21
Las letras trepidaron y una ciudad tras otra desapareció para siempre jamás del panel. Terminal dos. Puede que todavía lo consiguiera.
—¡Disculpen!
Empujé y apretujé.
—Sorry!
En las cintas tenía que haber paso libre a la izquierda para la gente con prisa.
Puerta D. Quería saberlo ahora. Si ella hubiera facturado ya, aún podía tratar de que la llamaran por la megafonía.
Cuando la escalera mecánica me catapultó a la planta de salidas, en el mostrador de facturación estaban poniendo la etiqueta a su maleta y entregando a Mara Markowski el pasaporte y la tarjeta de embarque para el vuelo a Boston. No había tiempo para pensar cómo proceder. Estaba muy nervioso y sin aliento.
Los dos policías que paseaban por allí charlando no me dieron la impresión, a pesar de su armamento pesado, de que pudieran serme de ayuda. Mara llevaba el abrigo al brazo, como si escondiera debajo una pistola. La joven que iba con ella debía de ser la chica de la banda, la que contaba las palabras en lugar de Rosemarie y tenía autorización para ir a Boston. De inmediato iban a pasar el control y a desaparecer. Tenía que actuar. Pero ¿qué decir?
—Buenas tardes, señora Markowski —dije.
Mara se detuvo. Parpadeó un instante. No pudo establecer si aquel encuentro era casual.
—Tengo que hablar con usted —añadí.
—Tiene usted un gran talento para aparecer de pronto siempre en el momento más inoportuno que se pueda imaginar. Tengo que tomar mi avión.
Continuó su camino.
—¡Es urgente! —corrí junto a ella. Probé por las buenas y dije—: Sé que usted lo hizo.
Nuevamente se detuvo.
—¿Que hice qué?
Bajo su mirada me sentía como un alumno que se da cuenta de que la disertación que ha preparado es una chapuza y ahora corre el peligro de echarlo todo a perder. ¿Cómo seguir? Hay que exponer tesis. No: improvisar, farolear.
—Steffi Zahn espera un hijo —exclamé.
Una mentira tan descarada que sólo podía esperar que Mara se hundiera y se quitara la careta. Pero ni siquiera se le fue el color de la cara. No dejó escapar un sonido. Aproveché el momento.
—Por favor, váyase —dije a la alumna con firmeza y determinación. Repetí aún más alto—: ¿Ha oído mal? La señora Markowski y yo tenemos que hablar de algo. Enseguida irá —la alumna obedeció. Antes de que Mara pudiese aclarar sus ideas, proseguí—: Para su marido hubiera sido una gran noticia. Al fin y al cabo era su mayor deseo, al menos eso dicen en la facultad.
Mara se apartó, como si de mí emanara un olor repugnante. La agarré de la manga y dije, sin miedo a pasarme de patético:
—Usted ha estado mucho tiempo tratando de hacer caso omiso de ese amor, ¿me equivoco? Pero la idea de que él la quería era como un veneno que se extendía por su cerebro. Usted no podía hacer nada contra eso.
—¡Déjeme en paz!
Qué fuerza tenía Mara. Como anduviera por allí cerca la policía de fronteras, estaba perdido.
Con toda la gentileza posible empujé a Mara a unos asientos protegidos únicamente por esos ficus cuyas hojas me parecían orejas grandes. Ahora tenía que llegar hasta el final. No podía mostrarme inseguro.
—Puedo imaginármelo perfectamente —dije—. De repente, él ve que hay otras cosas además del saber. Para él fue como un milagro. Una nueva vida con una mujer que es más joven, que es guapa, que le admira y cuyo más ferviente anhelo es darle lo que con usted nunca se consideró: una familia.
—¡Tiene usted una fantasía desbordante!
Conmiseración y arrogancia en la sonrisa de Mara, pero ninguna señal de que yo pudiera ir en la dirección correcta con mis conjeturas. Tal vez era inútil creer que fuera posible ganarle la batalla a aquella mujer.
—Yo no tengo ni idea —agregué fatigado—. Si estuviera en su lugar, tampoco sabría cómo manejar una situación así. Al fin y al cabo usted, hasta entonces, lo había hecho todo bien en su vida: la especialización, el ascenso, la cátedra. Y siempre tuvo el apoyo de él, su consejo y su crítica. Seguro que fueron buenos años, animados e intensos. Una relación estupenda hasta que apareció aquella doctoranda rubia, Steffi Zahn —me recliné hacia atrás—. Lo clásico.
Puede que en realidad fuera una majadería todo lo que estaba diciendo.
—Lo clásico —repitió Mara en voz baja.
Yo no me atreví a moverme.
—Empezar de nuevo, dijo él. En la jubilación, un hijo, casa y jardín, ¿no es eso?
Mara me miró inquisitiva, como si esperara de mí una respuesta, pero no una cualquiera, sino una que fuese concluyente.
Yo no supe en un principio por dónde salir. No era la sensación de estar ante el profesor con la mente en blanco, no era miedo al ridículo, sino el temor de hacerle perder el hilo que tan laboriosamente le había hecho coger. ¿Me lo contaría todo ahora, por primera vez, con franqueza y sin tapujos? Ahora no podía permitirme el lujo de cometer un error.
Mara se retiró, como si viera con claridad que no iba a obtener nada de mí, meneó la cabeza y dijo:
—Era todo tan ridículo. Aquél no era el Hans-Georg que yo había conocido. Si por lo menos pudiera decir que ya no nos comprendíamos. ¡Pero no era así en absoluto! Bueno, pues, pensé, vamos a dejarle soñar y jugar un poco, ya volverá a la razón. Esa rubita… más tarde o más temprano se hartará de ella. Yo puedo aguantar mucho, créame. Pero me resulta difícil quedarme al margen y limitarme a mirar.
—¿Por qué, simplemente, no se ocupó de que Steffi Zahn desapareciera?
—¿Y qué iba a hacer? ¿Matarla? Por supuesto, la presioné, en sentido profesional, se entiende. Pero cuanto mayor era la presión más la defendía Hans-Georg. Una época horrible. Después se produjeron aquellos ataques. Yo no lo entendía. ¿Era Steffi Zahn? ¿Quería desmoralizarme? ¿O era Robert Fullton, que me cargaba a mí personalmente con su fracaso y quería vengarse de aquella manera pueril? Que estuviera detrás Rosemarie… eso no me lo podía ni imaginar. Por otra parte…
En ese preciso momento se oyó una comunicación por los altavoces:
—Señora Markowski, pasajera del vuelo… Por favor, diríjase urgentemente a la puerta… —y otra vez, por si no lo hubiera oído—: Señora Markowski, diríjase por favor a la puerta…
Pero la voz no pareció llegar hasta Mara.
Quedamente, para no sobresaltarla, repetí:
—¿Por otra parte?
—Fueron los ataques los que me dieron la idea. Hans-Georg, eso creía yo, tenía que ver lo que significa estar débil y necesitado de ayuda. Tenía que entender que confiaba demasiado en sus propias fuerzas y que su sitio estaba a mi lado. Yo esperaba que, automáticamente, el resultado sería que la doctoranda no querría tener nada que ver con un viejo achacoso. Pero valoré mal el efecto de las gotas. No debían matarlo sino debilitarlo durante un tiempo. Yo estaba perturbada, incluso presa del pánico. No sé nada de medicamentos y esas cosas. Fue un accidente, ¿lo comprende usted?
—O también una trama genial —dije—. Como usted misma había sido víctima de los ataques y se pensó que usted y su marido iban en el mismo barco, a nadie se le ocurrió sospechar de usted. Usted se aprovechó de los ataques que se dirigieron contra usted.
Me miró, sorprendida de verme allí, sorprendida por la situación. Había hecho una confesión. Pero ¿y si de verdad no hubiera sido más que un accidente?
—Hay algo que no entiendo —agregué—. ¿Por qué escondió el Fortex en la mesa de Robert? ¿Cómo se le ocurrió la idea de endosarle el crimen?
—Las cosas no acababan de calmarse. La policía no dejaba de hacerme preguntas. Usted mismo se plantó en mi despacho y me acribilló a preguntas. Aquello no se acababa nunca. Y Robert no cesaba de disparar contra mí. Sin Hans-George me sentí repentinamente indefensa. Yo no conocía aquella sensación. Vamos, me dije, haz un esfuerzo. Cuando Robert esté en Paderborn… ¡Pero en vez de eso recibe otra vez una negativa! Y no tiene nada mejor que hacer que presentar al presidente una solicitud contra mí. Entonces perdí la cabeza.
—Así, dos pájaros de un tiro: la policía tiene un asesino y usted un competidor y un aguafiestas menos. Y a Rosemarie la utiliza como sabueso.
—La historia de que Robert fuera a vender la idea de Sebastian como suya no es una cosa desusada. Yo me limité a poner la llave. Y Rosemarie la cogió.
—Maldita sea, y yo que llegué a creer que Robert era realmente un asesino.
Mara me miró sin verme.
—¿Sabe qué fue lo que me escamó antes que nada? —pregunté, y me contesté yo mismo—: La manera en que se libró usted de todos, uno detrás de otro: de Rosemarie, de Franz, de Steffi, probablemente también de Sebastian. Pero la comprendo. Usted ya no quería tener nada que ver con esas personas. Le recordaban lo que había hecho. Que usted es una asesina.
El vuelo de Mara había desaparecido del panel. Maleta y alumna volaban hacia Boston.
Mara cruzó el vestíbulo. La gente con sus maletas, los soldados de patrulla, nadie reparó en ella. Nadie vio cómo perdió de pronto el equilibrio y dio un traspié. No fue más que un segundo. Luego continuó como si nada hubiera ocurrido.
Yo tenía que llamar a la comisaria. Allí delante había un teléfono.
Pero recordé que la tarjeta con el número de Annette Glaser se la había quedado Rosemarie. Y recordé otra cosa.
Volví a los asientos debajo de los ficus. Había tenido suerte. La bufanda verde de Sebastian seguía allí.