13

Ni siquiera ante el altar nupcial habían estado tan unidos Régula y Christopher como aquella noche en la que subí a un taxi y me dirigí a toda prisa a su casa, en Schwabing. Rosemarie había caído en desgracia, eso lo vi inmediatamente. No eran de prever discusiones entre ellos sobre la cuestión.

—¿Dónde está? —pregunté entre las cajas de cartón, que no estaban ordenadamente apiladas a lo largo del rodapié, como era lo habitual, sino abiertas y esparcidas por el pasillo. Alguien había revuelto a conciencia el almacén de mercancías en tránsito de mi cuñado, formado por objetos útiles e inútiles de uso cotidiano, comprados y vendidos en subasta—. Pero ¿qué ha pasado aquí?

—Rosemarie está en su habitación, ya no se atreve a salir de allí, pero tampoco deja entrar a nadie. Y esto —Christopher dio una furiosa patada a una caja— lo ha organizado la policía. Orden de registro, lo llaman.

—¿Un registro domiciliario en vuestra casa? ¿Por qué?

—Como si la chica tuviera dos caras —dijo Régula, tan temblorosa como aquella vez que Jonas se le perdió en la calle Kaufinger. Régula me había llamado enseguida. Pero ¿qué podía ser tan malo en este caso como la hora que pasamos hasta que por fin lo encontramos berreando en medio del gentío, en la Marienplatz?—. Por favor, Tomas, tienes que averiguar qué le ha ocurrido. Con nosotros no quiere hablar.

—En esta historia ya no hay nada más que hablar —la contradijo Christopher—. No quiero volver a ver a esa mujer, lomas, ojalá nunca la hubieras traído de Londres. Ocúpate ahora de que regrese allí y desaparezca de nuestra vida para siempre jamás.

—Para, para —dije—. Una cosa después de otra. ¿Qué travesura ha hecho?

—De ninguna manera intentes quitar importancia a las cosas —dijo Christopher—. Rosemarie ya no es una niña. Es mayor de edad y responsable de sus actos.

—Christopher tiene razón. Aquí no se puede quedar —añadió Régula—. Ni hablar de que siga teniendo a su cargo a Anna y Jonas un segundo más.

—Tiene que volver a Ipswich, lo quiera o no —concluyó Christopher.

—Esperamos que lo comprendas —dijo Régula.

—¡Bueno, si me decís de una vez lo que ha pasado…! —exclamé.

—¡Por favor! —Christopher bajó la voz.

—¡Los niños! —suplicó Régula.

—Pero ¿qué ha hecho ahora? —susurré.

—Rosemarie… —empezó Régula— ha reconocido ante la policía… —apretó el puño y no pudo continuar.

—Rosemarie está bajo sospecha de asesinato —explicó Christopher.

Yo me eché a reír.

—¿Cómo se os ha ocurrido ese disparate?

En la mirada de Régula y Christopher vi la compasión que inspira el que está en la higuera.

Yo no lo comprendía.

—¿La señora Glaser ha dicho en serio «Rosemarie Clifford es sospechosa de haber asesinado al decano Hans-Georg Markowski»?

Régula y Christopher asintieron.

—¿Puedo preguntar en qué se funda?

—Rosemarie es la autora de los ataques contra Mara Markowski.

—¿Qué?

—Ella lo ha confesado todo.

—¿Que instaló el virus informático y metió el pez muerto detrás de la estantería?

Régula y Christopher asintieron.

—¿Y tiró la piedra?

Régula y Christopher asintieron.

—¿Cómo pudo hacer ella todo eso? ¿Y por qué? No tiene tanta imaginación, ni la fuerza necesaria, ni la constitución… ¡Quiero decir, vosotros la conocéis! ¿Y qué tiene que ver todo eso con el asesinato?

—Por el momento es sospechosa —respondió Régula en un tono sorprendentemente apacible.

Intenté encontrar una explicación para la conducta de Rosemarie.

—No pueden sospechar de ella así porque sí —dije—. Se lo ha inventado todo para llamar la atención. Para que nosotros y la policía nos devanemos los sesos con ella, precisamente ahora que no desempeña ningún papel. Todo esto no es más que una salida a escena, como en Londres, cuando estuvo en el teatro bajo los focos y todos la aclamaban, ¿entendéis? Las chicas de su edad obran así.

—Porque tú le llenaste la cabeza de pájaros —afirmó Christopher.

Yo no tenía ningún deseo de pelearme con él.

—¿Dónde está? Quiero hablar con ella… Rose, ¿estás ahí dentro? —llamé a la puerta—. Por favor, déjame entrar. No puedo creer lo que he oído. ¡Rose, tú no has sido!

Una llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. El hombro de Rosemarie me pareció demasiado delgado para el voluminoso macuto, su figura demasiado enjuta para levantar aquella enorme maleta, y de repente tenía otra vez la pesada montura de las gafas sobre la nariz.

—Pero ¿dónde están tus lentillas? —pregunté, cogiendo del brazo a Rosemarie.

Los niños estaban en el pasillo, en pijama, tan mudos como los animales de peluche que llevaban en brazos, bajo la vigilancia de Régula y Christopher. Rosemarie acarició sus desgreñadas cabezas. Fue su único gesto de despedida.

Seguí a Rosemarie con el equipaje y salimos de la casa.

—Calle Hans Sachs, 10 —dije al taxista.

Con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza colgando hacia delante, Rosemarie parecía recogerse en sí misma. Al tomar la curva hacia la izquierda, sin sujeción, cayó de mi lado y se quedó apoyada en mí. Le pasé el brazo por los hombros y le dije:

—¿Por qué has hecho eso, Rose?

No se movió, como si le hablase una voz desconocida, y siguió mirando por la ventanilla. Los colores y los destellos se reflejaban al pasar en los cristales de sus gafas.

En la puerta de casa me afané con las llaves y el equipaje. Rosemarie me siguió en silencio por la estera de fibra de coco, acurrucándose en mi sombra como si quisiera hacerse pequeña. El cadáver en la facultad, horas de declaraciones, la sospecha de asesinato y el registro en la casa: Rosemarie tenía que estar en el límite y muerta de cansancio. En aquella misteriosa historia iba a necesitar mi ayuda. Pero para ello tenía que contarme lo que había ocurrido en realidad. Y no se podía dejar para mañana. Lo siento, Rose, tienes que hacer un esfuerzo y hablar.

—¿Café? —fue lo primero que pregunté al entrar en el piso—. ¿O prefieres cacao?

Rosemarie ocupó la silla de la cocina en la que se había sentado cuando estuvimos cocinando pasta con Stephan. Aquella tarde yo había descubierto el ir en bicicleta y ella los estudios, pero nadie descubrió un indicio de que el estable orden que reinaba fuera a dislocarse al cabo de cuatro semanas. Rosemarie estaba bajo sospecha de asesinato y yo bajo presión para producir un descendiente para Stephan. A esas dos emociones habría renunciado yo gustosamente.

—Haré té —dije. Era lo mejor, con ron.

Rosemarie estaba inclinada con el brazo extendido sobre la mesa; era difícil juzgar si estaba cansada, aburrida o recalcitrante, pero eso tampoco me interesaba ahora. Eché sin más las hojas de té en la tetera —como hacen los rusos, al menos eso dice Alioscha— y pregunté retóricamente:

—¿Estás preparada para contestarme a unas preguntas? —vertí el agua. Quería oírselo decir a Rosemarie yo mismo—. ¿Así que colaste tú ese virus en el ordenador de Mara Markowski?

Nada.

—¿Y el pescado muerto?

Rosemarie movió la cabeza. Me pareció que asentía.

—¿Y la piedra? ¿Te ayudó alguien?… ¡Rosemarie, te he hecho una pregunta!

—Nadie. Con toda seguridad.

—¡Tienes que decirme la verdad!

—El virus me lo envió Archie.

—¿Archie… de Londres? A ése ya no lo vuelvo a contratar.

Siguiente pregunta: sobre el asesinato. ¿Y si Rosemarie, en mi casa, en la cocina, de repente me lo confesara todo?

—Pero que alguien haya asesinado a Hans-Georg… ¡con eso yo no tengo nada que ver! —dijo Rosemarie.

Yo estaba deseando creerla.

—No sé si puedo creerte —dije—. ¿Entiendes por qué? Porque no comprendo tus ataques. ¿Por qué hiciste todo eso y encima luego me hablaste de ello en el comedor de la facultad? ¿Por qué mareaste a Christopher con el virus informático y me dejaste buscar el pescado muerto, me llamaste y me contaste esos cuentos chinos con la piedra y tu preocupación por Mara? ¿Por qué nos has mentido y engañado a todos, tomándonos por tontos? —como si levantar la voz pudiera tener algún efecto, grité—: ¡Y mírame cuando te hablo!

Sus ojos, detrás de los cristales de las gafas, se veían vagos y opacos.

El hervidor pitó.

Yo me veía como un padre que no comprende lo que le pasa a su hijo, impotente y sin medios para hacerle hablar. Para ese papel no tengo talento. Su madre, en Ipswich, debería darle una paliza o llevarla al psicólogo.

Al verter el agua caliente sobre las hojas del té se extendió por la cocina un aroma que venía de un mundo mejor.

—¿Sabes? —dijo Rosemarie de improviso—, yo sólo quería demostrarle que siempre me tenía ahí. Daba igual lo que pasara.

Puse las tazas en los platos tratando de no hacer ruido. Rosemarie quería hablar y nada debía distraerla.

—Pensé que si estaba al lado de Mara en un momento difícil podía probarle que era un apoyo para ella, que tenía que lomarme en serio y podía confiar en mí. Más que en todos los otros. Da lo mismo lo buenos que fueran.

Rosemarie había apoyado la cabeza en el brazo estirado como si fuera un cojín desde el que pudiera desenmarañar cómodamente una historia lógica.

—Y funcionó —continuó—. Mara me invitó a comer y me preguntó si quería ir con ella al congreso. ¡Y a la semana siguiente, te lo juro, me preguntó si podía ayudarla a recibir en casa a sus doctorandos!

Está loca, pensé. Pero la verdad es que eso lo había sabido siempre.

—Pero —exclamó Rosemarie— jamás habría hecho algo que realmente hubiera podido suponer algún peligro para ella. Jamás me hubiera arriesgado a que le ocurriera algo, a que pasara algo que pudiera causarle algún daño.

Serví el té. La creía.

Con el dorado líquido, que salía hirviendo del pitorro de la tetera, a la altura de sus ojos, Rosemarie prosiguió en voz baja:

—Mara y yo éramos cada vez más íntimas. Sonreía cuando me veía —Rosemarie sonrió entonces también—. Eso era bonito —añadió.

Yo quería hablar claro y con calma.

—Hija, no puedes crear una emergencia sólo para ser la primera en ayudar a resolverla. No es manera de ganarse el afecto de una persona. No es así como se hacen las cosas. ¿Lo comprendes? Cuando tienes miedo de no dar la respuesta que se espera de ti, hay dos posibilidades: o te importa un bledo o te matas a trabajar hasta que obtienes el reconocimiento que mereces. Eso no se puede conseguir con la ganzúa y los trucos sucios. Y ahora tómate el té antes de que se enfríe.

Pero Rosemarie, con la mejilla aplastada contra el brazo, reflexionaba. Luego dijo quedamente:

—Lo he estropeado todo. Nunca podré volver a presentarme delante de Mara. Pero ¿por qué estoy tan chiflada?

Tal vez aquella chica no estaba loca en absoluto. Tal vez simplemente se había obstinado en una idea. Y para hacer realidad esa idea había escogido unos medios equivocados, demasiado estridentes. Y le había salido el tiro por la culata. Eso, sin duda, resulta doloroso.

El gris del exterior, que se iba aclarando, aún no mostraba la proximidad del día.

—¿Sabes? —dije—. Puede que haya un motivo para que hayas actuado así. Por favor, no te enfades, pero pudiera ser —y nadie lo comprende mejor que yo, créeme— que estés enamorada de Mara Markowski. ¿Rose? —intenté ver a través de los cristales de sus gafas. Tenía los párpados cerrados.

Le pasé un brazo por la espalda y el otro por debajo de las rodillas y la levanté. Debía de tener una pinta muy cómica cuando la arrastré, tambaleándome y partiéndome los riñones, al otro lado del pasillo, a la habitación de invitados. Pero yo no estaba de humor para reírme. Aquello no podía seguir así.

Casi se me cayó sobre el colchón cuando quise acostarla con cuidado. La tapé como si fuera una niña pequeña que sueña con su caballito y no una mujer adulta acusada de asesinato.

Algo tenía que hacer.