15

Benni aún estaba trabajando en su corte a capas. Sus compañeros ya habían guardado el peine y las tijeras en el cajón y se despedían uno después de otro; era la hora de cerrar. Aquella tarde, todos habían estado ocupados con sus «conejillos de Indias», probando cortes y formas para que la rutina no se introdujera furtivamente en la vida cotidiana del peluquero. Yo había dado consejos pacientemente, aunque llevaba horas queriendo escaparme para ir en busca de Rosemarie.

—Pamplinas —había dicho Kitty.

Había llamado a casa de Régula, había probado con la universidad y, perspicazmente, había puesto la oreja en los lugares por los que Rosemarie pudiera haberse dejado caer. Incluso había enviado a Benni a la Estación Central a inspeccionar, pero sin resultado. ¿Había birlado un Porsche y se dirigía hacia el Canal de la Mancha?

—Puede que eso fuera lo mejor —dijo Kitty.

Benni planchaba y planchaba. Yo no tenía ni idea de dónde había encontrado a aquella chica. No le habían aclarado lo suficiente el pelo, estaba demasiado pesado, llevaba todavía un exceso de acondicionador, eso lo noté a primera vista. Ya podía Benni pasar y repasar la plancha de alisar hasta que se quemaran los fusibles. El pelo, así, está como pringoso y se comporta como si uno estuviera planchando ropa sucia. Se alisa y no se alisa. ¿Le habría ocurrido algo a Rosemarie?

—Lo mismo se le ha caído el techo encima de la cabeza agregó Kitty; se despidió y se fue. Benni, por fin, se puso a barrer. Sólo seguían encendidas las luminarias empotradas de las estanterías en que estaban expuestos los productos.

Bea estaba pegada al espejo perfilándose los labios con un lápiz oscuro. Quizá tenía algún compromiso aquella tarde.

—Puedo entender que quieras ayudar a Rosemarie —dijo—. Pero por desgracia lo has hecho todo mal. Te plantas en la universidad y te dedicas a hacer preguntas indiscretas a una catedrática y a una estudiante de doctorado; vuelves loco a todo el mundo y probablemente no haces más que empeorar aún más las cosas. ¡Chico, tienes que obrar con alguna táctica!

—Sólo quería encontrar indicios que exculparan a Rosemarie —dije yo—. Y averiguar quién tenía algún interés en malar a ese viejo inofensivo.

Ciao! —exclamó Benni.

Bea se aplicó una sombra de ojos de color blanco plateado. Así pues, efectivamente tenía un compromiso aquella tarde.

—Recapitulemos —prosiguió—. Según tu opinión, había dos mujeres en la vida de Hans-Georg Markowski: una esposa y una amante. Puede que así sea, puede que no. Pero eso no nos lleva más lejos. Lo que interesa es la tercera mujer en la vida de Hans-Georg, que tú has pasado por alto completamente.

—¿Quién? —inquirí.

—¡Anne Kaltwasser! Reflexiona: primero hace un teatro tremendo con lo de la cita con Mara Markowski e intenta impedir que hables con ella. Pero luego te envía directamente a la biblioteca a ver a Steffi Zahn. Y tú haces todo lo que ella dice, vas justo por el camino que te marca. Y no te das ni cuenta.

—¿Y bien?

—Ella tiene algo que ver con el asunto. Lo presiento.

—¿Quieres decir que al final es ella la que tenía una relación con el viejo Markowski? —pregunté.

—¿Porque todos los jefes en uno u otro momento tienen algo con sus secretarias? Exactamente, también tu padre lo tuvo.

—Pero fue con una costurera.

Alguien sacudió la puerta por fuera, en la penumbra. No debía de ser Rosemarie porque Bea movió las manos indicando que estaba cerrado. Reflexionó en voz alta:

—¿Y qué hay de ese alumno, ese Sebastian? ¿No has dicho que él y Anne Kaltwasser son uña y carne? Si la secretaria tiene algo que ver con el asesinato, es posible que Sebastian también lo tenga. Has dicho que ese muchacho está enamorado de Steffi Zahn. Puede que haya ahí una conexión. ¡Qué fastidio que no podamos preguntar a Rosemarie! —Bea miró hacia fuera, a la oscuridad—. Rosemarie sola persiguiendo criminales —murmuró—. Espero que no tenga que vérselas con el asesino.

Bea estaba totalmente en lo cierto. Yo había sobrevalorado mis capacidades diplomáticas y criminalistas y era probable que me hubieran conducido por una pista del todo falsa. Ojalá me hubiera quedado en casa y hubiera protegido a Rosemarie. Si ahora le ocurría algo…

—Tom, estás muy pálido —dijo Bea—. Si no tuviera una cita te diría que fuéramos a tomar algo.

Miré el reloj.

—Voy a llamar a Stephan.

Seguí con la mirada a Bea mientras cruzaba la calle hasta su viejo Fiat con la matrícula BE-A, exclusiva en Munich, y seguí todo el proceso de montarse en él, que ya había visto mil veces pero que siempre contemplo una y otra vez como si fuese una escena de una película favorita: abrir el maletero, alargar la mano hasta la puerta del copiloto, levantar el seguro. Cerrar el maletero, subir al asiento del copiloto y deslizarse al del conductor. Así de complicada es la vida de Bea a veces, pero cuando las cosas se atascan y se enmohecen no se puede hacer nada más. Si coinciden su cumpleaños y la celebración del décimo aniversario de nuestra amistad, podría regalarle un coche nuevo y el problema estaría resuelto. Puede que, en el fondo, el asunto del asesinato de Hans-Georg Markowski sea igual de sencillo. ¿Dónde estaba la llave de aquel misterio? Yo buscaba, pero tenía la sensación de que estaba tratando de abrir los cajones equivocados sin dar con la cerradura.

En el extremo de la calle Hans Sachs centellearon las luces de freno rojas antes de que Bea, sin mirar, torciera por la calle Müller. Por ninguna parte se veía a Rosemarie; solamente había, en la esquina de la calle Ickart, dos conductores que habían perdido los nervios disputando por la misma plaza de aparcamiento y se gritaban mutuamente. Se oyó cerrar de golpe las portezuelas y de repente todo quedó en silencio. Arriba, probablemente en el salón del piso de Hoffmann, resonaba la fanfarria del telediario.

Eché el cierre y me dispuse a subir a casa por la puerta de atrás. Entonces alguien empujó la puerta de la peluquería. Una figura gesticulaba detrás del cristal.

—Franz, ¿qué haces aquí? —pregunté, abriendo la puerta.

Se retiró la capucha, sonrió y dijo:

—Estaba ahí, en el Café King, y pensé: hombre, si el peluquero está a la vuelta de la esquina, voy a hacerle una visitilla. ¿Puedo pasar? —tenía un aspecto turbulento con sus rizos, había venido corriendo y seguro que ya se había bebido unas cervezas. Tal vez para armarse de valor. Tal vez quería decirme alguna cosa—. Me había imaginado la peluquería más grande —añadió—: ¿No vamos a tomar algo?

Me pareció que era yo el que tenía que hacer las preguntas y no era cosa de estar disponible sin más cuando un estudiante quiere salir conmigo.

—Voy por la chaqueta —dije.

Franz, con sus gastadas zapatillas deportivas, era igual de alto que Alioscha, y aquella chaqueta de capuchón mostraba que iba igual de desabrigado. Como Alioscha, al andar llevaba las manos metidas en los bolsillos. Sólo que Franz no tenía aquella costumbre de mirar en torno suyo, por ejemplo las fachadas con bonitos miradores y las ventanas acogedoramente iluminadas. Alioscha gozaría del sosiego que tenemos en Munich, me pondría la mano en el hombro y diría que era muy, muy feliz por estar conmigo.

—¿Vamos al Pimpernell? Está ahí mismo, en la esquina —dijo Franz.

Hacía años que no iba allí; la última vez habría estado seguramente con Matteo.

—¿O al Café Mozart? —propuso Franz.

—Mejor al Pimpernell.

Franz habló del ping-pong del Café King, de «una actuación» en la «antigua Delegación de Hacienda» que por primera vez se había anunciado «con folletos»; no puse mucha atención. No se había enterado de la desaparición de Rosemarie. Decidí, como me había aconsejado Bea, obrar «tácticamente». Pero ¿en qué podía consistir mi táctica? Lo primero, simplemente, en hacerle hablar.

—Cerveza para Franz, y para mí un old fashioned —dije al camarero cuando nos sentamos en los taburetes. Me encanta este sitio con tantas vistas, aunque un miércoles por la noche, cerca de las nueve, no había mucho que ver que digamos, aparte del grupito que estaba al otro lado, probablemente turistas que aguardaban excitados el comienzo de la noche muniquesa. En el nicho en el que estaban agazapados nos habíamos besuqueado muchas veces en otro tiempo. Hace mucho de aquello. ¿Estaba también entonces aquel espejo encima? Pero allí había antes unos paneles de madera oscura y delante estuvieron siempre los pintorescos transexuales.

Entretanto, Franz se ocupaba de su gran tema: el examen intermedio. Tenía el fracaso metido en el cuerpo. Dijo que ningún otro catedrático de la facultad dedicaría ese tiempo a los exámenes intermedios excepto Mara Markowski, una maniática del control. Era como si se hubiera presentado a un casting para ingresar en el club de élite de la profesora. Y porque no identificó una única construcción de participio, porque no pudo clasificar una piojosa parte de la oración, ese ingreso quedaba excluido para siempre, la ley federal de ayuda a la formación estaba en el cubo de la basura y su futuro como estudiante era inseguro. Glacialmente, le dejé darme la matraca.

—Pues acude a Robert Fullton —le sugerí—, como Sebastian. Él no lo pone tan difícil.

—Claro, no hay problema, todo como Sebastian —repitió Franz. Su tono era amargo. Sólo que Sebastian, siguió contando, al contrario que él, sabía siempre exactamente lo que quería. Y por eso, con Robert Fullton, estaba en buenas manos. Con Robert, Sebastian podía hacer lo que quisiera «con su rollo transnacional». En su caso, en el de Franz, las cosas eran diferentes. Él necesitaba a alguien que le alentara y le apoyara, que le diera seguridad. Alguien que le dijera cómo tenían que ser las cosas.

Franz bebía a tragos cortos y rápidos; me pregunté si realmente estaba hablando del examen intermedio. ¿Había competencia entre los dos amigos? En los estudios Sebastian era indiscutiblemente el primero, pero en la vida Franz probablemente le daba cien vueltas. Le aparté un rizo de la frente para verle mejor la cara. Era guapo; tenía un aire testarudo y en cierto modo perdido.

Franz me contó lo enamorado de Steffi Zahn que Sebastian había estado siempre sin que ella se dignara concederle ni siquiera una mirada. Para Sebastian era una situación sin salida… hasta la muerte del viejo Markowski. Y ahora era él, Franz, el que sufría las consecuencias: Sebastian ya apenas tenía tiempo para la batería ni para la banda.

Mientras Franz hablaba vi claramente que, para Sebastian, Hans-Georg Markowski había sido el rival. Faltaba por resolver la cuestión de hasta dónde estaba dispuesto a llegar en su enfermedad amorosa. Tal vez no pasaría por encima del cadáver de cualquiera. Hablé a Franz de mi sospecha.

Franz me miró fijamente. Sus ojos eran de un color semejante al de la bebida que había en mi vaso. No dijo una palabra en defensa de su amigo.

—¿Puedo? —preguntó. Con un gesto rápido bebió un trago de mi vaso e hizo una mueca, como si el pardo líquido estuviera envenenado; sin embargo, sólo se había añadido al bourbon un chorrito de angostura en vez de bitter de naranja. No son muchos los que notan esa sutil diferencia. Franz se echó al coleto el brebaje a duras penas. La verdad es que aquella bebida estaba pensada para mí. Para él hubiera echado más soda—. Era a Mara Markowski a quien habría que haberse cargado, no al viejo.

Oí sus palabras, que brotaron de sus labios como si tal cosa, y de improviso me sobrevino una revelación como sucedía antaño con el balón de fútbol mientras estaba como un bobo en el borde del campo. Me pilló casi totalmente desprevenido. El café con el Fortex tal vez no estaba en modo alguno destinado a Hans-Georg. Nadie pretendía causarle daño al viejo Markowski. Se había tomado el café por error.

—Tomas, tengo que confesarte una cosa —dijo Franz.

—¡La cuenta, por favor!

Me sentía excitado. Ésa era la conexión que antes no captaba. Cogí la chaqueta. Ahora no podía seguir allí tranquilamente sentado. Era como si hubiera estado mirando todo el tiempo hacia una dirección equivocada, y ahora me tocara correr detrás de la pelota, atraparla, examinarla con calma, darle vueltas y vueltas. Tenía que valorar las posibles consecuencias de lo que acababa de saber. Y todo partiendo de cero.

Era Mara la que tenía que morir.

—¿Me estás escuchando? —exclamó Franz.

Trataba de adaptarse a mi paso. A nuestro lado pasó el tranvía, que bajaba lentamente de la Puerta de Sedlinger por la calle Müller y rechinaba en la curva. La clara voz de Franz estaba totalmente ronca por el alcohol y la excitación.

—Llevo todo el rato tratando de explicártelo. No sé cómo ha podido pasar, pero pasó.

—¿De qué estás hablando? —le agarré del brazo—. Dime, ¿qué tienes que ver con el asunto?

En vez de responder, Franz se volvió a mirar el tranvía, que se había detenido y había abierto las puertas. El camino de huida. Pero yo no solté a Franz. Ahora lo veía todo claro:

—Tú querías jugarle una mala pasada a Mara. Ella te suspendió en el examen y querías vengarte, ¿me equivoco?

Franz se había puesto pálido.

—Tú echaste las gotas en el café. Pero no calculaste que se lo fuera a tomar Hans-Georg, que padecía insuficiencia cardíaca. Ni que eso acabaría con él.

—Yo no calculé nada en absoluto. ¡No tengo nada que ver con el asesinato!

—¿No? —decidí soltarlo—. Entonces, ¿qué es lo que quieres decirme?

—Sebastian tiene de asesino tan poco como yo. ¿Sabes una cosa? Me voy.

—Franz, ¿qué ocurre? ¡Si quieres decirme algo, dímelo! —grité.

Se detuvo.

—¡Y mírame cuando te hablo!

Así lo hizo, incluso de forma muy directa, y su voz sonó sorprendentemente firme cuando me dijo:

—Me he enamorado de ti, Tomas.

Ahí estaba yo, pues, de noche, con Franz, a doscientos metros escasos de la puerta de mi casa, debajo de una farola; realmente todo podía ser muy sencillo. Pero, naturalmente, no lo era.

—¿Has comido algo? —dije.

Con unos huevos condimentados con sal y pimienta, pan moreno cortado en tiras de un dedo de grosor y ensalada de atún con aguacate y una buena cantidad de mi querida mayonesa suiza, traté de constituir una base estable para una conversación razonable. Buscaba un principio para explicar tranquilamente a Franz, con la mente clara y todo el sentido común indispensable, que uno a veces se obstina en algo, como Rosemarie se había obstinado cuando creyó que tenía que hacer algo para atraer la atención de su amada catedrática. Y quizá, pensé, como también se obstinara Sebastian en su admiración por la inalcanzable rubiales de la facultad, Steffi Zahn.

Franz destruyó con el tenedor el dibujo de rombos que había trazado en los restos de la yema, apartó el plato y se echó hacia atrás. Los camaradas alcohol, nicotina y noches de baile no habían tenido aún suficiente tiempo para dejar sus huellas en su rostro juvenil. Y yo, si ahora le venía con palabras juiciosas, no conseguiría otra cosa que parecer todavía más viejo.

—¿Puedo dormir hoy en tu casa? —me preguntó.

Aquella noche llamé a Alioscha. Dejé sonar el teléfono hasta que por fin estuvo allí, tan cerca como si estuviera acostado junto a mí, con la mejilla en la almohada, y me acariciara los oídos con su voz.

Escuché con deleite su entonación, contento de oír aquella música de fondo de la película moscovita que empezó a proyectarse en mi mente. Con los ojos cerrados recorrí detrás de Alioscha los senderos entre los bloques de viviendas, la zona al sur de Moscú donde vive con su abuela, Bábushka. Pasamos por delante de quioscos, radios portátiles y ancianas de piernas torcidas que venden ramos de flores cogidas por ellas mismas. Bajamos la vertiginosa escalera mecánica del metro, entramos en los atestados vagones, en los que traseros, senos y bolsas de la compra se aprietan unos contra otros y oprimen también a Alioscha, que mete la nariz en el libro para no saltarse de línea en el traqueteo del desenfrenado viaje, mientras las estaciones, solemnemente anunciadas por los altavoces, se van haciendo más suntuosas conforme se acerca al centro. Arriba, en la circunvalación de bulevares, hay atasco de tráfico y los árboles verdes filtran la luz en la galería, el lugar de trabajo de Alioscha, un lugar que cuenta con alarma y donde se exponen obras de arte, los teléfonos suenan sin estridencia y las altas tasaciones de la jefa hacen saber que aquí se maneja mucha pasta.

—¿Por qué no vienes a echarle un vistazo? Toma el próximo vuelo, tu visado aún es válido —preguntó Alioscha.

—¿A echar un vistazo a quién? —pregunté a mi vez.

—A nuestra bañera nueva. Es enorme.

Ir a Moscú. No ver a ningún estudiante, a ningún cliente, no sospechar de nadie, no imputar nada malo a nadie. Ninguna cabellera rizada, que descansaba en la habitación de invitados y era de esperar que durmiera la mona.

—Podría llevarte mi nueva espuma de baño —dije—. Está todo el mundo como loco con ella. Y te podría cortar el pelo.

—Podrías contarme qué es lo que te pasa en realidad —continuó Alioscha.

—¿Qué quieres decir? —me levanté, sobresaltado.

—Me ha llamado Stephan.

—¿Ya te lo ha contado todo?

—Escucha, una decisión como ésa, si quieres ser el padre de su hijo, la tenemos que discutir juntos.

—Todavía no he tenido ocasión ni siquiera de pensar en ello. ¡No hace más de veinticuatro horas que Stephan me lo preguntó! ¿Y sabes lo que he estado haciendo desde entonces? Ayer fui temprano a la universidad a devolver un libro. Vi al decano muerto y por la tarde me enteré de que Rosemarie había sido detenida y estaba acusada de asesinato. Hoy estuve en la policía y ahora resulta que Rosemarie desapareció sin dejar rastro a primera hora de la tarde. Tal vez esté vagando por ahí en medio de la oscuridad de la noche. Estoy muy preocupado y además me hago reproches. La verdad es que debería haberlo notificado hace rato a la policía. Y efectivamente, en algún momento, entretanto, Stephan me preguntó si podía ayudarle a salir del aprieto. Perdóname que no se me haya ocurrido todavía preguntarte si debo ofrecerme para que Stephan y Sabine hagan realidad su deseo de tener un hijo.

—¿Por qué estás tan furioso?

—Porque todos tiran de mí y me exigen algo.

—Sin embargo, un hijo… ¡sería estupendo!

—Sería el hijo de Stephan y Sabine.

—Pero nosotros también seríamos padres. En vacaciones, por ejemplo. Al menos vamos a pensarlo con tranquilidad.

—Prometido —dije—. Lo decidiremos juntos… Eh, mi teléfono da unos pitidos muy raros. ¿Lo oyes tú también?

—No oigo nada. Y… ¿cuándo vas a venir? Date cuenta de que tengo que irme a Miami el lunes, o sea, el 29, me parece.

—De todos modos, mañana a primera hora iré a la policía de lo criminal a informar de que Rosemarie se ha largado de mi casa y a explicarles que probablemente el asesino no tuviera como objetivo al decano, sino que fuera a su mujer, la catedrática, a la que querían matar. Y que corre gran peligro porque el asesino todavía anda suelto.

—Tomas, ¿estás seguro de que no estás pasado de vueltas?

—¿Y si fuera así?

Alioscha rió en voz baja.

—Tú sólo piensa siempre que es mucho lo que yo te…, vamos, de verdad que con locura…

—¿Hola?

Sin batería. Dejé el sordo auricular encima de Guerra y paz, de Tolstói, y apagué la luz. Otra vez sin leer ni una sola línea.

Me volví de lado y aguardé el sueño. Qué bien, haber hablado con Alioscha. Cuando uno no está constantemente pendiente y sostiene como es debido la carga de la relación, en la distancia surgen malentendidos, tan repentinos e inútiles como pelusas en los rincones oscuros. No se entiende cómo aparecen tan de improviso. Ahora —eso esperaba yo— todo estaba limpio otra vez. Pero aquello no podía ser una situación permanente. Las relaciones a distancia son un disparate.

Atrás, al fondo del pasillo, una puerta se abrió sin ruido. Unos pies desnudos andaban a tientas por el suelo de madera, escapados de su exilio. Andaban y andaban, pero el camino hasta el cuarto de baño no es tan largo.

Franz se esforzó por no hacer ningún ruido cuando hizo girar el tirador. Yo escuchaba. Pasaron unos segundos durante los cuales sólo se oyó crujir la tarima. Yo seguí esperando a ver qué sucedía entonces.

Tenía los ojos clavados en la oscuridad. La puerta se había vuelto a cerrar hacía rato; Franz había retrocedido en silencio hasta el cuarto de invitados.

Y yo había estado todo el tiempo conteniendo el aliento.