11
Rosemarie parecía sostener con las manos un paño invisible delante de la cara. Cada cual procuraba recuperarse a su manera. Yo lo intenté con un café, negro y azucarado, que, caliente y dulce, proporcionara el empujón para que las cosas continuaran donde repentinamente habían llegado al final, dando término a la fiesta. Trasladaron el cadáver del decano por el pasillo hacia la puerta de atrás y se lo llevaron para siempre, mientras la noticia de su muerte se filtraba por la facultad. Removí el negro líquido que tenía delante.
Anne Kaltwasser me preguntó:
—¿Es que conoce usted a la comisaria?
Yo no tenía ganas de conversación. Rosemarie y yo seguimos a ciegas a la secretaria y entramos en un aula del departamentó que en algún momento, seguramente a iniciativa de los alumnos, había sido reconvertida, utilizando viejos sofás y mesas tambaleantes, en un punto de encuentro que era en parte quincallería y en parte lugar acogedor, en aquella cafetería de Filología Inglesa donde se toma el mejor capuccino, pero sólo «cuando lo hace Franz», como me había dicho Rosemarie en cierta ocasión. Ahora estaba sentada a mi lado, muda.
—La verdad es que lo primero que pensé fue que la que estaba allí… era tu catedrática —dije.
Ella se retiró la mano de la cara mientras repetía en silencio y para sí mis palabras, una por una, a fin de comprender su significado y su trascendencia. Me miraba con los ojos hinchados y un pliegue en la parte de la nariz donde antes se apoyaba el puente de las gafas.
—O tú, Rose —completé en voz baja.
La respuesta de Rosemarie fue volver a taparse la cara con las manos.
Anne Kaltwasser aspiró y espiró profundamente, como si estuviera en el médico, y dijo:
—¿Qué quiere decir eso de «mantenerse a disposición»?
—Para tomarnos declaración.
—Pero ¿Hans-Georg no ha tenido un ataque al corazón o algo así?
—No tengo ni idea. Pero si interviene el departamento de homicidios… ¿Quién lo ha encontrado? ¿Ha sido usted?
Anne Kaltwasser, haciendo un gesto negativo con la cabeza, miró fijamente un punto inexistente en el revoco gris, y dijo:
—Lo único que quería ese hombre era tener una pequeña familia.
—¿Por qué una familia? —inquirí.
La mayoría de las mujeres que yo conocía hubieran agrandado aún más y hubieran hecho aún más ambarinos, con el pincel y el lápiz, aquellos grandes ojos como piedrecitas de mosaico. Pero a Anne Kaltwasser no le importaba ni siquiera la enorme estructura de sus carnosos labios. Me pareció que no le gustó cómo la miré y cambió de tema utilizando un tono como si quisiera poner al descubierto alguna inconveniencia:
—Dígame, ¿lo hace muchas veces, lo de dar esos consejos en las revistas?
—Mara y Hans-Georg Markowski tenían tensiones —Rosemarie hablaba a través de su mano, sin mirarnos—. Era una crisis permanente. Eso lo sabe aquí todo el mundo, no es ningún secreto. Y todos murmuraban acerca de ello.
Pero yo debía una contestación a Anne Kaltwasser:
—¿Sabe? Las chicas de las redacciones están siempre pidiendo esas historias de peluquería, y de vez en cuando les digo: okey, ya me inventaré algo.
Ahora, naturalmente, Anne Kaltwasser quiso saber:
—¿Tendría usted un consejo para mí también? —me metí en un jardín: su cabello era demasiado corto para arreglarlo, y de un rubio medio e indeciso que no lo mejoraba. ¿Qué podía aconsejarle? Con el corpiño que llevaba en la conferencia de Mara Markowski había demostrado apenas tres semanas antes que, si quería, podía resultar atractiva. Pero es que a lo mejor no quería.
—Yo, en su lugar, no sabría qué cambiar ahora —dije.
—¿Y si fuera a su peluquería?
—Puede hacerlo perfectamente.
—Pero ¿puedo permitírmelo?
Me sorprendió. Anne Kaltwasser se arriesgaba a desarrollar una idea para ella descarada.
—Con muchos peluqueros que tampoco son malos sale usted mejor en todo caso. Pero dígame… —yo quería cambiar de tema. Me resultaba extraño ver así a Rosemarie, allí sentada. No estaba seguro de que no le volviera a dar un ataque. Hans-Georg Markowski estaba muerto y nosotros hablando de los precios de los servicios de peluquería. Vi de nuevo ante mí la imagen de las tres mujeres junto al cadáver y exclamé—: ¡Steffi Zahn estaba totalmente fuera de sí!
Ni la estudiante ni la secretaria respondieron. Miraron, como todos los que estaban en la habitación, en dirección a la puerta, a Mara Markowski, que se presentó con un porte irreprochable, incluso después de aquel triste acontecimiento y de una declaración probablemente penosa. Típico, pensaron quizá muchos de los que la contemplaban.
Sólo uno se puso de pie; fue Robert Fullton. Yo no me había dado cuenta de que estaba allí. Le estrechó la mano a Mara y le habló en voz baja. Le daba el pésame. Un gesto correcto y hermoso.
Todas las miradas siguieron a la catedrática, convertida, tan joven, en viuda. Vino a nuestra mesa. Yo me levanté, pero ella se limitó a hacer una inclinación de cabeza, tan breve que con ella hacía imposible cualquier discurso. Me volví a sentar lentamente mientras ella decía:
—Rose, por hoy hemos terminado. Pero mañana, por favor, vuelva a estar en su sitio.
Se fue. Fin de la escena.
—Glacial, como siempre —observó Anne Kaltwasser.
—¿Qué quiere decir con eso? —le pregunté.
—Nada. Puede que no le falten motivos.
—El viejo Markowski y Steffi Zahn… ¿es cierto que había una relación entre ellos? —interrogué.
Anne Kaltwasser cerró los ojos durante dos segundos. O bien no podía entender que, en aquella situación, yo expresara abiertamente una calumnia así, o bien era su discreta forma de asentir y, a pesar de todo, mantenerse libre de culpa de todos los rumores que ahora se ponían en circulación. Pues era yo, el peluquero, el que con una palabra banal había sacado a relucir la escandalosa relación entre la joven doctoranda y su encanecido director de tesis.
—¿Señorita Clifford? —llamó la comisaria desde el otro extremo de la habitación.
—¡Una relación! ¡Qué estupidez! —Rosemarie, encolerizada, cogió el abrigo y el bolso, aquel voluminoso guardarropa—. Hans-Georg y Mara se querían. No se interpuso nadie. Estaban muy unidos. Y eso es lo que le fastidia a mucha gente. Y sólo porque Steffi iba siempre detrás de él como un perrito con la lengua fuera y ahora ha montado ese show se creen todas esas bobadas del supuesto lío.
Sí, pensé. Exactamente por eso. Porque Steffi lloraba junto al cadáver y Mara no había pestañeado. Pero ¿yo qué sabía?
—Lo llamaré en los próximos días —dijo Annette Glaser desde la puerta; creo que se refería a mí. Pero la perplejidad de encontrarse con un peluquero en la universidad fue tan grande que la comisaria se acercó—: ¿Qué hace usted aquí? ¿Es que está dando clase?
—Quería devolver un libro. Me alegro de que se acuerde de mí… Señora Glaser, ¿puedo preguntarle una cosa?
—¿Si ha sido un asesinato?
—¿Lo ha sido?
—Señor Prinz, ya sabe lo que es esto. Hay indicios que nos lomamos en serio y seguimos. Pero, como se puede imaginar, con esta investigación estamos en los mismos comienzos.
Traducida, aquella respuesta no significaba otra cosa que «no sé nada en absoluto».
—¿Y cómo se conocieron ustedes dos? —preguntó la comisaria.
—¿Rose y yo? Es nuestra au pair.
—La au pair de la hermana de Tomas —aclaró Rosemarie.
—Dicho con más precisión: de Anna y Jonas —añadí yo.
—¿Quiénes son Anna y Jonas? —preguntó la comisaria.
—Los niños. Mis sobrinos. Ahora tienen cinco y siete años. ¿Por qué le interesa a usted eso? —inquirí.
—Señorita Clifford, venga, por favor —dijo la comisaria—. Necesitamos un poco de tranquilidad para hablar. Y usted y yo, señor Prinz, ya hablaremos también.
—Con mucho gusto —dije—. Y mucha suerte —añadí cuando se marchaban, sin saber yo mismo a cuál de las dos le deseaba suerte en realidad. Tal vez a la comisaria, pues Rosemarie no tenía, a mi juicio, nada que temer.
Tenía que desembarazarme de aquel libro de una vez.
Abrí sin ruido la puerta para no molestar a nadie en la biblioteca, pero estaba completamente vacía. El suceso había expulsado a los estudiantes de la sala de lectura. Sólo en el otro extremo, junto a las ventanas, se veían dos figuras encogidas en sendas sillas. Franz y Sebastian me parecieron confusos y agotados, como si unos minutos antes hubiera tenido lugar allí una acalorada discusión, tal vez incluso una pelea.
—¿Y ahora qué hacemos? —decía desalentado uno de ellos, rompiendo el silencio—. Te lo acabo de decir: no se puede volver atrás.
—Lo pasado, pasado —era la clara voz de Franz—. Ahora ya no se puede cambiar.
Allí había dos que estaban en un aprieto.
Sobresaltados, se levantaron de repente. Sin embargo, yo no había hecho más que decir «hola». Los jóvenes habían contado con muchas cosas, pero no conmigo.
—¿Va todo bien? —pregunté, sacando el libro de la bolsa.
—Sí —contestó Franz—. Quiero decir, no. Es sólo… —al final, soltó la frase completa—: Me han cateado en el examen intermedio.
Y unos pocos pasillos más allá hay un hombre muerto, pensé yo. Pero, claro, para los alumnos un examen cateado es un golpe mayor que un catedrático muerto.
—¿No se puede repetir el examen? —pregunté.
—Desde luego. Por otra parte… Pero tampoco se trata de eso. Es todo mucho más complicado…
Yo pensé: como haya tartamudeado de esa manera ante el tribunal examinador… Y quise saber:
—¿Con quién tuviste ese examen intermedio?
—Con Mara Markowski —contestó Franz.
—Y yo le dije: no te arriesgues, hazlo con Fullton —terció Sebastian.
—Sí, me lo dijiste —Franz estaba de mal humor—. Y ahora la ley federal de ayuda a la formación se ha ido al garete.
—¿Y si repites el examen? —le pregunté.
—Olvídalo. Con buscarme un empleo, asunto resuelto.
—Sí que es un fastidio —dije—. Si puedo ayudarte de alguna manera…
—¿Tú? ¿Ayudarme? —repitió Franz, y sonrió—. Quizá puedas ayudarme con un corte de pelo.
Lo miré. Tenía pinta de echar mano él mismo de vez en cuando a las tijeras. Mucha gente se cree que con el pelo rizado no se notan los trasquilones.
—Con el pelo liso nos serías de más utilidad, dicho sea con franqueza —dije.
—¡Ya me gustaría tener el pelo liso!
—Todos los que tienen el pelo rizado quieren tenerlo liso. Y el que lo tiene liso prefiere los rizos. Al parecer es una ley natural.
—¿Cuánta pasta se saca?
—¿De qué?
—Como conejillo de Indias.
—Escucha, se te hace un corte de primera y, por ser tú, excepcionalmente gratis. Todos los miércoles después de la hora de cerrar mis empleados hacen prácticas, pero para mañana ya están todos a tope, naturalmente. La semana que viene, ¿qué tal te iría?
—Perfectamente —dijo Franz. Con o sin ley federal de ayuda a la formación, era de los que olvidan pronto un problema y están acostumbrados a elegir simplemente entre una plétora de posibilidades, como entre los variados productos de un supermercado, colocados de una manera distinta cada vez e iluminados para atraer. Yo no sabía si envidiaba a Franz. Sí, le envidiaba.
Tal vez lo razonable fuera dejarlo a cargo de Benni.
—Bien, hasta pronto entonces —me despedí.
Estaba ya con un pie en la escalera cuando Fran me alcanzó corriendo.
—¿Va en serio la oferta? —interrogó.
Me detuve. Sí que era tenaz este hombre. Tenía los ojos verdes, como las rayas de su jersey, que me gustaba porque saltaba a la vista que llevaba años usándolo y lo apreciaba mucho. Pero ¿por qué esos calcetines de tenis blancos y gruesos, y sobre todo, por qué esas informes zapatillas deportivas con cordones demasiado largos? Puedo entenderlo si se lleva a matar con los brogues, pero le quedarían mejor unos zapatos marineros con suela de goma claras y lazada de piel.
—¿Quieres decir lo del corte de pelo? —pregunté—. Pues claro que va en serio —seguí andando.
Él tenía ganas de charlar.
—¿Y la Love Song? —preguntó—. ¿Te ha gustado?
—Para ser sincero —contesté—, no especialmente.
—Eso no es posible. Es que no te has tomado suficiente tiempo para la lectura. Los versos no son artículos de esos que se hojean en la peluquería.
—¿Y por qué no? Los versos, creo yo, son demasiado elevados para mí. ¿Sabes lo que estoy leyendo ahora?
—Para Eliot necesitas un sitio tranquilo. ¿Por qué no pruebas con nuestra sala de lectura? Yo, si no fuera a la sala de lectura, no conseguiría estudiar. La disciplina de los demás te contagia, de una u otra forma. Inténtalo. Puedes entrar sin más, en el momento que quieras.
Me lo imaginé: yo, en aquella sala llena de estanterías y libros polvorientos, sin olores ni habladurías, dije:
—Gracias. Es muy amable por tu parte —Franz sonrió—. Pero tu amigo Sebastian no tiene ese problema, ¿verdad? Quiero decir lo de la disciplina y los exámenes.
—Al contrario. No hace más que leer y leer, y se ha topado con una cosa realmente interesante. Se lo confirmó Anne.
—¿Anne Kaltwasser? ¿Qué tiene que ver ella con eso?
—Deberías verlos a los dos discutiendo apasionadamente e intercambiando artículos y ponencias.
—Esos procesos transnacionales, ya lo sé. Pero ella no es más que la secretaria.
—Anne es bárbara. ¿Sabes? No es nada fácil encontrar tu tema aquí. La oferta es inmensa, los catedráticos están todos muy ocupados con su propia investigación y con todos los alumnos que andan a su alrededor haciéndoles la rosca, todos buscando algo; y entonces apareces tú. Tienes que ser muy tenaz y seguir ahí siempre. Si no… ¡zas!, tus años de carrera han pasado, y ahí estás tú, descubriendo que no has hecho más que picotear aquí y allá. Sebastian es un tipo con suerte. Con la ayuda de Anne ha encontrado su tema. Pero lo que le falla es otra cosa.
—¿El qué?
—Tomas, lo que voy a decirte ahora debe quedar entre nosotros. Sebastian está locamente enamorado. Yo nunca lo he visto así.
—¡Pero eso es estupendo!
—Por desgracia, ella le ha dado calabazas.
—Pero sólo por lo que concierne a la banda, ¿no?
—¿Qué tiene que ver la banda? —preguntó Franz.
—Y ahora tengo que hablar a Rosemarie en favor de Sebastian, ¿no es eso?
—No se trata de Rosemarie. ¡Está chalado por Steffi Zahn, la rubiales de nuestra facultad!
El paliducho y la rubia. Una idea jocosa.
No acepté la invitación de Franz a tomar café. En aquel momento necesitaba algo razonable.
—La próxima vez —le dije.
El sol otoñal, entretanto, había templado el aire, casi con impertinencia cuando faltaba tan poco para que empezara noviembre, un día que en realidad tendría que haber sido más oscuro. Recogí mi bicicleta y abandoné el campus.
Y ahora todo el trecho hasta la calle Hans Sachs. Y luego aún tenía que pasar por la peluquería.
El semáforo de la esquina con la calle Ludwig se puso en rojo. Pedaleé muy despacio y decidí tomar el carril bici de la vía de circunvalación, pasando por delante de la Casa del Arte y de la Cancillería del Estado, siempre de frente, sin hacer más que rodar sobre los zumbantes neumáticos, sin reflexionar ni tener que estar pendiente de los peatones ni de los turistas que estarían recorriendo el centro de monumento en monumento.
Entonces vi de nuevo a mi lado aquel bollo en la chapa.
El Volvo no había puesto ningún intermitente. Esta vez quería estar atento, aunque Hans-Georg Markowski ya no pisaría ningún acelerador ni resultaría como conductor un peligro para mí.
El asiento del copiloto estaba vacío. La persona que ocupaba el del conductor tenía los brazos cruzados sobre el volante y la cabeza apoyada en ellos, como si estuviera durmiendo. No pude reconocer la cara, pero sí el cabello color caoba. Caía suavemente por todos lados, casi hasta los hombros, que subían y bajaban a un ritmo desesperado. Mara Markowski se había encerrado en su coche, se había aislado del mundo y lloraba por su vida y por la de su marido, el difunto Hans-Georg.
Los automovilistas hacían sonar la bocina como diciendo: ¡venga, hombre, sigue! Les hice ademán de que me adelantaran.
Mara Markowski lloraba. Y me pareció que nadie debía molestarla.