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No encontré hueco en el aparcamiento de bicicletas. Avancé siguiendo la pared y descubrí la entrada lateral de la Facultad de Filología Inglesa, un atajo que ahorraba dar un rodeo hasta la puerta principal. De lo contrario tal vez me hubiera llamado la atención la luz azul.

En los bancos del vestíbulo sólo había unos pocos estudiantes aquel día. Los demás estaban quizá todos en clase, excepto los tontorrones que, en el jardín, correteaban alrededor de la mesa de ping-pong y ponían el máximo empeño en atrapar la pelota dando un salto de carpa para rematar al contrincante de un golpe. Como si no hubiera nada más importante. Reflexioné si debía llevar primero el libro a Sebastian a la biblioteca o pasar un momento por el café de la facultad a ver a Franz.

No, primero quería ver qué tal le iba a Rosemarie después del jaleo del día anterior por la luna rota. Entonces vi a los policías.

Parecía como si estuviera siguiendo a los hombres de uniforme, que caminaban justo delante de mí. Nos dirigíamos al mismo sitio. Era el mismo pasillo donde la semana anterior había estado charlando con Steffi Zahn sobre su doctorado, delante del despacho de la profesora Mara Markowski, en el que desde hacía algún tiempo una serie de extraños sucesos perturbaban la tranquilidad de los estudios literarios. Lo que había empezado como una estúpida broma había desembocado en unos brutales ataques.

Los policías torcieron y entraron en la secretaría. En alguna parte se oía susurrar muy quedamente, un sollozo, ruidos tras las puertas cerradas. Detrás de mí venía alguien corriendo por el pasillo, muy deprisa; era Rosemarie, que aceleró y, adelantándome, llegó a la puerta. Una cinta impedía el paso. Rosemarie se quedó inmóvil; abrió tanto los ojos y la boca que pensé que se iba a echar a reír. Pero no ocurrió tal cosa. Alguien la apartó a un lado y se la llevó de allí.

Me acerqué. Desde allí podía ver el despacho de la secretaría. Detrás de la mesa había un voluminoso bulto sobre el que habían extendido cuidadosamente una tela. Del quieto y blanco paisaje de colinas y valles sobresalía una pequeña elevación, un cima, la nariz de un cadáver. Me sentí mal. De nuevo, el desconocido había golpeado, y esta vez había dado en el blanco.

Fui incapaz de preguntar a uno de los uniformados: «¿Es la profesora Mara Markowski quien yace en el suelo?».

—¡Fuera!

Dos hombres traían el ataúd, como último servicio a la persona muerta.

—Pero ¿qué hace usted aquí, señor Prinz?

Conocía aquella voz. Como si me hubieran pillado por sorpresa, me volví hacia la comisaria de lo criminal. ¿Cómo iba a explicarle en pocas palabras qué se me había perdido a mí, el peluquero de Munich, en una oficina de la Facultad de Filología Inglesa de la Universidad Ludwig-Maximilian, junto a un cadáver? Explicarle que asistía a cursos, que iba en bicicleta en vez de en taxi, que estaba chiflado por un alumno de cabello ensortijado y que leía literatura inglesa en la biblioteca…

—Ésa es una buena pregunta, señora Glaser —respondí.

Todo había empezado con Rosemarie, hacía más de un mes, en Londres, concretamente en el Royal Albert Hall. Entonces Rosemarie aún no estaba estudiando y para mí era una completa desconocida. Y yo tenía otras preocupaciones.