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Con las nuevas construcciones, muchas cosas habían cambiado en Santa Maria. Dalmau Savarés se esforzaba por seguir la Regla en la planificación del monasterio y hasta el hermano Andreu sabía que el respeto de esta norma era lo más sagrado. Simó, mientras tanto, no perdía ninguna oportunidad de hacerse escuchar y profundizar en la observancia.
De esta manera, edificar dos dormitorios resultó imprescindible. Maties y Basili ocuparon el de los legos mientras que el resto descansaba cada noche en el principal. El joven monje, aunque añoraba la compañía de los demás miembros de la comunidad, no dudaba de que sería una decisión temporal. El prior Dalmau ya lo había conminado a tomar los votos definitivamente y asumir la posición que se había ganado a lo largo de los últimos años.
El sentimiento de Basili era muy distinto. Cuando los tres monjes habían llegado a Santa Maria, desproveyéndolo de su soledad, los había acogido con curiosidad y respeto. Había procurado ser uno más a la hora de llevar a término todas aquellas tareas necesarias para que el monasterio se hiciera realidad algún día. Pero pensaba que su etapa en Santa Maria no estaba lejos del final, incluso antes de los hechos que precipitaron su salida.
El debate sobre la altura de la iglesia lo había concluido el abad Oliba en respuesta al requerimiento del prior Dalmau. Quería que fuera notable, que se dejara ver en la montaña, y la idea de la espadaña le había parecido muy poca cosa para sus propósitos. El hermano constructor sonrió con los ojos, grandes y despiertos cuando se habló de ese tema, pero el antiguo soldado fue categórico, Santa Maria de Montserrat ya tenía sus torres, solo había que mirar aquellas rocas que formaban grandes verticales sobre sus cabezas.
—No tengo la autoridad de un abad, ¡pero querría que os pusierais de acuerdo! —había añadido dudando de la respuesta de aquel monje que le hablaba cada día de la magnitud de Santa Maria de Ripoll, de cómo la altura de sus torres acercaba a los hombres a Dios.
—Sé que soy un hombre modesto, padre prior, y os debo obediencia. Aunque disiento, no me puedo oponer a vuestros deseos —respondió el hermano Andreu sin abandonar la expresión crítica que a veces molestaba a Dalmau.
Basili se sentía muy ajeno a aquellas discusiones, aunque el prior se las explicaba durante aquellas caminatas que hacían por la montaña, más escasas cada día que pasaba ante la necesidad de la presencia de Dalmau en Santa Maria.
Cuando todo se precipitó acababa la primavera. Las jornadas eran más calurosas y los obreros comenzaban a trabajar poco antes del alba. El silencio que tanto amaba Basili hacía tiempo que era una quimera. Incapaz de soportarlo, pasaba buena parte del tiempo en la montaña, sin que nadie supiera exactamente adónde trasladaba sus oraciones.
Como cada día, Maties aún descansaba en su jergón, con aquella pose feliz de quien ha cumplido con sus deberes. Basili le dedicó una sonrisa antes de coger el fardo que llevaba durante sus ausencias. Pero, al levantarlo, se dio cuenta de que había algo fuera de lugar. Aquel trozo de arpillera desgarrado por muchos lados a causa de las rocas y las zarzas no tenía el peso que la costumbre había grabado en la mente del ermitaño.
Una expresión de pánico se dibujó en su rostro. Confiaba plenamente en la discreción de Maties, a pesar de su juventud, pero la única realidad era que su palanca había desaparecido y que no le sería fácil tallar otra de tanta perfección y consistencia.
—¡Hermano Maties! ¡Despierta, por favor!
—Ya es la hora de la plegaria —dijo entre sueños el joven monje, incapaz de reaccionar con las prisas que le exigía Basili.
—¡Espabila, por favor! ¿Has tocado algo de mi fardo?
Maties se dio cuenta por el tono de la pregunta que el asunto era importante. El ermitaño no era un hombre que se alterara fácilmente.
—Tocar… ¡No, cómo habría podido hacerlo! O… Esperad, quizá sí. —El joven desvió la mirada, avergonzado, últimamente todo el mundo parecía tener quejas en su contra—. Uno de los obreros me preguntó ayer si tenía un poco de queso y, como ya era muy tarde, le di el vuestro. ¡Lo siento! La verdad es que pensé en reponerlo en seguida, pero el hermano prior ya había cerrado la despensa. Pero ahora ya estará abierta. Podéis coger el que queráis, y seguro que será mucho más fresco.
Basili reflexionó unos instantes. Los años de convivencia habían generado una gran confianza con los monjes, siempre se repetían que todo era de la comunidad y que el ermitaño era uno de ellos. Así lo habían tratado siempre.
—No es eso, Maties. No me importa el queso. También había una palanca, una especie de bastón. ¿Recuerdas haberlo visto?
—¡Ah! ¿Ese palo tan pulido que lleváis siempre? Pues claro que lo vi. Si no recuerdo mal, lo puse unos instantes sobre la cama y después lo devolví al fardo… O quizá no…
—¡Maties, por el amor de Dios, es muy importante!
—Yo no hice nada —respondió, asustado, el joven monje ante el rostro demacrado de Basili.
—¡Haz memoria, te lo ruego!
—Podría ser que lo dejara olvidado…
—¿Quién era este hombre al que le ofreciste el queso?
—Gualba, el capataz de la obra.
Sin más palabras, el ermitaño salió del dormitorio del claustro y recorrió la pared sur hasta la puerta de la iglesia. Los hombres se disponían para la faena diaria, pero aprovechando la ausencia del hermano constructor hacían bromas obscenas mientras se pasaban una jarra de vino.
—No es el mejor lugar para emborracharse —dijo Basili, sorprendiéndose a sí mismo por el atrevimiento de romper su norma de muchos años, dejar que el mundo se las apañara solo y dedicarse a Dios.
—¿Ya has contado los restos de pan y queso podridos que tienes en las barbas, ermitaño? Trabajamos en una obra para el Señor y él sabrá perdonarnos los pequeños pecados.
—Vuestra faena no os disculpa —respondió Basili, pero en seguida se arrepintió—. Pero vosotros sabréis cómo queréis pasar a la otra vida. Yo solo quiero saber quién ha cogido un palo que guardaba en mi fardo, es importante para mí.
—¡Ahora nos acusarás de ladrones, viejo del demonio! ¿Qué tienes que decir tú de nuestra faena? Acaso sabes cuánto tiempo hace que no veo a mi mujer y que este —exclamó señalando a un obrero joven al que le faltaban todos los dientes— no conoce a su hijo y ya tiene tres años…
—Solo quiero mi palanca, el palo pulido que alguien me ha cogido mientras dormía.
—¿Qué le decimos, compañeros? Quizá que vuelva a chuparles los pies a los monjes con su lengua de viejo llagado…
Basili se dio cuenta de que el capataz se había quedado mudo de pronto, pero no podía ver a sus espaldas. El prior Dalmau había hecho acto de presencia en la iglesia, seguido muy de cerca por el hermano Maties. Los hombres que habían ido embraveciéndose se dispersaron por la nave, pero Gualba aún permanecía delante del ermitaño, amenazándolo con su silencio, a pesar de la presencia de los monjes.
—Por lo que sé, no tienes ninguna mujer, y si me deshago de tus servicios, nadie sufrirá en exceso —dijo Dalmau, dando un paso al frente mientras la pose fanfarrona del capataz se tambaleaba.
—Eso no es problema de los monjes, sois tan serios que no se puede hacer una broma…
—Se te paga por levantar una iglesia, no para hacer bromas estúpidas a un viejo.
Al oír estas palabras de Dalmau, el ermitaño perdió toda la tensión que había acumulado durante la discusión. Sabía que era viejo, que su tiempo había pasado, pero la presencia de los monjes en Santa Maria le había devuelto la satisfacción de ser útil, se esforzaba por guiarlos en aquella montaña que, en realidad, apenas conocían. Pero ahora añoraba su soledad, el destino que después de tantas tribulaciones había podido escoger.
—Solo lo habíamos usado para calzar la grúa pequeña —dijo Gualba, mientras tendía la palanca de madera al ermitaño.
Basili la cogió sin mirarla; de hecho, sin mirar a nadie; y salió al exterior seguido por Dalmau Savarés. Mientras tanto, Maties, un poco inquieto ante la naturaleza de aquellos hombres a los que nunca había entendido demasiado, se quedó en la iglesia esperando a que apareciera el hermano constructor.
El prior se quitó la capucha que lo cubría antes de poner la mano sobre el hombro de Basili, quien se había quedado plantado mirando el claustro.
—Algún día será un monasterio como os merecéis, Dalmau.
—Que se haga para mejor alabanza del Señor. Pero, antes de que sea así, os queréis marchar. Lo sé desde hace tiempo. Ya no somos aquellos cuatro hombres que luchaban por sobrevivir y pensáis que me habéis enseñado todo lo que sabéis, pero estáis equivocado…
Por toda respuesta, el ermitaño se giró hacia el padre prior de Santa Maria. Tenía los ojos húmedos, pero su gesto era alegre, como si reconociera en Dalmau al hombre que esperaba.
—Debo seguir mi camino, pero no estaré lejos. Quizás en Les Magdalenes. Hay muchas piedras pequeñas y podría edificar un refugio, necesito muy poco…
—Si os han ofendido las palabras de estos hombres, no sufráis. Yo mismo me encargaré de que no vuelva a pasar. Ese Gualba solo es un bocazas, no se lo tengáis en cuenta…
—Habíamos comenzado muy bien, Dalmau. No lo estropeéis.
—No lo haré —respondió el prior, todavía dudando de si debía decir algo más, expresarle el temor de que nada sería igual sin él.
Basili dio dos pasos hacia el dormitorio de los legos. Ya había otros monjes que entraban y salían de las dependencias que se reunían en torno al claustro. El hermano Robert había sacado un par de mesas al ala este y se esforzaba por tener los tintes listos para continuar las copias de un libro de misa que había encargado el abad Oliba. Le gustaba trabajar con aquellas primeras luces, cuando los pergaminos se mostraban con toda su pureza, sin el resplandor excesivo del sol.
Él habría deseado que en Santa Maria también se iluminara, que hubiera alguien capaz de dibujar bellas letras capitulares, pero también era consciente de que nunca había tenido demasiada pericia y que ese tipo de artesano era muy difícil de encontrar.
Justí paseaba tarareando algún acorde que solo Basili y él sabían interpretar. El prior creyó que había encontrado el motivo para oponerse a la marcha del ermitaño, pero antes de que saliera ninguna palabra de su boca vio cómo el viejo se giraba de nuevo…
—Vendré a cantar misa, un día a la semana. Será suficiente. Justí también puede hacerlo, de hecho creo que se siente un poco incómodo por no ser capaz de modular como yo. Se sentirá liberado, Dalmau.
—¿No me diréis qué es esa vara tan misteriosa que siempre lleváis con vos?
—¡Ah, la palanca! —La miró con desgana, como si la hubiera olvidado—. Algún día os explicaré para qué sirve, cuando llegue el momento.
El ermitaño desapareció sin más, pero Dalmau no tuvo ocasión de pensar demasiado en él. El hermano Maties venía a su encuentro con una cesta en las manos.
—Ramon se ha excedido esta vez —dijo mientras levantaba el trapo que cubría los víveres y depositaba sobre el murete del claustro tres quesos grandes, tocino fresco y dos hogazas de pan—. No lo entiendo.
—¿Qué no entiendes, buen Maties?
—Por qué ha dejado la cesta sin decirme nada. ¿Vos lo habéis visto?
—No, lo vi de lejos ayer cuando trajo las provisiones para los obreros… Pero ¿dices que ha traído todo eso?
—¡Estaba en la despensa, con el resto!
Dalmau Savarés dejó a Maties con sus dudas. El hermano constructor lo reclamaba en la iglesia y en seguida vio que no eran buenas noticias. Una de las paredes se había agrietado y Gualba, el capataz, decía que muy posiblemente la tierra había temblado aquella noche. Ya le había pasado algo similar en una pequeña ermita donde había trabajado muy cerca de Ripoll.
—Puede llegar a ser peligroso para la obra; si continuamos la construcción con una pared agrietada, la iglesia podría caerse al poner el techo —dijo el hermano constructor.
—¿Y qué solución tenemos?
—Deshacerla hasta la base de la grieta y volver a levantarla.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Dalmau, cabreado—. ¿No hay manera de prever estas cosas?
—¿Ignoráis que el hombre no puede vencer la voluntad del Señor? Quizás esté intentando decirnos algo. El otro día el accidente, hoy la grieta…
El prior fue hasta la pared estropeada e introdujo un dedo; llegaba hasta cuatro pasos del suelo y, tal como decía, tenía mal aspecto.
—Prometí al abad Oliba que podría consagrar la iglesia muy pronto —recordó Dalmau en voz alta.
—Pues es muy sencillo. Buscad más hombres y un par de picapedreros más. Hay días que no tengo suficientes piedras para levantar los muros, un solo hombre no puede hacer la faena de tres.
Dalmau se retiró a su estancia de trabajo. No le faltaba el dinero, aquel mes incluso esperaba nuevas donaciones, pero le resultaba difícil gestionarlo. Dudaba si el papel del monasterio debía ser administrar bienes mundanos, pero si no lo hacían la dependencia de Ripoll era total y las exigencias que llegaban del abad Oliba aún suponían más trastornos. En contra de su costumbre, Dalmau Savarés se quedó mucho rato sentado, mirando el vacío, pensando que de aquellos asuntos siempre se había ocupado su mujer, que él nunca había sido un buen administrador, pero no podía dejar siempre aquellos asuntos en manos de Simó.
Era un pensamiento habitual, que iba volviendo con cada problema nuevo, pero, al menos, lo consolaba pensar que algún día podrían tener una verdadera comunidad. Necesitaban monjes en el cenobio, y los necesitaban con urgencia.