10

La noticia de la piedra me llegó cinco días después, por la tarde, mientras le estaban lavando la cabeza a Theadora, una clienta habitual. Yo estaba pensando en su peinado. Theadora viene a menudo con una idea precisa, tomada de cualquier revista, y que, naturalmente, la mayoría de las veces es absurda. Para disuadirla sin que corran las lágrimas hace falta mucho tacto.

Esto funciona de la siguiente manera: todavía con el abrigo puesto, un mohair peinado que esta temporada es la primera y quizá la última vez que le veo, dijo Theadora:

—Quiero extensiones.

—De eso nada.

Le ayudé a ponerse la capa negra.

—Por una vez, el pelo hasta el pompi, sólo para probar.

—Tienes un pelo maravilloso, para mí no es cosa de añadirle esos cordones. Si nos decidimos por las extensiones, hay que hacerlo como es debido.

—¿Y entonces?

Nos sentamos.

—Una proclamación. Algo creativo, artístico, con algodón o plumas, por ejemplo.

Theadora se recostó hacia atrás. Con el algodón y las plumas ella no había contado. Francamente, ni siquiera yo me lo podía imaginar en ella. Pero permanecía callada y pude reflexionar.

Antes, en su época de modelo, su cara era una superficie de una forma fantástica en la que se podía leer cuanto deseaba o se imaginaba. Ahora diría alguno: ¡qué aburrido! Pero es al contrario.

Transformar mediante el peinado y el maquillaje a una persona en una ingenua moza aldeana o en una fulana del bulevar es un regalo para cualquier peluquero. La única tacha en la imagen general de Theadora tenía que ver con su apellido. Pues desde que se casó con aquel japonés de pequeña estatura y cambió su sólido Fleischmann por una ensalada de apellidos asiáticos impronunciables, y desde que, con los gemelos y la niñera, los viajes y la compra de trapos, llevaba la existencia sin preocupaciones con la que siempre había soñado, se había instalado en su rostro una expresión encogida. La de la preocupación de si llevaba la vida adecuada. O si no hubiera sido más afortunado estar en otro sitio donde no se ahogara en la abundancia.

En su pulsera tintineaban flores de plástico de colorines. ¿Y encima algodón y plumas? Me pareció que Theadora era ya un poco mayor para todas esas fruslerías.

—De todos modos, yo preferiría trabajar con un nuevo color —le dije.

Pensé en un tono caoba, similar al color de pelo de Mara Markowski, con este noble mensaje: no estar en primer plano brillando intensamente, sino producir, seguro de sí mismo, su efecto entre bastidores, con la conciencia del propio valer.

No, Theadora tampoco era así.

Ella quería traspasar sus límites, ser una locatis. Quería diversión. Mara, por el contrario, simulaba buscar razonablemente el equilibrio, aunque era ambiciosa y capaz de actuar con brutalidad. Eso Theadora, carente de malicia, no podía ni imaginarlo. Dicho de otro modo: Mara necesitaba cubrirse con el color caoba de la inocencia, Theadora darse trazas de ser una cabeza loca y tal vez incluso peligrosa. Lo que una era quería aparentarlo la otra. Esto, por supuesto, estaba planteado en blanco y negro. O en negro y blanco. Tuve una idea.

Theadora me escuchó y cada una de mis palabras avivó en ella la esperanza de que la vida aún le tenía preparada alguna emoción.

Se la llevó Benni a lavar; Kerstin me trajo el teléfono.

—Tu estudiante —dijo, y añadió—: ¿Puedo hablar contigo ahora mismo?

—Después —respondí, y al auricular—: ¡Rose!

Ella trataba de parecer tranquila:

—¡Tom! —pero la excitación hacía que su voz sonase primero entrecortada—: ¡Imagínate! —y luego chillona—. Al llegar esta mañana al despacho había una gran piedra justo en el sitio en el que yo trabajo habitualmente. Y la ventana… hecha cisco.

—¡No puede ser!

—Estamos todos hechos polvo. Primero ese virus, luego el pescado muerto…

—Y lo siguiente será que explote una bomba. Tenéis por ahí a alguien que está como una cabra.

—¿Y sabes lo que ha hecho Mara?

—Tener un ataque de nervios.

—Hoy me ha invitado a comer por primera vez. Qué amable, ¿verdad?

—¿Pero no habéis llamado a la policía?

—Han estado aquí y lo han mirado todo, pero han sonreído y nada más. Creo que no se toman el asunto en serio.

—Figúrate si hubieras tenido turno de noche y hubieras estado en el despacho contando tus palabras. Te podría haber herido. O matado.

—Pero ha sido un ataque contra Mara. Es por ella por la que nos tenemos que preocupar.

—Yo te diría más bien que te mantuvieras alejada de esa mujer.

—Precisamente ahora es cuando necesita mi apoyo.

—Escúchame, Rose. Te hemos hecho venir como au pair. Somos responsables de ti. ¡De haber sabido que pasan esas cosas en la universidad!

—Desde luego. Lo de Anna y Jonas, por el contrario, es un paseo. Un verdadero descanso.

—Entonces deja el empleo de la universidad —le propuse.

—De ninguna manera. Además, ahora que viene el Congreso de Filología Inglesa tenemos muchísimo que hacer. Ya se lo he dicho a los chicos.

—¿Qué chicos? —inquirí.

Theadora estaba ya sentada en su sitio con el turbante puesto.

—Franz y Sebastian —respondió Rosemarie—. Quieren que cante en su banda.

Benni trajo café. Ya debería haberse enterado de que Theadora, cuando viene, nunca toma otra cosa que tisana.

—Ahora tengo que dejarte —dije.

—No desisten. Pero lo que les he propuesto les parece algo raro, creo yo.

—Hija, ahora no puedo hablar.

—Sólo una cosa más. Si estás buscando modelos para el salón…

—Ya nos volveremos a llamar, ¿okey?

—¿No te gustaría…?

—Bye-bye!

Colgué.

Benni había preparado a Theadora con la toalla en la nuca. Esto era lo acostumbrado y estaba bien, pero debería poner más de su parte. Tenía que estar atento y desarrollar un estilo propio. Kerstin poseía esa facilidad que no se puede aprender y Dennis apostaba por la perfección. Yo no veía con claridad adonde quería ir Benni. Sus modelos, con los cuales hacía sus ensayos, resultaban siempre demasiado formales. Tenía que fijarse más, seguir pistas, reconocer tendencias. Era preciso que hablase urgentemente con él.

—¿Qué tal todo? —preguntó Theadora, al tiempo que cruzaba las piernas.

Le alisé el pelo, como siempre al empezar, a modo de orientación.

—Era Rosemarie —expliqué—. Nuestra au pair. Pero desde que es estudiante están sucediendo cosas muy extrañas. Ojalá la hubiera disuadido de ir a la universidad desde un principio.

—¿Por qué? —interrogó Theadora—. Hay que probar siempre algo nuevo. Yo también lo hago constantemente. ¿Y sabes qué otra idea se me ha ocurrido ahora?

Cogí la tijera entre el pulgar y el anular. No la escuchaba. Una piedra: eso era un verdadero ataque, y de hecho muy peligroso. Pero ni Rosemarie ni Mara parecían reconocerlo. Para Rosemarie era todo una gran aventura, muy excitante. Almorzar con la jefa. Probablemente en el edificio del cerdito.

Quería mantener el largo. Daba a Theadora la libertad de hacer otra cosa con el pelo a su capricho.

Seguro que había un alumno detrás de aquello. Por el día analizar etéreos poemas y por la noche tirar piedras enmascarado. Mi imagen de aquella institución estaba tan deteriorada como el mobiliario que albergaba.

Para el efecto desflecado entré a fondo, también desde los lados, pero nunca hasta el nacimiento.

Pero no podía ser tan difícil averiguar quién planeaba una venganza. Mara Markowski no tenía más que hacer una lista con los nombres de todos los alumnos a los que no les daba lo que esperaban. Bastante arriba en esa lista —eso no lo dudaba— estaría Steffi Zahn. Pero ésta no le tiraba piedras a uno. Ésta más bien le sacaba los ojos.

Saqué los mechones bien lisos, empecé a escalonar, al tiempo que observaba la caída.

La policía debía llamar a rendir cuentas a todos y a cada uno en la universidad, al entorno entero de Mara Markowski. Un despliegue excesivo, pero era necesario antes de que pasara algo peor.

Alrededor de la parte de atrás de la cabeza saqué la raya, una después de otra, y corté siempre recto.

Podía simplemente llamar a la sección de homicidios y aclararles lo peligrosa que era la situación. Al fin y al cabo, ¿para qué tenía el contacto?

Para hacer el desfilado fui desde arriba y desde abajo a las partes que había acortado y utilicé la tijera como si fuese Una navaja.

Lo más importante era que Rosemarie se quitara lo antes posible de la línea de tiro.

—De acuerdo, pues —dijo Theadora—. Preguntas a Alioscha si en Nochevieja lanzan fuegos artificiales en la Plaza Roja y luego veremos.

—De Alioscha no sé nada desde hace días. No he conseguido comunicar con él.

—Pero en Nochevieja… estaría muy bien.

—Claro.

Comprobé la geometría en el espejo. Se había eliminado la rigidez. Parecía más juguetón. Dejé la tijera a un lado. Ahora le tocaba al color. Le expliqué a Bea mi idea de negro-blanco. Pasó los dedos por entre el pelo de Theadora y dijo:

—Ningún problema. En las capas de arriba con enlightener y debajo con número uno en las mechas, pero sólo en sitios concretos: ¡quedará estupendo!

Se puso los guantes negros de látex y se aplicó a cambiar radicalmente el aspecto de Theadora. Aunque el café que me había traído Kerstin era flojo, como siempre, yo sentía algo así como palpitaciones.

—Dejo de trabajar dentro de poco —me dijo Kerstin.

Mis empleados me miraron sonriendo.

—¿Qué dices? —no comprendía. Un empleo en mi salón no se deja así como así—. ¿Por qué? —le pregunté.

—Estoy embarazada.

—¡No!

—¡Sí!

—¡Pero eso es maravilloso!

Kerstin contó que no había sido «en absoluto planificado» y que había venido «del todo repentinamente». Antes de que se disculpara, le dije:

—Mi más cordial enhorabuena —y enseguida pregunté—: ¿Para cuándo?

Apenas una hora después apareció Theadora taconeando por el pasillo, como transformada. Al moverse, las capas de arriba, teñidas de blanco, se separaban y dejaban ver por debajo el negro en mechones sueltos.

—¡Como un potro! —rió Theadora.

Me sentí satisfecho. Era la hora de cerrar. No tenía planes hechos. Dije a Kerstin:

—Ven, vamos a la calle Rumford, al bar de Walter y Benjamín.

Mientras comíamos pulpo con manzanas, que el cocinero de Sylt hizo sutilmente picantes, Kerstin me contó cómo se imaginaba el paso de soltera a esposa y madre, el último día de trabajo, pasando por la mudanza al nuevo hogar en Waldtrudering, a la celebración de la boda en el restaurante Emperatriz Isabel, en el lago Starnberg, todo antes de la fecha prevista del nacimiento, en mayo. Pensé en Stephan y Sabine y en lo injusta que era la vida a veces. A Kerstin, la felicidad simplemente le sobrevenía. Stephan y Sabine, por el contrario, llevaban años planificando paso a paso y sin embargo seguían igual que al principio. Uno se cree que todo está calculado con astucia pero luego aparecen en las cuentas los imponderables y destruyen todos esos hermosos planes.

Tenía que preguntar a Alioscha cómo iban las obras en el cuarto de baño. Tenía que pedirle informes sobre si aún había dinero. Y ¿tenía que decirle algo más?

Por teléfono —no era medianoche todavía—, Bábushka, su abuela, con voz ronca, me explicó que no estaba en casa. Más no entendí. Su pronunciación y mi escaso vocabulario no son una buena combinación. Tenía que volver a estudiar mis lecciones sin falta; «todas las noches antes de irte a dormir», me exhorta mi profesora.

Intranquilo, hojeé el poema Love Song de T. S. Eliot. Trece estrofas, más de cien versos, que no me distrajeron de pensar en mi pecoso amigo de oscuro cabello, que allí, en algún lugar del Este, va siempre de un lado para otro. ¿Qué pasaría si un día lo perdiera? Pensé en Bea, que se enreda en analizar sus relaciones fracasadas; en mi madre, que con sus ansias de hacer negocios está poniendo en peligro la tranquilidad de su vida. Pensé en Stephan y en el diagnóstico que había caído sobre él tan bruscamente como aquella piedra por la ventana. Rosemarie fue en la única que no pensé. Let us go and make our visit [vamos a hacer nuestra visita], leí.

No me resultó fácil entrar en aquellos versos. Puede que otros disfruten con este libro, yo no. Quería librarme de él. Sobre todo quería borrar de mi mente a estudiantes, profesores y toda la universidad y ocuparme de los que realmente me importaban. Sí, la idea era buena.

Había ocurrido a la mañana siguiente: yo —con el libro debajo del brazo— entré en la facultad por la puerta lateral sin reparar en la luz azul; no vi a los policías hasta llegar al pasillo. El ambiente era extraño, murmullos en voz baja, un sollozo. En el despacho vi el cuerpo sin vida debajo de la sábana y a Rosemarie llorando.

Pensé: han matado a Mara Markowski.

Al poner el cadáver en el ataúd la sábana se movió. Debajo de ella aparecieron unas piernas con pantalones, unos pies con calcetines y unas pantorrillas blancas. Me obligué a mirar con más detenimiento: la piel era velluda. Las piernas de Mara Markowski eran muy distintas.

Pregunté a la comisaria de lo criminal:

—Señora Glaser, ¿quién es el muerto?

—Hans-Georg Markowski.

—El decano —musité—. La eminencia gris.

Al otro lado, junto a la puerta, estaba su viuda, como un fantasma, inmóvil y con el rostro blanco como el papel, y al lado su doctoranda, Steffi Zahn, que se apretaba la boca con un pañuelo, quizá para no gritar. La secretaria, Anne Kaltwasser, con la boca abierta, como si hubiera olvidado lo que quería decir. La mano de Rosemarie buscó la mía. Sebastian, el alumno, desapareció por el pasillo.

—¿Conocía usted al difunto? —me preguntó la comisaria.

Hans-Georg Markowski, el que había entregado a su mujer el ramo de flores después de la lección inaugural y había dado la espalda a Steffi Zahn de manera descortés. El que llevaba a la rubia en el coche y con palabras sosegadas detrás de las puertas cerradas procuraba que una disputa con su mujer no fuese a más. El decano que eliminaba el problema con el profesor mediante palmadas en el hombro.

—Conocer es mucho decir —respondí—. Para mí es el hombre que siempre sonreía satisfecho.