de Eva ofreciéndole una manzana a Adán lo estremeció. Centenares de veces había escuchado aquella lectura sagrada. Y siempre le impresionaban las graves consecuencias de un gesto de soberbia que había llevado a la humanidad entera a la muerte. Era el único salario posible del pecado, pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.

Cuando los compañeros de cenobio ocuparon los jergones de paja que labraban alineados el espacio de reposo, Bernat fingió un sueño profundo. Con los ojos cerrados notó cómo el hermano Justí se acercaba para interesarse por su estado; aquel monje siempre le había parecido que olía a rancio, que en los surcos de su piel aún habitaba el hollín en que se había convertido la montaña años atrás.

Sintiéndose observado, el monje intentó relajar los párpados, pero le daba miedo no conseguirlo. Finalmente, forzó una respiración ruidosa que quería simular un sopor intenso. El olor a hollín fue debilitándose y Bernat intuyó que había conseguido su propósito.

Por prescripción de la regla de san Benito, la disposición de los monjes no era azarosa, ni mucho menos por voluntad individual. Era preciso que los más jóvenes estuvieran acompañados por uno de más edad; de esta manera, caer en la tentación de vicios privados se hacía más difícil. Este era el motivo por el cual, ya hacía diez años, el hermano Lluís ocupaba un lugar junto a Bernat. Del otro lado, estaba el bueno de Maties, quien se dejó caer como un saco después de acomodar la paja, como tenía por costumbre. Los ronquidos y los bufidos aparecieron en el tiempo en que se reza un padrenuestro.

Bernat apenas disponía de tres horas. A medianoche, uno tras otro, los monjes se levantarían para cumplir con los rezos de maitines.

—Entonces, Dios lo quiera, todo se habrá acabado —susurró el monje, persiguiendo la paz que tan fervorosamente anhelaba.

Puso todos los sentidos en recorrer el espacio que lo separaba de la puerta. Temía que alguien lo descubriera saliendo del dormitorio, pero se escabulló con el mismo sigilo que un gato. De la cintura le colgaba una bolsa que contenía la patena de plata y las tres manzanas.

En el exterior se oían los grillos, ellos también parecían inquietos. Su padre le había explicado que cuando el canto era pausado anunciaban una temperatura estable, en cambio si era rápido anunciaban que el calor sería inminente. Hacía tiempo que no pensaba en aquel hombre de baja estatura que había muerto cuando él aún era un chiquillo. Bernat se horripiló, como si el recuerdo se convirtiera en un mal presagio, un pensamiento extraviado propio de quien hace memoria de su vida antes de despedirse de ella.

—Todo irá bien, todo irá bien —se repitió, apresurando el paso.

Cuando giró en dirección a Sant Iscle la luna salió a recibirlo. No estaba llena del todo, pero no le resultó difícil completar con un trazo imaginario la blanca circunferencia que bañaba el valle. Hizo el esfuerzo de llenarse los ojos con la paz que destilaba, pero su corazón se obstinaba en latir más fuerte a medida que se acercaba a su destino.

Antes de emprender el último desvío que lo llevaría ante Lluc, Bernat se detuvo. Hizo una plegaria breve encomendándose al Altísimo, después sacó la única manzana que estaba sana y le clavó los dientes. En aquel mordisco imprimió parte del desasosiego y la rabia que lo habitaba. ¡Estaba preparado!

La silueta del mismo diablo apareció encima de una roca. Al verlo, Bernat dio un nuevo mordisco a la manzana. El condenado acortó la distancia que los separaba en dos zancadas. El único ruido antes de que el hombre pelirrojo lo interrogara fue el crujido de las piernas bajo sus pies. Salvo esto, el Rincón de los Vientos se mantenía en silencio, tampoco él quería formar parte de aquella conjura.