20

Después llegó el día de difuntos: no había razón para seguir aplazando mi entrevista con Stephan. Estaba en el Dukatz, su café favorito, sentado atrás del todo, con la mirada fija en un vaso de agua mineral con aspecto de no tener nada, pero nada de gas. Sólo más tarde reparé en el joven con anorak color burdeos que estaba en la barra leyendo el periódico. Abracé a Stephan como hacen los hombres adultos que ya han afrontado crisis juntos. Yo estaba nervioso.

—Bien… —dije.

¿Cómo se formula una negativa? Quería recordar a Stephan que existía la posibilidad de la adopción en el extranjero y que fuera había mil donantes disponibles. Que a veces incluso se consigue tener el niño sólo con eliminar antes la presión. Una clienta que era agente de guionistas y que por eso mismo estaba siempre con los nervios de punta, había experimentado justamente ese milagro cuando, tras muchos tratamientos hormonales y años de tortura, vio cumplidas sus ilusiones.

—Stephan —empecé—, lo siento.

Se le humedecieron tanto los ojos que la pequeña chispa que brillaba en ellos se apagó.

—Te comprendo —dijo; su mano en mi hombro pesaba kilos—. Y no estoy enfadado contigo. De verdad que no.

Yo me sentía miserable.

Su manera de subirse el cuello del abrigo cuando se marchó en dirección a la calle Theatiner fue como de película. Ahora tenía yo el berenjenal. ¿Y si entraba en una crisis con Sabine? ¿Y si ella no estaba dispuesta a renunciar a tener descendencia y simplemente se buscaba otro que hiciera realidad su deseo? Me ponía de mal humor la responsabilidad que me correspondía en aquel condenado barullo y pensé: ¿es que no podéis, cuando la naturaleza así lo quiere, renunciar a tener un hijo?

«Sobre el deseo de tener hijos no se puede discutir», había sentenciado Bea. De acuerdo. Pero entonces que no me pidan que contribuya al debate.

Por la calle pasaban lentamente las parejitas, acaso enamorados, turistas de vacaciones, con los pies machacados de visitar monumentos; pensé: ¿cuántos de ellos viven perfectamente sin hijos? Bea, por ejemplo, había gastado cuatro maridos y sin embargo no había salido ningún hijo. O Mara. Con su marido ya bajo tierra sin que hubiese dejado tras de sí algo que pudiera decir que fuera de su carne y de su sangre. ¿Era verdad que el tener descendencia cambia el carácter, que uno se hace más tolerante, más blando, no tan duro, tan inflexible? Yo no podía cambiarlo ni dejarlo de lado: una y otra vez pensaba en Mara.

No me di cuenta de que el joven del anorak color burdeos era Sebastian hasta que salió del café. Iba hablando por teléfono y miraba mientras tanto al cielo de Munich; ya podía hacerle todas las señas que quisiera desde detrás del cristal. Luego cogió su bicicleta.

—¡La cuenta, por favor!

Quería preguntarle cómo le había ido en las últimas semanas, por ejemplo, con Steffi Zahn, pero también con su trabajo de investigación. Al final, con la detención de Robert, había tenido la enorme mala suerte de perder a su asesor. Y yo apostaba a que Mara Markowski se negaría a encargarse ahora de esa tarea. En lugar de ello le mandaría a paseo y le castigaría por haberla traicionado cuando se pasó a su competidor.

—¡Sebastian! —llamé. Vaya prisas que llevaba—. ¡Tu bufanda!

Levanté el objeto verde. Pedaleaba en dirección a la calle Brenner. Sé lo que fastidia darse cuenta de haber perdido algo y no tener ninguna oportunidad de recuperarlo. Liberé apresuradamente mi bicicleta.

Hubiera podido alcanzarlo, pero en la plaza del Odeón el camino era una carrera de obstáculos debido a los grupos de peatones. No volví a ver su chaqueta de color burdeos hasta que tomó la calle Ludwig. Me imaginé cuál sería su meta: la Facultad de Filología Inglesa. ¿Por qué tanta prisa?

Pero dejó atrás la calle Schelling y siguió recto, como si quisiera huir de mí. En la Münchner Freiheit torció y se metió por las callecitas de Alt-Schwabing, e hizo un giro tan rápido que de repente me vi pasando por delante del Alfonso, donde se reúnen las bandas de jazz que Matteo siempre decía que eran fabulosas. Yo, sinceramente, no puedo juzgar, el jazz nunca ha sido lo mío. Cuando llegué a la calle Ungerer, Sebastian había desaparecido.

A derecha e izquierda pasaban los coches como balas. El rallye de Sebastian por Munich me parecía muy extraño, pero mala suerte para él, ya recuperaría alguna vez su bufanda. Ya estaba a punto de dar la vuelta y encaminarme a casa. Entonces me acordé de una cosa.

Unas semanas antes, Bea había tenido una cita con su quirólogo en el restaurante Grazia, a corta distancia en la misma calle, y había visto allí a Mara y a Rosemarie. Fuera por casualidad o no, Sebastian había torcido precisamente allí: yo pedaleaba aún por aquel pequeño trecho hasta el Grazia. Bien pudiera ser que con su velocidad quisiera borrar sus huellas y que al final resultara que también él tenía allí una reunión secreta. Pero, en la ventana, un letrero informaba: «Círculo privado».

De tanto pedaleo con doble bufanda y cazadora forrada había entrado en calor. Me subí la cremallera. ¡Qué actividad había al otro lado de la calle! Casi todos llevaban abrigos oscuros y largos, algunos iban encorvados, cogidos del brazo y sostenidos por sus parientes para la visita del día de difuntos al Cementerio del Norte. Entre ellos distinguí a un joven vestido de color burdeos.

Me libré de la bicicleta y crucé la calle. Siguiendo a Sebastian, entré en el camposanto por el camino principal. Tenía muy claro que aquel paseo no tenía probablemente como meta la tumba de la abuela. El asunto me resultaba misterioso.

Entre los árboles de hoja perenne, los cuervos se irritaban como porteras al ver perturbada su tranquilidad. En los últimos rayos de sol, las hojas doradas revoloteaban sobre las lápidas. El aire era claro, el ruido de la calle era ya sólo un rumor de fondo. Sebastian torció a la derecha.

Ya de lejos me di cuenta de que las coronas que había sobre la sepultura debían de haber sido suntuosas, y el difunto de rango e importancia. Pero ahora todo se marchitaba y se descomponía junto con el cuerpo allí enterrado desde hacía poco tiempo. Sólo podía tratarse de la tumba del decano, del profesor doctor Hans-Georg Markowski.

Sebastian se instaló en un banco próximo, con las manos en los calientes bolsillos de la chaqueta, como si quisiera mantener un coloquio con su difunto profesor. ¿Había entre los dos un vínculo que yo no había visto aún? Si el alumno pedía perdón, no sería precisamente por no haber hecho los deberes.

—¡Todos los días viene a sentarse ahí! —dijo una voz detrás de mí.

Me volví.

Apenas hubiera reconocido a Steffi Zahn, toda de negro y en el pelo una cinta de terciopelo que hacía pensar en las señoritas bien educadas. Y en la mano llevaba una rosa blanca maravillosa. No resultaba tan bonito que estuviera mascando chicle.

—¿Y tú? —me preguntó a continuación—. No me digas que estás aquí por Hans-Georg. ¿Has venido por mí acaso?

—No expresamente. Ha sido más bien una casualidad. He venido siguiendo a Sebastian, pero, francamente, no había contado con encontrármelo aquí, en el cementerio. Ahora mismo no sé cómo interpretarlo.

—No se puede negar que Sebastian no se rinde.

Al recorrer aquel breve camino, me pareció que acompañaba a Steffi no a la sepultura sino a una lección de baile, al primer gran amor, que la aguardaba allí con el corazón palpitante. Pero ¿quién era ahora su amor? ¿Sebastian o Hans-Georg Markowski?

Ahora había en la tumba una sencilla cruz de madera que dentro de poco sería reemplazada por una de piedra. Algo de una sencillez imponente sería seguramente del gusto de Mara. Lo único de lo que no estaría quizá muy contenta sería de las rosas que Steffi había colocado con profusión alrededor de la cruz, en un estilo entre romántico y juguetón. Las conté; había doce. ¿Una flor por día?

—¿Se está bien aquí, verdad? —preguntó Steffi—. Me gusta este sitio. Aquí puedo charlar con él tranquilamente.

Sebastian estaba a una distancia en la que podía oírnos, dichoso ya sólo con estar cerca de Steffi.

—¿Y tú qué le dices a Hans-Georg, por ejemplo? —inquirí con prudencia.

Steffi miró pestañeando al cielo, como si buscara en las nubes grises a Hans-Georg con su melena plateada.

—¿Por ejemplo, sobre tu tesis? —insistí.

—Que tengo que aprender a vivir sin él y que muy poco a poco empiezo a planificar mi vida sin él. Le digo lo que tengo que hacer en la época que viene. Sí, tal vez la tesis forma parte de eso.

Puso en la tumba de su amado una rosa, la decimotercera. Sebastian, su cuidador, siempre pendiente de la mujer de su vida, estaba detrás de ella, como aquel día en la biblioteca, cuando se echó a llorar con tanta vehemencia. Uno al lado del otro, se marcharon. Poco antes de torcer por el camino principal, Sebastian tomó la mano de Steffi.

Contemplé las letras y las cifras grabadas en la madera. Hans-Georg Markowski. Sesenta y cuatro años y dos mujeres. Una con edad como para ser su hija, la otra tan joven que hubiera podido ser su nieta. ¿Y sus hijos? No tenía.

¿Qué había dicho Steffi? «Aprender a vivir sin él». Así pues, había planeado su futuro con él. Y tenía ideas fijas. Matrimonio e hijos, casa y jardín.

A una persona por lo menos no la habían tenido en cuenta para nada.

—¡Eh, vosotros dos, esperad!

Pero el crepúsculo entre las tumbas ya se había tragado a Sebastian y a Steffi.

No eché a andar, sino a correr. Los automóviles me cegaban con sus faros.

El día de difuntos, a primera hora de la tarde, había dicho Rosemarie.

—¡Pise a fondo! —grité al taxista cuando aún no me había sentado siquiera con mis dos bufandas en el asiento de atrás.