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La pequeña comitiva vislumbró las humildes paredes de la ermita al límite de sus fuerzas. Las casas de Guadvachet casi habían desaparecido entre el paisaje; la atalaya apenas era una construcción más que, desde las alturas, podía tener muchas interpretaciones. Pero el río aún estaba omnipresente, brillaba con los reflejos del último sol y marcaba el camino que los había llevado hasta la montaña.
El ascenso se había vuelto mucho más duro de lo que pensaban cuando decidieron no seguir el camino del Ángel, el habitual para ir al monasterio de Santa Cecília, desde donde se podía tomar una senda más cómoda hasta Santa Maria. Las mulas, más acostumbradas a las tareas de transporte y cultivo, resoplaban mostrando su cansancio, pero Asar se dejó caer al suelo cerca de unas matas de retama. Dalmau pensaba que ya no era tan joven, que el tiempo pasado en los establos de Ripoll había calmado su espíritu combativo.
Preocupado, lo acariciaba como si le pidiera perdón por arrastrarlo a un exilio que no merecía, a un final ajeno a la gloria a la que solo él había renunciado. El animal lo miraba sin el rencor tan extendido entre los humanos y esto debilitaba aún más el ánimo del antiguo soldado.
—Aguanta, compañero, ya hemos llegado. ¿Me oyes? ¡Ya hemos llegado! No puedes dejarme ahora, eres todo lo que me queda… —le susurró apenas se aseguró de que no lo escuchaban sus compañeros de viaje.
Inmediatamente después, con la cabeza gacha, pidió perdón por su pecado. Se esforzaba por seguir la regla de san Benito y esta no les permitía tener nada en propiedad. Estaba escrito que nadie debía decirlo ni tener nada como suyo. Solo Dios sabía cómo se esforzaba para ser un buen monje, para practicar la obediencia y la humildad. Pero demasiado a menudo caía prisionero de sus propias contradicciones. Exigir al abad Oliba que le devolviera su caballo para aceptar el encargo había sido una muestra más del orgullo que aún arrastraba.
Dalmau había reflexionado mucho durante el viaje sobre la misión que le había confiado su amigo. Siempre llegaba a la misma conclusión. Resultaba del todo incomprensible que le pusiera una prueba semejante. Si ni tan solo creía estar preparado para administrar su propia vida, si se había entregado a las reglas de otros para encontrar su camino, ¿cómo podría gobernar un monasterio?
Como si el cielo quisiera dar tregua a los pensamientos que lo mortificaban, Asar relinchó mientras se levantaba para avanzar resuelto hasta un charco de agua que la mano del hombre había excavado en el suelo. Muy cerca había unos troncos apilados al abrigo de un pequeño muro y las cenizas de una hoguera reciente parecían indicar alguna presencia humana en aquel sitio.
—Si el Señor nos ha guiado con su sabiduría, esta debe de ser la ermita de Santa Maria. El abad Oliba decía que era la más próxima al valle y la que ocupaba un sitio más adecuado para fundar nuestro monasterio.
El hermano Simó y el monje lego escucharon aquellas palabras en silencio. Mirando el terreno pedregoso que los rodeaba, donde solo crecía el romero, el tomillo y la hepática, ninguno de los dos habría dicho que era bueno para nada, pero les complació el ánimo alegre que parecía haberse apoderado de Dalmau y le siguieron la corriente, quizá porque también necesitaban creer en ello.
Maties usó la tela de uno de los hatos para limpiar el sudor que empapaba a los animales, pero solo consiguió una mezcla con el polvo y la tierra que se había pegado a sus cuerpos durante la ascensión.
—No hemos traído un cepillo y necesitaremos mucha agua si queremos ayudarlos —dijo el joven monje, afligido—. ¿Dónde pensábamos que veníamos?
Aquella pregunta, más una reflexión en voz alta que otra cosa, hizo daño a sus compañeros, sobre todo a Dalmau, que se sentía responsable. Maties, lejos de esperar respuesta, se retiró hasta la puerta de la ermita con la intención de descargar las mulas. Simó dejó por unos instantes su libro de salmos para ayudarlo a disponer los víveres en el interior de la capilla. Pero cualquiera que lo conociese bien sabía que aquellos versículos continuaban sonando en su cabeza.
Era una construcción pobre de sillares irregulares, solo la tronera en forma de cruz y la espadaña sobre la fachada principal indicaban que era un lugar sagrado. Maties tocó las paredes y la mano le quedó impregnada de una arena arcillosa.
Al entrar, los dos monjes comprobaron que los indicios de vida parecían próximos en el tiempo, a pesar de que los escasos víveres y la sequedad de los mendrugos invitaban a pensar que el lugar estaba abandonado. Pero el olor era intenso, agrio y profundo; era casi imposible quedarse allí mucho rato.
Antes de que Simó tuviera tiempo de descubrir el lecho que se extendía oculto entre otros trastos al fondo de la pequeña iglesia, surgió una figura de la nada.
—¡Por el amor de Dios! ¿Quién sois? ¡Me habéis espantado! —exclamó el hermano Simó, retrocediendo un paso.
El hombre era de baja estatura y las barbas blancas le llegaban por debajo del ombligo, cubriendo un poco la piel curtida y sucia. Un taparrabos era su única vestimenta. Se podría decir que incluso su venerable barba permaneció inmutable delante de la presencia de Simó. Dalmau y Maties se acercaron para saber a qué venían aquellos gritos.
—Que la paz del Señor sea con vos —dijo el antiguo soldado cuando se recuperó de la sorpresa—. Somos monjes benedictinos y venimos de Ripoll. Nos envía el abad Oliba con una misión de suma importancia para la Santa Iglesia…
Dalmau Savarés interrumpió de golpe sus explicaciones. Su sensación era que aquel personaje no entendía nada de lo que le decía. Detrás de unos ojos pequeños, de un azul casi cristalino, parecía anidar la locura. O tal vez, reflexionó al entender la soledad que lo rodeaba, solo había perdido la costumbre de relacionarse con los hombres. Algunas vidas de santos que se habían retirado al desierto hablaban de seres que, a pesar de su santidad, se sentían incapaces de vivir de nuevo en comunidad.
—No tengáis miedo de nosotros. No queremos echaros, de ninguna manera, y reconocemos el combate solitario que libráis aquí arriba —añadió el monje mientras con las manos procuraba acompañar las palabras con movimientos plácidos que infundieran confianza a la criatura inmóvil.
Lo invitaron a salir al exterior, donde el antiguo soldado probó diversas estrategias. Pero poco rato después una sola certeza se imponía. La mirada del extraño no lucía ninguna sombra de temor. Continuaba sin hablar, pero sus manos acariciaban el cuello del caballo, que lo dejaba hacer como si se tratara de un viejo conocido.
Dalmau Savarés sonrió satisfecho. No había nada que temer, nadie podía engañar a Asar. Delante de aquel noble animal, ni poder, ni riquezas, ni ninguna asechanza mundana tenían validez.
Bajo las directrices de Dalmau Savarés, se fue configurando un espacio sagrado. Poco a poco, el sitio inhóspito que percibieron a la llegada se iba volviendo más amable para todos. El único que parecía no darse cuenta era el ermitaño, en apariencia ajeno a todo lo que sucedía a su alrededor. Nunca aceptaba las comidas frugales que compartía el pequeño grupo, ni tampoco los cánticos o la recitación de los salmos. Dalmau entendía que, para él, los tres hombres con los que compartía la capilla eran unos intrusos y, en todo caso, merecían la misma desconfianza que le mostraban.
Nadie acertaba a descubrir cuándo ni cómo se alimentaba, aunque por su aspecto se podía adivinar que aquel saco de piel y huesos necesitaba muy poca cosa. A menudo desaparecía sin dejar rastro y volvía a su rincón de la misma manera. Dalmau percibió que despertaba la curiosidad del hermano Maties, como si le procurara una secreta admiración que al joven monje le resultaba muy difícil ocultar.
Nada que ver con el desasosiego que la fantasmal figura provocaba en el ánimo del hermano Simó. Aquella presencia que se movía con seguridad por la capilla lo perturbaba y, como si se tratara de una influencia maligna, cada vez que se lo cruzaba hacía la señal de la cruz a escondidas en el intento de protegerse de un peligro al que, a pesar de que se lo pidieran, no habría podido poner palabras.
Mientras tanto, los días pasaban sin grandes cambios y los oficios marcaban las horas como en cualquier comunidad benedictina. Los tres hombres se distribuyeron las tareas más urgentes: acondicionar la ermita para poder dormir los cuatro, buscar agua y comida. Pasaban los días entre rezos y trabajo, los pilares necesarios para no caer en la ociosidad.