18
Cuando Rosemarie se guardó sin más aquel objeto, lo hizo como un acto reflejo, causado por la conmoción del descubrimiento. Posteriormente me alegraría de que lo hubiera hecho, pero en aquel momento, cuando nos hallábamos sin aliento al aire libre, se me ocurrió la idea de que, en nuestra precipitación y aturdimiento, hubiéramos podido destruir valiosas huellas.
—Tenemos que ir a la policía —dijo Rosemarie.
Franz, al que yo suponía tumbado junto al muro y durmiendo, tan desconocedor de cuanto había sucedido como el resto del mundo, se había marchado.
—Eso es lo que tenemos que hacer, ¿no? —insistió de nuevo Rosemarie.
Por mucho que me resultara escalofriante la idea de que quizá hubiera estado cortando y tiñendo el pelo a un asesino durante años, lo cierto era que reconocía a Robert en ese papel: custodiar las alevosas gotas en un cajón, a escasos metros del lugar del crimen, ¿no era una estupidez? Era típico de Robert, tan comodón y perezoso. Y siempre demasiado seguro de sí mismo.
Podríamos deshacernos de la prueba. Un paseo a orillas del Isar nos sentaría bien, y la haríamos desaparecer. O también podíamos, sencillamente, tirarla al cubo de la basura. Anda, si había uno allí mismo. El castigo de Robert sería tener que esfumarse para siempre, irse a Paderborn, por ejemplo. Podría ir a la peluquería por última vez y yo, como despedida, le haría un corte de presidiario. Todo fuera, el fin de una larga amistad. Me faltó poco para echarme a llorar.
—Llama a la policía —dije a Rosemarie, dándole la tarjeta de Annette Glaser.
—Shit —exclamó Rosemarie—. Mi tarjeta prepago está agotada.
—Entonces vete para allá —busqué un billete para el taxi—. Ponles el Fortex encima de la mesa y explícales con todo detalle cómo ha sido.
—¿Y tú? —inquirió ella—. Eres mi testigo.
—Si hay algún problema, llámame a casa. Pero la señora Glaser se pondrá en contacto conmigo de todos modos.
Seguí con la mirada el taxi en el que se fue Rosemarie. Ya estaba. El caso estaba resuelto. La detención, el interrogatorio y la cárcel, el juez y el fiscal, ésas eran ahora las instituciones y personas de las que Robert tendría que ocuparse en lo sucesivo. Yo no quería volver a poner jamás los pies en la universidad. Lo que más deseaba era tomar el primer vuelo a Moscú, buscar el calor de Alioscha y comer kacha en la mesa de su cocina.
El que sin embargo me decidiera a entrar otra vez en el edificio se debió a una intuición. Puede que hubiera pasado algo por alto allí dentro. Puede que Franz hubiera seguido nuestros pasos y ahora vagase por la facultad mientras nosotros nos olvidábamos de él. La puerta de atrás continuaba abierta.
Por última vez —así lo esperaba—, recorrí escaleras y pasillos. Ya no pensaba en absoluto que estuviera haciendo algo prohibido. Y cuando vi que la puerta del despacho de Robert estaba abierta de par en par sólo me dije: caramba, Franz.
La persona que se inclinaba sobre el cajón llevaba, como siempre, una chaqueta de punto y estaba revolviendo justo donde Rosemarie y yo habíamos hecho nuestro hallazgo. Esa persona aún no se sentía observada y era evidente que no podía creer que el engorroso objeto que buscaba se hubiese desvanecido de improviso.
Yo sólo pensé una cosa: marcharme antes de ser descubierto. Demasiado tarde. Lo que sucedió entonces lo oí con los ojos cerrados: Anne Kaltwasser dejó escapar un grito.
Abrí los ojos. La secretaria respiraba con agitación. Todo su cuerpo estaba en movimiento. Yo también tenía palpitaciones. Tenía que decir algo, aun sabiendo que cualquier cosa que dijera no haría sino empeorar la situación.
—Busco a Franz —dije—. ¿Lo ha visto usted, por casualidad?
—¡Quédese donde está! —gritó Anne Kaltwasser.
Precavido, hice lo que decía.
—¿Cómo ha entrado usted aquí? —inquirió.
—Rosemarie tenía llave.
No puedo asegurar si la secretaria asimiló esta información. Estaba todavía ordenando apresuradamente sus ideas, que tropezaban unas con otras. Igual que yo: ¿qué hacía aquella mujer a esas horas en el despacho de Robert Fullton? ¿Qué buscaba precisamente en el cajón que tanto trabajo me había costado forzar? ¿Era su cómplice o sabía tan poco de aquello como yo mismo treinta minutos antes? El punto que también a ella le interesaba.
—El cajón… ¿Ha estado usted aquí? —preguntó.
Fui astuto, quise ponerla a prueba y hablé de forma un poco vaga:
—Buscábamos una cosa —empecé—, y encontramos otra completamente distinta.
Anne Kaltwasser escuchó con atención mis palabras y la poesía quizá inherente a ellas. Luego repuso:
—No comprendo nada.
—¿De verdad que no? Entonces, explíqueme: ¿por qué está usted aquí? ¿Qué hace en el despacho de Robert?
—Trabajo aquí.
—¿Un domingo de madrugada?
—Voy a llamar a la policía.
—Rosemarie se dirige allí en este instante.
—Eso no me interesa en absoluto. Si da usted un paso más, gritaré.
—Ahora sabemos quién mató a Hans-Georg Markowski.
—¿Qué?
—Hemos encontrado el Fortex ahí, en ese cajón. Era eso lo que estaba usted buscando, ¿no? Así pues, ¿sabía que Robert tenía aquí escondida esa sustancia, y quería usted quitarla de en medio de una vez? Demasiado tarde, tendría que haber llegado antes. La hemos puesto a buen recaudo.
Anne Kaltwasser se dejó caer en la silla. Asintió al ritmo de los segundos que parecía contar mentalmente, y fueron muchos, hasta que reunió fuerzas para decir en voz baja:
—Lo veía venir.
—¿Que Robert iba a convertirse en un asesino? —pregunté.
—Que se iba a defender. Se sentía perdido, acorralado. Siempre esa animosidad, esos cotilleos a sus espaldas. Aunque hacía como si todo le diera igual, como si incluso se riera de ello… yo sabía que no soportaría esa presión mucho más tiempo. Quizá todo habría sido diferente si no hubiera recibido la negativa de Paderborn —miró por la ventana, donde se veía empezar el nuevo día en tonos rosa y albaricoque—. Le había ofrecido irme con él.
En ese momento recordó que estaba hablando con el peluquero, una persona ajena, de la cual no se podía esperar que fuera capaz de interpretar correctamente sus palabras.
—¡No como su secretaria, claro está! —exclamó—. Para mí hubiera sido una oportunidad de escapar de este antro.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Antes estudiaba en esta facultad, casi siete semestres.
—¿Y después?
—Mi padre cayó enfermo y tuve que interrumpir los estudios. De eso hace casi veinte años. Luego, cuando conseguí este empleo de secretaria, pensé: qué bien, así sigo estando más o menos cerca de la ciencia —Anne Kaltwasser se encogió dentro de su chaqueta con los hombros levantados—. Pero con los Markowski cambió el clima. ¡Los debates que había aquí antes! ¡Profesores y alumnos discutían con pasión, las clases no tenían fin, aquello continuaba incluso en mi despacho! ¡El profesor Kraft, con aquella voz retumbante, y, Dios mío, los hermanos Drexler! ¡Y lo que fumábamos: un cigarrillo detrás de otro! Qué tiempos aquéllos. ¿Y ahora? Hay que publicar a una velocidad endiablada, conseguir financiación privada, cuanta más mejor, y formar grupos de élite para estar en buena posición al final, en las evaluaciones. Eso es lo que hoy tiene que saber hacer un profesor. Si alguien puede comunicar los contenidos y esclarecer conexiones a nadie le interesa. Pero estoy hablando como una secretaria vieja y frustrada, eso es.
Anne Kaltwasser hizo entonces algo muy curioso. Se puso en pie y cogió el reloj de la pared, atrasó una hora la manecilla y lo colgó nuevamente de su gancho. Ya habían cambiado la hora; estábamos en invierno. Y, como si de ese modo todo volviera a estar en orden, abandonó la habitación sin más.
—¡Espere! —la llamé—. ¡Todo eso no es a mí a quien tiene que contárselo, sino a la policía! Tal vez le reconozcan a Robert alguna circunstancia atenuante.
Sólo entonces vi el mazo de hojas que había encima de la mesa. En la primera ponía «Homenaje. A Walter Schmid-Holtz en su ochenta cumpleaños», las galeradas que buscábamos. Al parecer, Anne Kaltwasser las había corregido en su turno de noche y las había dejado en el escritorio para que Robert las revisara el lunes por la mañana. Si hubiera hecho su trabajo un poco más deprisa y el mazo de hojas hubiera estado depositado allí una hora antes, a Rosemarie y a mí nunca se nos habría pasado por la cabeza forzar el cajón de la mesa de Robert. No habríamos encontrado el Fortex ni estaríamos sobre la pista de Robert. Ay, ojalá se pudiera hacer retroceder el tiempo de verdad.
Levanté la primera hoja. No es que me interesara en realidad. «Procesos transnacionales. Posibilidades y límites», leí. Y un poco más pequeño: «Por el Dr. Robert Fullton». Y aún más pequeño, pero perfectamente legible: «Colaborador: Sebastian Richter».
Ya lo decía yo, pensé. Puede que Robert fuera un asesino. Pero no era un ladrón de ideas.
Pero el saberlo no me alegró mucho que digamos.