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A veces los días se consumen tan deprisa como las toallas. Esta mañana había cinco grandes pilas en el estante. Ahora, a mediodía, habían desaparecido todas. Los clientes cruzaban el salón y las nubes el azul cielo otoñal, y mientras tanto las propinas para los empleados caían gota a gota como una cosa natural, igual que el agua en el grifo del cuarto del café. Todo el mundo daba por hecho que todo marchaba, con esa satisfecha indiferencia que nunca haría cambiar nada.

Yo no estaba de buen humor, y ya llevaba así varios días.

Kitty gritó desde el otro lado del salón:

—¿Necesita Christa un nuevo corte o es suficiente con el tinte?

Reflexioné un momento. Su última cita había sido cuatro semanas antes.

—Basta con teñir. Le haré sólo el flequillo —pues sabía que entretanto habría vuelto a recortárselo ella misma y el resultado tendría el aspecto que cabía esperar.

Kitty abrió el fichero, metió una ficha de citas y enseguida sacó otra.

—Ha llamado Theadora —me comunicó—. Dice que tiene una pinta como para echarse a correr. He adelantado su cita.

—Ya lo he visto.

—Y piensa que Rosemarie…

—No te preocupes. Pienso en todo.

Pero sin poner atención en lo que hacía. Funcionaba como una máquina, era una máquina de peinar con cuarenta y t res años a las espaldas. No me gusto a mí mismo cuando estoy de ese humor. Simplemente, estaba agotado. ¿Qué pasaba ahora con las toallas?

Se mecían cómodamente en la lavadora. Bea y Kerstin estaban sentadas encima, balanceando las piernas y vigilando el lavado, en vez de aprovechar el tiempo que sobraba entre dos citas para atender a pequeñas tareas. Por ejemplo, telefonear al fontanero o cortar el papel de aluminio para los tintes.

—Kerstin —llamé.

Pero antes de poder formular la frase, ella bajó de un sallo de donde estaba sentada: una demostración de alivio, como si no hubiera nada más hermoso que ir a trabajar y poner guapa a la gente. Asombroso.

—¿Lo tenéis todo claro? —pregunté.

Kerstin desapareció con una pila de toallas plegadas que estaban detrás de su espalda y que yo no había visto.

Estaba seguro de que pronto me vendría con una pequeña petición, con un deseo urgente que, bajo un envoltorio agradable, albergaría una dura exigencia: una subida de sueldo en una época de estancamiento de los ingresos. O unas vacaciones en las semanas anteriores a Navidad, durante las cuales nos hacían falta todas las manos que fueran capaces de coger unas tijeras.

Bea hacía crujir el papel de aluminio.

—¿Te ha tanteado Kerstin para saber cuál es el momento favorable? —le pregunté.

—¿El momento? ¿Para qué?

—Puede que sólo esté viendo fantasmas.

—Pero ¿qué es lo que te pasa?

—Alioscha me ha dejado.

—Oh —exclamó Bea.

Cuando llamó Alioscha, enseguida advertí en su voz que pasaba algo. Era la obra que estaba haciendo en Moscú, entregas que no llegaban, trabajos retrasados. «Es que no puedo dejar ahora sola a Bábushka con esta porquería», dijo Alioscha; yo contesté: «Lo comprendo». «¿De veras?». Alioscha parecía tan aliviado que en ese momento no pude ponerme a gimotear.

—Pues es una buena época para vosotros, los Acuario. Júpiter, conjunción con el Sol —dijo Bea.

—Eso dices siempre.

—Las cosas han llegado a un punto en que vosotros tomáis la iniciativa y tenéis que dar lugar a cambios.

—¿Por qué «vosotros»?

—Los Acuario. Tú y Rosemarie. Pero por ella no me preocupo. Ella participa plenamente. Pero ¿y tú? Tienes que salir fuera y pensar en otra cosa… ¿Adónde vas?

—Fuera.

Del sol no se podía uno quejar aquellos días. Con toda formalidad recorría cada mañana con su haz de rayos, justo después de la limpieza de las vías públicas, la calle Hans Sachs, y en su camino la convertía, metro a metro, en una cafetería parlanchina y trepidante. Algunos clientes gruñían porque casi no se podía dar un paso por la acera. En verano se comprende que haya este barullo, pero en este tiempo resulta casi histérico, pues todo el mundo teme que cada día sea tal vez el último que el sol difunde su calor desde lo alto, generosamente y a destajo, sin tener que viajar lejos.

En el puesto de periódicos, poco antes de la calle Müller, compré otro ejemplar de la revista inglesa de moda que habían birlado de la repisa de la peluquería antes de haber podido echarle siquiera un vistazo. Mis clientes saben muy bien lo que es bueno.

Tal vez no debiera ser siempre tan comprensivo con Alioscha. Es probable que él no tuviera ni idea de cuánto me atormentaba el que me hubiera dejado.

En el escaparate de Muggenthaler había alfileres de sombrero con gemas, servilletas con monogramas, todos esos cachivaches que también figuraban a montones entre las propiedades de la familia Prinz. Lo mismo podría mirar aquí a ver si tenían copas de vino antiguas como las que se había cargado Rosemarie.

Menudo alboroto.

—¡Eh!

Un timbre detrás de mí. ¡Ciclistas! Me volví con intención de aclarar al muy grosero, con toda tranquilidad, quién tenía que ser el primero en gritar y tocar el timbre en la acera.

Casi no la reconocí sin las gafas. Era Rosemarie. Se me escaparon las palabras:

—Anda, si eres tú, lo que me faltaba.

—¡Lo mismo digo, Tom! ¿Adónde vas?

Conducía con una sola mano, pues con el otro brazo sujetaba unos libros. Al darnos un abrazo me olió a viento fresco; debía de haber estado corriendo a una peligrosa velocidad, probablemente entre los peatones.

—¡Francamente, Tom…! Se te ha olvidado que habíamos quedado para que me cortaras el pelo. Como en Londres en nuestra primera date. Iba precisamente hacia el salón.

—Se está muy bien fuera. Ven, vamos a tomar un café. Háblame de la universidad. Y con lentillas… es fantástico. Tienes un aspecto bárbaro. ¿Has estado alguna vez en la plaza de Gártner?

Rosemarie aludió a una «reunión informativa abierta» en la universidad. Bien, realmente se dejaba de contemplaciones. La dirigí detrás del tranvía, al otro lado de la calle Fraunhofer, y le dije:

—Mira: ¿qué te parece?

En el escaparate de la tienda de objetos de segunda mano, que tanto entusiasma a los berlineses, seguía expuesto aquel increíble traje de ganchillo que yo tenía entre ceja y ceja desde hacía semanas. El color era igual al de las aceitunas verdes fuertes que Agnes, la mujer que me hace la limpieza, va a buscar a Elizabeth Markt, pues afirma que de esa calidad no las encuentra en el mercado que hay casi a la puerta de mi casa. Pero con el vestido tenía que estar siempre comprobando que seguía allí. Ahora, con los colores del otoño, atraería las miradas de forma creciente. Si quería tenerlo no podía esperar más. Quizá lo pudiera utilizar como vestuario, por ejemplo para el siguiente espectáculo en Londres.

—No sé por qué, pero parece inglés —dijo Rosemarie.

—¿Quieres probártelo?

Rosemarie apoyó la bicicleta en el escaparate. Tenía que darle, cuando hubiera ocasión, el candado que está en casa colgado del manillar, detrás del perchero, y que no me sirve para nada en absoluto.

A la vendedora le costó trabajo sacarle el vestido por la cabeza al maniquí. Yo tenía mucha curiosidad por ver cómo quedaría en Rosemarie, y apenas escuché lo que me decía de un curso de iniciación. Y repitió varias veces algo acerca de un número.

—Pero ¿qué número es ése? —inquirí.

—Para poder tomar parte en el curso de iniciación. Pero sólo si llaman a ese número.

—¿Y si no?

—Mala suerte. Se hace por sorteo.

—¿Y has tenido buena suerte?

—Ni siquiera me han dado número. Al menos en principio. Sólo los dan desde las nueve hasta las diez. Pero yo no lo sabía. Gracias.

Rosemarie se fue al probador con el vestido.

Yo examiné las corbatas, aunque no soy hombre de llevar corbata, mientras oía la voz de Rosemarie al otro lado de la cortina:

—La cosa fue así: el individuo dice que sólo se dan números en la sala cero veinticinco, y tampoco hay camino que lleve allí. Pero ya faltaba poco para cerrar. Así que me pongo a buscar la sala. Y allá que voy, pero la chica no sabe nada. Le digo que me de el número, pues apenas quedaba tiempo. Y entonces resulta que tengo que ir al «EA». ¿Sabes qué quiere decir eso? Shit.

—¿Te queda bien? —pregunté.

—Un momento… Así pues, vuelvo a ese «edificio de atrás». Y cuando llego me encuentro todo herméticamente cerrado, no había nadie y… maldición, me quedé sin número.

—¡Qué absurdo!

Rosemarie se presentó con la mirada alta, la pierna derecha adelantada y las manos relajadamente en las caderas, como había aprendido en Londres.

—¿Quieres saber cómo continúa la historia? —preguntó.

El vestido no hacía más que destacarlo todo: el delgado cuello, los pequeños senos, el minúsculo vientre, los muslos delgados pero redondos, las piernas infinitamente largas. Qué manguera tan sexy. Le sentaba como si se lo hubieran tejido encima.

—¿Cuánto? —pregunté.

La vendedora consultó una lista.

—Ciento veinte. Te lo dejo en cien, ¿okey?

Pagué. Estaba contento.

Torcimos a la izquierda por la calle Klenze, esa calle sin árboles. Rosemarie no paraba de hablar de su aventura en la Universidad Ludwig-Maximilian. Cuando llegamos a la plaza de Gártner dijo:

—Y entonces, no te lo vas a creer, allí estaba esa señora, la profesora Markowski, e hizo la vista gorda. Ahora estoy matriculada. ¡Soy estudiante!

Tal vez es así como funciona la mafia, pensé. Robert me había hablado de ella. Pero el primer encuentro de Rosemarie con los universitarios había salido bien.

—Mira —dije.

Todo alrededor, fachadas de color rosa y seis callecitas que atraviesan simétricamente la plaza. Una pequeña glorieta rodeando el centro, el jardín con arriates, los setos y el monumento a Friedrich Gártner. Es en efecto una de las plazas más bellas de Munich.

Hice de guía y conté a Rosemarie que en aquella zona, hace unos doscientos años, se establecieron artesanos judíos, sobre todo de Europa oriental.

—Sólo mucho después vinieron los muniqueses ricos e hicieron construir todo esto.

La gran escalera conduce al Teatro Nacional de la plaza de Gärtner.

—El teatro no se hubiera llegado a terminar si el rey Luis, nuestro rey de cuento de hadas, no lo hubiera salvado. Hizo construir también un palco real. Pero nunca entró en este teatro. Dicho sea de paso, ésa es una de las cosas que tengo en común con el rey de cuento de hadas.

—¿Cómo sabes todo eso? —inquirió Rosemarie.

—Alioscha estudió historia del arte y puede hablar de esas cosas y no acabar. Trabaja para una galería de Moscú. Pero por lo demás le va muy bien, con su debilidad por los artesanos, ya sean peluqueros o soladores.

—Quizá yo también debería estudiar historia del arte —reflexionó Rosemarie.

—Ven, vamos arriba.

Rosemarie tomó ovomaltina, ese invento suizo que yo le recomendé y que ella no conocía, y entre trago y trago habló de «reglamento universitario», «licenciaturas» y «calendario de clases». Daba la impresión de que cada día, según iba conquistando Munich, se le estampaba una nueva peca en la nariz y en las mejillas. Sus ojos me resultaban totalmente insólitos sin las gafas, despiertos e inteligentes y de ninguna manera como al principio en Londres, cuando me parecieron casi ciegos.

—¿Y bien? —preguntó.

—¿Qué?

—¿Vas a asistir?

—¿A qué?

—A la lección inaugural. ¡En la universidad es un acontecimiento social! Podías acompañarme. Así haríamos algo juntos otra vez y podría presentarte a la lady.

—¿A qué lady?

—La señora Markowski, la que fue tan amable e hizo que me dejaran matricularme. Es catedrática.

—Lo siento, Rose, de todo corazón. Pero… no es necesario.

—¿Te digo una cosa, Tom? Si ahora me regalaras el vestido de ganchillo…

—¿Bien?

—No lo aceptaría.