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Desde que el padre Dalmau se había encontrado con los dos chicos en la cueva, la llegada de Ramon a la ermita era siempre motivo de alegría. Esta se manifestaba especialmente en el rostro de Maties. No tanto por las provisiones, los huevos frescos y un pastel que la madre de Esther hacía con cuajada, sino por las noticias de lo que sucedía más allá de aquellas montañas. A veces solo se trataba del nacimiento de un nuevo cabrito o las consecuencias de una plaga de langostas que había asolado los campos meses atrás. Los monjes iban a recibirlo como criaturas y él, de buen grado, se deshacía en explicaciones.
Si bien el papel de Ramon como intermediario no había facilitado demasiado el contacto entre Santa Maria y la población de Guadvachet, los relatos del chaval habían servido para que en el valle se viera de otra manera la presencia de los monjes. No se cansaba de repetir que había encontrado una amistad y un interés sincero entre aquellos hombres de los que todo el mundo había desconfiado desde el principio. El retraimiento de Dalmau y la rigidez del hermano Simó tampoco ayudaban.
Mejorar las relaciones con el valle no acababa de compensar la aspereza que encontraban en el monasterio de Santa Cecília. Dalmau los había dejado al margen, prescindiendo de una parte importante de los objetivos marcados. Este comportamiento no había hecho más fáciles las relaciones entre el antiguo monasterio y los monjes llegados a Santa Maria. El abad Bonfill no perdía ocasión de atacar a los nuevos habitantes de la montaña, sin perdonar que desde Guadvachet se ayudara a la supervivencia del proyecto. Su pronóstico era que Santa Maria de Montserrat sería tan efímera como una flor de primavera.
Esta vez, la carga de provisiones que Ramon traía a Santa Maria incluía dos gallinas encerradas en una jaula.
—Me las ha dado Dela, la mujer del herrero. Su hija está muy enferma, lleva tres días con fiebres altas y se va poco a poco sin que nadie sepa los motivos. El capellán de la parroquia fue a visitarla y ya le dio la extremaunción. Dela está desesperada y me ha pedido que le hagáis una misa, que recéis y la encomendéis a Santa Maria.
Una tras otra las tres figuras se hicieron la señal de la cruz sobre el pecho. Pero Basili, que lo había escuchado a cierta distancia, se acercó de inmediato.
—¿De quién has dicho que es hija la niña enferma? —preguntó sin parpadear.
—La pequeña del herrero, solo tiene tres años y…
—¡No! El nombre de la madre, ¿cómo se llama la madre? —lo interrumpió nervioso.
—Dela.
—Dela… —pronunció como si hiciera memoria—. ¿Y de quién es hija?
—De Guisla, la viuda de Girard.
El ermitaño deshizo el camino como si, de pronto, le hubieran lanzado un cubo de agua fría encima. Nadie osó hacer ninguna pregunta al ver que el hombrecillo enfilaba hacia la montaña buscando la soledad. Pero los monjes y Ramon se encogieron de hombros ante el interés que había mostrado aquel hombre por una desconocida, tan poco habitual era que manifestara sus sentimientos.
Las alabanzas de Ramon ante los progresos de Santa Maria hicieron olvidar por unos momentos la triste noticia. En el huerto, los ajos y las cebollas ya asomaban la nariz y una gran mancha de verde tierno anunciaba que, si el tiempo no se volvía en contra, los guisantes acabarían dando frutos. La pequeña campana que el hermano Simó había traído desde Ripoll dentro de las alforjas de la mula llamaba a los santos oficios con voz timbrada y alegre.
—¿Y con esto queréis convocar a misa? —reía Ramon, burlón—. Este ruido es incapaz de atravesar las primeras encinas…
Por lo que el chaval sabía, desde Guadvachet nadie tenía intención de aventurarse a tomar el camino de la Media Luna; hacía tiempo que el valle contaba con una pequeña iglesia y, para las misas más solemnes, la costumbre decía que se celebraban en Santa Cecília.
Solo Ramon asistía en secreto a la misa. Incluso cuando no llevaba los víveres, procuraba evitar la vigilancia de Esther y se escabullía dentro de la vegetación más densa que coronaba el terreno a espaldas de la Fuente Grande. No demasiado después, se lo podía ver en compañía de Maties o paseando con el padre Dalmau, que a menudo aplazaba alguna obligación para atender a las visitas del chaval.
Esta vez, Ramon descubrió que también el techo de la pequeña ermita había sigo reformado y no quedaba ninguna de las antiguas grietas que la amenazaban. El hermano Simó no se había cansado de decir hasta entonces que acabaría hundiéndose ante cualquier embate de la naturaleza y aquel invierno que ya se despedía había sido especialmente duro.
Pero de lo que se sentían más orgullosos era del pozo rebosante. No había sido una tarea fácil picar la roca durante largas jornadas. Incluso el hermano Simó se había dejado los riñones en aquella empresa comunal. Las caminatas hasta la antigua capilla de Sant Iscle para recoger agua ya eran historia. Con la que recogían de la lluvia podían dar de beber a los animales, regar el huerto y refrescarse un poco después de una jornada bajo el sol. Soñaban con que un día también brotaría de la fuente del claustro en el centro del monasterio.
—¿Y este canal en la piedra lo habéis hecho vosotros? —preguntó Ramon al admirar el surco tallado en las rocas que facilitaba el aprovechamiento del agua en épocas de lluvia.
Los tres monjes sonrieron, ufanos. Ramon pensaba que aquellas manos endurecidas por el trabajo y la piel curtida por el contacto con el sol y el frío les otorgaban un aspecto muy diferente del que tenían a su llegada. Curiosamente las diferencias ya no eran tan notorias, o quizá solo era que sus ojos habían aprendido a mirarlos de otra manera. Los envidiaba en secreto, eran lo más próximo a una familia que había conocido. Su padre estaba ausente durante largos períodos y difícilmente hablaba de nada.
El tintineo de la campanilla alejó al joven de estos pensamientos. Después de desempolvarse los hábitos y lavarse las manos, los benedictinos y Ramon acudieron a la llamada del oficio. Una plegaria por la curación de la pequeña se elevaría entre aquellas montañas que parecían conectar la tierra con el cielo.
Rezaban juntos con toda la solemnidad de la que eran capaces cuando una voz se añadió al grupo. Los salmos tomaron otra dimensión en boca de Basili. Uno a uno lo miraron para escrutarse mutuamente en el intento de entender qué sucedía. El ermitaño no solo conocía los salmos, ¡los cantaba! Lo hacía con los ojos cerrados y la mano derecha sobre la barba blanca que le reposaba sobre el pecho. Dalmau sintió un escalofrío y, tragando saliva, siguió con un tímido murmullo aquella melodía que se enfilaba por las paredes de la pequeña capilla esparciéndose más allá de los muros. El resto se sumó a la plegaria con un hilo de voz.
Al acabar nadie dijo nada. Como si poniéndole palabras el encanto se pudiera deshacer, todos guardaron un silencio que rezumaba felicidad.
Aquella misma noche la hija de Dela pidió algo para comer y en las casas de Guadvachet todos tenían una sola palabra en la boca.
—¡Milagro!
Dos días más tarde, después de los rezos de la prima, justo al amanecer, el hermano Maties salió con su mula; como cada domingo desde hacía más de un año. El sol de primera mañana cada día calentaba más y la escarcha de los caminos se refugiaba en lo más oscuro de la montaña. El trayecto era siempre el mismo, y el destino, las pequeñas capillas donde malvivían algunos ermitaños. Antes de la llegada de los monjes de Ripoll a la montaña, Santa Cecília se ocupaba de ellos; pero, cuando Basili decidió quedarse en Santa Maria, el abad Bonfill dio la orden de que se desentendieran de ellos, de los demás habitantes de la montaña.
Cuando regresaba de su cometido, un rumor de voces hizo que se desviara del camino para mirar el valle.
—¡Madre de Dios santísima! —exclamó al ver a un grupo muy numeroso de personas que subían el difícil camino de la Media Luna.
El joven monje dejó el animal bajo un árbol y se acercó a escondidas. No eran soldados, ni nada hacía pensar que tuvieran malas intenciones, pero todas las precauciones eran pocas. La presencia de algunos niños lo tranquilizó. Desde su escondite no podía entender aquella especie de salmodia que iba cogiendo cuerpo a medida que se aproximaban, pero habría jurado que recitaban alabanzas a la Virgen. Al darse cuenta de que tan solo era gente del valle, que sus armas eran velas, flores y canastos, en el interior de los cuales se adivinaban panes y verduras, se serenó.
La modesta procesión tomaba el camino de Santa Maria mientras Maties salivaba con placer. Sin duda la gente de la zona quería sumarse a la alegría de la familia de la niña y pedir a aquella incipiente comunidad que los tuviera presentes en sus oraciones.
Pero entre ellos marchaba un hombre de mediana edad y cabello pelirrojo. Hacía el camino con intenciones muy diferentes. Apoyándose en un bastón, que cada vez cogía con más fuerza inyectándole la tensión en sus mandíbulas, no se le escapaba ningún detalle. Su objetivo era guardar en la memoria todo lo que pudiera descubrir sobre la situación de los monjes.
Con tal de no levantar sospechas, también él se arrodilló en la ermita. Dejó un cirio a los pies del altar en una primera ceremonia de la luz que inundaba los ojos de los presentes. Después encorvó las espaldas reculando poco a poco para que nadie advirtiera su interés. Desde su posición apretaba los dientes ante cada muestra de gratitud.
—¡Que la madre de Dios os bendiga! —exclamó Dela entre sollozos.
—No tengo riquezas, ni bienes, pero tengo mis manos y mi oficio. Me gustaría que me hicierais el honor de aceptar la forja de una campana. Todos los vecinos se sumarán trayendo el bronce de que dispongan. El ruido se debe oír por todo el valle y recordarnos que, por intercesión de Santa Maria, mi hija ha escapado de la muerte… —añadió el herrero de Guadvachet, visiblemente emocionado.
Pero todos hicieron un clamor conjunto. Querían asistir a otra de aquellas misas cantadas que se habían vuelto milagrosas para la salud de la niña.
Dalmau miró al ermitaño. Dudaba de si le podía pedir algo así, pero sabía que sin su voz no sería lo mismo. Basili lo había entendido desde el principio y, sin mediar palabra, asintió con la cabeza dando vía libre a las pretensiones de la improvisada procesión.