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Asar sorprendió el regreso del monje y el ermitaño a la pequeña iglesia de Santa Maria. Cuando Dalmau oyó el relincho del animal, su fidelidad lo conmovió y el corazón se le aceleró. No parecía especialmente nervioso cuando Basili los invitó a seguirlos. La llegada de los tres a Santa Maria provocó las aleluyas interminables del hermano Simó, convencido de una intervención divina por el poder de sus rezos. Feliz con aquellas cavilaciones, los fue a recibir con los brazos abiertos.

—¡Dios y su madre la Virgen María sean loados! Comenzaba a temer por vuestra… Pero ¿estáis herido? —preguntó al ver que Dalmau se quejaba del tobillo.

—No es nada, de verdad… —respondió el antiguo soldado, mientras miraba en todas direcciones buscando al más joven de los monjes.

»¡El hermano Maties! ¿Dónde está el hermano Maties? —preguntó, sin dejar de mirarlo a los ojos, visiblemente preocupado por aquella inesperada ausencia.

—¡Me había olvidado! Fue a Santa Cecília o al pueblo, no lo sé con seguridad. Se ha puesto como loco al ver que no volvíais de vuestra caminata, no he sido capaz de detenerlo…

—¿Hace mucho? —preguntó Dalmau.

—No demasiado. El tiempo de…

—Yo iré a buscarlo —interrumpió Basili.

Ante la expresión de sorpresa del hermano Simó, que por primera vez le oía la voz, el ermitaño se escabulló en un santiamén.

Tal como había sucedido en el encuentro con Dalmau, la aparición de aquel hombre de edad indeterminada sorprendió al joven monje que, resoplando, salvaba como podía el desnivel que los separaba de cualquier otra presencia conocida en la montaña. Por más que Maties insistió, Basili no abrió la boca. Ningún rastro de cansancio se reflejaba en la espera plácida del ermitaño en una curva del escarpado y abrupto camino. La idea de que había sido un milagro acompañó los pensamientos del monje, que comenzaba a ver al hombre con otros ojos, al tiempo que una punzada de temor le recorría el cuerpo.

Con Dalmau Savarés limitado por las consecuencias del accidente, el hermano Simó, muy a su pesar, debió ocuparse de algunas tareas que interrumpían continuamente los oficios religiosos. De poco servía que sus compañeros le advirtieran de la dispensa de lugar que suponía la faena diaria, él quería asistir a las misas de la ermita, pero las tareas a desarrollar para la supervivencia del grupo presentaban una gran complejidad.

Otro susto los puso a prueba. Solo una de las mulas había vuelto por su cuenta a la ermita, el lugar que habían convertido en su morada, pero la otra no había tenido tanta suerte. El hermano Maties la contemplaba con lágrimas en los ojos y le acariciaba el vientre, espantando las moscas que se reunían a su alrededor.

—Has sido una buena compañera, siento mucho no haber podido hacer nada por ti…

—Tendremos que enterrarla. Si no lo hacemos es fácil que atraiga a otros animales, podría ser peligroso —dijo el hermano Simó, dirigiéndose a Dalmau.

—Los jabalís y las cabras no comen carne, y dudo que habiten otros animales en esta montaña. Ya tendremos noticia de ello. Pero, ahora que lo pienso, nosotros…

—¿No estaréis pensando en comérnosla? —preguntó Simó, con una mueca de asco que le empequeñecía aún más los ojos.

Todas las miradas confluyeron en la persona de Dalmau Savarés. La mezcla de horror y esperanza se reflejó en las facciones cada vez más demacradas de los presentes.

—Vos habéis dicho que no merecía este final, hermano Maties. Pero quizá su sacrificio no haya sido en vano.

Era una manera de verlo. Ciertamente, la mejor manera, pero si lo decidían así no había tiempo que perder. Necesitaban ponerse a trabajar antes de que el calor echara a perder la posibilidad que el destino les ofrecía.

Dalmau Savarés bajaría a Guadvachet y hablaría con el pastor que habían encontrado cuando se disponían a subir a la montaña. Él sabría cómo hacerlo o conocería a alguien… Uno tras otro, los monjes iban soñando con intercambios posibles; quizás una cabra, tal vez legumbres… Por unos momentos fantasearon en torno a aquella mula muerta que la tempestad había empujado violentamente rocas abajo.

Pero Basili fue quien planteó una solución…

—Sé cómo conservar la carne —dijo brevemente.

—Explicaos, buen hombre —pidió Dalmau, sorprendido por la seguridad que infundían aquellas palabras.

—Podemos utilizar salitre, lo hay en abundancia por estos parajes. Yo me ocuparé.

Toda la actividad del resto de la jornada giró alrededor de aquel acontecimiento; solo los rezos siguieron su curso. Eso sí, con un nuevo impulso de alegría y esperanza, a pesar de las quejas y muecas frecuentes del hermano Simó.

En las vísperas todos estaban exhaustos. Finalmente, Basili había aceptado que sería bueno dar aviso al pueblo, que era demasiada la cantidad de carne para conservarla. Dos campesinos fornidos que habían acompañado al pastor hasta Santa Maria se marcharon bien cargados dejando la promesa de una oveja que proveyera de leche a la pequeña comunidad. También fueron ellos los que se encargaron de enterrar los restos del animal. Basili, ayudado por el hermano Maties, había preparado la carne para que no se corrompiera. Por primera vez el ermitaño formó parte de una cena muy especial en torno a la hoguera.

Acostumbrados como estaban a espigar madroños, buscar pequeños frutos de almez y completar la dieta con avellanas, sopas de tomillo, té de roca y fresas, aquel plato de carne les pareció el mejor banquete que habían probado nunca. Pasadas las primeras reservas que los llevaban a pensar en el animal que los había acompañado desde su salida del monasterio de Ripoll, todos se inclinaron sobre el plato con deleite y silencio, mientras el hermano Simó leía los salmos.

Recuperadas las fuerzas, y los ánimos, había que seguir trabajando para hacer de aquel sitio un verdadero espacio de culto. Salvo el pequeño llano que ocupaba Santa Maria, el resto de la ladera era escarpado y difícil. El ermitaño, que parecía haber entrado en una época de armonía con los recién llegados, los había llevado hasta la fuente donde él recogía el agua necesaria para mantenerse fiel a su retiro. Era un charco pequeño y un poco inconstante que obligaba a esperar mucho rato para llenar un cántaro. La tempestad había aumentado el caudal solo durante un tiempo.

Había que tallar un pequeño canal en la piedra para conducir el agua y confeccionar un receptáculo que la acogiera. El hermano Maties se ofreció, no era la primera vez que había llevado a término una tarea semejante. Su humilde procedencia le permitía estar familiarizado con faenas que para los demás eran del todo desconocidas.

Así descubrieron la ermita de Sant Miquel, que se encontraba deshabitada.

El joven monje desplegaba una actividad frenética. Había desbrozado una parte del trozo de tierra que envolvía Santa Maria y la trabajaba siempre que podía. Las semillas traídas de Ripoll habían durado poco y con escasos resultados, pero tenían los planteles con que los obsequiaban los campesinos de Guadvachet. Nadie tenía dudas de que acabarían dando frutos con tanto empeño como ponía en las faenas del campo, pero era cuestión de tiempo. Mientras tanto, Dalmau Savarés no renunció a sus paseos por la montaña. Desde que Basili le había enseñado la presencia de los restos marinos en las rocas, los buscaba con avidez y, en sueños, imaginaba cómo las aguas ocupaban las montañas que había convertido en su casa. Pero ¿y los guijarros? ¿Cómo era posible que aquella mezcla de arcillas rojizas y piedras redondeadas de todas las medidas posibles se hubieran elevado formando unos riscos de formas tan sugerentes? Solo Dios podía tener la respuesta, solo podía ser obra de su mano.

Cavilando todos estos interrogantes, se encaramó por la ladera hasta más allá de la ermita de Sant Miquel. Desde aquella altura aún podía ver las casas dispersas de Guadvachet, la torre de vigilancia y la humilde iglesia de Sant Pere. Era su paisaje recurrente, pero de ninguna manera se cansaba de contemplarlo. Le daba noticia de un mundo que cada vez sentía más ajeno.

Llevaba un rato intentando distinguir alguna presencia humana cuando vio una pequeña nube de polvo que venía de Manresa. Poco después, unos caballos cruzaban el río. Entonces observó que en el pueblo también había movimiento. Los soldados de la torre de vigilancia parecían haber detectado a los intrusos y, formando una nube de polvo que avanzaba en sentido contrario, se dirigían a su encuentro.

Todo sucedía tan rápido y los hechos pasaban tan lejos que no podía asegurarlo, pero ninguna casa del valle parecía en peligro. Los jinetes invasores cruzaron de nuevo el río por la parte menos profunda, como si se retiraran hacia la otra orilla antes de que los soldados de la torre los persiguieran.

Trastornado por aquella visión de lo que quizá suponía el ataque de unos bandidos o una incursión sarracena, pero sin tener ninguna certeza, Dalmau decidió, no sin dificultades, que continuaría su camino. Había jurado ser fiel a otra vida y debía aprender a controlar sus impulsos.

Mientras recorría aquella parte de la montaña vio que no deparaba grandes sorpresas. Era bastante más seca que donde se habían instalado. Había coscojas, pinos blancos, romero, pero apenas se encontraban encinas y los robles no crecían fuera de la umbría.

Sorteando las dificultades, caminó en dirección norte hasta encontrarse frente el monasterio de Santa Cecília. Anochecía cuando Dalmau se acercó protegido por la abundante vegetación. Los monjes de aquel cenobio tenían una gran extensión de tierras cultivadas y unos establos para las mulas.

Sintió envidia de su situación de privilegio, y también el deseo de presentarse allí enarbolando los documentos que el abad Oliba le había confiado. Al ver las figuras de unos hombres que salían de la iglesia, una sólida construcción que sin duda les daba la oportunidad de llevar a término todas las exigencias de su ministerio, el antiguo soldado se retiró de nuevo al bosque.

Confuso, consciente de que en Santa Maria volverían a preocuparse por su demora y no sería capaz de encontrar ninguna excusa, escuchó unos gemidos. No quería dar crédito a lo que escuchaba, pero los había distinguido en seguida.

Andando entre una pared de rocas y tierra roja por un pequeño paso, llegó a la entrada de una cueva. Parecía profunda, pero aún le dolía el tobillo como para pensárselo dos veces antes de aventurarse. Decidió esperar mientras continuaba escuchando aquel inconfundible testimonio de un hombre y una mujer haciendo el amor.

Cuando dejó de oír los suspiros, no tardaron en escucharse los pasos de alguien que salía de la cueva. Dalmau se ocultó entre los árboles próximos.

Aunque no era ninguna sorpresa, la visión de aquellas dos figuras lo dejó paralizado. Eran apenas dos criaturas. Ella tenía un cuerpo delgado y se esforzaba en poner orden a una cabellera de color avellana que le caía sobre el hombro en una trenza medio deshecha. Él, un chaval más joven que Maties, salía sonriente, persiguiendo a su pareja. De complexión fuerte, daba la impresión de trabajar en el campo por sus brazos robustos.

Quería caminar hacia atrás hasta desaparecer, pero su torpeza lo hizo caer sobre una zarza. El grito alertó a los dos chicos; ella aún lo abrazaba cuando encontraron al padre Dalmau intentando incorporarse sin demasiado éxito.