1

Los días comenzaban a tener la misma duración que las noches y Cesc pasaba el tiempo midiendo la velocidad de las nubes o prestando atención al viento que circulaba por el valle. Según decían, solo el pastor era capaz de escuchar ese ruido, como el de una serpiente que se deslizara entre los madroños.

Muy cerca de la casa de Cesc, el hijo de Esther se levantó de golpe y un escalofrío recorrió su cuerpo menudo y alegre. Quizá fue la luz que se adivinaba en el exterior, o un olor largamente esperado, pero Guillem tuvo la certeza de que la primavera estaba al alcance de la mano y que, con la llegada del buen tiempo, todo sería diferente.

Había sido un invierno largo y duro. Los días expiraban muy temprano y los atardeceres se hacían eternos con la única compañía de su madre. Magda, su tía, se marchaba con la salida del sol y solo hacía una escapada al mediodía, el tiempo justo para levantar a Esther, lavarla y darle algo de comer. Después, se marchaba de prisa y corriendo. Había que aprovechar la luz para ocuparse de las tierras.

Cuando el mal tiempo no le permitía permanecer en el campo, iba hasta el molino, cerca del río. A cambio de ayudar en la molienda le daban unas monedas o un puñado de semillas que ella misma trituraba en casa para hacer pan. Pero lo que no cambiaba eran sus advertencias a la salida de casa.

—No hagas enfadar a tu madre, Guillem. Ya sabes que es como una criatura, que no tiene cabeza y cualquier cambio la pone nerviosa.

—Sí, tía.

—¡Quiero que me lo prometas!

—Te lo prometo, tía.

—Y si pasara algo…

—Si caen rocas de la montaña o hay una tempestad con rayos y truenos tengo que salir corriendo y pedir ayuda —interrumpió Guillem con una sonrisa maliciosa.

Magda le enmarañó los rizos y pensó que no le molestaban aquellas bromas. Era un niño bastante obediente y tenía bien aprendida la cancioncilla que siempre le soltaba; más bien se la sabía de memoria de tanto oírla. Diez años eran muchos para escuchar a diario que su madre necesitaba vigilancia.

Guillem bien que lo intentaba. ¡Con todas sus fuerzas! Pero, a veces, los ruidos que Esther hacía con la garganta le ponían los pelos de punta. Recordaba que cuando era más pequeño le hacían gracia, que reía cuando se sorbía los dedos hasta ponerse el puño entero en la boca, incluso encontraba divertido que persiguiera pájaros imaginarios o se pusiera de cuatro patas e hiciera hoyos en el suelo para guardar mendrugos de pan. Le parecía el mejor compañero de juegos e imitaba aquellos comportamientos, sus muecas, que podían pasar de una carcajada histérica al llanto más desconsolado en cuestión de instantes.

—¡No puedes seguir imitándola, Guillem! Ella es una persona enferma. Debes hacer como si no la vieras. Si no la gente pensará que también a ti se te ha ido la cabeza. ¿Lo entiendes?

Guillem tardó mucho en comprender lo que su tía le repetía una y otra vez. Desde entonces, muchas noches se dormía tapándose los oídos con las manos para no reírse ante algún ruido raro o para no llorar mientras Magda detenía los intentos de su madre de hacerse daño. La locura era algo difícil de digerir para un niño.

¿Por qué estaba enferma? ¿Qué le hacía daño? ¿Por qué no se curaba? Mil veces se había hecho preguntas semejantes y mil veces también había soñado que tenía una madre como la del resto de los niños del pueblo.

Pero aquella mañana ni se le pasaron por la cabeza. Si, tal y como pensaba, había llegado la primavera, ¡la tiita debería cumplir su palabra! Ya tenía diez años y saldría a la montaña con Cesc, aprendería el oficio de pastor y, un día no demasiado lejano, él también tendría su propio rebaño. Finalmente, Magda no fue capaz de oponerse.

Sin hacer ruido, para no despertar a su madre, que aún dormía profundamente, salió al exterior y respiró el aire tibio de la mañana. Después, siguiendo sus juegos de niño solitario, buscó con inquietud el vuelo de alguna mariposa o el rastro de una golondrina cruzando el cielo. Cuando, por fin, vislumbró un jilguero que extraía con mucho cuidado las semillas de un cardo, sonrió feliz.

Entonces volvió a la habitación de puntillas, y aquel olor a rancio no le pareció tan profundo. Como cada día, pasó la palma de la mano por la zamarra que, según le habían explicado, llevaba su padre. Siempre la tenía cerca. Le gustaba que su tiita le hablara de él, de Ramon; en Guadvachet decían que él se parecía bastante y eso lo hacía sentirse satisfecho.

—¡Pobre madre! —exclamó con un suspiro casi inaudible.

La miró con tristeza y el hilo de baba que colgaba de la comisura de sus labios no le pareció tan repugnante como otras veces. Con la punta de los dedos le acarició el cabello fino y quebradizo; después, a media voz, le dijo:

—Tienes que portarte bien. Ya soy mayor y tengo que ir a trabajar, no puedo ocuparme de ti todo el día. Seré pastor, ¿sabes? Y no te faltará nada. ¡Te traeré la leche de la cabra más blanca del rebaño y aprenderé a hacer quesos! Cada día vendrá Dela, un ratito, y también el cura cuando haya dicho misa, eso si no ha bebido demasiado. Ellos ya saben que no te encuentras bien, y se preocupan por ti. Pero debes prometerme que no los morderás, ni tampoco…

Los ojos de Guillem se llenaron de lágrimas y la voz se le rompió. Por unos instantes un parpadeo nervioso le hizo pensar que tal vez lo había oído, que había entendido lo que le había dicho, pero un nuevo bufido puso fin al espejismo.

Dos días más tarde, Guillem, con un zurrón colgado del cuello, esperaba al pastor en la puerta. No se podía creer que pudiera correr por las montañas, ir arriba y abajo solo con el cielo de techo. La hija de Melsa los acompañaba; la perrita se había muerto hacía cinco años, pero había dejado una camada tan lista como ella. Ahora era Bruna la que manejaba los animales de Cesc con una destreza innata.

El chico volvía a casa reventado, pero siempre sacaba fuerzas para explicar a la tiita cómo habían estado a punto de cazar un conejo o la manera descarada con que una ardilla se había paseado muy cerca de ellos. Parecía otro; incluso le había cambiado el color de la piel.

En una de sus salidas, el pastor llevó a Guillem al pie del monasterio. Dalmau Savarés no era para él ningún desconocido, ya que los visitaba con cierta frecuencia y siempre les traía manzanas o algún queso que el chico comía con placer, pero la visión de aquella construcción en medio de la montaña lo dejó fascinado.

La iglesia de Santa Maria se levantaba espléndida entre las modestas dependencias que completaban el cenobio, y no le pasó desapercibida la enorme campana. Saber que las campanadas que escuchaba desde su casa cuando el viento era favorable provenían de aquella mole de hierro fue su descubrimiento del día; ahora ya le era posible añadir una imagen al hechizador repiqueteo.

—No le digas a tu tía que te he traído al monasterio, ¿de acuerdo? Si lo haces, tendremos problemas y quizá no te dejará venir conmigo.

—¿Pensáis que me he vuelto loco? Lo que no entiendo es por qué no me ha dejado venir nunca, ni tan solo para ir a misa. Siempre asistimos a la iglesia del pueblo y, cuando le pregunto, me dice que no son cosas mías, que ella sabe lo que me conviene y basta.

—Chico, las mujeres son muy extrañas, ¡ya lo irás viendo!

—Pero…

—Mira, Guillem, yo no estoy aquí para hablarte sobre las decisiones de tu tía, pero imagino que para ella es difícil. El monasterio le trae recuerdos que quizá quiere alejar de su vida. Cuando Esther se puso enferma Magda subió hasta Santa Maria de rodillas, a la espera de un milagro. Hizo que los monjes dijeran misas por tu madre… Pero la Virgen no parecía escucharla y no volvió nunca más. Debes entenderlo.

Cesc no permitió que el chiquillo se acercara a más de una veintena de pasos. Guillem le suplicó, pero de ninguna manera accedió a que tuviera contacto con los monjes. Lo habían dejado a su cargo y se sentía responsable de él.

Pero el pastor no pudo impedir que aquel mundo apenas entrevisto se quedara a vivir en la imaginación del niño. De día, mientras estaba en la montaña, Guillem buscaba la posición donde se encontraba el monasterio, justo debajo de lo que ya todo el mundo llamaba Les Magdalenes. Había aprendido a medir el tiempo de una manera extraordinaria y llegada la hora se separaba del rebaño y aguzaba el oído.

—¿Qué haces? —le preguntó Cesc cuando se dio cuenta del extraño comportamiento.

—Escucho.

—Pero ¿qué escuchas? Ahora mismo yo no oigo nada que no sea el balido de los animales…

—¡Shhh! Hoy el viento sopla de levante y casi no se oye.

Guillem cerró los ojos y siguió con la cabeza el ritmo de una melodía que al pastor se le escapaba. El ruido del viento que corría por el valle solo era un juego infantil para Cesc. Las largas estancias en la montaña lo habían perpetuado y ya no se atrevía a confesarlo a la gente del pueblo.

Por unos momentos, el hombre dudó de si el chiquillo no estaría chalado como su madre, pero la alegría se había instalado en sus facciones relajadas y la sonrisa que dibujaban sus labios lo tranquilizaron.

Pero no las tuvo todas consigo hasta que él también fue capaz de percibir los cantos de los monjes durante los rezos de la sexta, cuando el sol estaba en el punto más alto del horizonte, o los cánticos de la nona, tres horas después.

Si alguien los hubiera visto de lejos, no habría entendido los movimientos que, dos veces al día, hacían aquel par de personajes yendo detrás de los lugares más favorables, donde la resonancia de la montaña era mayor.

Se convirtió en su secreto más preciado y hasta Bruna aprendió que durante aquellos ratos no le era permitido ladrar.

Sant Miquel de Cuixà

El abad Oliba temía el día del juicio, deseaba la vida eterna con todo su fervor espiritual y había tenido la muerte presente en cada instante de su existencia. Quizá por eso, por su acatamiento y respeto por la Regla, no se rompió en mil pedazos al encontrarse muy cerca del paso definitivo.

Los médicos se lo advertían desde hacía tiempo. Aquellos viajes para cumplir los deberes de sus cargos abaciales eran un peso demasiado grande. El cuerpo del monje había llegado al punto de inflexión en que recuperarse de los excesos resultaba casi imposible. Pero, cada vez, la pasión por las reformas sociales y religiosas, los proyectos a largo plazo y su fortaleza natural, parecían alejarlo de la muerte. La profundidad del infierno era para los que hacían su propia voluntad, y el abad estaba seguro de haber vivido al servicio de Dios, para enaltecer su obra.

Cuando sintió que la enfermedad volvía a ponerse en su camino, que ya no era uno de los tantos episodios pasajeros, subía las escaleras de Sant Miquel de Cuixà rodeado por el magnífico espectáculo de las montañas del Conflent. Las actividades de los últimos días, con la valerosa visita a Sant Martí del Canigó, que todos le reprochaban, había hecho menguar sus fuerzas.

Pero ¿cómo podía desatender los deseos de su corazón? Necesitaba contemplar una vez más aquel prodigio que se elevaba hacia el cielo gracias a la voluntad indestructible de edificar allí una nueva iglesia. Sant Martí, como Sant Pere de Vic, Sant Salvador de Breda o su estimada Santa Maria de Ripoll, dejaban a la posteridad su ideal de lo que debía ser una iglesia. Las torres respectivas situaban su obra mucho más cerca de Dios.

Después de la visita al Canigó había sentido en varias ocasiones un profundo cansancio. Apenas comía porque cualquier cosa que se llevara al cuerpo le producía una angustia que duraba horas; su atención por los asuntos del monasterio también disminuía, como si ya solo le importara lo que lo esperaba más allá de la vida mundana.

Al caer la noche había querido salir a contemplar las estrellas, que coronaban el valle como si fueran las pequeñas almas de todos los que había conocido. El abad jugaba con esa posibilidad y, mentalmente, daba las gracias a quienes, olvidando su vida personal, lo habían ayudado en un trayecto difícil. Pero, a pesar de los obstáculos, ya hacía tiempo que sus ilusiones se habían ido cumpliendo.

La escalera que precedía la puerta principal de Sant Miquel de Cuixà se convirtió de pronto en su escalera de Jacob. Mientras subía con dificultad creciente, creía ver ángeles que pasaban a su lado; los que hacían el ascenso sonreían, pero los que descendían parecían dudar de su papel entre los hombres. El abad quiso comunicar a estos últimos la necesidad de sus obras en la tierra, pero un dolor punzante le atravesó el pecho.

Las estrellas se iban diluyendo bajo la influencia de la luna que despuntaba detrás del Canigó y, en aquel preciso instante, le flaquearon las piernas. Su cuerpo quedó sentado en el peldaño más alto y las visiones angélicas se transformaron por la conciencia de la profundidad de la muerte.

Durante un rato se quedó solo bajo aquel manto de luces. Sorprendido porque la visión del cielo ya no fuera un placebo suficiente para sus males. Sentía la urgencia de hacer llegar consejos claros y directos a sus colaboradores. La imagen de Dalmau Savarés despidiéndolo la última vez —demasiado lejos en el tiempo aunque se hubieran escrito con frecuencia— cruzó sus pensamientos mientras dejaba una estela de preocupación.

Pronto aparecieron algunos monjes de la comunidad que lo llevaron a sus estancias y el instante quedó suspendido, como si los pensamientos fueran ya los únicos capaces de llevarlo hacia Dios y sus acciones hubieran concluido su ciclo en la tierra.

El revuelo que provocaba su enfermedad se acentuó después de aquella última crisis. Vinieron médicos de Narbona y de Tolosa, incluso solicitaron al emperador que enviara a un reputado sabio parisiense que, el abad lo sabía, no tenía ninguna opción de llegar a tiempo ni de curar sus males más importantes, la vejez y la necesidad de obedecer al Altísimo en sus deseos, el tránsito final hacia una vida más plena.

—Le pondremos caballos de refresco en las principales ciudades —dijo su asistente personal como si las palabras fueran capaces de llenar con esperanza la tristeza—. Y me han dicho que es un hombre joven, quizás en cuestión de una semana…

—Me alegra vuestra fe en los hombres, amigo mío, pero estoy cansado y debo entregarme al descanso eterno. ¡Ya solo Él me puede dar lo que más ansío!

—¡Padre abad! ¿Y vuestras obras?

—Están en las manos de Dios y de quienes, como tú, han creído en su misericordia…

—Si me permitís… —comenzó el monje con una cierta decepción en los ojos—. La congregación quiere veros, compartir con vos estos instantes de dolor.

—Pues les diréis que aún no estoy muerto, que tendrán tiempo para los cumplidos. Ahora mismo lo que quiero son utensilios para escribir. Hay cosas que querría expresar antes de que ya no sea posible. Y después… ¿Me escucháis? Parecéis ausente…

—¡Sí, padre abad, perdonadme!

—Después os haréis cargo de que algunas cartas lleguen a su destino, sobre todo una… —añadió el abad, pensativo.

—¡Así será, padre abad!

—Lo celebro. Ahora marchaos y que me faciliten lo que pido, pero que sea en seguida…

—El prior…

—Sí, quizá sí, que sea el prior quien me traiga los utensilios. De esta manera le dejaré muy claro que no quiero ninguna interrupción.

Mientras el asistente se marchaba a toda prisa, el abad Oliba echó un vistazo a la modesta estancia que le servía de refugio cuando visitaba Sant Miquel de Cuixà. Al principio solo había ordenado instalar una mesa y una silla, además de unos estantes donde colocar los devocionarios que siempre lo acompañaban. Pero, más tarde, al cumplir los setenta, la comunidad le añadió una cama para que pudiera recuperarse del largo viaje entre montañas que suponía siempre su llegada al monasterio.

Al mirar aquel jergón limpio sintió la necesidad de dejarse ir, quizá de anticipar el descanso que el Señor le había predicho en las escaleras. Pero la tentación lo llevaría a olvidar sus compromisos, aquellos que él mismo se imponía en un momento pleno de felicidad y de inquietud a la vez.

La visita del prior fue más corta de lo que el abad pensaba. Quizá ya había sido advertido por el asistente de sus deseos, porque dejó los utensilios sobre la mesa y dijo que estaría del otro lado de la puerta, por si necesitaba sus servicios.

El abad Oliba se sentó en la silla de roble y procuró mantenerse erguido. Las plumas de águila que le habían traído para escribir eran perfectas, de acuerdo con los magníficos artesanos que albergaba la comunidad de Sant Miquel de Cuixà.

Escogió la más fina y la encaró al pergamino. Ni tan solo se dio cuenta de que las palabras salían solas, que desde hacía mucho tiempo había sentido en lo más profundo de su corazón que aquella carta debía ser escrita…