5
Pensaba deslizarme a un asiento en la última fila. Agucé el oído. No sirvió de nada llamar.
La voz que se oía tras la puerta cerrada era un sosegado murmullo que me decía que allí dentro alguien estaba disertando con gran concentración. Desde hacía treinta minutos, la nueva catedrática presentaba a los demás catedráticos, a los profesores y a los estudiantes, en su discurso inaugural, los brillantes resultados de su ingeniosa investigación y al hacerlo confirmaba que el haberla elegido como titular de una cátedra en la Universidad Ludwig-Maximilian había sido la mejor decisión que el gremio había podido tomar desde hacía mucho tiempo.
Giré el tirador a cámara lenta y entré, en medio de la lección magistral.
Había sesenta o setenta personas, o más, sentadas ante unos pupitres dispuestos formando una U en torno a la tarima, acurrucadas en el suelo o en los alféizares de las ventanas, y mirando hacia delante, al estrado, donde estaba yo, detrás de la oradora y frente a todos ellos. La protagonista no reparó en mí pero sí en que las miradas de los asistentes, de pronto, la dejaban atrás para dirigirse a otro objetivo. De inmediato la catedrática se volvió hacia mí para averiguar quién osaba robarle la atención del público. Yo me sentí abochornado por la situación. Aún podía volver enseguida al pasillo y cerrar la puerta, que seguía abierta, rápidamente a mis espaldas, como si no hubiera entrado.
Por otra parte, nunca había estado en un acto de aquel tipo ni había tenido ocasión de ver lo que se ocultaba tras los muros de una universidad. Los de la calle Ludwig, desde el exterior, resultan austeramente pomposos y parecen existir para pasar ante ellos a toda velocidad en taxi y con gesto regio, la mirada fija en la Puerta de la Victoria, coronada por una cuadriga tirada por leones con la figura de Baviera saludándote al salir de la ciudad. En mis viajes a Schwabing nunca se me había ocurrido detenerme en este lugar donde las fachadas se abren en una especie de plaza, con una fuente tan espantosa a cada lado de la calle Ludwig, que no mejora ni aun repetida. Este sitio se llama plaza de los Hermanos Scholl. Aquí se encuentra el edificio principal de la universidad. Pagué y me apeé. Era un turista en mi propia ciudad.
Sólo fui merecedor de un movimiento de cabeza por parte de la catedrática. Cerré la puerta de la sala detrás de mí y fui hacia las ventanas, donde Rosemarie empujó a sus compañeros para obligarlos a juntarse. Mi estrecho sitio suplementario a su lado, en el alféizar, estaba bien, aunque el cristal de atrás estaba frío y húmedo con tanta gente respirando allí desde hacía más de media hora. Me coloqué bien la chaqueta. Mi pequeña actuación en la Facultad de Filología Inglesa. La interrupción de la conferencia solamente había durado unos segundos.
—No pensé que vinieras —susurró Rosemarie.
—¡Me ha costado mucho encontrar la sala!
Un siseo.
Rosemarie me miró con expresión interrogativa.
La historia de Alemania me había entretenido fuera, en el edificio principal de la calle Ludwig, donde me había apeado del taxi. Al examinar el patio acristalado, me acordé —imágenes de un libro escolar o de una película— de cuando lanzaron sobre las cabezas de los estudiantes los panfletos en los que llamaban a la resistencia. Veía el rostro serio de Sophie Scholl y recordaba con toda exactitud su pelo cortado a lo paje y su pasador, una foto en blanco y negro. Desde su ejecución y la dictadura nazi no había pasado ni siquiera el tiempo de la vida de una persona. La piedra conmemorativa allí abajo y, a la vuelta de la esquina, el centro de documentación, con un horario regular de apertura, existían sólo desde hacía unos diez años. Pero yo buscaba la lección magistral. Un estudiante dijo que era en el primer piso, en el «audimax». Pero las altas puertas estaban cerradas. Allí no había nada. Iba a irme cuando se oyó una voz amigable:
—¿Puedo ayudarte?
El hecho de que la conferencia de la profesora Markowski no tenía lugar en aquel edificio sino en la Facultad de Filología Inglesa era evidente. Me enteré de que, al fin y al cabo, no todas las conferencias tienen lugar en el edificio principal.
—Tienes que cruzar a la calle Schelling, los ingleses están justo al principio. ¿Sabes dónde es?
Por supuesto, conocía la calle Schelling y el Salón Schelling, a la vuelta de la esquina. A Matteo, mi ex, le gustaba ir allí, a esa taberna bávara, sobre todo a desayunar, salchichas blancas con mostaza dulce, después de salir al amanecer, desgreñados y con resaca, del último bar, la mayoría de las veces La Zanahoria de Inge. Eso fue hace unos cuantos años; nunca más he sabido de Matteo.
Alguien me clavó un codo. Rosemarie se inclinó hacia delante: tenía que escuchar a la profesora.
Su voz era bonita y de timbre agradable, como una locutora de la radio cultural. Un traje pantalón cuya elegancia evitaba discretamente cualquier alarde de moda, cabello muy cuidado: bien cortado y del largo justo para que no tocara los hombros, lo cual, en la silueta, alargaba hábilmente su estatura media. Y el color del pelo era ese sutil tono castaño con un ligero toque de violeta, tal como lo llevan las mujeres que mantienen su reserva a la luz de las candilejas y de ese modo se dan más a valer: un fenómeno para el cual una periodista, en mi peluquería, había inventado la denominación «chicas caoba». Entre las profesionales, las estrellas y las princesas hay cada vez más chicas caoba. Va ineludiblemente acompañado —lo habíamos comprobado— de un maquillaje discreto y de una gran seguridad en sí misma, que en el caso de la catedrática se manifestaba en la ausencia de una sola joya, con la excepción de una delgada alianza de oro. Dios mío, a aquella mujer no tenía un pero que ponerle y además parecía muy joven aún, seguro que no llegaba a los cuarenta. ¿Es que allí no le sorprendía eso a nadie? Y Robert Fullton, ¿dónde estaba?
Había tomado asiento, con las piernas separadas, en una silla, en el extremo de una fila, sin papel ni bolígrafo a mano, un modo de manifestar que la disertación de su colega no le interesaba especialmente.
—Tu catedrática, esa Markowski, es una mujer estupenda —dije en voz baja.
—Se llama Mara —cuchicheó Rosemarie, casi con devoción.
—¿De qué trata la conferencia? —inquirí.
Pero Rosemarie quería escuchar. Para eso estábamos allí.
Trataba de Eliot, el poeta inglés. Thomas Stearns Eliot: en la pizarra se leía en letras grandes: «El poema es un fresco». Vaya una afirmación. A Alioscha le interesaría vivamente. O se moriría de risa.
—¡No, señoras y señores! —exclamó la profesora, perturbando las cabezadas que se echaban los de las últimas filas, con los brazos cómodamente cruzados y la cabeza cansinamente caída, sacándoles papada. ¿Formaban parte todos ellos de la mafia Markowski de la que me había hablado Robert en el salón? Había una ley que la catedrática enunciaba en ese momento—: La poesía de Eliot está sometida a los preceptos petrarquinos del equilibrio apolíneo. Es decir: el sentimiento es captado, pero no asociado. Y esto es lo decisivo.
No entendí una palabra. Pero en el público hubo gestos de aprobación, y la sonrisa de un hombre al que su edad le sentaba bien revelaba tanta satisfacción como si Mara Markowski hubiera proclamado una verdad por la que merece la pena vivir. Aquel hombre debía de ser algo semejante a una autoridad en la facultad. Su melena tenía un hermoso gris plata que nunca se debería teñir. En relación con aquel hombre se podría hablar realmente de una «eminencia gris».
La catedrática dio comienzo a las conclusiones. Ahora ya faltaría poco para terminar.
Pero luego siguió otra serie de conclusiones, una tras otra. Una mujer que, a mi entender, había pasado ya la edad de ser estudiante cerró su cuaderno, señal de que también para ella bastaba por aquel día. Su mesita plegable, que estaba abierta en un lado de su silla, cedió peligrosamente cuando se inclinó hacia delante y me enseñó su hermoso escote, como un alivio en aquella árida ceremonia. Era rubia, rubia natural —estaba seguro—, el pelo recogido, con mechones sueltos cayéndole con habilidad sobre el bonito rostro. Me gustó, aunque para mí eso no es un peinado. Lo acompañaban, naturalmente, unos ojos azules, y me imaginé que emanaría de ella un grato perfume. Discretamente traté de que mi mirada se cruzara con la del hombre de la melena plateada. Pero no hubo oportunidad. La eminencia gris estaba absorta en el mundo de T. S. Eliot. Al contrario que Robert Fullton, que hipnotizaba a la profesora con una intensidad que a mí, si estuviera allí delante, me hubiera hecho perder totalmente el hilo.
Pero Mara Markowski hablaba con soltura y, como la directora de un circo, dejaba vagar la vista sobre las cabezas de todos aquellos payasos. Robert, en el extremo, era el único que no le prestaba atención. Por primera vez me llamaron la atención las arrugas verticales alrededor de la boca. La luz de neón anulaba todas las huellas de su indolencia, con la que por lo demás conseguía siempre despachar todo lo que pudiera ser importante tomándolo a burla. Nunca lo había visto así. Robert Fullton estaba de servicio.
—Si te apetece —propuse a Rosemarie en voz queda— podemos subir al Salón Schelling. Es un local muy divertido, auténticamente muniqués. Te gustará.
—¡Pero si no ha hecho más que empezar!
Lo que le había cuchicheado reforzó el enojo de Rosemarie por mi ignorancia. Mira que preferir la taberna y la cerveza a semejante acontecimiento…
A mí todo aquello me importaba un pito. Mi romántica idea de que las lecciones magistrales se impartían en salas con altas ventanas y tribunas de madera, donde ya siglos atrás nuestros abuelos y tatarabuelos habían aprendido importantes tesis, quedó destruida por aquellos materiales propios de construcciones ligeras: aluminio, linóleo, porexpán. Qué desconsuelo. Aquel mobiliario lo había visto recientemente, muy similar, en un despacho de la policía de lo criminal, en la calle Ett. Recorrí las filas con la mirada.
Ni un rayo de luz. Sólo una cabeza rizada, del tipo del ciclista estudiantil. En aquel ambiente viciado era un soplo de aire fresco. Estaba mirando de lado, con el rabillo del ojo, un papel, los garabatos de su vecino, quien por su palidez y su seriedad se ajustaba a mi idea de lo que es un estudiante. Un chaleco de punto le hubiera quedado bonito, pero llevaba camiseta.
El de la cabeza rizada susurró algo al paliducho; acto seguido levantó los ojos y examinó con curiosidad a la gente sentada en el alféizar, hasta que encontró en mí —¿o en Rosemarie?— el objetivo que buscaba. Pasaron unos segundos durante los cuales ambos nos miramos fijamente. La cabeza rizada me gustó. Pero me parecía que aquellos jóvenes caballeros ya podían volver a concentrarse un rato más en la lección magistral.
Rosemarie no se dio cuenta de nada. Estaba con la barbilla apoyada en la mano, el codo en el muslo, una pierna encima de la otra, una postura que expresaba a las claras su total atención hacia la profesora, cuyas palabras sonaban quizá a música en sus oídos.
En realidad, la voz de Mara Markowski estaba ahora en un tono más alto, cada sílaba acompasada para enunciar con precisión la fórmula matemática:
—Así pues, en la continuidad de la poesía de Eliot, junto con la acumulación de significados, la cuestión será también la variación de éstos, a saber, el efecto retroactivo de los elementos posteriores frente a los anteriores: Till human voices wake us, and we drown! [hasta que voces humanas nos despiertan, y nos ahogamos].
Recorrió las filas como si quisiera asegurarse de que todos la habían oído y habían comprendido el sentido de sus palabras. ¿Y qué venía ahora?
Sonrió, casi divertida, y dijo:
—Les agradezco su atención, señoras y señores.
Yo fui el único que aplaudió, todos los demás golpearon las mesas. El estrépito llenó la sala. Aquella prueba de que las figuras pueden entusiasmarse de manera tan audible por el saber me hizo respirar con alivio. Pero por suerte aquello ya había terminado también.
—Es fabulosa, ¿no te parece? —preguntó Rosemarie.
—Sí.
La señora profesora Mara Markowski revisó con calma las hojas manuscritas para poner orden donde no se había producido ningún desorden y tratar de ganar tiempo frente a la pequeña delegación que se alineaba a cinco pasos de distancia, y que parecía que fuera a darle una serenata. Era de esperar que no hubiera más discursos.
Entonces se adelantó presurosamente una señora con chaqueta de punto. Caminaba encorvada, como queriendo disimular así el pequeño fallo de dirección escénica que había tenido. En el último segundo recogió un ramo de flores envuelto en celofán, que fue velozmente entregado al de la melena plateada, el jefe de la delegación, quien finalmente se lo ofreció a la nueva catedrática. Si hasta un momento antes había estado totalmente apartado, ahora daba la impresión de ser un hombre que subiera siempre las escaleras de dos en dos para demostrar que está en plena forma, aun estando cerca de la edad de la jubilación. Un ejecutivo de las humanidades. La gente reía, todo tenía que ser más relajado ahora, y no había por qué sorprenderse de la austeridad y la formalidad con que se desarrollaron los parabienes, que ya no interesaron especialmente al público. Al salir, los primeros se metieron las manos en los bolsillos en busca de cigarrillos.
Mi cabeza rizada se volvió a mirarme.
—¡Franz! —llamó el paliducho—. ¿Vienes?
Así que se llamaba Franz. También el nombre era bonito.
—¿Y bien? —Rosemarie revolvió en su bolso, un trasto voluminoso—. ¿Al Salón Schelling?
—¿Ahora?
Franz había desaparecido en la multitud.
—Bueno, vamos —dije.
Mientras salíamos vi que la gente le estrechaba la mano a Mara Markowski, algunos le daban besitos; sólo la rubia del pelo recogido ni la miró. Avanzaba a empujones detrás de mí. No íbamos lo deprisa que hubiera querido.
Rosemarie colgó su bolso en mi hombro como si fuese una percha y dijo:
—Tengo que ir un momento a hacer pipí.
Todos se despedían. No: se saludaban, cotorreaban, aliviados porque el ritual hubiese concluido. Yo estaba apartado, junto a una columna de hormigón, como si fuera una interlocutora petrificada, con una planta senil por toda compañía. Estaba en una maceta de bolitas de barro secas, iluminada desde arriba con luz artificial, y la mantenían con vida laboriosamente para que en su vejez aún contribuyera a dar ambiente. Un matrimonio de edad manipulaba botellas de vino y de champán; no eran profes, sino tal vez el padre y la madre de Markowski. Él la observaba y ella llenaba las copas. Al final ofrecieron tímidamente el refrigerio en una bandeja. Aunque todos ya lo esperaban, fingían sorprenderse, y luego le echaban mano melindrosamente.
—No, gracias —dije. No quería en absoluto empezar con champán y vino.
Vi que unos alumnos de humanidades conectaban cables a los altavoces, al parecer firmemente decididos a armar jaleo a base de bien aquella tarde. Un silbido, el retroacoplamiento, interrumpió durante unos segundos la conversación de los caballeros y las señoras que se encontraban junto a las mesas altas, para volver luego a prestarse atención unos a otros. Los niños brincaban por todas partes y nadie los llamaba al orden. No había nada de comer. Salud. Así son las celebraciones de los universitarios.
Rosemarie debía de estar en la cola del servicio de señoras. Yo aún podía aprovechar el tiempo rápidamente.
En el servicio de caballeros busqué un hueco en las piletas, entre hombres trajeados. El bolso en mi hombro quedaba verdaderamente estúpido.
Quien me conozca sabe que en semejante compañía enmudezco. Algunos hombres, sobre todo algunos que por lo demás no abren el pico, en el retrete se ponen de repente a charlar como si les dieran cuerda. Pero allí había silencio, por el momento. Se podría decir que así mean los universitarios.
Pero entonces se oyó por la derecha:
—¿Qué te ha parecido?
Me volví hacia allí. Robert Fullton me miraba directamente.
—Hummm —contesté.
—¿De veras? —Robert se balanceó sobre las rodillas y meneó la cabeza, indignado—. Todo el mundo está impresionado con esa mujer. Sin embargo, no tiene una buena cabeza, nada de eso. Estructuralismo. ¡Cada vez que oigo eso…! Eso se repitió hasta la saciedad en los años setenta. Lo que le pasa a Mara es que es morbosamente ambiciosa y que, a través de su marido, tiene las mejores relaciones. Por lo menos a ti te habrá supuesto, sinceramente, un mejor conocimiento de la naturaleza humana.
—Bueno… —dije.
Dio un paso atrás subiéndose la cremallera.
—Por cierto, ¿qué haces aquí? Creí no haber visto bien cuando irrumpiste en medio de la conferencia y me sacaste del sueñecito que me estaba echando. Has venido por esa beauty, ¿no? Dime, ¿de verdad es ésa la serpiente con gafas que me dio semejante susto en tu peluquería? ¡Vaya un chasis! ¡Todo mal puesto! Pero un respeto, Tom. Todo puede cambiar en una musaraña como ésta sólo con que tú le des un repaso. ¡La verdad es que la chica está que no hay quien la reconozca!
Me dio en el hombro un golpecito que, cargado como estaba con el bolso de Rosemarie, estuvo a punto a hacerme perder el equilibrio, y desapareció. Por un instante se filtró en el interior el zumbido del vestíbulo; después la puerta volvió a cerrarse. El que el señor de la izquierda hubiera oído sus insultos era para Robert tan trascendente como lavarse las manos.
En la zona de los lavabos puse las manos bajo el grifo. Recé por que hubiera agua independientemente del humor de los sensores, que, de forma muy ingeniosa, no desbloquean nunca la tubería hasta pasados unos segundos. Al mismo tiempo se oyó ruido en una de las cabinas. Otro que aguzaba el oído. A mí me daba igual.
Tal vez lo que me gusta de Robert sea esa desfachatez con que clasifica a las personas según su sistema de calidad, da lo mismo si los productos son verduras frescas o frutos secos. Como si el mundo estuviera compuesto de frutas que uno puede morder, tirárselas o desecharlas. Pero no todo el mundo se deja tratar de esa manera. Los etiquetados están ahí, como ahora Rosemarie detrás de mí en el espejo, en colores zanahoria y aceituna, y se irritan con toda la razón.
—Pero ¿qué se ha creído ése? —exclamó.
—¿Estabas ahí dentro, en la cabina? ¿Había demasiado jaleo en el de señoras?
—¿Y por qué no me has defendido? ¿O por lo menos a Mara?
—Son chismorreos masculinos; es mejor que no hagas ningún caso, no tienen importancia.
Rosemarie se secó las manos, estrujó el papel mojado dejando escapar unos resoplidos mínimos y lo tiró al cubo.
Después salió.
Dejó un aroma que durante toda aquella tarde no había percibido en ella. Era un olor desacostumbrado. No, incluso desagradable. Era artificial y penetrante, y trataba de ser mucho más de lo que era. Aquel perfume no le iba nada a Rosemarie. No tenía nada que ver con ella. Pero hasta a mí se me había pegado.
Era el jabón. Intenté quitarme de la piel aquel jabón universitario a base de frotar. Pero una vez aplicado se quedaba adherido con su fetidez. El olor de la filología inglesa. Hubiera renunciado tan gustosamente a aquel experimento olfativo como a las impertinencias de Robert y a la susceptibilidad de Rosemarie, que despaché como cosa de críos. No me tomé en serio su cólera: un error, como por desgracia sólo más adelante reconocí.
Pero aquella pesada carga seguía tirando de mi hombro y arruinando mi porte, hasta entonces intachable.
—Rosemarie —llamé—, ¡tu bolso!
En el vestíbulo, la banda empezaba.
Una mirada y estuvimos nuevamente de acuerdo: nos quedábamos a tomar una copita. Vi a Franz aporreando el teclado como un energúmeno, lo mismo que la que cantaba, vestida con un top centelleante de finos tirantes. Sólo el paliducho de la camiseta al que sentaría bien un chaleco de punto, el camarada de Franz, tocaba la batería, para mi sorpresa, con tanta pericia que lo convertía todo en una actuación profesional. A Rosemarie le recordó a The Are, cosa que era cierta por temperamento y volumen de sonido, pero yo pensé en las Scissor Sisters, lo que a Rosemarie le parecía una exageración.
Era divertido balancearse al compás con mi estudiante junto a una mesa alta, mirar alrededor y oírla perorar. Había dejado el bolso en el suelo y la copa de vino sobre la mesa y tenía ambas manos libres, como si pudiera apresar con gestos lo que había de especial en la investigación de Mara Markowski, cuyos métodos ella calificaba de «incorruptibles».
Me hacía gracia el entusiasmo de Rosemarie y su intento de darme a conocer lo que llevaba aprendido sobre filología. Pero a mí eso de perderse en detalles nimios me parece absurdo. Como peluquero, antes de cortar no me pongo a mirar con lupa los pelos uno a uno. Eso pasa durante el corte, en el proceso, pero sin que al hacerlo yo pierda la visión de conjunto, el arte.
—Para Mara, un texto no es más que un material que uno desatornilla y mira, y luego reflexiona cómo se puede volver a montar. ¿No es de locos? —dijo Rosemarie.
—Francamente, eso no parece literatura. Me recuerda más a Christopher, que ha intentado arreglarme el calentador de la misma manera.
¿Y qué pasaba —se me vino a la cabeza— con el grifo de la cocinita del café? ¿Habría llamado Kitty a algún sitio?
Rosemarie se acercó el bolso con la punta del zapato y lo aparcó en lugar seguro entre sus pies, como si Robert Fullton, que se acercaba entonces con su copa, pretendiera afanárselo. Robert hizo una seña para que se acercara a la mujer con chaqueta de punto que después de la lección magistral había traído el ramo de flores, y dijo, como si fuera algo extraordinariamente importante:
—¿Puedo presentarles? ¡Mi peluquero!
La mujer se rió; cuando comprendió que era cierto, era demasiado tarde y se sintió muy apurada: había creído que se trataba de una broma. Un peluquero fuera de la peluquería resulta siempre irritante.
—¿Y quién es usted? —le pregunté yo.
—Anne Kaltewasser, secretaria del departamento.
Debajo de la esponjosa chaqueta de punto iba con la espalda descubierta. Llevaba un corpiño bastante sexy. Pero después, probablemente, había tenido frío y había echado mano de la chaqueta, cuyos bultos demostraban que estaba siempre colgada del respaldo de la silla. Estábamos todos en silencio. Mi conversación con Rosemarie se había extinguido. Hubiéramos debido marcharnos en aquel momento, sin demora.
Pero Robert improvisó una cancioncilla al ritmo que marcaba la batería:
—¡Mirad-todos-a-la-Zahn! ¡Al-decano-va-a-atacar!
Se refería a la imagen de la rubia del pelo recogido sirviendo una copa a la eminencia gris. ¿Y qué hizo el señor aquel? Aceptó sonriendo la bebida, le volvió la espalda, brindó dirigiéndose a su círculo, y puede que todo lo hiciera sin mala intención. La expulsada, a la que no se permitió entrar en el egregio corro, se mantuvo rubia y valerosa en su lugar de la segunda fila. A Mara Markowski no le hubiera pasado aquello. Por cierto, ¿dónde estaba?
Rosemarie quería marcharse, y de inmediato. Se colgó el bolso al hombro. Yo estaba completamente de acuerdo y le hice una seña: ¡venga, nos largamos!
Justo entonces calló la música.
Sinceramente, para mi gusto el aplauso podría haber sido más fervoroso. La banda lo había dado todo y recibía muy poco a cambio. Alguien tenía que acercarse a decir a los muchachos que, dejando aparte sus peinados, habían estado muy bien. Que incluso podían hacerlo mejor, si seguían trabajando. Tenían posibilidades.
Robert puso los ojos en blanco porque Mara Markowski aprovechó el silencio para dirigir un pequeño discurso, unas palabras sin micrófono, a la comunidad de fans que la rodeaba, de la que estaban excluidos el profesor y la secretaria, la extraña tropa de la mesa de los perdedores, con la estudiante y el peluquero sin lobby. Pero Robert debería controlarse y mantener la boca cerrada. ¡Era el gran día de Markowski! Todo era cuestión de respeto, consideración y cortesía.
—Un minuto —dije a Rosemarie, y me fui en dirección a Franz y al escenario. Aquel minuto estuvo de más.
No oí lo que dijo Robert. Solamente oí el bofetón, me volví y vi unas marcas rojas en la bien afeitada mejilla de Robert. Puede que hubiera habido una alusión ofensiva.
No era la primera vez que veía abofetearse en público a personas adultas. El efecto es siempre tremendo: con un tortazo, cualquier reunión, por aburrida que sea, se convierte en una excitante fiesta. Y Robert, de eso estaba seguro, no era la primera vez que cobraba, antes bien guardaba toda una serie de esos dolorosos trofeos y era probable que estuviera bastante orgulloso de ellos.
Pero allí, entre universitarios, era diferente. Compañeros, competidores y alumnos habían sido testigos directos de un ruidoso escándalo que tenía todos los ingredientes para acabar constituyendo una leyenda en la facultad: ¡una alumna le ha atizado al profesor! Estaba en juego la autoridad de Robert. Esto no era una broma. Yo no hubiera podido decir quién estaba más perplejo, si Robert, Rosemarie o el público. En medio del espantado silencio, la gente ya cuchicheaba preguntando quién era aquella pelirroja, a la que en aquella facultad aún no se había visto mucho. Yo tenía muy claro que aquel acto tendría consecuencias. Todas las bofetadas tienen consecuencias. Una bofetada es un paso crucial.
La primera en reaccionar fue Mara Markowski. Como siguiendo una línea trazada a cordel se acercó a nosotros y dijo, en el tono de una persona civilizada:
—¡Señorita Clifford, por favor, venga a mi despacho!
Condujeron fuera a Rosemarie. En aquella explicación, me temía yo, llevaría todas las de perder. Y yo no podía hacer otra cosa que esperarla, visto como su presunto cómplice y evitado por la gente, que ya se marchaba a casa meneando la cabeza y discutiendo sobre la degeneración de individuos y costumbres en la universidad. Sólo se oían algunas risas aisladas.
Rosemarie no volvió a aparecer.
Al llegar a casa, arrojé la llave sobre la mesa. Tenía mala conciencia. Pero ¿hubiera podido impedir el estallido de furia de Rosemarie? Puede que tuviera que cambiar de carrera. De ser así tendría suerte. Pero era más probable que fuera expulsada de la universidad y se viera excluida de la institución que tantas posibilidades le hubiera ofrecido. Desde luego, era como para morirse de risa.
Me quité los zapatos. Pero ¿qué quería hacer con la filología inglesa, quién necesita otra filóloga inglesa? Había sido un experimento, una idea fija. Pero todo había sucedido porque Robert se había puesto a presumir de profesor en mi peluquería y después Stephan le había metido en la cabeza aquella idea de ir a la universidad. Como si alguien con el bachillerato no pudiera hacer nada más astuto que estudiar. Ya se ve adónde conduce el ejemplo de Stephan: producir papel, tergiversar leyes y entretanto seguir soñando con Porsches. De todos modos había hecho carrera y ganaba bastante. Cierto que el precio es una jornada de catorce horas. A mí, su mejor amigo, sólo me había llamado por teléfono una vez en las últimas semanas, y la había interrumpido a causa de una «llamada por la otra línea». Qué se le va a hacer.
Apreté el botón para rebobinar el contestador automático.
La primera que, cansada, pedía que le devolviese la llamada fue Régula. Aún no podía saber nada del desastre acaecido en la universidad. Era probable que se tratara del encuentro con mi madre y Monsieur y del viejo juego de sondear humores e intercambiar conjeturas acerca de cómo se iba a desarrollar todo. El que mi madre hubiera retrasado la visita dos semanas no tenía ninguna importancia, al contrario: dejaba aún más espacio para las especulaciones. Pero no tenía ganas de llamar a mi hermana. Le haría una breve llamada por la mañana, desde la peluquería.
Quedaba otro mensaje.
—Tom. Tengo que hablar contigo. ¿Te va bien mañana mismo? Llámame, por favor.
No había contado con Sabine, la mujer de Stephan desde hacía años. Una llamada suya era algo que en mi vida cotidiana se producía con tanta frecuencia como un corte de pelo echado a perder, es decir, nunca jamás. Su voz queda parecía cargada de preocupación. Había pasado algo. Algo grave. Sólo podía tratarse de Stephan.
Puse pasta de dientes en el cepillo y, mientras me paseaba por la habitación, tropecé con un cable: ¿y si Stephan estaba enfermo?
Tenía un sabor mentolado en la boca y una sensación desagradable en la tripa. Debía tomar una tableta contra el dolor de cabeza y no volverme loco.
Caí en la cuenta de que llevaba todo el día sin pensar en Alioscha. Podía llamarlo, contárselo todo. Él reduciría el desastre de Rosemarie a una anécdota y quitaría dramatismo a mi preocupación por Stephan. Me hablaría de azulejos de colores y de bellos cuadros y me recordaría que en el mundo hay otras cosas aparte de mis historias muniquesas.
Pero despertaría a mi amado. En Moscú era aún más tarde que en Munich.
Me fui a la cama con una tableta encima de la lengua y una botella de agua bajo el brazo, nada más.
El único rayo de luz de aquella tarde había sido aquel estudiante. Pues sí, aquel Franz me gustaba.