3

Hacía más de un año que aquella señora no se dejaba ver por mi peluquería. Ahora llegaba a su cita con casi media hora de retraso, con unos pelos tan malos como su humor, como si yo personalmente hubiera regulado en perjuicio suyo el tráfico en el centro de Munich y hubiera utilizado la calle Hans Sachs como aparcamiento privado para mis cien automóviles. No hubo explicaciones ni disculpas. ¿Qué puede decir el peluquero en semejante situación?

Le di dos besos al aire y dije:

—Me alegro de verte, Marlene.

Vino Kitty con una sonrisa y la capa, y se fue con la promesa de traer un café y agua, naturalmente sin gas.

Éste es el tono en mi salón de Munich, y se mantiene aunque se desorganice el plan de citas, que prevé una hora para cada cliente, y Marlene había perdido ya la mitad del tiempo. Aun suprimiendo el masaje capilar, no se podría evitar que la siguiente clienta tuviera que esperar. En ese caso no era un drama, pues se trataba de mi hermana Régula, que había quedado en venir a las cinco. Ella mataría el tiempo hojeando mis revistas de belleza y moda sin dejar de menear la cabeza con desaprobación. Yo tenía curiosidad por saber qué tal se las arreglaba Rosemarie como au pair. Llevaba ya una semana en casa de los Seidlein.

Comprobé la temperatura del agua y dije:

—¿Todo bien, Marlene?

Mientras daba comienzo al trabajo con celeridad oía a Bea, en sus dominios de la parte de atrás, discutir con Robert, cosa que llevaban haciendo ya un cuarto de hora. Aquello me irritó. Aunque los colores son una ciencia de por sí y a Bea siempre le gusta hablar, yo trato de que el consultorio no se salga de madre. Las cuestiones que importan son pelo largo o corto, volumen o no. Y también el flequillo merece una reflexión. Todo lo demás no sirve más que para causar confusión al cliente.

Se oía la voz de bajo de Robert, con su encantador british accent, que conserva inalterable y coqueto. Por desgracia no entendí ni una palabra, pues la voz de Marlene iguala siempre en volumen al ruido del secador. ¿Qué me había preguntado ahora?

—Oye, Marlene —dije—, no me preguntes nada.

Fuimos a la parte delantera, a mi sitio favorito. Desde allí tengo la entrada y la calle a la vista y el teléfono, si es necesario, al alcance de la mano. Un último rayo de sol rozaba la fachada de estuco con miradores. Sólo faltaba un mes para que cambiaran la hora de verano.

—Mira, Marlene, con este largo volvemos a conseguir una línea en la capa de arriba. Y aquí abajo lo dejo liso del todo, ¿okey?

De repente Bea estaba junto a mí; dijo:

—¡Hola, Marlene, qué buen aspecto tienes! —y a media voz—: Este quiere deshacerlo todo.

—¿Qué quiere?

—Volver donde estábamos hace dos años.

—No entiendo una palabra.

—Habla tú con él, por favor.

—Un momentito, Marlene —dije—. Kitty, por favor, trae otro café.

Robert, el profesor, estaba sentado delante del espejo intentando mirarse de perfil. Fruncía con aire de duda las cejas, que seguramente se depilaba; la luz de las lámparas le quitaba toda discreción a su bronceado. Teníamos más o menos la misma edad, pero hay que decir que también Robert, con más de cuarenta años, seguía conservando un aspecto insolentemente bueno, y esto contribuía a un éxito no sólo profesional. Hacía mucho que daba clase en la Universidad Ludwig-Maximilian, creo que de literatura inglesa. Un trabajo cómodo: todo el día leyendo textos preciosos y charlando sobre ellos con unos alumnos llenos de interés. Un mundo que, a mi juicio, no tenía nada que ver con la vida real.

El año pasado, ¿o fue hace dos años?, Robert tenía que dar una importante conferencia. Por este motivo le cubrimos entonces por primera vez las canas que le habían empezado a crecer como la mala hierba, sobre todo a los lados, y con las que ya no daba abasto utilizando las pinzas.

—¿Qué pasa, Robert? ¿Qué puedo hacer por ti?

Le pasé los dedos por el pelo, que conozco desde hace una eternidad, desde la época de Londres. Buscaba entonces, para hacer pruebas y experimentos, un modelo de cabello sano y hermoso y cabeza de forma impecable, cosa que de todos modos no sirve para nada si el rostro no es de rasgos regulares. Es todavía mejor si se tiene una expresión especial y si los ojos son brillantes y el mentón fuerte. Con Robert se cumplía todo. Heterosexual sin remedio, iba detrás de todas las mujeres posibles y por delante de todas las últimas modas posibles, sin tener un céntimo, pues era un estudiante. En aquella época yo le proporcionaba un perfecto corte de pelo gratis y él a mí el modelo ideal. En realidad no había cambiado mucho desde entonces. Sólo que los dos vivíamos en el centro de Munich, él —desde que Glockenbach se había puesto de moda— a la vuelta misma de la esquina de mi casa. Yo le disimulaba la edad con el tinte y él enmascaraba los ligeros michelines con unos trajes perfectos. Robert me agradaba.

—Quiero recuperar mis canas —dijo.

Como un médico en la consulta, tomé asiento en el taburete. ¿Qué ponía en su ficha? Cada uno de nuestros clientes tiene una pequeña tabla en la que, después de cada cita, anotamos los colores utilizados, la cantidad y su combinación, para que todos los compañeros estén al tanto y nadie pierda la visión de conjunto. El sistema ha demostrado su eficacia. De esta manera, el cliente tiene reunidas las etapas de su trayectoria, un curriculum de colores. Robert estaba aún en los mismos comienzos, sólo había hecho, por así decirlo, el ingreso: hasta entonces sólo habíamos usado Diposit-Only, una coloración intensiva, y además dark blue violet, N-seis, para redondear el conjunto. Perfectamente.

—El color se va con el tiempo, sólo de lavarlo, no hay problema, las canas vuelven a aparecer automáticamente —dije.

—Eso tardaría demasiado —repuso Robert—. Lo necesito ahora; bueno, dentro de dos semanas. Me presento a una cátedra en la Universidad de Paderborn.

—¿Quieres irte de Munich?

—Tengo que irme. No quiero seguir en mi facultad. No contra esa mafia.

—¿Qué mafia?

—No importa. Explicarte lo de esa ciénaga me llevaría demasiado tiempo.

—¿Y justo por eso tienes que irte a Paderborn?

—Sí, justo por eso. Pero tú no entiendes de esas cosas. Bueno, ¿qué hacemos?

—Las canas te hacen mayor. Y no precisamente más dinámico.

—Pero sí más serio. Se lo he explicado a Bea con todo detalle. ¡No hay manera de que lo entendáis los peluqueros!

—Perdona, Robert, eso es una tontería. Jamás he oído semejante cosa.

—Tú, con tu establecimiento y todos esos tipos a la moda… lo único que os importa es la eterna juventud. Pero yo te digo que ésta es la nueva tendencia.

—Más o menos, tanto como irse a Paderborn.

Robert se agarró de los pelos.

—¿No se puede quitar esto de alguna manera?

—Todo se puede quitar si se quiere. Pero, escucha, tengo una idea. Te haremos en la parte de delante de la cabeza unas cuantas mechas rubio ceniza, muy bonitas. Con eso conseguimos exactamente el efecto que quieres. Pero la verdad es que es una pena. ¡Al fin y al cabo, la coloración te ha dado un rubio oscuro interesante, y este brillo general tan bonito!

A ojos de Robert, lo vi con toda claridad, yo era igual que uno de esos alumnos que en un examen se va por las ramas, y con un celo que al final no le sirve de nada.

—No me des una conferencia, simplifica —dijo.

—De acuerdo. Pero luego nada de refunfuñar, ¿está claro?

Frente al espejo, Robert parecía satisfecho.

—Sabía que podía confiar en ti, darling.

Bea se limitó a asentir a todo, y yo recordé: ¡Marlene!

Pasados veinticinco minutos, Marlene contaba los billetes en el mostrador, en sincronía con la suma de Kitty. Puse un disco en el equipo de música, mi rock ruso favorito. Además del tratamiento capilar, el eyeliner y el lápiz de labios —Sheer Papaya y Iceland Pink—, Marlene había comprado una plancha de alisar y fijado la siguiente cita para cuatro semanas después, el 22 de octubre, a la cual prometió formalmente asistir con puntualidad.

Le abrí la puerta. Un soplo de aire fresco le pasó por entre los cabellos y penetró en la nube caldeada y perfumada del salón.

—¡Ciao, Marlene!

No es fácil subir con falda estrecha a un todoterreno como el de Marlene, que vive en Grünwald, y que guarda en el garaje. Y a su lado, me imaginé, habría seguramente un trasto, una máquina de aire, como esa con la que sueña en Zurich el señor Berg, el empleado de mi madre. Lo que quiere es barrer las hojas caídas, haciendo un ruido espantoso, para mandarlas desde el chalet hasta el lago de Zurich, o al jardín del vecino. Así lo había pensado él y así lo había expuesto valientemente en la entrevista matinal, en el despacho de mi madre. Pero mi madre insiste férreamente en que se sigan usando escobas para hojas y rastrillos. En nuestra última conversación telefónica yo la había apoyado, pero más por indiferencia que por convicción. Dos mil metros cuadrados no son para tomarlos a broma cuando se tienen reúma y ciática. Me propuse hablar de ello a mi madre la próxima vez. Pero ¿dónde se había metido Régula?

Miré hacia la calle Müller, por donde viene siempre Régula cuando toma el metro hasta Sendlinger Tor. No eran más que las cinco y media y ya lucían las farolas. Al otro lado de la calle vi al viejo Hoffmann —el del tercer piso—, con cuya calva pronto ya no habrá nada que hacer. Nos saludamos, puede que hoy sea ya la tercera vez.

Tarareé el banana-marihuana ruso. La placa plateada «Tomas Prinz - Para el cabello» estaba bruñida y sin mácula. En mi camisa blanca, por el contrario, se veían los finos pelillos de Marlene y todos los que habían pasado durante el día por mi tijera.

Allá venía, justo por el camino contrario. Cabello, abrigo, bufanda, todo flotaba en torno a Régula, de una manera más elegante que deportiva. Aquella tarde, probablemente, se recogería el pelo recién peinado con una práctica goma, se ajustaría las gruesas y odiosas almohadillas a las esbeltas y bonitas piernas y aún daría una vuelta rápida con los patines.

Sin detenerse sacó del papel un ramo de flores que no debía de haber comprado en Tulipa, aquí al lado, sino en Blumen Ruf, en la plaza de San Esteban. Había dado un rodeo. ¿Por qué las flores?

—Por haber cuidado tan estupendamente de Rosemarie —Régula me dio un beso en la mejilla.

—Eso no es nada —contesté.

—Rosemarie está entusiasmada: contigo, con el espectáculo, con Bea, Kitty, Dennis…

—Claro, es fácil entusiasmarla.

—El espectáculo debió de ser la locura.

—Pues sí, la verdad es que fue bonito.

—Creo que en efecto tienes talento, Tomas.

—Venga, entra ya. ¿Cómo te va?

Que la hermana del jefe venga a la peluquería es algo demasiado frecuente para que constituya un acontecimiento. Pero supone una grata interrupción. Un apretón de manos, un besito, un breve abrazo. Kitty sopesó las flores en el brazo, como si dependiera del peso el que quedaran a la vista de todos en recepción o florecieran exclusivamente para mí en casa, encima de la gran mesa del comedor. Kitty optó por la exclusividad.

—Hasta ahora Rosemarie está haciendo su trabajo realmente bien —Régula se sentó bien erguida en el sillón y se miró de frente en el espejo.

Su cabello se peinaba como seda de primera.

—Se esfuerza mucho. Ahora ha ido a recoger a los niños a la clase de violín. Luego vendrán aquí los tres. Rosemarie tiene muchas ganas.

—¿De qué?

—De verte. La peluquería, la casa, cómo vives. Pero procura que no se haga muy tarde.

—¿Que no se haga muy tarde?

—Y luego lo mejor es que los metas en un taxi. ¿No te había dicho nada?

—Esta tarde ya he quedado con Stephan. Tenemos nuestra velada de hombres solos. Quiere hablar conmigo de algo. Parece ser algo importante.

A Régula le gusta organizar cosas y cuando se encuentra con un inconveniente hace caso omiso de él y ya está:

—Pues estupendo —dijo—. Así Rosemarie conocerá al mismo tiempo a tu mejor amigo.

—Pero entonces ya no es una velada de hombres solos, ¿sabes? —me permití objetar.

—Por lo menos —prosiguió Régula— tiene una manera muy agradable de tratar a los niños. Por ejemplo, no creo que una tarde los siente delante de la televisión para quedarse tranquila. Eso para mí sería un horror. No, ¿sabes lo que hace con ellos?

—Sólo las puntas también esta vez, ¿no?

—Se pone a cantar con ellos Mary had a little lamb, María tenía un corderito, de principio a fin. A Jonas le encanta. Nunca se cansa de esa canción. Y para su neurodermatitis Rosemarie conoce un remedio, algo que dicen que le ha sido de ayuda a la Reina Madre.

—La Reina Madre nunca ha tenido neurodermatitis. Y de haberla tenido el remedio habría sido la ginebra.

—Debe tratarse de algo homeopático, de todas formas. ¡Desde luego, sería maravilloso!

Todos estos detalles de la vida de mi hermana los conozco tal vez sólo por nuestras citas en la peluquería. Y las puntas se pueden cortar, si uno quiere, cada dos semanas.

—A cocinar está aprendiendo todavía. Christopher le enseña cómo funcionan los aparatos y algún que otro truco. Y Anna la ayuda. Siempre sabe dónde está todo. La pequeñaja y Rosemarie forman un equipo muy gracioso. Bueno, tenía que haber explicado antes a Rosemarie que no se echa a lavar lo blanco con lo rojo, y desde luego no a noventa grados. ¿Te acuerdas de aquella blusa con bordados tan bonita que me trajiste una vez?

—¿La de Singapur?

—Pero, Señor, nadie es perfecto. Y ¿quién sabe planchar mejor que Christopher? Sólo que las copas de vino, las grandes…

—¿Se ha roto alguna?

—Tres.

—Se pueden comprar.

—Eran las antiguas, aquellas finísimas de la tía abuela Margarete. No importa. Yo pensaba que en Inglaterra las chicas aprendían ya en el colegio los fundamentos del gobierno de la casa.

Puse derecha la cabeza de Régula y examiné el largo en el espejo. ¡Qué brillo da la naturaleza al cabello cuando está sano y cuidado! Y lo increíble que sería el efecto si Régula viviera con un poco más de lujo y utilizara de una vez la plancha de alisar que le regalé hace años. Su pelo tendría un brillo fantástico. Pero para Régula, todo lo que delante del espejo no se pueda hacer en cinco minutos es una pérdida de tiempo. Y la plancha de alisar se enmohece en su caja, si es que Christopher no la ha puesto ya a la venta en internet, como yo pienso hacer, hablando sinceramente, con los patines. Llevan años rodando por el sótano de casa, aunque Régula sigue ofreciéndose a darme clases de patinaje. Pero no estoy cansado de vivir.

—¿Dónde habéis alojado a Rosemarie? —pregunté.

—Le hemos arreglado el despacho de Christopher. Ha quedado monísimo.

—¿Y Christopher?

—A él también le gusta.

—Quiero decir, ¿dónde trabaja ahora, entonces?

—En ese proyecto informático del que te ha hablado largo y tendido.

No escuchar es otra característica que Régula ha heredado de nuestra madre. Pero quién sabe lo que me parezco yo a mi padre. A los diez años de su muerte ya es imposible averiguarlo.

—En la calle Domagk —dijo Régula.

No tenemos buenos recuerdos de esa calle y de esa antigua zona militar, donde trabajan muchos publicitarios. Aquel asesinato, el invierno pasado, estuvo a punto de desunir a mi familia.

—Pero lo más importante es que los niños quieren a Rosemarie —agregó Régula—. Todo lo demás ya se resolverá.

—Necesita lentillas —dije yo.

—Seguro.

—¿Tiene nostalgia?

—No lo sé. Cuando está libre pasa mucho tiempo sentada delante del ordenador. Dice Christopher que tiene un ardiente chat con un tal Archie, al que según parece conoce de Londres. ¿Sabes algo de eso?

—¿Archie? Es uno de mis bailarines.

—¿No es marica?

—¿Porque es bailarín?

—Porque lo elegiste tú.

—Lo elijo por la facha. Y los hombres que mejor facha tienen son en su mayoría heteros. Además, Rosemarie podría escribirse igual con Archie aunque fuera de otro modo.

Mientras planchaba el pelo a Régula, cerró los ojos y dijo:

—De todas maneras, no me gustaría que la chica se pasara todo su tiempo libre sentada delante del ordenador. Tiene que buscarse una ocupación. Tiene que aprender algo, formarse, en mi opinión, entrar en un coro, cualquier cosa.

—Pero reflexiona, tú no tienes que educarla, no es otra hija tuya.

—Quizá tú podrías persuadirla.

—Incorpórate.

Se abrió de golpe la puerta e irrumpieron dos niños como si los vinieran persiguiendo. Chillando y riendo, pasaron a gatas por debajo de las mesas de los espejos, saltaron sobre los apoyapiés y como una exhalación se metieron detrás del mostrador, una escapatoria que resultaba ser un callejón sin salida. Pero estaban allí las teclas del lector de tarjetas de crédito y del equipo de música, que se podían apretar, por lo menos hasta que Kitty volviera a su sitio.

Nadie se dio cuenta de en qué momento entró Rosemarie. Por las primeras palabras que pronunció en mi peluquería habría tenido yo que darle un beso:

—¡Guau, Régula, you look great! ¡Estás estupenda!

—¡Guau, Régula, you look great! —la imitó Jonas.

Great! —chilló Anna a modo de pistoletazo de salida para una carrera por delante de los lavabos.

Régula corrió tras ellos.

Muy bien. Desenchufé la plancha.

—¿Te gusta el salón, Rose?

—Me lo había imaginado mucho más grande. Pero qué colores tan claros. Como un tarro de crema —Rosemarie miraba fascinada por encima de mis hombros—. Es muy bonito.

Me volví.

Robert estaba en el descansillo de la escalera, con los brazos estirados hacia atrás, mientras Kitty le metía las mangas del abrigo; dijo «gracias», se tiró del puño derecho y luego del izquierdo y permaneció inmóvil, como si tuviera que pensar qué había que hacer a continuación. En realidad estaba disfrutando de aquellos segundos, durante los cuales era inspeccionado por mí y admirado por Rosemarie. Ésta, sin que pareciera darse cuenta en absoluto de ello, había convertido su pierna en el poste de un tiovivo, alrededor del cual giraba Jonas colgándose de través con un brazo.

Dos escalones sirvieron a Robert para bajar como si estuviera en escena, con la mano indolentemente metida en el bolsillo del pantalón. Las mechas que Bea le había teñido de blanco daban exactamente a su cabello el discreto gris que deseaba. En medio del mudo aplauso, Robert inquirió:

—¿Queda bien?

—Ésta es Rosemarie Clifford, de Inglaterra, desde hace una semana la au pair de mi hermana. Rose, éste es un compatriota tuyo, Robert Fullton, profesor en la Universidad de Munich —dije.

Privatdozent —precisó Robert tendiéndole la mano.

El sonrojo de las mejillas de Rosemarie fue revelador. Por alguna razón quise sacarla del apuro, quizá con un elogio, y añadí:

—Rose fue la modelo estrella de mi espectáculo, en Londres. Me salvó con su salida a escena.

Pero Robert sólo vio las gafas y al lado al guasón cuya probable broma los buenos modales prohibían celebrar. Pero no lo pudo evitar. La idea de que aquel ser miope, aquella larguirucha con calzado desgastado y un niño manoteando agarrado a su pierna hubiera sido una estrella a la que la gente contemplara con arrobo sobre el escenario, como sus alumnas lo contemplaban a él, era tan absurda que para Robert sólo había una reacción posible. Sonrió con risa de conejo y el mentón se le ensanchó a derecha e izquierda cosa de un insolente centímetro.

Rosemarie puso la mano en la cabeza de Jonas. Al tocarlo, el pequeño se detuvo y levantó la cabeza para mirarla, como hechizado, mientras ella decía a Robert:

—Así que es profesor. ¿Y de qué da clase?

—Miss Clifford —dijo él de repente, resuelto a tomarse en serio a aquella muchacha—, ¿le interesa el teatro de Shakespeare?

—¿Por qué no? Entonces, ¿da literatura inglesa?

—Si le interesa el teatro de Shakespeare, la invito con mucho gusto a venir alguna vez a mis clases. Son siempre los miércoles a las once.

—A esa hora no tiene tiempo —terció Régula, con Anna debajo del brazo, medio disculpándose por tener que hacer de aguafiestas, medio enfadada porque nadie más que ella tenía en cuenta los horarios—. ¡Los miércoles hay que recoger a Jonas del colegio a las once y media!

Robert se despidió con un gesto, como si supiera que allí no se había dicho aún la última palabra. El presumido profesor daba por supuesto que Rosemarie organizaba su encantadora vida de au pair con un poco de ambición y de inteligencia, bastante para que ella lo viera a él como un brillante profesor y él le abriera a ella un mundo completamente nuevo, por lo menos el mundo del teatro de Shakespeare, siempre los miércoles a las once.

Rosemarie no dijo nada; examinó la plancha de alisar, una enorme pinza, la oprimió ligeramente, con aire de aburrimiento pero también con curiosidad por el sencillo mecanismo de lisas superficies de cerámica sobre las que se extienden los mechones de cabello, uno por uno. Había un silencio peculiar. Tuve la sensación de que Rosemarie estaba tramando algo.

Régula no se resignó a estar callada; su comentario fue a costa de mi plancha de alisar.

—En casa tenemos un trasto de ésos —dijo—. Está en el armario. Pero también te diré una cosa: no mantiene el pelo liso mucho tiempo. Sólo hasta que se vuelve a lavar.

Y clavó en su au pair una mirada tan penetrante que vi con claridad que no se trataba sólo de mi plancha de alisar, sino del temor de que Rosemarie estuviera a punto de modificar la organización de la vida cotidiana. La vida de la familia se tornaría caótica. A Rosemarie no le hacía falta más que un empujoncito.

—¿Puedo ver ahora tu piso, Tom? —preguntó Rosemarie.

—Claro.

Diez minutos después Rosemarie se quitó el abrigo y la bufanda en mi pasillo, se puso de puntillas y preguntó:

—¿Cómo consigue Kitty andar con esos tacones tan altos?

—Sobre todo tienes que caminar despacio —le dije—. Y apoyarte siempre en todo el pie. Y la cabeza alta… sí, justo así. Pero el cuello y los hombros no tan rígidos. No tienes que pavonearte, sino deslizarte. Y relajar las rodillas, como si llevaras zapatos planos.

—¿Y en las escaleras?

—Simplemente, volver los dedos hacia la barandilla. Pero no empieces con tacones tan altos como los de Kitty. Mejor ve subiendo poco a poco.

Luego Rosemarie descubrió la bicicleta.

Llevaba desde la Navidad anterior cubriéndose de polvo, sin servir para nada, detrás del perchero; era el regalo para Alioscha que él tanto había deseado. Pero después, para montar en bicicleta, hacía siempre demasiado calor, demasiado frío, demasiado viento, había demasiado poco tiempo, o Alioscha estaba demasiado flojucho. Me había jurado a mí mismo que el siguiente regalo sería otra vez lisa y llanamente un artículo de lujo. Un Rolex práctico, por ejemplo, lo puede uno usar sin más ceremonias en todo momento.

—¡Anda, móntate! —exclamó Rosemarie.

—¿Aquí, en el pasillo? —pregunté.

—¡Claro!

Por una vez, antes de guardar definitivamente el vehículo en el sótano al lado de los patines.

Fui en la dirección del dormitorio; había perdido por completo la práctica pero mantuve el equilibrio y la línea recta, y justo estaba empezando a hacer eses cuando sonó el timbre.

—¿Abres? Es Stephan —dije, frenando cuando el neumático tocó el borde de la cama. Había salido con bien.

Oí que Rosemarie decía:

—¡Tom me ha hablado mucho de ti!

Era verdad. Mientras subíamos los setenta y dos escalones que hay desde la peluquería hasta la casa, le había informado acerca de mi mejor y más viejo amigo, al que conozco desde los tiempos del colegio, en Suiza. Sobre todo le había mencionado que aquella tarde quería hablar conmigo de una «cosa» que, según me había anunciado por teléfono, «ocupaba un lugar preferente en el orden del día». Tal vez se tratara de un asunto trivial. Tal vez discutiríamos, mientras comíamos —bagatelas de Käfer, encargadas sin orden ni concierto—, si debíamos reanudar nuestro entrenamiento gimnástico. Pasaríamos un rato repantingados en el sofá, con mousse de chocolate, tequila, puro y cigarrillo, y luego decidiríamos si dejábamos de lado el deporte o lo intentábamos oportunamente con algo nuevo.

O quizá se tratara esta vez de algo de más peso que las calorías en nuestra vida. El no tener ni idea me causaba desasosiego.

Remolqué la bicicleta a su aparcamiento detrás del perchero; esperaba que Rosemarie actuara sin vacilar y se marchara sin tener que decirle yo nada.

Rosemarie ayudó a Stephan a quitarse el abrigo y le ofreció un drink.

Stephan se sorprendió al ver a la desconocida invitada, pero la perspectiva de no pasar aquella velada a solas conmigo pareció complacerle. Cuando por fin Rosemarie anunció «¡Yo ya me voy!», él inquirió:

—Pero ¿por qué? ¡Quédate!

Rosemarie miró dentro del frigorífico; no le hizo falta mucho tiempo para orientarse y preguntó:

—¿Es posible que empieces un paquete de mantequilla nuevo cada día? —resolvió que hacer un pedido a Käfer era una tontería—. Cocinaremos nosotros mismos.

Pero sin gran ceremonia. Nos limitamos a echar mano de la pasta y de la salsa de pesto. Sólo en la conversación nos mostramos ambiciosos Stephan y yo, aunque las historias archisabidas que sacamos a relucir difícilmente sirvieron para demostrar a Rosemarie que en tiempos habíamos sido unos despabilados petimetres. A quién le interesaba la vetusta historia de aquel colegial inglés de intercambio por el que estuve chiflado en tiempos, antes de que me saliera el bozo… un inofensivo romance al que Stephan echaba pimienta hasta convertirlo en un escándalo de primera categoría. Según una receta similar, desgranaba para Rosemarie su relato sobre la maestra francesa en prácticas, que le parecía fabulosa cuando era un adolescente. Pero, por lo que yo recuerdo, aquella señora ni se había enterado de tal lío amoroso y nunca le había enseñado otra cosa que latín.

Rosemarie se quitó las gafas y rió benévolamente oyendo aquellos recuerdos sin interés por su falta de consecuencias, que sólo habían dejado sus huellas en forma de grasa, de patas de gallo y de arrugas de risa, y de preocupación.

Stephan contaba y contaba, y con cada anécdota yo me sentía envejecer. Estaba establecido, había llegado. Había dejado atrás las grandes excitaciones. Stephan, por el contrario, estaba inspirado y, sospecho, se sentía aliviado porque se iba viendo que su «punto del orden del día» iba a quedar aplazado por hoy.

Ahora vino su confesión de que era un fan de los Porsche.

Rosemarie volvió a ponerse las gafas. ¡Ella también!

—Novecientos once, cupé, del 72.

—¿Ciento sesenta y cinco caballos?

—Con intercambiador de calor de acero noble.

Stephan contó, con todos los detalles técnicos y físicos, el procedimiento que utilizaba veinte años atrás para lanzarse por las curvas del aparcamiento de la universidad a la máxima velocidad posible, sorteando los coches de los profesores, casi rozándolos siempre, y me redujo al silencio cuando intenté preguntarle por qué ya no conduce automóviles de carreras y qué instancia de su vida le veda hoy esa diversión: sus serios clientes, su aburrida Sabine o su juiciosa educación. Tenía todas esas cosas que preguntarle, pero Rosemarie, como si estuvieran jugando a las «familias felices» con coche, salió con «la aceleración», «la cilindrada» y «la velocidad máxima». Entonces me trasladé al sofá del salón con mi copa de vino.

Tumbado, cerré los ojos. Stephan parecía estar bien y Rosemarie se integraba discretamente en mi vida. Reflexioné sobre las citas que me aguardaban: la entrevista con las redactaras de moda y belleza de Vamp, por ejemplo. La creación de peinados para el número de febrero; las nuevas tendencias para la primavera estaban al caer. Tenía que inventar algo. Quizá negro y neón, una evolución lógica de los Crazy Colours, pero no abultado sino con un nuevo corte más fino, al estilo japonés.

Stephan y Rosemarie charlaban sobre James Bond. ¿Conducía también él un Porsche? Probablemente en Ipswich.

Pero lo verdaderamente importante era que el 3 de octubre, justo nueve días después, llegaba Alioscha para el «Día de la Unidad», como él decía. Kitty aún tenía que reservar nuestro hotel de Roma, pequeño y elegante, a la vuelta de la esquina del Panteón. Mi amado no se esperaba aquel viaje y me pondría ojos tiernos. Se había pasado todo aquel tiempo entre los escombros y el polvo ocupándose del cuarto de baño de Bábushka. Ya era hora de que yo me ocupara de él. Lo echaba de menos.

—¡Tomas, nos vamos! —oí que decía Stephan.

Stephan ayudaba a Rosemarie a ponerse el abrigo; la tarde había llegado a su fin y la cuestión supuestamente tan importante no se había discutido. Yo estaba en calcetines, adormilado y con el pelo revuelto, y pregunté:

—Pero ¿cuál era tu problema, ese importante punto que ocupa un lugar preferente en el orden del día?

Stephan, que hacía tintinear un manojo de llaves, dispuesto para salir, se quedó repentinamente callado. En sus ojos y en sus apretados labios apareció la terquedad que reconozco en él cuando ha sufrido una grandiosa derrota. Así había sucedido recientemente cuando, poco antes de irse de vacaciones a Bretaña, metió la pata con aquel caso: treinta millones desaparecidos.

—¿Qué pasa, Stephan?

—Voy a ir a la universidad —intervino Rosemarie.

—¿Qué?

—Se lo he aconsejado yo —dijo Stephan, haciendo tintinear nuevamente las llaves—. Tiene que mirar un poco a su alrededor, husmear si el mundo académico tiene algo que ofrecerle.

Yo estaba sorprendido. ¿Rosemarie entre intelectuales? Creo que ya en aquel momento tuve el presentimiento de que aquello no iba a funcionar. Pero entonces ella dijo:

—Por otra parte… —y la idea se esfumó—. ¡Tu teléfono!

Una llamada tan cerca de la medianoche sólo podía ser de alguien que me echaba de menos.

—¡Bueno, nos vemos! —exclamé; cerré la puerta a toda prisa, me precipité sobre el auricular y contesté alegremente—: ¿Sí?

—¡Ya pensaba que no estabas en casa!

—Ah, eres tú, mamá.

—¿Tienes visita?

—Se acaban de ir. Stephan y Rosemarie, ya sabes, la au pair de Régula.

—¿Qué tal marcha?

—¿Rose? Ahora quiere estudiar.

—Lo que tiene que hacer esa chica es ocuparse de los niños y de la casa; al fin y al cabo para eso la habéis contratado.

—Eso ya lo hace, y de forma totalmente satisfactoria. Pero quiere ponerse a prueba a sí misma, tener alguna experiencia. Puedo entenderla.

—Ya lo creo que puedes. En Londres le trastornaste el juicio. Yo enseguida pensé que ocurriría algo.

—La universidad es una institución seria. Tú misma siempre quisiste que yo fuera.

—Régula estaría mejor servida si hubiese contratado a una educadora que tuviera formación y supiera lo que se hace.

—Si conocieras a Rosemarie, no se te ocurriría pensar que esa mujer no sabe lo que se hace.

—Tenemos que reunimos. Hay unas cuantas cosas que discutir. Estamos con un nuevo proyecto.

—¿Quiénes «estamos»?

—Tú, naturalmente, y Régula. Además de monsieur Parents du Chatelet y yo.

Mi madre había conocido a aquel interiorista el año anterior en Niza. Un ligue de vacaciones al que Régula y yo, por lo complicado de su apellido, llamamos «monsieur François», en parte porque se parece al antiguo presidente de Francia. Éste había reinado durante bastante tiempo y Monsieur llevaba ya una buena temporada en el grupo de gente que rodeaba a mi madre.

—¿Estás ahí todavía? —preguntó ella.

—¿Qué clase de proyecto es ése?

—No es para hablarlo por teléfono. Tengo que explicároslo con calma.

—Entonces, ¿necesitas nuestras firmas?

—Sobre todo necesito vuestra opinión. Nos reuniremos, quizá en el Ederer, y lo discutiremos todo.

—¿Reunión de negocios o privada?

—Iremos ese día de fiesta que tenéis, ese…

—Día de la Unidad. Pero no puede ser.

—¿Por qué?

—Viene Alioscha.

—Puedes quedar con él después y pasar todo el tiempo juntos.

—Hace semanas, qué digo, meses que no lo veo. No te puedes ni imaginar…

—Entonces tráetelo. Incluso puede que sea conveniente; el muchacho siempre resulta conciliador. Y, por cierto, no digas nada a Régula de lo que te he dicho sobre esa au pair, la señorita Rosemarie. A mí no me importa nada y Régula enseguida se enfurece.

—No te preocupes.

—Y ahora, a dormir. Buenas noches.

—¿Y cómo va la espalda del señor Berg?

Pero mi madre había colgado.

Cómo complica las cosas la gente. Por todas partes esas estrategias sobre lo que se puede decir y lo que no se puede decir. Mi madre me daba su opinión acerca de Rosemarie, que Régula no debía saber. Pero lo que yo debía saber no se podía hablar por teléfono, sino a la mesa. Y Stephan anunciaba algo importante y luego no decía una palabra ni por teléfono ni a la mesa. En mi peluquería, el espacio protegido, la mayoría de las personas simplemente dicen lo que se les pasa por la cabeza en ese momento.

Me puse a apilar los platos que habíamos usado. Pero de todos modos iba a venir Agnes por la mañana temprano a limpiar. Lo dejé todo como estaba.

Mientras el cepillo de dientes eléctrico zumbaba, traté de imaginar en qué proyecto querría invertir mi madre después dela fábrica de caramelos. Monsieur le debía de haber puesto la cabeza como un bombo con cualquier idea. Un nuevo sector comercial, tal vez el interiorismo, los materiales de decoración y todas esas cosas. Al final la idea no sería tan mala.

¿Y qué pasaba con Stephan? ¿Qué aventura le esperaba? A Stephan no le iban nada los líos. Por eso nunca se separaría de Sabine, por ejemplo. Segurísimo que no.

Di unas palmadas a la almohada para ahuecarla.

Sólo con Rosemarie parecía todo claro y simple. La au pair se iba a convertir en estudiante.

Y por lo menos con eso, pensé, no habría tenido yo nada que ver.