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—¡Eran muchos y, si no ponemos remedio, se sumarán más!
—Tranquilízate, Lluc. Debemos mantener la cabeza fría, ¿de acuerdo? —ordenó con suavidad el abad Bonfill.
—Estos monjes de Santa Maria nos traerán problemas… —insistió, enfurruñado, Lluc, el hombre del cabello pelirrojo.
—¡No entiendo adónde queréis llegar! —interrumpió una voz—. Parece que estamos hablando del enemigo. Por el amor de Dios, ¡son monjes benedictinos, como nosotros!
Después de decir estas palabras, el hermano Anton se levantó del asiento en la improvisada reunión que presidía el abad. No aprobaba la misión de Lluc, ni tampoco la actitud que había tomado su superior desde el primer instante. A pesar del revuelo, la sala capitular del monasterio de Santa Cecília permaneció en silencio unos instantes.
—Querido hermano, perdonad la impulsividad de Lluc. Tanto tiempo con la única compañía de su rebaño…
—¿Acaso insinuáis que me lo invento? Yo solo he hecho lo que me encargasteis y en seguida he venido a informaros —interrumpió el hombre ante el desconcierto del abad, que no quería que aquella situación se le escapara de las manos.
—Y se te recompensará. Acompaña al hermano Anton al huerto y provéete de lo que necesites —sentenció finalmente.
—Pero… —musitó el monje que aún seguía de pie.
Una mirada de su superior lo hizo desistir. No era la primera vez, y no sería la última, en que el voto de obediencia lo hacía claudicar ante una actitud que no compartía. Aquel monje limosnero era recto y sabio. Cuando lo precisaba la comunidad, o los habitantes de Guadvachet, también ejercía de hospitalario. Conocía a la familia de la niña y se alegraba de su curación sin importarle cómo se había producido el milagro.
La estancia permaneció en silencio hasta que un portazo dio fe de que las órdenes se habían cumplido. Después, el abad, intentando dotar a sus palabras de un tono bien intencionado, reanudó la reunión…
—Escuchadme, hermanos, de ninguna manera me interpretéis mal. Mi misión es velar por nuestra comunidad, como el buen pastor vela por sus ovejas y las protege de todo peligro.
Los monjes seguían las palabras de Bonfill con interés. Uno de los mayores cerraba los ojos y con la mano proyectaba la oreja en dirección al abad.
—¿De qué peligro habla? —preguntó el anciano al compañero que tenía más cerca.
—¡Shhh! No pasa nada, después os explico.
El abad agradeció con la cabeza la actitud del monje y continuó diciendo…
—Me habéis oído hablar mucho de nuestro fundador, el abad Cesari. Gracias a su tenacidad y a las sucesivas donaciones, Santa Cecília ha llegado a ser un monasterio capaz de servir a Dios y a las almas de Guadvachet. Hace más de cien años los esposos Gumilià y Pulcridia donaron unas viñas situadas en Les Momolelles, poco después tuvieron otras en el término de Vacarisses y muchas más en diferentes parajes. De esta manera hemos podido poner al servicio del Altísimo posesiones y territorios, además de difundir su santa palabra. La comunidad ha crecido ad maior gloria Deum. Ahora…
El discurso del abad se interrumpió mientras la expectación iba en aumento. Ninguno de los monjes se atrevió a decir nada y esperaron pacientemente a que prosiguiera…
—… no sobreviviremos, si Santa Maria nos coge el relevo.
—¿Cómo pueden hacer eso tres monjes en lo alto de una montaña? Sin tan solo…
—¡No los subestiméis! Detrás está el abad Oliba, y si corre la voz de que se ha obrado un milagro… ¡No quiero ni pensarlo! —concluyó Bonfill.
Los comentarios en voz baja viajaron entre la docena de religiosos que, sentados a lo largo de los muros, siguiendo un riguroso orden de antigüedad, prestaban atención a las palabras de su abad con desasosiego. El murmullo dio lugar a la inquietud; la discrepancia entre diferentes maneras de verlo hizo que el superior de Santa Cecília tomara de nuevo la palabra…
—Esta actitud no nos llevará a ninguna parte. Debemos estar unidos, hacer valer nuestra primacía en la montaña. ¿Qué hubiera sido de las capillas si nosotros no las hubiéramos cuidado año tras año? ¿Cómo habrían resistido los ermitaños sin la caridad que Santa Cecília les dispensaba?
—Pero, si sumamos esfuerzos, todo será más fácil. Los señores de los castillos cada vez piden más y el pueblo cada día tiene menos recursos —dijo un monje lego con inocencia.
—No has entendido nada de lo que he dicho —interrumpió Bonfill con tono adusto—. Eres demasiado mozo para tener memoria.
—Yo solo… —añadió tímidamente el joven.
—Eras un chiquillo muerto de hambre y lleno de piojos cuando tu padre vino a suplicar un techo y un mendrugo de pan para el más pequeño de sus siete hijos. Te atragantaste con el bol de leche, ¿recuerdas? —preguntó el abad sin esperar respuesta—. Tuve que quitártelo de entre los dientes y recodarte que nadie te lo sacaría.
—Y yo os estoy agradecido, ¡nunca olvidaré lo que habéis hecho por mí! Esta siempre ha sido mi familia y a vos os he amado como a un verdadero padre.
—¡Entonces, confía en mí! Un padre siempre sabe lo que es mejor para sus hijos.
La voz de Bonfill imponía respeto. Con el acaloramiento de la conversación, su piel se había enrojecido y las venas infladas del cuello mostraban parte de la cólera que, a pesar de todo, se esforzaba por reprimir. Nadie osó pedirle más explicaciones. Con la cabeza gacha, la mayoría de ellos esperaban lo que parecía ser una sentencia.
—¡El abad Oliba nos la ha jugado, nos ha vendido! Tarde o temprano estos monjes que con tanta ligereza calificáis de inofensivos pueden apropiarse de aquello por lo que hemos trabajado nosotros y los que nos han precedido… Que descansen en paz —añadió, inclinando ligeramente la cabeza.
Faltaba poco para el toque de campana que llamaba a la misa mayor de la iglesia y, como era costumbre, había que cerrar el capítulo con la confesión pública de los monjes que deseaban acusarse. Ellos mismos se culpaban de las faltas cometidas, o bien denunciaban a algún otro compañero; en este caso, se debía omitir el nombre.
Justo en aquel momento, el hermano Anton regresaba del huerto. Cuando ocupó su lugar, se inició el examen de conciencia. El primero en hablar fue el joven lego, al que llamaban Gausbert, y a quien Bonfill había increpado…
—Ante Dios y mis hermanos me acuso de soberbia y pido al Todopoderoso, y a mi comunidad, que me ayuden a ser más humilde y paciente.
Mientras tanto, el abad miró fijamente al hermano Anton, el monje que había intervenido en primer lugar a favor de los hermanos benedictinos de la montaña. Él era otra cosa. Había que atarlo corto; prefería no enfrentarse a él, y mucho menos delante de la comunidad. Sacarlo de escena siempre le daba buenos resultados. No era un pobre hombre, como Gausbert; la suya era una familia noble, con estudios, y los demás monjes siempre tenían en consideración sus palabras.
Anton se dio por aludido, pero aguantó la mirada de su abad sin mover un solo músculo.
En la iglesia de Santa Maria era la hora de comer. Los tres monjes daban gracias a la Virgen por los presentes que la gente del pueblo les había llevado. Pero, muy especialmente, por aceptar su presencia y dejar de considerarlos una pandilla de iluminados. Sin embargo, la curación de la niña los llenaba de alegría y la fe de aquellos hombres y mujeres había conseguido conmoverlos.
Mientras Dalmau Savarés rezaba los salmos, Basili se acercó al grupo. La Regla no les permitía hablar durante las comidas y permanecieron en silencio. Al acabar, el hermano Maties se dirigió con cautela al ermitaño…
—¿Puedo haceros una pregunta?
El hombre no respondió, ni tan solo dejó de masticar la manzana que se había llevado a la boca. El joven monje insistió…
—Cuando Ramon habló de la madre de la niña, Dela, me pareció que os mostrabais interesado. ¿Acaso la conocíais?
—Quizá —respondió con desgana.
Maties no hizo más preguntas, era obvio que no sacaría nada en claro. Ya se disponía a recoger las migajas de pan para dárselas a los pájaros cuando oyó un ruido extraño a poca distancia.
—¿Habéis oído algo? —preguntó a sus compañeros, que también se habían girado sobresaltados en dirección al bramido.
A los pocos segundos se repitió, esta vez con más violencia. Los cuatro se levantaron a toda prisa y se dirigieron a la pequeña explanada justo detrás de la iglesita; de allí procedía el alboroto.
Por unos momentos pensaron que alguien quería llevarse los animales, pero no advirtieron ninguna presencia extraña. A pesar de todo, la mula se comportaba como si librara la batalla de su vida, daba golpes a diestro y siniestro o levantaba las patas de delante con la misma decisión de quien se enfrenta a su peor enemigo.
—¡Se hará daño! —exclamó el hermano Simó, visiblemente preocupado.
—Algo la ha espantado, quizás algún gato salvaje… —dijo Dalmau Savarés, buscando el motivo de aquel comportamiento tan fuera de control.
Maties quería desatarla, pero acercarse al animal era del todo imposible. Basili asistía al espectáculo sin abrir la boca; cualquiera que lo observara habría dicho que no tenía sangre en las venas.
—¡Debemos intentar ayudarla! —gritó el joven monje, llevándose las dos manos a la cabeza.
—Ahora no, será inútil cualquier cosa que hagamos —sentenció Basili, mientras revolvía unas hierbas dentro del comedero.
Las tres figuras se quedaron mirándolo a la espera de una explicación, pero, si la tenía, no parecía dispuesto a compartirla. Unos instantes después el ermitaño añadió:
—Aquí tenéis la causa —exclamó, mientras separaba con pericia algunas hojas y raíces del forraje con que alimentaban al animal.
—¿Qué decís? —preguntó Simó, que desconfiaba de aquel hombre.
—Es hierba topera, también se conoce como hierba hedionda o higuera loca, incluso hay quien la denomina higuera del infierno —insistía con las manos llenas de unas hojas gruesas y pecioladas de color verde oscuro.
—Pero si le he dado lo mismo que come cada día… —se esforzó por disculparse Maties.
—Ya hablaremos de ello —anunció el antiguo soldado—. ¿Qué podemos hacer por ella, Basili?
—Esperar a que se tranquilice. En este estado sería peligroso acercarse. Después deberemos hacerla vomitar.
No fue nada fácil esperar, ni tampoco producirle el vómito. Tal como indicó el ermitaño le hicieron tragar un buen puñado de sal disuelta en agua. Agotados y sucios hasta el cuello de toda aquella pasta a medio fermentar, se quitaron las ropas con la intención de lavarlas en la alberca. Cubiertos con una manta, se sentaron sobre el margen construido delante de la iglesita.
—¡Qué pinta! Si ahora nos visitara el abad de Santa Cecília, tendría motivos para propagar que hemos perdido el juicio —dijo, divertido, el más joven de los monjes.
Todos soltaron una ruidosa carcajada; incluso Basili mostró sus dientes. Eran más blancos que los de los propios religiosos. Pero que el hermano Simó olvidara su prudencia natural sorprendió a los presentes…
—¿Quién sois, en realidad?
A la espera de una incierta respuesta, nadie osó levantar la vista. Basili movió la cabeza con lentitud y las palabras fueron poniendo música al atardecer…
—¿Habéis visto alguna vez un águila?
Ante el silencio y el desconcierto de los presentes Basili prosiguió…
—Esta ave puede llegar a vivir unos setenta años, pero, hacia los cuarenta padece un cambio muy profundo. Sus uñas se vuelven prietas y flexibles, le impiden agarrar a sus presas. También su pico, antes largo y puntiagudo, se encorva apuntando hacia el pecho y pierde su mortal eficacia.
—¡Pero puede volar! —interrumpió Maties.
—Se le hace muy difícil. Sus alas envejecen y le resultan demasiado pesadas, sobre todo por el grosor de las plumas. Solo le quedan dos opciones: morir o enfrentar un doloroso proceso de renovación que durará ciento cincuenta días. En su nido de la montaña golpeará el pico contra la roca hasta arrancárselo. Esperará con paciencia a que le crezca de nuevo para quitarse una a una sus viejas uñas… Cuando le vuelvan a crecer se deshará de sus plumas viejas. Después de cinco meses, su proceso de renovación le habrá devuelto la vida y atravesará de nuevo el cielo. Lo he visto con mis propios ojos.
—No entiendo qué nos queréis decir con eso —dijo Maties, frunciendo el entrecejo mientras se podía leer la fascinación en su rostro.
—¿Qué queréis saber, exactamente?
—No sé… De dónde sois, desde cuándo vivís aquí…
—Soy un águila que se ha desprendido de todo aquello que no la dejaba volar, Maties.
Bajo la luna creciente, que jugaba al escondite, las caprichosas formas de la montaña aún conservaban en su parte alta alguna mancha de nieve. Basili fue desgranando su recorrido y el proceso de transformación experimentado. Los monjes solo habían oído hablar alguna vez de las ciudades que había visto.
Acompañado por el canto de un grillo que anunciaba el buen tiempo, recordó alguno de sus viajes. Se esforzaba por hacerles sentir la bruma del atardecer sobre el Bósforo mientras comparaba la cúpula de la capilla palatina de Aquisgrán con la de Santa Sofía de Constantinopla. Sus ojos menudos y de un azul casi cristalino se humedecieron cuando, retrocediendo en el tiempo, les habló de Guisla, la abuela de la niña del pueblo que se había salvado gracias a la intercesión de Santa Maria…
—Ellos me acogieron. Dela fue mi hermana de leche —concluyó, tragando saliva.
—Entonces… —preguntó el hermano Simó, que no se había perdido ningún detalle.
—No conocí a mis padres. Me recogieron cerca de la Fuente Grande de Guadvachet y crecí jugando con su hija. Pero al cabo de unos años ya no soporté más la vida en el valle. Quería ver mundo, recorrer aquellas ciudades míticas de las que hablaban las Sagradas Escrituras…
—¿Y no los habéis vuelto a ver? ¿No tenéis curiosidad por saber qué fue de ellos, ni de vuestra hermana? —preguntó Maties con curiosidad.
El hombre movió la cabeza en señal de negación. El viento de la tarde casi había secado las ropas y muy pronto el sol solo sería un rastro de claridad que iba menguando.
—Esta era mi intención cuando me di cuenta de que ya me pesaban las alas. Quería regresar y abrazarlos, decirles que los había añorado, pero dudaba de si me volverían a recibir como a un hijo. Yo, que los consideraba mis padres, mi familia… Por suerte, el otro día no me reconocieron. Subí a la montaña para pensar en todo esto, y entonces entendí que podía ayudarlos más desde aquí arriba, a medio camino del cielo.
—¡Y lo habéis hecho! ¡Habéis salvado a la hija de Dela! Seguro que Dios recibió vuestro canto como un tributo que merecía recompensa.
Maties sonrió de una manera tan abierta que el viejo Basili no pudo reprimir una corriente de simpatía hacia el chaval y los nuevos habitantes de la montaña. Quizá su periplo había merecido la pena.