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Ante la reacción del hermano Anton los monjes de Santa Maria se retiraron poco a poco, sin que gestos ni murmullos alterasen más aún los ánimos. Dalmau lo agradeció en silencio mientras observaba el rostro del nuevo prior. Aquel hombre ni siquiera parecía irritado; se miraba las uñas, sucias y descuidadas, a la vez que sus labios reflejaban una sonrisa más próxima al asco que al enojo.
A pesar de que no había sabido articular una respuesta al desafío del suprior, se lo veía muy seguro de ganar aquella batalla. Dalmau se dijo que era más peligroso de lo que aparentaba; era un ser calculador y frío, capaz de esperar con tranquilidad que pase el cadáver de sus enemigos.
Muy sorprendido por los acontecimientos, sobre todo por la sed de justicia que veía en su comunidad, salió al claustro preguntándose cuál era el fuego más inmediato que debía apagar. Buena parte de lo que estaba pasando era culpa suya; tenía que ver con las malas prácticas de su ministerio, con cómo, dadas las dificultades para impulsar el cenobio en aquella soledad de la montaña, había otorgado privilegios a sus monjes. Era tan consciente de ello como que pensaba, al mismo tiempo, en la ración de humanidad que contenían sus palabras.
El pueblo de Guadvachet también se había ido empobreciendo con los nuevos señores, los campesinos tenían aún más presión que durante los tiempos de Ponç de Balsareny. Pero ahora no podía detenerse a rumiar las causas. Con lo que estaba pasando en el monasterio, solo podía actuar antes de que se pusiera en peligro la propia existencia de Santa Maria de Montserrat.
El ex prior entró en la iglesia con paso decidido, aliviado porque Gausfred de Tolosa y su ayudante ya no estaban. Entonces, cogió el hábito de Anton, se lo colgó del brazo y se dirigió a los dormitorios.
Imaginaba que el suprior estaría buscando algo que ponerse y abandonar el monasterio, pero vio, sorprendido, cómo Anton se había sentado al borde de su jergón y permanecía en silencio mientras se cogía la cabeza con las manos. Quiso sentarse con él, consolarlo en su aflicción, pero no era el momento. Debía actuar, aún, como si fuera el prior de aquel cenobio.
—Entiendo vuestra postura, Anton. Los hechos demuestran que Gausfred de Tolosa no es la persona más adecuada para guiarnos. Pero debemos confiar en el Señor y os prometo que haré lo posible para que este monje entienda la naturaleza de nuestra obra. Os pido, por la confianza que nos hemos tenido durante todos estos años, que volváis a poneros el hábito. Hablaré con el nuevo prior, y esta vez será una conversación dura, aunque intentaré no olvidar mi condición.
Anton no lo miró, y tampoco le sorprendía demasiado la actitud de Dalmau. A pesar de su silencio, cuando alargó la mano para coger el hábito que su superior y amigo le extendía, dio la aprobación que el antiguo soldado esperaba.
—¿Me esperaréis sin complicar las cosas, Anton? O quizá sería bueno que buscarais a Maties. Su fortaleza se ha forjado entre nosotros, somos su familia y el peligro de que pueda sufrir una ruptura debe de haberlo trastornado bastante.
—Así lo haré, padre prior.
El laconismo de aquellas palabras no evitó que sonaran confiadas, que otorgaran al hermano Dalmau el ánimo que necesitaba. Debía hablar con el nuevo prior, llevarlo a su terreno, hacerle ver que la comunidad no estaba en su contra, que solo precisaba un tiempo para acomodarse. Pero se le presentaban dos problemas difíciles de resolver. Nunca había sido un hombre de grandes palabras y, lo que era más grave, no se creía sus propias propuestas. Si Gausfred de Tolosa era tal como se había mostrado en aquellos instantes, su derrota sería inevitable.
Antes de ir en busca del nuevo prior, Dalmau pasó por la iglesia. Quería ver la talla de la Virgen que Esther había entregado a Santa Maria, como si rezándole una plegaria pudiera coger fuerzas para lo que debía venir.
Mientras recorría el claustro vio a Simó que hablaba, circunspecto, con Anton. En otro momento habría metido baza, pero su misión era otra y solo albergaba la esperanza de que el viejo monje no estropeara sus propósitos. Se plantó directamente en el umbral de la que había sido su habitación, desde donde había gobernado los destinos del monasterio durante tantos años. Ni tan solo había pensado en ordenar todos los asuntos que llevaba a su manera y que estaban esparcidos por la mesa.
El primer vistazo al interior le devolvió una imagen incomprensible. Era Maties, arrodillándose delante del nuevo prior, besándole el anillo que engalanaba aquellas uñas sucias. Gausfred de Tolosa advirtió su presencia y le dirigió una mirada plácida, como si la postura de sumisión del monje le compensara por todo lo que había sucedido.
—Entrad, Dalmau. Os esperaba.
Desconcertado, el ex prior cruzó la habitación hasta situarse delante del recién llegado. Maties se había girado en sentido contrario y ya los dejaba sin tan solo levantar la vista.
—Celebro que también podáis conocer las actitudes piadosas de mis hombres… —Dalmau no llegó a tiempo de morderse la lengua; conservaba aquel lenguaje de otra vida y pensó que siempre sería un soldado; los habitantes de Santa Maria, más que su rebaño, eran un ejército que seguía la obra de Dios.
Pero el nuevo prior fingió que no le había prestado atención.
—El hermano Oriol me ha dicho que ese monje rebelde, ¿Anton, quizás?, ha vuelto a ponerse el hábito y se pasea tranquilamente por el monasterio. Veo que deberé dar la orden de que os lavéis las orejas en profundidad, ya que mi mandato choca contra el tapón de costumbres ancladas en el vicio y la desobediencia.
—De eso quería hablaros. Los monjes están dolidos, pero son fieles seguidores de la Regla que rige la comunidad benedictina. Solo debéis tener un poco de paciencia, suavizar vuestros gestos durante unos días. Estoy convencido de que en poco tiempo llegaréis a estimarlos, y ellos a vos, si sois justo… Recordad qué dice san Benito: el prior, cuanto más está por encima de los otros, tanto más solícitamente debe observar los preceptos de la Regla.
—¿Vos me habláis de la Regla? Si habéis gobernado este cenobio como si fuera vuestro ejército de mercenarios, fomentando el escándalo con vuestra ramera y provocando discordias con las comunidades vecinas, como la más que centenaria de Santa Cecília.
Dalmau no esperaba un golpe tan bajo, ni que las informaciones del nuevo prior se revelaran tan alejadas de la verdad de los hechos. Pensó que sus mejillas debían de haberse sonrojado por la rabia de aquella injusticia, pero la imagen de Anton, cogiéndose la cabeza en el dormitorio y la extraña actitud de Maties al abandonar la estancia detuvieron su respuesta. Aquel hombre no jugaba limpio, pero solo él estaba en disposición de pararlo. Las palabras siguientes de Gausfred de Tolosa redoblaron aún más sus sensaciones.
—Os haré caso y seré condescendiente; ahora bien, siguiendo el espíritu benedictino, Anton será perdonado a la vez que se le retirará el cargo de suprior, un honor muy ridículo, dado su comportamiento. ¡Claro que no podrá librarse del castigo que merece! ¡Será azotado delante de sus compañeros por el nuevo suprior, ad maior gloria Deum!
—¿Cómo os atrevéis a impartir castigos? ¡Habéis traído la discordia con vuestras maneras y ahora queréis derramar la sangre de los que deben servir a Dios y a este monasterio!
—Me sorprendéis —respondió Gausfred, exaltado—. ¿Venís aquí hablando de la Regla y os repugna que se aplique? Quizá cojáis de ella lo que conviene a vuestros asuntos personales…
—La Regla solo puede servir a los hombres a partir de una interpretación sincera y generosa. ¡No es una lanza en ninguna batalla!
—Pero es un escudo contra las tentaciones del maligno, y una de ellas es la desobediencia a tus superiores. Se hará de esta manera, os agrade o no, a no ser que queráis ser merecedor del mismo castigo.
—Es indignante y, además, no se puede llevar a término. ¿Cómo queréis que se castigue a sí mismo? Continúa siendo el suprior, hasta que nombréis a su sustituto.
—Eso está hecho, hermano Dalmau. Poco antes de que aparecierais por la puerta de manera tan irreverente para discutir mis decisiones acababa de ungir al hermano Maties como suprior de Santa Maria de Montserrat.
—¡El hermano Maties!
—Es la voluntad del Señor que sea el brazo fuerte de esta nueva etapa, que se convierta en el azote de todos los vicios.
—¡Estáis loco! Pero vuestra arbitrariedad no quedará así. Informaré al abad Pere Guillem, y lo haré en persona, si es necesario.
—Pues ya podéis marcharos, Dalmau Savarés. Me ahorraréis un quebradero de cabeza y haréis un gran favor a esta comunidad. Ahora, si me perdonáis, tengo cosas que discutir con mi ayudante.
El ex prior no se había dado cuenta antes, pero el hermano Oriol esperaba en el umbral el fin de la conversación. Su rostro mostraba indiferencia, como si nada de lo que estaba pasando le afectara.
Consciente de que solo podía empeorar la postura del recién llegado, Dalmau salió al exterior. La sangre le hervía. No podía entenderlo, pero su disposición a arreglar las cosas haciendo entrar en razón a Gausfred de Tolosa había sido un auténtico desastre.
Otra perplejidad lo invadía. No se imaginaba al bueno de Maties azotando a nadie, ni tan solo a un animal en defensa propia.
Solo Gausfred y Oriol, el monje que lo había acompañado desde Ripoll, fueron capaces de mirar fijamente el torso desnudo del hermano Anton en medio de la sala capitular. Pero, a pesar de que el frío se dejaba sentir entre aquellas paredes, no era el antiguo suprior quien temblaba como una hoja. Maties, solo unos pasos más allá, hacía grandes esfuerzos para que las piernas lo sostuvieran. Sintiendo que el azar lo había convertido en el verdugo de la comunidad, recorrió la estancia con la cabeza gacha hasta coger el látigo que aquel monje con ojos de rana le ofrecía.
Nunca habría podido imaginar que el voto de obediencia lo haría llegar tan lejos. Pero ya era imposible echarse atrás, las palabras de Dalmau habían sido muy claras:
—Si queremos enderezar la situación, no debemos oponer resistencia. Mientras esté fuera necesito que cumpláis las órdenes del nuevo prior. Siento pediros esto, yo no he sabido conducir a mi rebaño y ahora todos pagamos las consecuencias. Perdonad mi debilidad y enalteced este cenobio con vuestra conducta ejemplar y el sacrificio del hermano Anton. Hacedlo a mayor gloria de Dios y de su obra.
El sol se ponía, acompañado por los salmos que Simó recitaba a media voz desde el lugar que le habían asignado, ajeno a los momentos de confusión en que estaba sumido el monasterio, como el preludio de una escena que ninguno de los presentes olvidaría. De nada le sirvió al hermano Justí pedir una dispensa por su delicada salud, ni al hermano Lluís refugiarse en las tareas de la cocina; aquella tarde todo el mundo ayunaría. Así se había anunciado y así se llevaría a término. Era imprescindible que toda la pequeña comunidad de Santa Maria fuera testigo del castigo y, no obstante, escuchara las palabras de arrepentimiento de boca de Anton. Los hermanos Lluís y Robert se preguntaban qué sentido tenía aquella humillación pública, más allá de saciar los delirios de poder del nuevo prior. Estaban seguros de que si el abad Oliba aún habitara entre los vivos, nunca habría consentido una situación como aquella.
—Veo que la lectura de los salmos os conforta, hermano Simó —dijo Gausfred al darse cuenta de que el monje no tenía ninguna intención de apartar sus ojos de las páginas sagradas.
El prior no obtuvo ninguna respuesta, salvo una mirada breve de su interlocutor. No parecía que el viejo monje estuviera dispuesto a aflojar la cuerda, ni tampoco a presentar batalla. La segura interpelación fue más contundente.
—Por lo que veo sois un hombre de pocas palabras. Yo le doy mucha importancia al silencio, tanto de la lengua como del corazón. Ayuda a liberarse de los consuelos fáciles por parte de los… digamos, blandos —prosiguió, paseando la vista entre los monjes—. Esta clase de personas creen ayudar a su hermano dándole estúpidamente la razón.
El hermano Robert cogió el brazo de Lluís, que había hecho el gesto de replicar la reflexión de su superior. Gausfred sonrió complacido mientras el encargado de las cocinas se mordía la lengua. Pero no pensaba concederle ninguna tregua, solo quería dejar claro que no pasaba nada por alto.
—Aprovechando que el hermano Lluís tiene ganas de compartir con nosotros sus pensamientos, le pediría que leyera en voz alta el capítulo XXV de nuestra Regla. Tal vez, allí encuentre las respuestas que anhela.
Durante los dieciocho años que Lluís llevaba de monje, había tenido la oportunidad de escuchar muchas veces aquel capítulo; siempre había pensado que no estaba escrito para ellos. A buen seguro, cuando san Benito redactó la Regla había que reconducir al buen camino a los monjes extraviados, las comunidades que abusaban de sus privilegios. Está claro que en las familias también hay problemas y diferentes maneras de ver las cosas, pero la humillación nunca había sido su manera de proceder.
—Si me dispensáis, preferiría no hacerlo. Tengo todas las respuestas que necesito.
—No. No os dispenso, hermano Lluís. Y dad las gracias de que no os acuse de soberbia —dictaminó el prior con gesto adusto—. Os agradecería que nos recordarais las santas palabras y, de ahora en adelante, observarais un mayor grado de humildad.
En la sala capitular el ambiente se había enrarecido y muchos sudaban bajo las túnicas, a pesar de la frescura que llegaba de un claustro humidificado por la lluvia. El hermano Robert, de quien tantas cosas había aprendido, le dirigió una súplica silenciosa. Dejarse llevar por la cólera tendría consecuencias, era necesario mantener la promesa hecha al prior Dalmau antes de que este emprendiera su viaje a Ripoll. El monje de la cara pecosa cogió aire y se dispuso a obedecer la orden; su voz había perdido el color de la inocencia.
—Dice el capítulo XXV: «Al hermano que haya cometido una falta más grave se le apartará de la mesa común y del oratorio. Y ningún hermano le haga compañía o le hable para nada. Esté solo durante el trabajo que se le haya encomendado, perseverando en el llanto de penitencia, y recordando aquella terrible sentencia del apóstol que dice: «entregad al que ha hecho eso en manos del diablo; humanamente quedará destrozado, pero así la persona se salvará en el día del Señor». «Coma a solas en la medida y a la hora que el abad juzgue conveniente. Nadie le bendiga al pasar ni se bendiga la comida que se le da».
—Excelente y adoctrinadora lectura —dijo el prior, al acabar.
Pero justo cuando Lluís devolvía el libro al hermano Oriol y se disponía a volver a su lugar, Gausfred tomó la palabra de nuevo…
—Tal vez si la complementáis con el capítulo XXVI, tendríamos una idea más exacta de la voluntad de nuestro estimado padre en la Iglesia.
Los movimientos del monje fueron lentos, tanto que hasta la desnudez de Anton quedó en segundo plano. Todos temían que se agotara la paciencia de Lluís y todo se fuera al traste. Pero instantes después el monje volvió a coger el libro y, sin dejar de mirar a los ojos de Gausfred, recitó de memoria:
—«Si algún hermano sin mandato del abad se permite relacionarse de cualquier modo con el excomulgado, hablándole o pasándole cualquier recado, incurra en la misma pena de excomunión».
Una vez dio por finalizada la lectura, siguió inmóvil, desafiante. De haber podido escucharse los latidos de los corazones de los que lo acompañaban, se habría pensado que se trataba de un repique de tambores en una batalla. Pero había que esperar que el repiqueteo fuera para anunciar la retirada.
Como si lo hubiera adivinado, Lluís abandonó su posición y retrocedió, sometido a un silencio cargado de amargura. Solo entonces Gausfred respiró tranquilo.
—Estimados hermanos en Cristo —dijo el nuevo prior—, sé que vosotros no tenéis la culpa de todo este desorden. Es posible que este lugar salvaje y aparentemente alejado de la mano de Dios os haya llevado a una relajación de la Regla. Mi misión es hacer de Santa Maria un cenobio modélico, un punto de referencia para toda la comunidad benedictina. Y, no tengáis ninguna duda, así será.
Los monjes escucharon en silencio las palabras que Anton mascaba una a una. No fue un gran discurso, tan solo afirmó el arrepentimiento de su falta y la aceptación del castigo que le sería infligido para poder expiar su culpa.
—Suprior Maties, en nombre de Dios, ya podéis proceder —reclamó Gausfred.
Solo le faltaba frotarse las manos para hacer más evidente el placer que le producía la situación.
Mientras se acercaba a aquel pecador y viejo amigo, Maties aflojaba y volvía a apretar el mango de aquel instrumento de tortura con el que debía llevar a término los azotes. Las tiras de cuero se balanceaban dóciles a la espera de cumplir su cometido. Finalmente lo lanzó al suelo y dijo con lágrimas en los ojos:
—¡No puedo!
Todos los monjes soltaron un suspiro fruto de la tensión, del miedo o de la liberación. Pero también temieron que la represalia fuera aún más despiadada y, como si se tratara de un resorte que los empujaba en la misma dirección, miraron con desasosiego a aquel superior que les había sido impuesto. El hombre, de pie, se mantenía aparentemente sereno, solo el color cambiante de su rostro lo traicionaba de mala gana.
—El camino que hemos escogido está sembrado de dificultades, cosas duras que nos parecen imposibles de cumplir, pero no son sino trampas con las que Dios pone a prueba nuestra fortaleza. La carga se ha de llevar con mansedumbre y obediencia, Maties. Es el demonio el que ha hablado por vuestra boca. Expulsadlo lejos de vuestra voluntad. Coged el látigo y liberad a vuestro hermano de la culpa.
Llevado por la última reflexión de Gausfred, el monje se secó los mocos y lágrimas con la manga del hábito y, haciéndose la señal de la cruz sobre el pecho, volvió a coger el látigo. No fue capaz de mirar a su víctima, que lo esperaba compadeciéndose de su sufrimiento. Ni una migaja de rencor se habría podido leer en el rostro cuadrado y franco del hermano Anton.
El primer azote apenas enrojeció la espalda del hombre indefenso, pero provocó el estremecimiento de los monjes de Santa Maria. El segundo sonó resuelto y firme, así como el tercero y los siguientes. Maties, con los ojos cerrados, parecía haber enloquecido. Como si solo en aquel estado de tránsito fuera capaz de sobreponerse y obedecer.
La atención de Simó ya hacía rato que se había apartado de los salmos y no daba crédito a lo que estaba pasando. Justí, con el cuerpo retorcido, rezaba el rosario sin respetar el número de Avemarías que precedían al padrenuestro, y los hermanos Andreu y Robert, con los dientes apretados, maldecían la aparición de aquel hombre que había traído el caos al cenobio. Mientras tanto, Anton contenía los gritos con el rostro contrahecho mientras la sangre le resbalaba por la espalda.
—Es suficiente —dijo el prior como quien dicta sentencia.
Pero Maties no se detuvo y otro azote desgarró la piel ya lastimada de Anton.
—¡He dicho que basta!
Aquella vez Andreu no esperó a que el monje saliera del abismo donde se había hundido. Acercándose al hermano Maties, impidió un último azote que se perdió en el aire.