16

La bolsa de rosquillas calientes no era la única campanada que Bea me tenía preparada la mañana siguiente. Yo me estaba afeitando y hacía muecas para que la afilada cuchilla pudiera pasar por la barbilla sin engancharse en el hoyuelo. Quería ir inmediatamente después a informar a Annette Glaser y no tener ya nada más que ver con el caso. Quería reservar el vuelo y largarme a Moscú para el fin de semana. Todavía era todo claro y sencillo.

A Bea no le importó que tuviera la cara llena de jabón; se sentó en el sofá del salón, cruzó las piernas y dijo:

—¡Adivina a quién vi anoche!

Puse el teléfono en su sitio.

—¿Dónde estuviste?

—Con mi quirólogo, en el Grazia.

—¿El restaurante italiano de la calle Ungerer, frente al Cementerio del Norte? ¿Aún existe?

—Siempre voy allí cuando no quiero que me vea nadie de la familia. La verdad es que eso me salió mal. No te lo vas a creer…

—¡Dímelo ya!

—Vi a Mara Markowski.

—Bueno, ¿y qué? Ese restaurante no está muy lejos de la facultad… Un momento: pero si tú no conoces en absoluto a esa mujer.

—Es tal y como tú la describiste: traje pantalón, pelo muy cuidado y del largo justo para que no llegue a los hombros. Y con ese sutil tono violeta. Conozco a las «chicas caoba». Pero por supuesto tienes razón. Sólo estuve segura de que era ella cuando vi quién la acompañaba.

—Déjame adivinar. ¿Robert Fullton?

—Rosemarie.

Me senté. ¿Mara y Rosemarie, juntas en el Grazia de la calle Ungerer? Eso sí que era una novedad.

—¿Hablaste con ellas? —inquirí—. ¿Qué te dijo Rosemarie? ¿Estaba bien?

—Sólo las vi cuando salían.

—¿Y no fuiste tras ellas?

—Estaba en plena conversación con mi profesor de quirología.

—Perdona, Bea, pero ¿qué tiene tu quirólogo que sea tan importante para que no puedas levantarte a pedir explicaciones a Rosemarie? Quiero decir que la señorita Clifford desaparece ayer de esta casa, nos tiene a todos angustiados y se encuentra en secreto precisamente con la persona que pocas horas antes me engaña diciéndome que nunca jamás quería volver a tener nada que ver con esa alumna. Me estoy hartando. De verdad que Rosemarie hará bien en no volver a aparecer por aquí.

—Tu teléfono.

—¿Qué?

—Está sonando.

Fui al aparato.

—¿Sí? —me figuraba quién era la persona que vacilaba en identificarse, tenía mala conciencia y temía llevarse una bronca.

—Estoy en casa de Mara —dijo Rosemarie.

—Precisamente ahora estábamos hablando de ti —no quería enfadarme.

—¿Puedes recogerme? —preguntó.

—Es que ahora no tengo tiempo.

—Calle Wilhelm Düll, 9.

—Ahora mismo estoy cortando y no puedo parar.

—En Nymphenburg.

—¿Ha ocurrido algo?

Pero Rosemarie ya había colgado y Bea miraba algo que era mil veces más interesante que mi sorprendente llamada telefónica.

Los calzoncillos de algodón que llevaba Franz eran de un intenso rojo tomate, una prenda retro con cinturilla y costuras blancas en torno a la bragueta y a las perneras, y que se ajustaba tanto al cuerpo que dejaba bastante espacio, pero no demasiado, a la fantasía. Pensé que aquella prenda era extraordinariamente bonita.

—¿Tienes otro cepillo de dientes por alguna parte? —preguntó Franz.

—Éste es Franz —dije.

Bea se levantó.

—Voy abajo a hacer café.

Mi afeitado de aquel día no quedó perfecto.

Tres horas después mi taxi dobló para tomar la calle Wilhelm Düll. A Bea le parecía que, con independencia de lo que hubiera hecho Rosemarie, yo tenía una especie de responsabilidad hacia nuestra estudiante. Y no solamente hacia ella.

En el Kranz, Bea y yo habíamos tenido un pequeño intercambio de impresiones. Yo le había asegurado que Franz no tenía ninguna oportunidad de llegar a significar algo en mi vida. Y Bea me había prometido que la quirología no constituía en ningún caso una perspectiva seria para ella. Pero me daba la sensación de que algo en nuestras protestas tenía un retintín de excesiva solemnidad.

Por el contrario, qué pocas palabras había pronunciado Rosemarie. Había sido breve, concisa y categórica y yo había captado el mensaje.

El taxi metió un neumático en un bache y se detuvo. El delgado asfalto había cedido a las nudosas raíces de los viejos árboles. Pagué y me apeé.

Antaño, la propia Bella Durmiente del Bosque hubiera podido estar allí de invitada y echar un sueñecito en aquella gran quinta con torre. Probablemente habían arrancado la hiedra que sin duda recubría la fachada antes de revocar de nuevo los muros, pintar los miradores de un alegre tono ocre y colocar marcos nuevos en las ventanas. Todo se había hecho para borrar la impresión de que allí pudiera haber algo embrujado. Lo único con lo que no se habían metido a fondo era la decrépita empalizada. Un perro olisqueó, levantó la pata y, con unos cuantos chorros, declaró que aquel poste pertenecía a su territorio. Las placas de los timbres, con los nombres uniformemente grabados, indicaban que allí se apretujaban seis inquilinos.

Nadie abrió. Pero la puerta de la casa estaba entreabierta. En el pasillo, nada más entrar a la izquierda, en la planta baja, había una placa de latón con el nombre «Markowski». Tampoco aquella puerta estaba cerrada.

—¿Hola? —llamé por la rendija.

No hubo respuesta.

—¿Hay alguien? ¿Rosemarie? ¿Señora Markowski?

En la percha estaba colgado el abrigo de Rosemarie. No se veía a nadie. Todo derecho se llegaba a las habitaciones. La clara moqueta amortiguó mis pasos. No me sentía nada tranquilo. La llamada de Rosemarie, ¿resultaría ser una petición de ayuda?

Al principio, de Mara Markowski sólo vi la cabeza. Tenía los ojos cerrados. Su cuerpo estaba detrás del sofá, tendido sobre la alfombra, con los brazos extrañamente pegados al cuerpo. Solté una maldición. Ojalá hubiera anulado inmediatamente mis citas de la mañana y hubiera venido enseguida. ¿Y Rosemarie? Otra vez se había esfumado.

La pierna se movió. Muy despacio, centímetro a centímetro, se levantó y se quedó inmóvil, estirada y sostenida por una voluntad férrea y por unos músculos bien entrenados.

—¡Tomas!

Me volví.

Rosemarie dejó en el suelo el cubo de la basura.

—Cuánto me alegro de que hayas venido —me dio un apretado abrazo—. ¿Qué te pasa?

—Creo que necesito unas vacaciones.

—¡De verdad que no tienes buen aspecto! Ven, Mara no oye nada, pero aun así no quiero molestarla cuando está haciendo yoga.

En la cocina, guardó el cubo de la basura en el armario de debajo del fregadero y le puso una bolsa limpia. En la mesa había un frutero con manzanas, peras y uvas, y en la ventana un ramo de flores secas. Una atmósfera como de tienda de muebles. Era curioso que en aquel ambiente hubiera vivido un hombre que, según Anne Kaltwasser, no había deseado nada con más fervor que tener hijos. Lo único que perturbaba aquel bodegón era un cubo con turbia agua de fregar.

—Pero, Rosemarie, ¿qué haces aquí?

—Primero pensé pasar la bayeta al suelo. Pero luego he visto que a los armarios también les hacía falta.

—¿Por qué te largaste con todos tus bártulos, sin decir una palabra? ¿Por qué no llamaste al menos?

—Si te he llamado.

—Ya, esta mañana. Pero hasta entonces sabe Dios lo que se nos ha podido pasar por la cabeza. ¡Hemos estado muy preocupados!

—Primero tenía que superarlo todo. Y si Mara no me hubiera perdonado, simplemente me habría vuelto a casa, a Ipswich. Cuando se vio claro que todo había salido a pedir de boca, te llamé de inmediato. No es culpa mía que no hayas venido hasta esta mañana. Pero eso es agua pasada. Hay algo de lo que tenemos que hablar.

Me senté. Aquella mujer acababa conmigo.

—Se trata de Sebastian —dijo Rosemarie.

—No me hables de Sebastian —contesté—. Mejor cuéntame cómo te las has arreglado para que Mara, sin más ni más, ya no esté enfadada contigo e incluso te albergue en su casa. Yo mismo estuve en la universidad y traté de hablarle en tu favor, y de paso averiguar algo sobre el asesinato. Puede que fuera una equivocación.

—Ya lo sé. Te vi.

—¿Cuándo?

—Cuando saliste de hablar con Mara. Me escondí enfrente, en el aula del departamento, detrás de la puerta.

Rosemarie contó que había entrado en el despacho de la profesora menos de cinco minutos después de salir yo. Tal vez no fue demasiado oportuna, pues cuando quiso explicarse y disculparse Mara levantó el auricular del teléfono y dijo que si no se marchaba de inmediato llamaría a la policía.

—¿Y entonces qué hiciste?

—Lo primero, esfumarme —Rosemarie me contó que había estado fuera, vagando por ahí. En un determinado momento, Mara salió de la facultad y Rosemarie fue tras ella. Mientras Mara maniobraba para salir del sitio donde había aparcado, Rosemarie abrió de golpe la puerta del copiloto y se metió en el coche sin más.

—La verdad es que tú no te rindes nunca —dije—. Y luego fuisteis al italiano de las cortinas. Bea os vio.

—Traté de explicárselo todo a Mara. Le dije otra vez que lo sentía mucho y que me había portado como una estúpida.

—¿Y ella?

—Hubiera podido rechazarme perfectamente. Estaba muy pensativa. Sólo después de la pizza, cuando subimos de nuevo al coche —yo no tenía ni idea de adonde iríamos—, me preguntó si quería acompañarla a su casa. Creo que estar sola en este piso tan grande es un horror para ella.

—Lo comprendo muy bien… Pero, Rosemarie, ¿por qué era tan indispensable que yo apareciese ahora por aquí?

—Porque quiero que veas con tus propios ojos que me he reconciliado con ella y que me ha perdonado. Que no te engaño ni me estoy imaginando nada.

—Entiendo. ¿Y lo de limpiar forma parte de tu reparación?

—Podría verse así —intervino Mara. Su delgado cuerpo había casi desaparecido en una gruesa chaqueta de punto, un monstruo gris que le llegaba hasta las rodillas y cuyas mangas estaban recogidas formando abultados rollos. Seguro que a su marido le encantaba aquella chaqueta y la usó durante décadas. Con los cables del iPod colgando del cuello, se sentó junto a nosotros como para charlar con sus compañeros de piso. En el dorso de su mano se veían unos rasguños rojizos que formaban un gráfico dibujo y que difícilmente podían deberse al trabajo con el ordenador. Pero tampoco me imaginaba a Mara como una mamá gata.

—No nos hemos arañado ni mordido. Esto es de los rosales de fuera —aclaró Mara—. Rosemarie afirma que habría que podarlos. ¿Es cierto?

—Puede ser —respondí—. En nuestra casa eso lo hace siempre el señor Berg, creo que antes de que empiecen las heladas. Pero se pone guantes.

Mara rió, aunque en modo alguno lo había dicho por hacer un chiste, y Rosemarie con ella, aliviada al ver que entre los tres todo resultaba de pronto tan espontáneo. El día anterior, Mara aparecía como una estricta catedrática, con traje pantalón y secretaria en el antedespacho, que nos había echado de su propio despacho; ahora era una mujer con atuendo informal y el peinado deshecho de haber estado haciendo yoga, una mujer que estaba de charla con nosotros en la mesa de la cocina. Pero haciendo limpieza y podando rosales no se arregla el mundo. La realidad era que Mara estaba de luto y había un asesino suelto.

—Lamento mucho, señora Markowski, haberla asaltado ayer de esa manera en el despacho y haberle ido encima con lo de Steffi Zahn y esos estúpidos rumores —dije—. No quería ofenderla. A pesar de todo debo decirle algo. Por favor, conserve la calma. Me temo que el asesinato no tenía como objetivo a su marido, sino a usted. Creo que está usted en peligro.

—Ya lo sé.

—¿Cómo?

—La policía también es de esa opinión.

—Ah, ya —así que ya era un hecho; la novedad no era tal. Casi me sentí un poco tonto—: ¿Entonces hay pruebas?

—Me conmueve, señor Prinz, el interés que se toma y cómo se preocupa. Para que comprendiera cómo está la situación tendría que contarle ahora cómo se desarrolló todo y entonces vería que… —Mara cerró los ojos—… que yo no soy enteramente inocente.

Rosemarie y yo no nos movimos, observando cómo Mara, con la espalda erguida y mucha concentración, conseguía contener las lágrimas. Lo que se puede lograr con disciplina.

Dio comienzo a su relato con tranquilidad:

—Aquella mañana, Hans-Georg y yo tuvimos una discusión. Se trataba una vez más de la tesis de la señora Zahn. Estábamos de acuerdo en que el argumento principal es demasiado poco consistente. Ahora teníamos que reflexionar acerca de intervenir o no a favor de que se le prorrogara la beca para que tuviera la oportunidad de seguir trabajando. Yo opinaba que sí, en cualquier caso. De otro modo se echaría a perder el trabajo de tres años… Perdón, estoy divagando. Luego ocurrió lo siguiente: Anne Kaltwasser me hizo salir; había una llamada de Boston sobre el congreso. Dejé mi café sin tocar. Me olvidé de él y después de atender la llamada volví a la reunión. Hans-Georg se lo había tomado. Así que yo fui, si quiere decirlo así, la prolongación del brazo del asesino. Puede que a mí las gotas no me hubieran hecho nada. No puede usted imaginar qué constitución tengo —Mara trataba de bromear, pero en sus ojos aún había lágrimas. ¿La habría abrazado alguien en las últimas veinticuatro horas? Yo no me atrevía.

—Permítanos repasar con detalle quién pudo poner esa sustancia en el café —dije.

Con la cabeza apoyada en las manos, Mara pareció de repente muy cansada. Tal vez se preguntaba cómo, después de tantos interrogatorios, se encontraba repitiéndolo todo otra vez precisamente a un peluquero y en la cocina. Y qué podía acarrear todo aquello, aparte de la posibilidad de no recuperar nunca la tranquilidad.

—Anne Kaltwasser trajo el café del bar de Filología Inglesa, donde está Franz. Es que la máquina de café del despacho está estropeada —saltó Rosemarie.

—Ya lo sé —tercié yo—. Anne Kaltwasser se había quejado de ello últimamente.

—Yo quería traer una nueva. En casa de Régula y Christopher hay bastantes por ahí —dijo Rosemarie.

—Entonces Anne Kaltwasser sería sospechosa.

—Y Franz, en teoría —añadió Rosemarie.

—¿Por qué Franz?

Intervino nuevamente Mara:

—Todos pudieron hacerlo: la señora Kaltwasser trajo el café. Franz lo hizo. Rosemarie, disculpa, estuvo allí todo el tiempo. Tú viste cómo mister Fullton le salió al paso a la señora Kaltwasser, cómo ella dejó la bandeja en la mesa de la señorita Zahn para apuntar algo. ¿Quién más lo sabía? Muchos otros alumnos. Y sabe Dios con quién más se encontró nuestra secretaria mientras volvía a nuestro despacho. ¿Comprende usted? Todos pudieron hacerlo y todos son sospechosos, porque, en momento u otro, todos han tenido algún altercado con mi marido o conmigo. ¿O acaso lo ve usted de otra manera, señor Prinz?

Me imaginé a alguien afanándose como un loco con frascos y gotas, y la idea me pareció muy rara. Pero todo era posible.

—Señora Markowski, ¿tiene usted una taza favorita, una que utilice siempre? —le pregunté.

—En la cafetería hay toda clase de tazas, un revoltijo. Si me lo pregunta, unas más bonitas que las otras.

—¿Quiere eso decir que no se podía prever de ninguna manera qué taza iba a utilizar usted?

—Efectivamente.

—Entonces el asesino tampoco podía calcular cuál de los dos, usted o su marido, se tomaría el café envenenado.

—Cierto.

—Así pues, nos hallamos ante un asesino al que le es absolutamente indiferente a quién mata, si a usted o a su marido.

—Eso es lo que llevo machacando desde el principio, también a la policía: el asesino de mi marido va contra el «sistema Markowski», como ciertos círculos de la facultad no se cansan de difamarnos.

Recordé que Robert siempre se refería también a la «mafia Markowski».

Mara se levantó.

—Y ahora me gustaría estar sola. Rosemarie, me has ayudado mucho. Te lo agradezco.

—¿Y qué hay de Sebastian? —inquirió Rosemarie.

—Rose, ya basta —le dije en voz baja—. Ya se resolverá.

Ahora había que dejar en paz a Mara.

Pero cuando tomamos asiento en el taxi que nos llevó de regreso a Glockenbach le pregunté:

—Pero, bueno, ¿qué líos os traéis siempre con Sebastian?

Su proyecto de investigación, esos procesos literarios transnacionales, la financiación privada y Robert Fullton; pero yo no comprendía las conexiones y en realidad tampoco me interesaban.

Una cosa no se me iba de la cabeza: si el asesino había puesto efectivamente la mira en el «sistema Markowski», ¿por qué, simplemente, no había echado el veneno en las dos tazas de café? De ese modo, si le salía bien, habría eliminado el sistema entero. ¿Por qué el criminal había hecho las cosas a medias? Y ¿lo dejaría como estaba o completaría su obra demencial?

—No lo sé —repuso Rosemarie—. El criminal quería debilitar el sistema y al mismo tiempo hacer que las sospechas recayeran sobre mí. Lo de las gotas en el café tenía que parecer una diablura peligrosa, un accidente tonto, maquinado y provocado por mí, la pelirroja. Al fin y al cabo, con la bofetada que le propiné en público a Robert Fullton durante la lección inaugural demostré que no estoy del todo en mis cabales. ¡No es extraño! Todos lo creyeron. Todos menos tú —Rosemarie me cogió la mano—. Te doy las gracias por ello, Tom.

El conductor puso el intermitente, torció y soltó un taco en bávaro, no, en turco. Había atasco en la calle Hans Sachs. Delante de mi peluquería, un taxi obstruía la calle. Un caballero de pelo blanco y con guardapolvo claro ayudaba a una señora de edad a descender del vehículo.

—¿Has visto un fantasma? —inquirió Rosemarie.

A primera vista reconocí el traje de pata de gallo que la mujer se ponía siempre para ir de viaje y vi las inmóviles ondas en el cabello, que indicaban que la señora, aunque venía a mi salón, acababa de salir de la peluquería. Con tanta excitación, su visita pasó inadvertida incluso a Kitty.

Alargué un billete hacia delante, me bajé y llamé:

—¡Hola, mamá!

Ella, desde el taxi, miró hacia el salón y luego al cielo, como tratando de localizar de dónde venía la voz. No me vio hasta que estuve delante de ella. Entonces me sujetó con los brazos estirados, sonrió y pronunció una frase que, según creo, no le había oído nunca:

—François —dijo a aquel señor—, ¿has visto alguna vez un hombre tan guapo?

Cuando una visita familiar empieza así, ya sé que hay que empezar a desconfiar.

Mi madre se empeñó en que diera una vuelta por el salón con Monsieur, que era interiorista, y le enseñara el «concepto espacial».

—Con mucho gusto —dije. Me figuré que estaría muy orgullosa de mí y de todo lo que había hecho.

Monsieur, como muchos hombres de su edad, llevaba el pelo demasiado largo y sin forma. Se podía dar un poco más de vida al cabello, no una pijotada a la moda sino una cosa natural y segura de sí misma, pero no quise entrometerme. En lugar de eso expliqué lo que pretendía decir el artista que había ejecutado aquellas pinturas, en tonos azul intenso y anaranjado cálido, directamente sobre el revoco, y oí a medias a mi madre saludar a los empleados. Confundió a Benni con Dennis, a Kerstin la llamó «Kirsten» y elogió a Bea su «color nuevo tan bonito» que llevaba, si bien ya hacía más de dos años que el rubio ceniza formaba parte de su extravagante peinado en blanco y negro. Pero nadie se tomó a mal aquellas distracciones. Mi madre ya no era una chiquilla y lo hacía queriendo ser amable.

Rosemarie daba la impresión de estar agotada tras las emociones de las últimas veinticuatro horas; estaba apoyada en la estantería, apartada y sonriendo vagamente a todos.

—¿Y quién es usted? —le preguntó mi madre.

—Soy Rosemarie, la antigua au pair.

—¿Antigua? —mi madre me miró como si solamente yo tuviera autoridad para responder a aquella pregunta.

—Es una larga historia —dije lacónicamente, para evitar que por nada del mundo se desencadenase ahora el sermón sobre los trabajadores no cualificados que no son útiles ni en las tareas domésticas ni en la empresa, pero no ocurrió nada semejante. En vez de eso, mi madre invitó a Rosemarie a subir con nosotros al piso a tomar el aperitivo, la copa de «agua con burbujas». Por segunda vez arrastré escaleras arriba la maleta de Rosemarie. Casi no se podía creer que hubiera recorrido medio Munich con aquel ladrillo.

—¿Vive ahora en tu casa la au pair? —inquirió mi madre mientras inspeccionaba en el espejo su peinado, que ni una galerna hubiera desordenado.

—Sólo temporalmente —contesté—. Hasta que sepa si vuelve a la universidad o sigue trabajando como au pair. O si regresa a Ipswich y ya está.

—Estoy segura de que esta señorita tomará la decisión correcta —comentó mi madre.

Monsieur, con un cigarrillo entre los dientes, pidió a mi madre que le explicara las fotos: Anna y Jonas, muy divertidos entre montañas de espuma en la bañera; Alioscha y Bábushka, menos divertidos junto a la mesa de la cocina en Moscú, delante de su kasha, esa papilla de alforfón. Busqué las servilletas de lino y el cubo de plata y traté de recordar si mi madre me había preguntado alguna vez «¿Y qué tal te va con Alioscha? ¿Eres feliz?».

Mientras bebíamos el champán, Monsieur fue informado de que mi negocio era en buena medida independiente de la clientela ocasional y de los turistas, y que la «señora Simm», es decir, Bea, y todos los demás «de abajo» eran «gente competente». Mi madre sonrió con indulgencia cuando Rosemarie bostezó y, asustada, se puso la mano delante de la boca. Yo tenía muy claro que no me enteraría del proyecto secreto para el que mi madre necesitaba con urgencia nuestras firmas y para el que estaba ahora preparando el terreno hasta que nos sentáramos en el Ederer, sin Rosemarie pero con Régula, en círculo familiar. Así fue, en efecto.

Monsieur estaba descifrando el menú, con la ayuda de las gafas de filigrana de mi madre y la del camarero encorvado, cuando llegó Régula. Saludó a mi madre con un beso y dio la mano a Monsieur con exagerada formalidad, según me pareció, pues al fin y al cabo había conocido a aquel señor en Niza, en aquella época en que éste iba todos los días con mi madre a montar en la noria. Había pasado ya casi un año desde aquel desdichado viaje de Año Nuevo que hube de interrumpir tan repentinamente.

Régula se sentó en la silla libre a mi lado, se puso el menú delante de la cara, como si fuera a leerlo, y me preguntó en un susurro cómo iban las cosas.

—Como si no pasara nada —cuchicheé a mi vez—. Verdaderamente inquietante.

Régula, sorprendida, se colocó un mechón detrás de la oreja cuando mi madre lamentó que Christopher no pudiese estar allí porque tenía que cuidar de los niños. Probablemente estaba intentando recordar cuándo había echado de menos mi madre a su yerno.

Mientras mi madre seguía derramando encanto y cumplidos a su alrededor, con la mano de Monsieur sobre la suya, yo esperaba que Rosemarie no hiciera en mi casa ninguna otra barbaridad, como echarse al coleto los restos de champú. Me puse a pensar si Franz estaría aquella tarde en la pista de baile o ensayando con Sebastian para la gran actuación de la banda y si escucharía a continuación el relato de hasta dónde había llegado entretanto su mejor amigo con Steffi Zahn. Tenía mala conciencia al acordarme de Stephan, que tal vez estaría en casa, sentado en el sofá con Sabine y estudiando ya los libros de nombres para su anhelado hijo.

A los postres, mi madre nos dio la noticia y por el momento resultó más fácil de digerir que la mousse de chocolate:

—François y yo nos vamos a dar la vuelta al mundo.

¿Así que era ése el proyecto secreto? Régula y yo nos miramos. Me encogí de hombros discretamente, Régula proyectó los labios hacia fuera. Nada de boda precipitada, nada de idea comercial disparatada. Así pues, todo iría perfectamente.

Mi madre enumeró:

—Volamos a Florida, seguimos a Hawaii, vemos las Maldivas y las Seychelles. ¿He olvidado una etapa, chéri?

—Las Bahamas —completó Monsieur.

—Es que estoy harta de los inviernos suizos y de los caserones viejos, en los que silba el viento por todas las grietas.

—Una buena idea —dije yo—. ¿Y cuánto tiempo pensáis estar de viaje?

—Hasta que hayamos encontrado nuestro paraíso —explicó mi madre.

—Así pues, una auténtica aventura —afirmé.

—Con final abierto —apostilló mi madre.

Ya me disponía a levantar la copa y brindar por aquel magnífico viaje cuando Régula preguntó:

—¿Y qué va a pasar con el negocio?

—Se darán plenos poderes a los gerentes.

—¿Cómo? —eso no significaba otra cosa sino que mi madre dimitía. Ésa era la verdadera campanada, disimulada entre folletos de viaje de colorines. Yo me hubiera esperado cualquier cosa menos eso. Con todas las batallas que mi madre había librado. Suprimir los sobres de la paga, ampliar la colección, trasladar las fábricas de ropa a la Europa del Este, y además atenerse a la inteligente filosofía de mi padre: pagar siempre mejores salarios que la competencia y crear la adhesión de los colaboradores a la empresa. Y ahora aquella decisión—. ¿Lo has pensado bien? —le pregunté.

Ahora fue mi madre la que alargó la mano para coger la de Monsieur.

—¿Sabéis? —dijo—, cada día con François es para mí un regalo. Y quiero disfrutar del poco tiempo que nos queda. Para poder hacerlo necesito vuestra conformidad, esto es, vuestras firmas. Todo está preparado.

Puede que hasta entonces todo marchara bien. Creo que estábamos todos muy conmovidos. Pero entonces mi madre dijo de forma totalmente innecesaria:

—¡Y si os oponéis, me enfadaré!

Puede que tuviera la intención de hacer una gracia, puede que todo le resultara demasiado sentimental, el caso es que mi madre fue la única que trató de reírse.

—Mamá —dijo Régula—, eso es una amenaza.

—Tengo que pensar por fin en mí misma y no siempre en la empresa y otra vez en la empresa y de nuevo en la empresa. ¿Es que no lo podéis comprender?

—¿Y cuando haya que tomar decisiones importantes? —tercié—. Por ejemplo, si dejamos la República Checa y nos vamos a Serbia. ¿Quién tiene la última palabra?

—Bueno, los gerentes.

—¿Y si con ellos no va bien?

—Esos señores no son tontos. Y en ese caso, vendemos el negocio y se acabó.

Régula vació su copa de vino y dijo:

—Perdona, no puedes liquidar como si tal cosa aquello por lo que tanto trabajó papá para darte la gran vida.

—¿Cómo? —mi madre dejó la servilleta junto al plato.

—Mamá —intervine—, no ha querido decir eso.

—Vosotros dos no podéis detenerme —exclamó mi madre.

—¿Así que nos pones ante los hechos consumados? —Régula se recostó en el respaldo—. ¿Lo ves, Tomas? Una vez más está todo decidido. ¡No tenemos alternativa!

—No si me habláis en ese tono —la dulzura que pudiera tener mi madre se había acabado ya—. Sois precisamente quienes menos os interesáis por el negocio. Tú, Régula, estás en la biblioteca con los libros y tienes tu familia; tú, Tomas, te dedicas a tus cortes de pelo y no haces más que andar de acá para allá. Hacéis lo que os divierte. Está bien, quizá sea el resultado de la educación que os di. Pero entonces explicadme para quién tengo que conservar todo el negocio. ¡Si cuando yo me muera, vosotros venderéis la empresa de todos modos! Haced lo que queráis, a mí me da lo mismo, ya que sucesores no hay.

—¿Y tus nietos, qué? —Régula hablaba en voz muy baja.

—Hijita, quiero mucho a mis nietos, pero no nos hagamos ilusiones: al fin y al cabo son Siedlein.

Régula miró con fijeza su plato, como si la mancha oscura de la mousse decorativamente aderezada que le habían servido en él fuera una impertinencia. Y mi madre remachó:

—Si Tomas pudiera decidirse a perpetuar nuestro apellido sería otra cosa. Pero, como ya sabemos todos, se considera incapaz de tener descendencia.

El carraspeo de Monsieur hizo que el silencio se tornara audible.

—¿Querría un licor alguno de los señores? —preguntó el camarero.

Me puse en pie.

—No, gracias. Quisiera marcharme.

Régula apoyó la mano extendida sobre la mesa.

—Y yo quisiera hacerme cargo de la empresa.