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¡Rosemarie no había comido en su vida pato laqueado! Bea le apretó la mano.
Después de la presentación yo había dicho a mi equipo que iríamos al restaurante Maze a celebrarlo con el cocinero estrella Gordon Ramsay y a comer Slow Cooked Prawns, langostinos cocidos a fuego lento, y Roasted Orkney Sea Scallops, vieiras asadas de las islas Orkney. Me parecía lo apropiado. Sólo el técnico ruso, que era la primera vez que estaba en Londres, se disculpó. Quería ver el Tower Bridge y el Parlamento antes de tomar al día siguiente el vuelo de regreso, a hora muy temprana. Yo lo entendí perfectamente. Le di cincuenta libras para el taxi. Los chicos, por el contrario, se habían cambiado de ropa en un santiamén y ayudaron a Dennis a transportar nuestros cachivaches del guardarropa al hotel, mientras nosotros emprendíamos la marcha en un taxi, ese camarote rodante en el que las personas, siempre sir o lady, tanto en una discusión como si se está de tertulia, se sientan unas enfrente de otras con las rodillas encogidas.
Abrí la ventanilla de comunicación con el conductor. Estábamos ya casi en Hyde Park Corner y lo que nos acababa de decir Rosemarie lo cambió todo.
—Vamos a Chinatown —dije.
El taxista cambió de carril y Kitty comunicó por teléfono a Dennis la modificación de la ruta. Pero los chicos decidieron que no les apetecía el pato laqueado. No hubo manera de convencerlos.
Bea inspeccionaba la mano de Rosemarie como si fuera a sacarle una espinita que se le hubiera clavado. No se veía bien a la luz intermitente que venía de la calle.
—¡Cómo se juntan las líneas de tu mano al llegar al dedo meñique! —exclamó Bea.
Rosemarie contempló su mano como si fuera la primera vez que veía aquella parte de su cuerpo al extremo de su brazo. Y no era la única que había hecho aquel descubrimiento. Desde que se había corrido la voz de que Bea leía no sólo en las estrellas, sino también en las manos y hacía asombrosas afirmaciones acerca de los puntos fuertes y débiles del carácter de las personas, me da la impresión de que cada vez hay en la peluquería más clientes que ponen ex profeso las manos en los brazos del sillón. Sin embargo, la nueva chifladura de Bea me causaba una secreta preocupación. Me temía que cualquier día mi especialista en tintes tirara el pincel y se dedicara únicamente a su consultorio.
Bea estudiaba la otra mano de Rosemarie:
—Con frecuencia le das muchas vueltas a lo que piensan de ti los demás, y quieres dominarte. Pero esta tarde, tú misma te has dado cuenta, todo ha sido diferente. Reflexiona: hasta ahora nunca habías estado bajo los focos ante miles de espectadores. Nunca has comido pato laqueado. Ahora te das cuenta de que lo puedes todo, sólo con que lo desees.
Luego les tocó el turno a las puntas de los dedos. Bea cogió la mano de Rosemarie y procedió a doblar la última falange de cada dedo uno por uno. Cuanto más se doblan, más flexibilidad tiene esa persona. Las puntas de mis dedos se doblan de una manera grotesca, pero por lo que concierne a mi flexibilidad mucha gente se llevaría una sorpresa. ¿Y en el caso de Rosemarie? Igualmente problemático.
—Ya entiendo —dijo Bea—, tú buscas un principio y cuando lo has encontrado quieres aferrarte a él. Quieres convertirlo en parte de tu personalidad y no abandonarlo más. Naturalmente, eso te honra. Por otra parte…
También Kitty se puso a probar con las puntas de sus dedos.
—… tienes mucha confianza en ti misma, Rosemarie. Pero antes de lanzarte deberías respirar hondo, tranquilamente, y reflexionar sobre las consecuencias de tus actos. Tienes que aprender a valorar si lo que haces es verdaderamente lo correcto. Y luego puedes cultivar libremente tus capacidades y talentos.
—¿A qué capacidades y talentos te refieres? —preguntó Rosemarie.
Por mi hermana Régula yo esperaba que las capacidades y talentos de Rosemarie como au pair consistieran en preparar budín de pasas y ham and eggs, huevos con jamón. Pero ¿qué sabía yo de lo que sucede dentro de la cabeza de una chica de dieciocho años a la que acaban de aplaudir en el escenario cinco mil personas y cuyas gafas reflejaban ahora los seductores anuncios luminosos llenos de color? Finalmente Bea dejó de leer estupideces en la mano de Rosemarie, que ésta, gracias a Dios, necesitaba ahora para abrir la portezuela. El taxi se había detenido.
—¿Eres Libra? —preguntó Bea—. No, eres Leo.
—¡Qué va! —contestó Rosemarie, y al apearse miró a las estrellas como si estuviese comunicando a su mejor amigo su atributo más destacado—. ¡Soy Acuario!
Bea pareció sorprendida; yo busqué el dinero en el bolsillo del pantalón y Kitty exclamó:
—¡Abajo!
De Chinatown me gustan los farolillos con flecos de las linternas rojas, el trazo de los ilegibles caracteres, las patas de los gatos de Cheshire haciendo señas, todo barato, dorado. Además, los patos y los pollos en las ventanas, con las alas desplumadas colgando y tan pálidos como las desnudas piernas de las mujeres que, en aquella fría noche otoñal, parloteando y agarradas del brazo, caminaban calle abajo a pasitos rápidos como si la noche fuera tibia y a los hombres que vociferaban levantando sus botellas de cerveza no les importase nada aquella noche su destino. Para ellas Chinatown sólo era un lugar de paso. Probablemente iban a Piccadilly Circus, donde hay gente dando vueltas de acá para allá veinticuatro horas al día y donde quizá aguarda la única diversión de verdad. Li Ho-Fuk estaba en su puerta haciendo señas a los hambrientos que formaban parte del torrente humano para que entrasen en su local. Conozco al dedillo el comedor del primer piso, con sus desapacibles tubos de neón y sus menús lavables. Al fin y al cabo hace años fui cliente habitual. ¿O fue hace décadas?
Rápidamente extendieron un papel limpio sobre nuestra mesa. Recorrí con el dedo las secciones y pedí pato laqueado y verduras, sopas y salsa agridulce y picante, vino de arroz, vino blanco, cerveza y agua: de todo y algo para cada uno.
Rosemarie se había acodado en la mesa y seguía las líneas y los trazos, una especie de mapamundi de la quirología que Bea dibujaba en el mantel de papel. La muchacha se había empeñado en seguir llevando por la noche el peinado del espectáculo, con el que yo la había transformado por completo. Estaba guapa. ¿Cómo podría describir aquel peinado? Era de otra época, ingenuo pero también atrevido. La raya en medio bien recta, la coronilla lisa pero a la derecha y a la izquierda el pelo cardado a lo afro con mucho volumen. Yo tenía una idea exacta de lo que tenía que hacer con todos y cada uno de los rizos. La rodeamos los tres y a seis manos le cepillamos y cortamos el pelo en un tiempo récord, lo enroscamos alrededor de las horquillas, siempre en forma de ocho, y aplicamos vapor con la plancha de alisar a cada paquete de horquillas, y esto cien veces. El resultado es bárbaro. Un rizo así no existe en la naturaleza.
Antes de que saliera a escena dejamos a Rosemarie que se mirara otra vez en el espejo, luego guardé sus gafas, aquel trasto tan feo, y oculté su cabeza debajo de un velo que Dennis se había agenciado junto con un vestido de gasa. Cuando todos se muestran escépticos me fío de mi instinto. Convertí la miopía de Rosemarie en una idea y creé un preludio dramático. Y no pudo ser más dramático: la empujé al escenario y recé en secreto para que no sucediera ninguna desgracia hasta el momento en que los bailarines le arrancaban el velo. Rosemarie caminó a tientas, perfectamente iluminada, hacia la música de las esferas que Dennis había grabado en su MP3, envuelta en una túnica blanca, sonámbula en vez de miope. A Rosemarie le encantó su peinado y a mí el ser que yo mismo había creado. No conocía a la persona que se escondía tras él y tal vez en aquel momento me era indiferente. Sólo más tarde, cuando los acontecimientos se precipitaron sobre nosotros y tuve claro de lo que era capaz Rosemarie, empezaría a hacerme reproches. A preguntarme si la transformación que habíamos hecho en ella aquella tarde en Londres la habría incitado a cometer todos aquellos disparates. Pero las cosas no habían llegado todavía a ese punto. Todo iba bien aún.
En casa de Li Ho-Fuk llega siempre todo a la vez y desde todas partes. En unos segundos la mesa estaba llena de fuentes, cuencos y platos, y los garabatos de Bea habían desaparecido. Levanté mi copa y dije:
—Querida Rosemarie, gracias de todo corazón por haberlo hecho todo de una manera tan impecable. Como una profesional. La cuestión es, sencillamente, que sin ti hubiéramos parecido viejos. ¡A tu salud, Rosemarie!
Ella se rió, feliz.
—¿Has estado alguna vez en Munich? —le pregunté.
—No, ni siquiera en Alemania.
—¡Pero si hablas alemán estupendamente!
—Mi abuela era de Munich. Vivía en la calle Petticoat.
—Seguramente te refieres a la calle Pettenkofer. Está a la vuelta de la esquina de mi casa, al otro lado de la plaza de Sendlingen Tor. Yo vivo en el barrio de Glockenbach, en la calle Hans Sachs, una de las calles más bonitas de Munich. Con muchos cafés, tabernas, bares y tiendecitas interesantes. Ya te enseñaré los alrededores cuando quieras.
—¿Está lejos de donde voy a vivir? —preguntó Rosemarie.
—Régula vive en un sitio completamente distinto, en Nord-Schwabing. Allí es todo un poco más tranquilo.
—¿Y qué distancia hay de Nord-Schwabing a Glockenbach?
En taxi, un cuarto de hora como mucho. A menos que haya atasco en la Leopold.
—¿Y a pie? ¿O en bicicleta?
—En Munich nada está lejos, en realidad. Por lo menos en comparación con Londres o con Moscú. Pero claro, si eres de Ipswich, Munich te parecerá enorme.
—¡No te metas con Ipswich! —exclamó Rosemarie—. El creador de James Bond es de Ipswich. Y Thunderball también ha actuado allí.
—Ahora me acuerdo —dije yo—. Bea y yo estuvimos una vez en esa beauty-farm de Shrubland Hall. Había un masajista… Perdona —Kitty, mi administradora, empujó hacia mí el teléfono móvil a través de la mesa, como si hubiera recordado algo.
Marqué.
—Es un momento…
Pero en lugar de la voz de Alioscha sólo oí un zumbido. Mi amigo, en Moscú, me había quitado de en medio sencillamente. Yo estaba irritado. Pero a lo mejor era que había ido a una de esas inauguraciones a las que está obligado a asistir, aguantando de pie casi hasta caer redondo, o que estaba cansado y nada más. Últimamente había tenido mucho trajín con nuestro proyecto común: habíamos regalado a Bábushka, su abuela, un cuarto de baño nuevo para su piso, situado en un bloque de viviendas de Moscú. Alioscha se ocupaba de los materiales y la mano de obra y yo de la financiación. Pero la reforma se alargó. Tras habernos decidido primero por el azulejo rústico de Portugal, nos pasamos al mosaico vidriado italiano, con cuyas piedras de colores se podían hacer fantásticos dibujos y motivos. Yo había incrementado el presupuesto y me imaginaba a Bábushka tomando un baño en aquel degradado desierto de torres de hormigón, en una habitación sin ventanas del octavo piso, rodeada de azulejos con nenúfares, en una bañera de asiento con agarraderas y un cómodo acceso.
Habíamos planeado que el 3 de octubre, poco antes de terminar, Alioscha viniera a Munich. Y él no tenía ni la menor sospecha de que el corto viaje se iba a convertir en un largo fin de semana en Roma. Con gusto me apoyaría ahora en su hombro.
Por un momento cerré los ojos y traté de abstraerme de todo: las conversaciones en voz alta en el local, las risas, el olor, la agitación. Los secadores en el espectáculo, el aire cargado de electricidad, la llovizna de los atomizadores, los pelillos, los polvos faciales formando remolinos por todas partes.
Abrí los ojos, vi las gafas de Rosemarie y oí su risa, agudos sonidos que se sucedían en una cadena interminable. Me resultó contagiosa.
—¿Y tus padres? —le pregunté—. ¿Tienes hermanos?
—Dos hermanas.
—¿Mayores o menores?
—Soy una rezagada, ¿no se dice así?
—¿Cuántos años tienes? ¿Dieciocho?
—Ya casi diecinueve.
—La benjamina.
—¡Imagínate a mi pobre daddy: cinco mujeres, contando a la abuela! Se volvió a Irlanda. El que en casa habláramos siempre en alemán le dio la puntilla. Por lo menos eso dice mi abuela.
—¿Por qué hablabais en alemán?
—Por mi abuela. También me pusieron su nombre, Rosemarie. ¿Qué te parece?
—Rosemarie, Rose… no sé si se lo pondría a una hija mía, pero me gusta. Sí, me parece bonito.
—¿No tienes hijos?
—No, ni intención.
—Y ¿estás casado? ¿O tienes novia?
—Tengo novio; se llama Alioscha. Vive en Moscú. Puede que lo conozcas pronto.
—¿Quieres decir que no lo ves a menudo?
—Yo creo que eso va implícito en nuestra relación.
No pareció haber comprendido mi teoría. Ella aún no conocía lo que era tratar de construir una relación sobre esas tambaleantes muletas con las que uno tiene la esperanza de superar uno tras otro todos los escollos que, como en una película de terror, pueden surgir en cualquier momento de la nada. A veces me gustaría que las cosas fueran sencillas y estables.
—Estarás a gusto en casa de mi hermana. Los Siedlein son muy agradables. No sólo Régula, también Christopher, su marido. Y Anna y Jonas, los niños, lo mismo, por supuesto —y me imaginé a Rosemarie ante el fogón con el delantal puesto, en el parque al lado de los columpios, con el anorak impermeable, y descalza en el cuarto de baño inundado. Era probable que saliera airosa de todo. Pero puede que aquella vida la aburriera. Sea como fuere, ahora estaba muy contenta.
Como si hubiera adivinado lo que estaba pensando, dijo:
—¡Y si se hace aburrido, también estás tú, el tío!
Sonó el teléfono en medio de los platos vacíos. Alioscha contestaba mi llamada.
—¿Sí?
No, sólo era Dennis. Había ido con los chicos al Tramps. ¿Iríamos nosotros también? Al otro extremo de la línea se oía un gran barullo.
—Okey —decidí—. Vamos.
Li Ho-Fuk había quitado el mantel de papel con la obra de arte quirológica de Bea aun antes de que hubiéramos bajado la escalera.
—¿Conoces el Tramps? —pregunté a Rosemarie.
—He oído hablar alguna vez —contestó encogiéndose de hombros, como si le fuera imposible fijarse en todos los sitios que se anuncian y esperan ser visitados por ella.
Cuando llegamos al Tramps era ya bastante más de medianoche. Nos abrimos paso entre botellas y vasos, trofeos en las manos de la gente que goteaban y despedían destellos multicolores. Todas aquellas personas habían sido seleccionadas por un portero casi insobornable y marcadas con una cinta de plástico que, balanceándose en la muñeca, indicaba que allí y aquella noche habían pagado una considerable cantidad de dinero para beber a placer, bailar, mirar y moverse con libertad por lo menos hasta la zona de las Very Important Persons.
Traté de hacer llegar mi banal pedido a los camareros que estaban delante de la pared teatralmente iluminada. Pero aquellos caballeros de rostro cincelado no reaccionaron, y tampoco era posible tirarles de la corbata de seda, que prudentemente se habían metido entre dos botones de la camisa blanca. Rosemarie tenía más suerte; las miradas se volvían hacia ella desde todas partes, la gente levantaba los brazos y la luz de los reflectores descendía sobre ella, sobre su peinado, mi obra de arte, aquella magnificencia capilar de rizos, domada en pirámides que sobresalían a derecha e izquierda, a la que las gafas se adaptaban ahora estupendamente como un fantástico accesorio.
—Mis amigos —me gritó al oído—, a decir verdad, piensan que estoy crazy por irme a Alemania. Creen que los nazis siguen allí. ¿Es cierto?
—No siempre se les reconoce de inmediato —grité como respuesta—. Ya no van de uniforme.
Por la manera en que sonrió me di cuenta de que no me había comprendido.
Henry y Jimmy hacían un gran despliegue de energía en la pista de baile; allí estaban también Bea y Kitty. Hacían señas, no, estaban bailando. Rosemarie sacudía y balanceaba la cabeza y parecía contar los intervalos en que el camarero pasaba el trapo por la barra. Quizá debíamos salir a la pista, pero también me agradaba la nariz del tipo que estaba detrás de la barra, que, grande y ganchuda, ponía en su cara fina un centro que no tenía nada que ver con ella.
Dennis buscaba compañía, sorprendentemente desenvuelto para lo que era él, lo que tal vez se debía al gin tonic que tenía en la mano, y no dejaba de sonreír. Varias veces intentó decir algo. ¿Quería entablar conversación? ¿Invitar a Rosemarie a bailar? No; seguía sonriendo con su bebida, el líquido que a la luz del bar centelleaba con un aspecto inquietantemente sintético. Yo no quería perder de vista a Rosemarie. Era todavía muy joven y sin duda era la primera vez que entraba en un club.
Entonces vino Archie y se la llevó sin más.
Jimmy se había despojado de la camiseta en la pista de baile y lucía su liso torso. El público del espectáculo había lanzado un chillido al irrumpir los chicos en el escenario. Se habían puesto a girar alrededor de Rosemarie. De pronto supe cómo podía describir su peinado: ella era una Marsha Hunt, del musical Hair, una copia más en la onda con la que todos querían salir. Por desgracia, todo desaparecería al lavar el pelo por la mañana.
Rosemarie vino con las mejillas encendidas, bebió, no, dio un sorbo a la botella de cerveza, acercó la boca a mi oído y gritó:
—¡Gracias, Tom!
—¿Por qué?
Vi los chillones destellos que un foco giratorio proyectaba en los cristales de sus gafas, expresión de la dulce aventura que la vida le ofrecía de repente. Rosemarie ya había desaparecido.
Rosemarie de Ipswich. En realidad, ya hacía rato que debería estar durmiendo.