9
Revolví en el perchero buscando una chaqueta. Ese esbelto mueble que tengo en el pasillo es como una gran cebolla; yo me iba abriendo paso entre las capas: ¡mi abrigo ribeteado en piel! ¡Mi chaqueta de safari color arena con bolsillos de plastrón! Magníficos hallazgos. Y la bicicleta seguía estando allí también.
Eché un vistazo al comedor, en el que de pronto parecía como si alguien hubiera encendido la luz. El sol iluminaba la estancia y exhibía las superficies, que Agnes había dejado impolutas. Volví a colgar el abrigo. No me esperaba ningún cliente, sino mi jornada en el despacho. Y tuve una idea.
En el estante más alto anidaba, con su discreto azul oscuro, el jersey de marinero a rayas dobles desde que Alioscha me lo trajo de Hamburgo, el otoño anterior. Tenía cuello y cierre de cremallera, y aunque su aspecto práctico y deportivo no era en absoluto mi estilo, ahora, con el virus del catarro acechando en todas las esquinas, resultaba perfecto.
La bicicleta apenas pesaba cuando la levanté para sacarla de su rincón. Trataría de no pillar un resfriado. Dejé vagar la mirada por la habitación y durante un momento me imaginé a Alioscha contemplándome sonriente —con mi jersey y mi bicicleta— y preguntándome: «¿Equipo nuevo? ¡Lo que has cambiado! Tienes pinta de estudiante».
Y poco después de las nueve estaba todo nuevamente en silencio en la calle Hans Sachs. Me subí a los pedales. El aire era fresco y tonificante. Montado en la bicicleta de Alioscha, torcí a la izquierda por la calle Müller, pero sólo hasta la plaza de la Puerta de Sendlinger, donde todo se volvía ya demasiado complicado para mí con tantas calles y carriles, los coches y los tranvías. Había perdido práctica.
Después de tres semáforos me cambié al otro lado, al Oberanger, rodé cuesta abajo dejando atrás el Rindermarkt, crucé la Marienplatz pasando por en medio de un grupo de colegiales que a tan temprana hora ya se habían reunido para visitar monumentos, y giré en el Ayuntamiento para entrar en la zona tranquila. Al tocar el timbre de la bicicleta, los peatones se apartaban con más presteza de lo necesario. Dallmayr quedó atrás a toda velocidad, y después de cruzar la plaza Max Joseph logré adelantar al tranvía azul que viene del Ederer, el restaurante favorito de mi madre, y se mete por la calle Maximilian. Luego crucé la calle de la Residencia, sin pararme a ver los zapatos de Eduard Maier para la nueva temporada, que ya conocía, y atravesé inmediatamente la plaza del Odeón para tomar la calle Ludwig. Me alcanzaban otros ciclistas con la espalda encorvada y muchos con casco. Cambié de marcha. Las llantas bramaban y zumbaban como un motor. A cada vuelta de las ruedas y a cada metro conquistaba, mediante la fuerza muscular, una sensación de independencia, una nueva sensación de libertad, de libertad muniquesa… Frené.
Me había pasado la plaza de los Hermanos Scholl. Alguien me adelantó haciendo sonar el timbre. ¿La calle Schelling? Me había ido demasiado lejos y tenía que regresar por el otro lado.
Delante de mí se detuvo junto a la acera un automóvil oscuro. Un bonito Volvo, pensé, pero, qué lástima, con un bollo en la puerta del copiloto. Pero esas cosas pasan alguna vez al apearse.
Se abrió la puerta; no se vio más que un pie estrecho, un botín con una hebilla de adorno a un lado, una majadería. La punta del botín tocó la acera sólo un instante. Una hermosa pantorrilla que se estiró como si la señora, detrás de los cristales tintados, se hubiese vuelto a recoger rápidamente el bolso del asiento de atrás o un beso del asiento del conductor. Detrás, alguien tocó el claxon. Delante estaba ya en verde.
Me puse en marcha. El Volvo giró a la derecha, delante de mi rueda, sin que el conductor echase un vistazo por encima del hombro, como explican en la autoescuela que hay que hacer, y de repente no vi más que la chapa con el bollo. Mis frenos de mano —accioné los dos— me levantaron del sillín. Un poco más de energía y la maniobra me hubiera lanzado por encima del manillar.
—¡Idiota! —grité.
Pero el conductor del Volvo pisó el acelerador tan contento y ni vio ni oyó nada. Bastó un momento para que yo reconociera aquella cara y aquella sonrisa que tanta satisfacción revelaba. Era Hans-Georg Markowski, el decano de cabello plateado. ¡Deberían apartar de la circulación a aquel abuelete con su inclinación a cometer homicidios por imprudencia!
Hizo un gesto jovial a la mujer que se había apeado del coche y que ahora cruzaba corriendo la calle Schelling en dirección a la facultad, todo lo deprisa que su estrecho vestido y sus botines de tacón alto le permitían. Era rubia, era la rubia natural Steffi Zahn.
Irritado, aparqué la bicicleta entre otras dos y con los dedos tiesos puse el cierre de seguridad en la rueda trasera. Era demasiado temprano; Rosemarie y Christopher no habían llegado aún.
El decano Hans-Georg Markowski y la estudiante Steffi Zahn: ¿eran pareja y no querían que los vieran juntos? Me habían parecido muy íntimos, casi enamorados.
¿Qué me importaba a mí eso? Mejor aprovechaba el tiempo e iba a comprarme unos bonitos guantes de ciclista, los clásicos de piel con poros finos, quizá de los que se abrochan en la muñeca. Pero allí sólo había una librería.
Busqué The Love Song of J. Alfred Prufrock, no traducido sino el original inglés, en el que Rosemarie contaba sílabas. Quería echarle un vistazo.
—El plazo de entrega son dos semanas —dijo la vendedora.
—¿Tanto? —miré por la ventana. ¿Cuándo iba a volver a aquella calle Schelling? Nunca más, pensé.
Pasó por fuera Mara Markowski, la catedrática. Llevaba una mano congelada en el cuello del abrigo, la otra en la cartera de piel. Venía andando mientras su marido hacía de chófer para traer a la facultad a una mujer más joven.
Decidí hacer el pedido en la calle Hans Sachs y dije a la vendedora:
—¡Gracias, adiós!
Seguí a la catedrática a su despacho, el escenario bélico del «ataque bacteriológico», como lo llamaba Rosemarie. Christopher lo arreglaría y Rosemarie, «aprovechando la ocasión», me enseñaría su lugar de trabajo. Yo encontraba conmovedor lo orgullosa que estaba de su rango de auxiliar de investigación del auxiliar de investigación. Y tenía también cierta esperanza de volver a ver a Franz, la cabeza rizada, por ejemplo en aquella cafetería de los estudiantes, donde aquél, según Rosemarie, prepara «el mejor capuccino de toda la facultad». A ver si Franz tenía algo en la cabeza aparte de la música y el café.
El rayo de luz de la escalera acarició el liso cabello de Mara Markowski y lo hizo brillar como una suntuosa capucha. Al final del pasillo, desapareció en una habitación. Tal vez estaba allí su despacho. En el banco de delante aguardaba ya una figura. ¿Rosemarie? No, Steffi Zahn. Se miraba las puntas de los botines, como si hubiera hecho alguna travesura. O tal vez estaba reflexionando sobre lo feamente que acorta la pierna un botín. Quizá había también impaciencia en su manera de columpiar el pie, por tener que esperar hasta que los catedráticos, el matrimonio Markowski, la recibieran.
«Cat. Dr. Hans-Georg Markowski - Decano» se leía en el rótulo de la puerta. Yo no lo quería ver a él. Una puerta más allá: «Anne Kaltwasser - Departamento de Inglés, Secretaría». La siguiente puerta: «Cat. Dra. Mara Markowski».
—¡No está ahí —dijo alguien en voz alta—, sino aquí!
La señorita Zahn me señaló con el dedo la puerta del decano. Retrepada en el asiento, me examinó detenidamente. Había comprendido de inmediato que no conocía el terreno.
—Si quieres ver a la profesora Markowski, tienes que informar en el despacho de la Kaltwasser.
—No lo sabía.
—Por eso te lo digo.
—Gracias.
—Y ¿te digo otra cosa? —inquirió la señorita Zahn—. Yo tengo cita con los dos Markowski. Con él y con ella. De modo que da igual a cuál quieras ver: a mí me toca antes que a ti.
Se oía hablar detrás de la puerta del decano. No entendía las palabras, pero reconocí la voz de Mara Markowski. El agradable timbre de voz de la joven catedrática que tanto me había gustado durante su conferencia tenía ahora una resonancia dura y metálica. La voz opaca del decano intervenía con tono apaciguador. No parecía una charla amistosa. ¿Cómo iba a serlo? La señorita Zahn se reunía con los Markowski, en cuyo matrimonio había interferido. Una cita peliaguda, pensé. No envidiaba a la rubia por aquella entrevista.
Miré el reloj. ¿Dónde se habían metido Rosemarie y Christopher? No iba a estar esperando allí eternamente.
—Mi cita es a las diez. ¿Y la tuya? —dije.
—A las nueve cuarenta y cinco. Pero los Markowski todavía están discutiendo.
—¿Sobre qué?
Me senté a su lado en el banco. La voz clara del interior se interrumpió de nuevo bruscamente y enmudeció. Un caso claro: pelea matrimonial.
—Ella es la vocal en mi tesis. Porque Petersen se ha puesto enfermo. Para mí es una catástrofe —volvió la cabeza para mirarme—. Pero yo te he visto antes alguna vez.
—En su conferencia.
—Entonces, ¿estás haciendo el doctorado con ella? Que te diviertas.
—¿Por qué dices eso?
—Ya oyes la que están organizando ahí dentro. Ya procurará ella ahora que no quede piedra sobre piedra. Me dan ganas de vomitar.
—¿Quieres decir que van a hacer trizas tu tesis doctoral?
Pero para ella era más importante comprobar cómo quedaba el cuello de su blusa sobre la solapa de la chaqueta del traje, para demostrar que estaba por encima de todo. Tenía el mentón débil y empezaba a echar papada. Sé lo que es eso.
—Sólo que me sorprende, quiero decir, que te haya admitido —dijo—. Al fin y al cabo ya no eres el alumno más jovencito.
—Desde luego.
—Y que, en cuanto a los hombres, se deje deslumbrar por su apariencia, ojos azules, hoyuelos y esas cosas… no parece su estilo. Así que algo especial tendrás. ¿Lo tienes?
—¿Tú no?
—Descuida. Estoy acostumbrada a todo esto. Terminaré y luego me iré de aquí. Hasta nunca.
—Cuando tengas el doctorado.
—Eso es.
—¿Y luego qué?
Ella sonrió.
—Me temo que eso no te importa.
Al extremo del pasillo rechinaban suelas sobre el linóleo. Ahora que la conversación se ponía interesante llegaban Rosemarie y Christopher.
—Me llamo Tomas. ¿Y tú? —dije.
—Steffi.
Mi mano extendida la sorprendió. La suya estaba bastante fría, quizá no estuviera tan relajada como aparentaba. La cita con los Markowski la ponía nerviosa. Eso me resultó simpático.
Nada más llegar Christopher explicó:
—No había manera de que Anna decidiera qué quería ponerse —y mientras tanto, con la bolsa de plástico colgada de la muñeca, miraba a Steffi Zahn. Claro, a mí ya me tenía muy visto—. Hola —le dijo.
Steffi esbozó una breve sonrisa.
—Tu señora Markowski está todavía hablando con su marido, y luego tienen que ver a Steffi. ¿Vamos a tomar un café entretanto, quizá en esa cafetería vuestra? —dije a Rosemarie.
—Chicos, yo no tengo tanto tiempo —dijo Christopher.
—¡Un momento! —exclamó Rosemarie.
Llamó a la puerta de la secretaría y la abrió. En el interior vi la mesa y a la secretaria de perfil, y encima del respaldo la chaqueta de punto esponjosa. Rosemarie le dijo:
—¡Hola, Anne! Por favor, dame la llave. ¿Cómo? No. Es Tomas, ya lo has visto alguna vez —hizo un ademán en mi dirección—. Y el otro es Christopher, el experto informático.
—Hola —dije yo. Christopher hizo un gesto indolente, pero permaneció detrás de mí.
—¡Señor Prinz —llamó Anne Kaltwasser—, creo que he visto su foto en una revista!
Pero antes de que tuviera tiempo para contestar que era muy posible, se abrió la puerta que comunicaba la secretaría con el despacho del decano. Mara Markowski se asomó y dijo:
—Por favor, café —sin que estuviera muy claro si la orden iba dirigida a la secretaria, a la estudiante o al peluquero. Y en dirección al pasillo—: ¿Señorita Zahn?
Me echó una ligera ojeada. En el acaloramiento de la discusión se le había soltado un mechón del peinado. Con un movimiento de la mano lo obligó a volver a su sitio, donde, de nuevo en orden, contribuyó al cuidado efecto general.
En el despacho vi a Hans-Georg Markowski estirando los brazos a los lados y poniéndose la chaqueta para la parte oficial de la entrevista. La camisa era de buen corte y le quedaba muy aceptablemente, como me gustaría a mí sí, pasados veinte años, hubiera llegado a su edad. Sólo que las manchas oscuras bajo las axilas, tal vez consecuencia de la discusión matinal con su mujer, quedaban feas.
Abrimos paso a Steffi Zahn para que entrara, a través de la secretaría, en el despacho, donde la esperaban los Markowski. A cada paso que daba le crujían los botines como si se quejaran en voz baja. La puerta del despacho del decano se cerró. Yo estaba seguro de que Steffi Zahn, si tenía que competir con Mara Markowski, no tendría ninguna oportunidad. Pero no podía formarme un juicio sobre si el sudado Markowski sería un buen abogado para su tesis o si con su defensa pondría las cosas todavía peor.
No sé lo que pensaron los demás, pero las palabras de Rosemarie constituyeron para mí una diplomática iniciativa:
—Enseguida traigo el café.
Anne Kaltwasser respondió con una contraestrategia pragmática:
—Vosotros ocupaos del ordenador, ya voy yo por el café —y dirigiéndose a mí, como a una amiga de la que se espera que muestre comprensión con los pequeños inconvenientes—: Es que la máquina está estropeada.
Yo estuve conforme con todo.
Christopher estaba en el pasillo, apoyado en la pared, y preguntó:
—¿Ya podemos empezar?
Rosemarie metió la llave en la cerradura y murmuró:
—¡No estaba cerrado!
Entramos. Christopher dejó su bolsa en la mesa y preguntó:
—¿Es éste?
Se oyó un pitido. El ordenador se encendió.
El nuevo lugar de trabajo de Rosemarie, con una estantería llena de arriba abajo de libros de literatura; no esperaba yo otra cosa. Una mesa con toscos trabajos de talla, un sillón para la profesora y, al otro lado de la mesa, una sillita en la que los alumnos recibían nerviosos sus calificaciones. Puede que la mesa auxiliar junto a la ventana fuera la del ayudante, y por tanto también la de Rosemarie. Y papeles por todas partes, una demencial producción de ideas científicas. ¿Quién leería todo aquello? Pero algo me distrajo. Había un olor raro.
Primero sospeché de los dos sillones que se encontraban en el camino de la secretaría. En el salón de mi abuela hubieran quedado modernos. Mohosos muebles de familia, probablemente del cuarto de estudiante de Mara, que los seguía encontrando apropiados para su despacho de catedrática, al igual que las galletas grisáceas que había en un platito encima de la mesa. Muy bien, si se veneran las antiguallas.
Entonces descubrí la cinta que cerraba herméticamente la puerta al despacho de Anne Kaltwasser y la inutilizaba. La puerta había sido sellada por una persona que debía de ser bastante rara.
—Eso es de la época en que Anna fumaba tanto —explicó Rosemarie—. Mara es muy sensible.
—Abre la ventana —pidió Christopher.
—Está abierta —contestó Rosemarie.
Un olor nauseabundo salía de algún agujero o de una hendidura oculta y la corriente de aire simplemente parecía ayudarle a ascender.
Rosemarie olfateó por los libros.
—Quizá haya algo detrás. Un sándwich rancio o algo así.
No había forma de correr el pesado mueble.
—Ayúdame —dije a Rosemarie.
Quitamos parte de los libros de los estantes para que costara un poco menos empujar el mueble. El polvo nos ennegreció las yemas de los dedos. Un trabajo sucio.
Llamaron y la puerta se abrió.
—¡Hola!
El estudiante paliducho del chaleco de punto, que, como siempre, llevaba camiseta y que tocaba la batería tan asombrosamente bien.
—Ahí están tus libros —informó—. Menos el Attridge. Vendrá en préstamo interbibliotecario. ¿Estáis de mudanza?
Moví la estantería unos centímetros.
—¡Rose! —llamé—. Efectivamente, aquí hay algo. Ayúdame. ¡Sí, tú también!
Rose y el alumno empujaban con torpeza, siempre justo en dirección contraria. Estiré el brazo todo lo que pude, pero la manga del jersey de Alioscha era demasiado gruesa y me estorbaba para llegar a aquel oscuro hueco entre el mueble y la áspera pared de atrás, en la que se me quedaban enganchados los puntos. Solté una maldición en voz baja.
Algo cayó al suelo deslizándose lentamente por la pared. Pero ¿era un sándwich o qué? Intenté agacharme dentro del hueco. Necesitaba más sitio. El hedor era insoportable. Había asquerosas telarañas por todas partes. Ahora tenía que procurar no estornudar o hacer caer la estantería con un movimiento en falso. El alumno flacucho no podría sujetarla.
Apreté bien. ¿Por qué no me ayudaba nadie?
—¡Christopher! —llamé.
Gané un centímetro de espacio. Lo pillé. Un paquete, blanducho y húmedo. Era repugnante.
—¡Ya lo tengo! —exclamé; maniobré para retroceder, sin tener ni idea de lo que había atrapado y sin saber qué era más repugnante, si el olor o la consistencia.
Mara Markowski miró con fijeza el regalo que yo llevaba en la mano. No había oído entrar a la catedrática.
Como si se tratara de un presente para la anfitriona, tomó el paquetito grisáceo, lo llevó en silencio al escritorio y lo dejó encima. Christopher se acercó, interesado. Con Rosemarie y el alumno éramos cuatro los que estábamos alrededor de la mesa, tras la cual se sentó Mara Markowski. La situación tenía una cierta solemnidad.
Sólo vi sus dedos, que agarraron el papel, dieron la vuelta al paquete y lo desenvolvieron. Era una ceremonia que no debía celebrarse con precipitación pero tampoco demorarse innecesariamente. Era una tarea que era preciso resolver.
Lo que había ante nosotros en la mesa era difícil de describir. Era algo, un pez muerto o un trozo de carne, en el paso de un estado a otro y además aterradoramente vivo. Éramos testigos presenciales de un proceso de descomposición y perturbábamos a los gusanos en su hormigueante actividad, que Mara miraba fijamente con expresión de pánico, como si fuera incapaz de encontrar en aquello una estructura y un orden. Allí, un criminal desconocido procedía de acuerdo con un método enfermizo.
Rosemarie fue la primera en reaccionar. La avispada estudiante se transformó en la pragmática au pair; quitó de en medio aquella porquería en un santiamén y dijo:
—Ahora a lavarse las manos todos.
Nunca hubiera imaginado que llegara a estar tan agradecido al perfume del jabón de filología inglesa.
Me lavé una y otra vez.
—¿Pasan a menudo estas cosas, quiero decir, aquí, en la universidad? —pregunté mirando al espejo, en el que veía la cara pálida del alumno del chaleco de punto, que, aunque no había tocado nada, se frotaba también los dedos.
—Creo que no. De todos modos —me miró de arriba abajo y sonrió—, tal vez es que nadie ha buscado nunca tan a fondo.
—¿Por qué?
—Porque está usted lleno de telarañas.
Tiré de las guirnaldas grises que me colgaban de la lana azul oscuro. El alumno me ayudó amablemente. Hasta en el pelo tenía aquellas telas polvorientas.
—Gracias —le dije.
—¿Es usted amigo de Rosemarie, verdad? —me preguntó.
—Sí, vive en casa de mi hermana.
—Lo he visto esta mañana, en la bicicleta.
—¿De veras?
—Y cómo esquivó a Markowski por poco.
—El Volvo, sí, fue por los pelos, ya lo sé.
—Y luego estuvo usted en la librería. No es que le haya seguido. Yo también tenía que entrar.
—¿Ah, sí?
—¿Busca algo en concreto?
—Nada urgente. Pensé que como en esa lección magistral se habló de él y Rose está haciendo el recuento de todas las palabras… Y justo entonces tenía tiempo porque había llegado temprano…
—¿Qué es?
—T. S. Eliot. The Love Song…
—… of J. Alfred Prufrock.
—Eso es.
—Puedo proporcionárselo. Quiero decir que lo tenemos en la biblioteca.
—Muy amable de su parte, pero ya lo compraré cuando tenga ocasión en mi barrio, en Glockenbach.
—Puede comprarlo luego de todos modos. Venga. Se lo enseñaré.
Pues muy bien. Por qué no. Le seguí.
—Por cierto, soy Sebastian. Sebastian Richter.
—Tomas Prinz. Puedes llamarme Tom.
Caminamos uno junto al otro.
—¿Tienes alguna sospecha de quién ha hecho eso? —pregunté.
—Ni idea.
—¿Tal vez un alumno al que se hayan cargado en un examen?
—Tal vez. Pero no sé quién pueda ser.
Sin mencionar el ataque con el virus informático, dije como quien no quiere la cosa:
—La señora Markowski se lo ha tomado con mucha tranquilidad.
—No es fácil sacarla de quicio —contestó Sebastian, pero yo no estaba seguro de si lo decía como un cumplido.
—¿A ti no te cae bien? —inquirí.
—No puedo afirmar tal cosa. Es una mujer estupenda, pero yo pertenezco más bien a la fracción Fullton. Con él puedo dedicarme a mis asuntos sin que esté siempre metiendo la cuchara.
—Comprendo. Y la otra es la fracción Markowski.
—Exactamente. Aquí, en la facultad, hay dos campos. Y llega un momento en que uno, como alumno, tiene que decidir a cuál pertenece. Y si los partidarios chocan…
—… ¿puede haber muertos?
—No olvides que estamos en la universidad. Aquí se pelea con nivel.
—Con animales muertos detrás de estanterías yo no hablaría de nivel.
—Eso también es cierto.
Habíamos llegado a la puerta de la biblioteca.
—¿Y tú qué estudias, cuáles son esos asuntos en los que Robert no mete la cuchara? —pregunté.
—Procesos literarios transnacionales. Lo que me interesa es un principio, un pequeño aspecto que hay que examinar bien de una vez.
—Parece apasionante.
—Ya te digo, ¡es fascinante! Mister Fullton quiere incluso intentar que se conceda una financiación privada —Sebastian se volvió a mirarme—. O sea, dinero para investigar. Y no hay nada en contra de Mara Markowski. Pero no se trata sólo de contar verbos y adjetivos.
Una alumna, la vigilante, que estaba sentada con un libro junto a la entrada, levantó brevemente la vista y dijo:
—¡Hola!
Tampoco era mal empleo. Los jóvenes trabajan, investigan, estudian y mantienen en funcionamiento sus propios dominios. Buen sistema.
—Por ese lado —susurró Sebastian.
Había tal silencio que se oía cuando alguien pasaba la página. En las mesas de al lado de la ventana había espaldas inclinadas sobre sus lecturas.
Sebastian abrió un fichero y buscó en las fichas. Se veía que tenía práctica.
—T. S. Eliot. ML barra X 500 coma 32 —leyó—. ¿Puedes apuntarlo?
Estuvimos vagando por entre las estanterías. Había alguien acuclillado en el suelo mirando las signaturas en los lomos de los libros, como un investigador a la caza de pequeños insectos.
Sebastian recorrió con el dedo las hileras, sacó un libro, lo volvió a meter, se detuvo, sacó otro y me lo tendió sin decir palabra. Collected Poems. Un tomo bastante grueso que ya habían sostenido muchas manos. Ahora me tocaba a mí cargar con él.
—Puedes llevártelo —dijo Sebastian—. Yo me hago responsable del libro. No hay problema, trabajo aquí.
—Muy amable, pero…
—Míralo con calma y me lo devuelves cuando quieras.
Fui detrás de él.
—No puedo admitirlo, Sebastian.
Cogió un papel y empezó a escribir en letra de imprenta.
—¿Me dices tu dirección? —susurró.
—Calle Hans Sachs, 10.
Lo anotó.
—Ya está.
—¡Gracias! ¿Cómo puedo corresponder?
Se limitó a menear la cabeza.
—Hasta pronto.
—Por cierto —añadí—, quería decirte una cosa para terminar: la actuación con tu banda no estuvo nada mal. Eso va también por tu amigo del teclado.
—¿Y la cantante? —preguntó Sebastian.
—¿La cantante? —di un paso hacia él—. Hablando con franqueza, no me convenció.
Sebastian hizo un gesto afirmativo con seriedad, como si yo hubiera identificado a la primera el problema que le preocupaba desde hacía tiempo.
—Lo cierto es que estamos buscando un refuerzo —explicó—. Una cantante de verdad. ¿Y sabes en quién hemos pensado? En miss Clifford.
—¿En Rosemarie?
—No porque sea ahora muy conocida en la facultad, aunque esa circunstancia no perjudicaría a nuestra banda. No. Es que he oído cómo canta. Ella en el despacho de Mara Markowski y yo al lado, con Anna en la secretaría. Sonaba, ¿cómo te lo describiría?, tan ensimismado, como de otro mundo. Tenía mucha clase. Franz también opina que sería perfecta para nosotros. Sólo que, por desgracia, ella no pareció entusiasmarse con la idea.
—No te lo tomes como algo personal. Está hasta arriba de cosas, ¿sabes?
—A lo mejor se lo vuelve a pensar. Sería realmente estupendo.
—Que tengas suerte. Hasta luego.
En la escalera hojeé mi libro nuevo, el préstamo de Sebastian. Una persona formal y amable, y en absoluto tan paliducho como me había parecido al principio. Al contrario: aquel muchacho sabía lo que quería. Pero también estaba muy seguro de sí mismo. Y era un gran fan de Rosemarie.
Leí el primer verso: Let us go then, you and I [vamos pues, tú y yo].
Ahora sólo me quedaba decir adiós a Rosemarie. Teníamos que hablar más tarde con detenimiento del objeto hallado detrás de la estantería. Esperaba que Christopher le hubiera cogido el tranquillo al virus.
Los jóvenes se dirigían charlando hacia el aula, se oían risas, un despreocupado ruido de fondo que se produce cuando todos están de acuerdo en que les aguarda un evento especialmente importante, el acontecimiento del miércoles. Entre la multitud que estaba abajo distinguí el traje de tweed. Naturalmente: Robert Fullton daba su clase sobre Shakespeare, tal como había dicho, siempre los miércoles, de once a una. ¿Qué quería hacer en Paderborn aquel hombre? Aquí era una estrella del pop, asediado por los fans de camino a su actuación.
Pero sólo uno se permitió pasarle a Robert el brazo por encima de los hombros, como si fueran camaradas charlando sobre algo. Desde mi punto de observación en la escalera vi el cabello plateado de Hans-Georg Markowski, que, contra lo que se podía suponer, en la coronilla no llegaba a cubrir por completo el rosado cuero cabelludo. El decano estaba diciendo algo al oído del profesor. Robert miraba de soslayo. Markowski le dio una palmada en el hombro y se fue escaleras arriba, hacia mí, sonriendo con satisfacción de haber liquidado con una observación algo para lo que algunos de sus colegas jóvenes necesitan muchas frases, discursos enteros o incluso tesis doctorales. Subía las escaleras corriendo y, como me había figurado, de dos en dos, para que a nadie se le ocurriera pensar que era un viejo del que se pudiera prescindir antes de hora.
Robert permanecía inmóvil en el sitio, como si estuviera conectado a una espoleta de tiempo.
—¿Te has enterado —le dije— de lo que ha pasado en el despacho de Mara Markowski? ¡Ocurren cosas horribles aquí!
—Como en la mafia —completó Robert, ni siquiera sorprendido, y entró en el aula detrás de sus alumnos. «Departamento de Inglés. Aula A», ponía en la puerta. El jefe de la fracción Fullton y el jefe de la fracción Markowski habían chocado, no de una manera ruidosa, como con la bofetada de Rosemarie diez días antes, ni asquerosa, como en mi apestoso hallazgo detrás de la estantería, sino… ¿cómo había dicho Sebastian?, con nivel.
La mayoría de las sillas plegables estaban ya ocupadas, pero seguían entrando alumnos que se apretujaban entre ellas como podían. Robert ordenaba sus notas en el atril. Su postura, con los riñones rígidos, me revelaba su tensión.
Delante del todo descubrí a Rosemarie. Estaba limpiando la pizarra. Al parecer había resuelto enmendar su falta, no de mala gana sino gustosamente. Con la esponja mojada limpiaba como con un limpiaparabrisas la seca tiza, al ritmo de alguna canción que probablemente tarareaba para sí. Los catedráticos y los profesores se hacían la vida imposible, pero ella tenía aquel bonito trabajo con una estupenda catedrática y le habían pedido que cantara en una banda de lo más in. Rosemarie había nacido de pie y era una pequeña estrella.