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No era tarea fácil domesticar el trozo de tierra que el más joven de los nuevos habitantes de la montaña se obstinaba en convertir en un huerto, donde plantar las semillas que habían transportado desde Ripoll. Bajo la mirada de Simó y mientras Dalmau inspeccionaba los alrededores, siempre seguido a poca distancia por el ermitaño, el esforzado monje no se cansaba de desbrozar el terreno, desenterrar piedras y amontonarlas cerca, en el intento de hacer un lecho blando y fecundo para el cultivo.

Cuando más abstraídos estaban en aquella faena, un rumor de voces lejanas los obligó a enderezarse. Se miraron un momento, como si en el gesto buscasen la seguridad de compartir una misma certidumbre. Después, concentraron toda su atención en el lugar de donde provenía el murmullo.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó el hermano Maties.

Con gesto impaciente, se secó el sudor utilizando el escapulario que llevaba durante las horas dedicadas al trabajo manual. Después, nervioso, se volvió a su compañero.

—¡Deja la azada y ve a buscar al padre Dalmau! Dile que vaya a la ermita. Yo me adelantaré. ¡Espabila! —dijo el hermano Simó ante la actitud incrédula del joven y la proximidad de los dos visitantes, los cuales, aún con los hábitos arremangados, sorteaban el último tramo que los separaba de la pequeña edificación.

Poco después, quizá por primera vez, se sintieron verdaderamente hermanados por una causa común. Olvidaron sus diferencias y, sin ningún acuerdo previo, se alinearon delante de la puerta de Santa Maria. Como si en secreto hubieran ensayado la puesta en escena de un acontecimiento que antes o después debía llegar, ninguno de los tres monjes salió al encuentro de los recién llegados.

—¡Que el Señor sea con vosotros, hermanos! —dijo Dalmau cuando los tuvo al alcance de la mano.

Sin dejar de examinarlos, el antiguo soldado les ofreció agua con gesto amable.

—En Él confiamos —respondió el monje más alto, de piel extremadamente blanca, enrojecida por el esfuerzo de salvar la distancia que los separaba del monasterio vecino con el sol en su punto más álgido.

No hubo ningún contacto entre las manos fuertes de Dalmau y aquellas más lechosas del monje desconocido. La vasija de barro ni tan solo rozó los hábitos de uno ni del otro al aceptar la ofrenda. Se estudiaron en silencio unos instantes. Entonces, el monje más regordete y calvo dejó en el suelo el pequeño hato que llevaba a las espaldas y tomó la palabra…

—Nos envía el abad, el padre Bonfill. De hecho, esperábamos vuestra llegada; el abad Oliba nos lo hizo saber. Habéis recorrido un largo camino y os habíamos preparado alojamiento. ¡Os creíamos aún en Manresa!

—Agradecemos de corazón vuestra hospitalidad, hermano…

—Bernat, me llaman Bernat, y el monje que me acompaña es el hermano Anton —dijo, mirando al personaje alto que se había desentendido de la conversación y se esforzaba por registrar todo lo que podía abarcar su vista.

Una vez hechas las presentaciones de una y otra parte, Dalmau prosiguió…

—Como podéis comprobar, y de hecho vuestro compañero ya lo ha hecho, no será necesario. Ya era tarde cuando dejamos atrás Guadvachet y no queríamos causar ninguna molestia a la comunidad. Tiempo tendremos para hacer esta visita, ¡aquí arriba hay tanta faena! —exclamó el antiguo soldado, deseando llevar la conversación hacia un tema menos trascendente.

—Entonces… ¿Es cierto que habéis venido para quedaros? Quiero decir, aquí, en la ermita… —añadió el monje observando el sitio con una mueca de menosprecio.

—Así será, si esta es la voluntad de Dios —concluyó Dalmau con gravedad desconocida.

A continuación, después del gesto solemne que llevaba días ensayando, desenrolló el pergamino que el abad Oliba les había entregado y lo mostró sin permitir que lo tocaran. En la parte inferior del documento, las rúbricas de la condesa Ermessenda y de Berenguer Ramon I daban fe de que todas las ermitas de la montaña de Montserrat pasaban a manos del monasterio de Ripoll. Pero, esto no era todo, también el monasterio de Santa Cecília quedaba bajo su jurisdicción.

Los dos monjes empalidecieron al leer el último párrafo.

—No teníamos estas noticias. Informaremos a nuestro abad —dijo el monje calvo, visiblemente contrariado.

Sin cruzar más palabras se volvieron deshaciendo el camino que los había llevado hasta Santa Maria.

—¡Hermano Bernat! ¡Os olvidáis el hato! —exclamó Maties haciendo el gesto de acercárselo.

—Era para el bueno de Basili. Decidle que en Santa Cecília siempre será bien recibido —respondió el monje sin detener la marcha, como si desaparecer de aquel paraje fuera cosa de vida o muerte.

—¿Basili, decís? Mira por donde lo único que hemos conseguido sacar en claro de este encuentro es el nombre del ermitaño —comentó el joven Maties en tono resignado.

—Nadie nos había dicho que la misión fuera fácil o estuviera exenta de dificultades, hermanos. ¡Y, ahora, volvamos a la faena!

Después de pronunciar estas palabras, Dalmau Savarés guardó el pergamino bajo el hábito y, dando una palmada en los hombros de Maties, recogió el hato, desapareciendo en el interior de la ermita de Santa Maria.

Pero no se quedó demasiado. Atándose las faldas con un cordel y sujetándose bien las sandalias, bordeó la ermita. Al día siguiente de llegar había descubierto una vereda escarpada que llevaba a una pequeña explanada desde donde se vislumbraba el valle. Era un espacio que lo ayudaba a respirar, como una balconada al mundo que habían dejado atrás.

Aquel pensamiento lo sacudió. ¿Tal vez consideraba la opción de oponerse a la soledad que la montaña le exigía? ¿Quizás, en el fondo de su corazón, el miedo a que los precipicios feroces de la cima lo engulleran era lo que lo llevaba hasta aquel escondite?

Las casas dispersas de Guadvachet se distinguían con dificultad y los campos de trigo o de viña se diferenciaban por el color de las manchas que salpicaban el paisaje. Mientras las rocas abultadas le guardaban la espalda, recorrió sus perfiles redondeados que parecían enfilarse hacia el cielo.

—Quizá la montaña sea la puerta de entrada, un estadio intermedio entre el hombre y Dios, tal vez Él podrá encontrarme… —musitó, levantando la barbilla tanto como le fue posible.

Al atardecer, después de rezar las completas, Dalmau Savarés no se retiró al abrigo de la ermita donde sus compañeros se entregaban a un reparador descanso. La Regla obligaba al silencio a partir de aquel momento y, en estricta observancia, ni el hermano Maties ni el hermano Simó dijeron nada al ver cómo el monje atravesaba la puerta.

Una brisa suave entre los árboles ponía música al recorrido de la luna que cada día luchaba con las cimas para presentarse a su cita. El astro se dibujaba tímidamente en un cielo descolorido, como un lienzo después de muchos lavados. Los contornos se perfilaban a contraluz, pesados como la humedad que poco a poco iba penetrando en sus huesos.

El canto del autillo le produjo escalofríos. El calor de los brazos de su hijo rodeándole el cuello, espantado por aquel sonido nocturno que lo había precedido todo y que ahora quería desterrar, siempre acompañaba la canción del tierno pájaro. Tanto daba dónde se encontrara o con quién.

¡No! No se podía entregar a los recuerdos, no era el mejor momento para resucitar el pasado. Necesitaba mantener la cabeza fría. Quería corresponder a la confianza con que el abad Oliba lo había distinguido. Se lo debía, por más que aquel destino en la montaña viniera a cambiar de pronto las bases de su acuerdo.

Ahora pensaba que siempre estaría en deuda con el hombre que lo había sacado del agujero más oscuro, que lo había desatado del infierno en que se había convertido su vida. La luz celeste se apiadaba de él durante las horas de sol, pero al conciliar el sueño siempre resurgían los fantasmas. Volvían los gritos, los llantos, la inevitable certeza de que su mundo se acababa, que se había acabado para él, de hecho, mucho tiempo atrás.

Todo esto pasaba a veces a través de pequeñas muestras de inocencia. Como en aquel instante, de la mano del canto del autillo.