14
Lo único que florecía bajo los tubos de neón, entre el ordenador y el acebo, eran las flores de lis de la blusa camisera de Annette Glaser. La comisaria estaba sentada ante su escritorio y miraba fijamente al vacío, a algún punto por debajo del techo de la habitación, ensimismada en la búsqueda del asesino. Quizá le pisaba los talones y le estaba echando mano en ese momento. Hasta que intervine yo sin previo aviso y le dije:
—Buenos días, señora Glaser. ¿La molesto?
El asesino y el punto en el vacío se esfumaron. La comisaria suspiró y las flores de lis se elevaron pesadamente.
—¿Cuánto falta para la rueda de prensa? —preguntó.
Yo no lo sabía, y la voz procedente de la habitación contigua apenas se entendió. Pero la comisaria dijo:
—Está bien. Cinco minutos.
Me senté sin que me invitaran a hacerlo. Una taza de café hubiera estado bien, al fin y al cabo me había perdido mi desayuno en el Kranz por aquella conversación. Pero la comisaria fue inmediatamente al grano.
—Clifford, Rosemarie —abrió una carpeta—. La verdad es que viene usted como llovido del cielo, señor Prinz.
—¿Ustedes quieren colgarle un asesinato, no es así?
—Hemos tenido que dejarla en libertad.
—Porque es inocente.
—A pesar de que es sospechosa.
—Ella no tiene nada que ver con el asesinato, puede usted creerme. Conozco a Rosemarie.
—¿Significa eso que usted sabía que ha estado aterrorizando durante semanas a la profesora con la que trabajaba?
—Naturalmente que no.
—Entonces no diga que la conoce. ¡Yo le aseguro que no conoce a esa señora ni lo más mínimo!
—Todos pensábamos que era obra de un loco.
—¿Y ahora qué piensa usted? —inquirió la comisaria.
—Son chiquilladas, señora Glaser.
—La señorita Clifford meditó con toda precisión sus actos, los planificó y los ejecutó. Tuvo la intención de que sus acciones causaran daño a personas, o al menos asumió que podían causarlo. Esta mujer tiene energía criminal.
—Pero nadie se muere de un virus informático, y la piedra la tiró por la noche, cuando podía tener la seguridad de que ya no había nadie en el despacho.
—No quería que la pillaran.
—Pero no ha matado a nadie.
La comisaria parecía cansada. Sus ojeras, si continuaba así, pronto tendrían el tamaño de un par de esposas. Sin embargo, el día no había hecho más que empezar. Ruedas de prensa, escenarios de crímenes, muertos y al final, si tenía suerte, un asesino, pero nunca, como en mi trabajo, un bello resultado. Me dio pena.
—Yo sólo quiero ayudarle —dije—. Pero tiene que entender que el asesinato y los ataques no tienen ninguna conexión entre sí. Son hechos distintos. De los ataques es responsable Rosemarie, por supuesto, pero el asesinato de Hans-Georg Markowski lo ha cometido otra persona, créame.
—Yo no creo nada, sino que busco pruebas.
—Por ejemplo, en casa de mi hermana. ¿Y ha encontrado algo allí? Naturalmente que no.
La comisaria se miró en un espejito de mano y preguntó mientras se pintaba los labios:
—¿Conoce usted a Robert Fullton?
—Desde hace siglos, ya desde los tiempos de Londres.
—¿Y qué opina de él?
—Robert es buena persona. Un poco presumido, pero un tipo simpático. ¿Sospecha usted de él?
La señora Glaser apretó los labios. Un Umbra bonito le quedaría mejor que aquel rosa juvenil. Cerró el espejo y me dijo:
—En la candidatura a la cátedra, el señor Fullton ha salido nial parado.
—Ya lo sé. Por eso quiere dar el salto. Quiere cambiar a la Universidad de Paderborn. Para ello le hemos vuelto a poner las sienes grises. ¿Sabe?, quiere parecer más serio.
—¿Es que si no parece poco serio?
—No, no. Pero le precede cierta fama.
—¿Fama de qué?
—Buena pregunta. Quizá de que le interesan las alumnas más que las lecciones. Pero eso son rumores de gente que le tiene envidia o que se aburre. Yo sé perfectamente lo que es eso por la peluquería. Sea como fuere, he visto cómo iban todos en masa a sus clases. Rosemarie me ha contado que son muy entretenidas, pero un poco planas de contenido. Yo no puedo juzgar.
—¿Pero Rosemarie Clifford sí puede?
—Por supuesto que no. Desde un principio pertenece a la otra fracción, a la fracción Markowski.
—Pero ¿por qué? Con la señora Markowski hay que quemarse las cejas mucho más que con el señor Fullton. Al menos eso me ha dicho todo el mundo.
—Rosemarie no se lo plantea de una manera tan racional. Al contrario: como el primer encuentro con Mara Markowski fue tan positivo, no tolera que se hable mal de esa mujer. Fue cuando la inscripción; por lo que sea, a Rosemarie se le había pasado no sé qué plazo y la señora Markowski hizo la vista gorda. Desde entonces, a Rosemarie se le antoja fabuloso todo lo que hace Mara Markowski, hasta eso tan aburrido del estructuralismo. Y precisamente contra esa persona cometió Rosemarie los ataques.
—Psicológicamente es muy interesante, aunque no inhabitual. Pero estábamos con Robert Fullton. ¿Cómo se lleva la señorita Clifford con él?
—Hubo algo raro desde el principio, ya cuando se conocieron en mi peluquería. Rosemarie no era aún más que la au pair, pero no es tonta. Se dio cuenta inmediatamente de que Robert no la tomaba en serio. Sí, ahora lo pienso…, puede que fuera ése el motivo de que Rosemarie, tan de repente, quisiera ponerse a estudiar. Puede que quisiera demostrarle algo. No sé.
—Y siendo ya estudiante, ¿ha variado su relación con Robert Fullton?
—Por desgracia, no. En su frustración cuando la lección inaugural de Mara Markowski, Robert hizo algunas observaciones estúpidas sobre Rosemarie, pero también sobre la flamante catedrática. Rosemarie es muy susceptible para esas cosas. Por eso le dio aquella bofetada.
—Quizá hasta se puede entender, ¿no?
—¿Pero no es una locura lo que hicieron a continuación los Markowski? ¡Después de ese escándalo le dieron un empleo precisamente a Rosemarie!
—Guerra de guerrillas se llama eso.
—Pero Rosemarie no participó. Eso también hay que decirlo: más adelante no tuvo reparos en limpiarle la pizarra a Robert.
Annette Glaser se levantó y se puso una carpeta debajo del brazo.
Se me acabó el tiempo. Pero no había conseguido liberarme de todo. Del paquete entero «amor-e-intriga» con Steffi Zahn, por ejemplo. Antes de que la comisaria se escapara, por lo menos aún pude preguntarle:
—¿Y cómo mataron al viejo Markowski?
—Señor Prinz, por favor, manténgase apartado del caso.
—Pero la prensa también se lo preguntará.
—La rueda de prensa no es sobre el asesinato en la Facultad de Filología Inglesa —la comisaria me tendió la mano—. Tendrá noticias mías.
Vaya, formidable. Yo le había contado todo y ella a mí nada.
Como si quisiera disculparse por aquella injusticia, ya en la puerta se volvió de nuevo:
—Dígame…
—¿Sí?
—¿La señora Markowski es clienta suya?
—No. ¿Por qué lo dice?
—Tiene un aspecto espléndido. Yo hubiera podido jurar que era obra de usted.
Después se marchó.
—Fortex —dijo Torsten. El ayudante de la comisaria me trajo una taza de café—. Se usa habitualmente para tratar la insuficiencia cardíaca. Una sobredosis puede causar perturbaciones en el ritmo cardíaco.
—¿Quieres decir que alguien le enjaretó un medicamento que lo envenenó?
—Esa sustancia estaba en el café.
Me lo imaginé: Hans-Georg Markowski en el despacho, delante de él el negro líquido, sacarina y tabletas, y un día que iba a ser largo y extenuante. La esposa quiere pelea, la amante cariño y los alumnos buenas notas. Todo un poco excesivo. Pero Markowski no quiere mostrar ninguna debilidad; distraído, echa mano de las tabletas y de la sacarina…
—¿No podría ser que estuviera pensando en otra cosa y simplemente se confundiera con las píldoras? ¿Y que todo no haya sido más que un estúpido accidente? —pregunté.
—El médico le había prohibido estrictamente el Fortex. Con su presión sanguínea era el peor de los venenos. Con independencia de eso, la concentración hubiera tumbado hasta al hombre más fuerte.
—Entiendo. Pero, con un poco de imaginación, ese medicamento puede procurárselo cualquiera, ¿no?
—Desde luego.
—También Rosemarie.
—Naturalmente.
—Pero también cualquier otro.
—Nada que oponer.
—Pues entonces, por eso tenéis que investigar en todas direcciones. ¿O hay aquí una conexión con Rosemarie que yo no comprendo?
Torsten se inclinó sobre la mesa, con los brazos cruzados delante del pecho, y clavó la mirada exactamente en el mismo sitio que antes su jefa. ¿En qué pensaba? Tal vez en nuestro encuentro, aquella noche excepcional. Nunca habíamos hablado de ello.
—¿Consideras a Rosemarie una asesina? —interrogué.
Torsten escogió cuidadosamente las palabras.
—La considero imprevisible.
—Pero ¿qué motivo podría haber tenido? ¿Quitárselo de en medio para tener vía libre? Eso es absurdo.
—Y en esa línea…
—Torsten, dime de una vez de qué se trata.
—… sería magnífico que nos tuvieras al corriente. Tiene confianza en ti, te cuenta cosas que a nosotros nos oculta.
—Andáis completamente a tientas, ¿no es verdad? —pregunté.
Torsten el reservado. Y por doquier ficheros, carpetas y protocolos, cuyo único objetivo, así me pareció, era probar la culpabilidad de Rosemarie. La policía se aferraba a una idea lo mismo que se había aferrado Rosemarie.
—¿Se ha enterado entretanto Mara Markowski de que Rosemarie estaba detrás de todo el teatro de los ataques? —pregunté.
—La hemos informado —respondió Torsten.
—¿Cómo ha reaccionado?
—Se quedó hecha polvo. Precisamente la alumna a la que tanto empeño puso en ayudar.
—Pero ¿no es fastidioso para vuestras investigaciones que Mara lo sepa? Ahora se divulgará lo que estuvo tramando Rosemarie y el verdadero asesino se reirá para sus adentros.
—No te preocupes. Lo importante es que ahora la señora Markowski ya no tiene que tener miedo.
—Esa mujer no tiene miedo —repuse.
—Tenía miedo. Estaba incluso cagada de miedo —me contradijo Torsten.
Claro, qué sabía yo de Mara Markowski. Sólo una vez, en el coche, la había visto perder el dominio de sí misma, y, por fin sola, ceder a la aflicción. Tenía que hablar con ella e interceder en favor de Rosemarie. Tratar de arreglar algo.
—Por cierto, hay algo más —dijo Torsten—. Por lo que se refiere al lugar de residencia de la señorita Clifford…
—Por el momento está en mi casa.
—Pero si se produjera algún cambio…
—Informaré de inmediato.
Me dirigió una mirada escrutadora, como si quisiera averiguar si podía fiarse de mí. Tal vez se figuró lo que me proponía hacer.
—¿Puedo telefonear un momento? —le pregunté.
—Primero el cero.
Torsten, cortésmente, se retiró a la habitación contigua. A la primera lo cogió Kitty; apenas pasaba de las nueve. Se oía que todo estaba aún tranquilo, pero enseguida se presentarían allí los primeros clientes.
—Dime —le consulté—, ¿mi primera cita no la tengo hasta las once, verdad?
—Justo para esa hora cambié ayer a la condesa, a petición suya, y bien que me costó —respondió Kitty—. ¿Y sabes qué? La muy golfa ha vuelto a dar una contraorden.
—¿Cuándo viene el siguiente?
—Es la señora Weber, pero ya no es hasta las doce.
—Perfecto.
—Para el hueco te propongo que quitemos de la lista de espera a la nueva directora de publicidad. Quiere el programa completo. Espera… ¿cómo se llama?
—Déjalo. El hueco me viene como agua de mayo.
—Pero la señora está esperando. Es realmente urgente. Ya me ha chillado por teléfono. Le he ofrecido… pero le da igual. Sólo quiere que la atiendas tú.
—Por desgracia, hoy no puede ser. Así que a las doce estaré allí.
—¿Desde dónde llamas? —quiso saber Kitty.
—Y otra cosa. Entretanto cuida de Rosemarie. Está arriba, en mi casa. Pero es probable que esté durmiendo todavía.
—¿Tomas, qué piensas hacer?
—Luego. Ciao.
Fui corriendo a la plaza del Odeón a tomar un taxi. Allí siempre hay unos cuantos en fila.
—Calle Schelling. Facultad de Filología Inglesa.
Era preciso que averiguara quién tenía un motivo para asesinar a Hans-Georg Markowski. No tenía ni la menor idea de cómo hacerlo, pero tal vez tendría suerte.
—No, señor Prinz, no ha tenido suerte —la secretaria del departamento, Anne Kaltwasser, se había recogido el pelo con una cinta elástica y estaba despegando una pegatina con las uñas, que llevaba cortas. La etiqueta «Cat. Doctor Markowski, H.-G.» se desprendió con dificultad de su caja, uno de esos archivos que se utilizan para almacenar asuntos pendientes con la conciencia tranquila. La caja estaba ya a rebosar—. La señora profesora Markowski no quiere que se la moleste.
—Cinco minutos —rogué—. Se trata de Rosemarie.
La indeseable. Anne Kaltwasser dejó el fichero a un lado, pero tan ruidosamente que tuve claro que en aquella habitación ya se había hablado bastante de Rosemarie por aquel día. Probablemente todo el mundo había expresado ya su opinión sobre lo que le pasaba a aquella chiflada y si estaba mal de la cabeza. Las fechorías de Rosemarie y el asesinato eran los temas de conversación que se habían extendido por la facultad, sustituyendo el gris habitual de la institución por un color chillón.
La secretaria apartó a un lado el libro que yacía abierto sobre su escritorio. Aquel mamotreto era casi tan voluminoso como Guerra y paz de Tolstói, la epopeya de rusos que Alioscha había puesto en mi mesilla y con cuyas descripciones bélicas luchaba yo en vano desde hacía meses. «La verdad es que puede ser sólo por culpa de la traducción», había afirmado Alioscha.
Anne Kaltwasser miró un horario sin prestar atención al teléfono, que sonó con ruido amortiguado. En el mundo de la ciencia se había producido un gran alboroto tras la muerte de uno de sus miembros célebres.
—La señora profesora Markowski está en clase —dijo la secretaria—. Si quiere, inténtelo más tarde, pero no antes de las doce. Aunque no puedo prometerle nada. La señora profesora atiende solamente las citas absolutamente imprescindibles. No hay tutorías. ¡Tampoco para usted!
¿Cómo? Me di la vuelta. En el marco de la puerta, detrás de mí, había un fantasma pálido, casi violáceo, sobre todo alrededor de los ojos. Sin maquillaje y con el pelo suelto, sólo reconocí a Steffi Zahn por los botines con hebilla, en los que se había metido los tejanos. Se fue sin pronunciar palabra, más acobardada que ofendida. ¿Debía seguirla?
—¡Oiga…! —dije a la secretaria. Aquel teléfono me ponía nervioso.
—Está bien —Anne Kaltwasser cogió una hojita de papel—. Le dejaré aviso en el casillero de lo que quiere usted. Pero de verdad que más no puedo hacer.
Al mismo ritmo que escribía iba diciendo:
—El-peluquero-quiere-hablar-con-usted —se dirigió a la estantería y el papelito desapareció en su casilla. Cada miembro de la facultad tenía su archivo. Liquidado. Mi misión, reducida a un procedimiento burocrático. No debía meterme en ninguna discusión ni jaleo de notitas, sino sencillamente ir a ver a Mara Markowski. Pero con las secretarias, ya lo decía mi padre, no puede uno malquistarse. Así pues, un último intento, eso sí, astuto:
—Por cierto —dije—, si le apetece a usted venir a la peluquería, no hay problema.
—¿Cuándo?
—A cualquier hora.
Bien, entonces. Ya acomodaría Kitty la cita. Más no podía ofrecer por mi parte. Y ahora, está bien; a ver si me dejaban pasar.
Pero allí estaba ella: Mara Markowski, vestida de negro hasta el cuello, se dirigió a la estantería, sin saludar, sin decir nada. Ella quería trabajar, mantener la rutina y el orden, no mirar a derecha ni a izquierda. Pero de repente algo había cambiado, sólo una minucia. En la casilla de plástico de su marido ya no se veía ningún nombre, ningún título, sólo unos restos de pegamento. Me di cuenta de que era un momento como para perder el dominio de uno mismo.
Sacó la nota de su propia casilla, la leyó y dijo en voz baja:
—Por favor.
Al salir vi que la secretaria la emprendía con el mamotreto, tal vez para leer acerca de temas que le podrían ser de utilidad al alumno Sebastian para sus estudios, en tanto el teléfono sonaba de nuevo en sordina y yo seguía a la catedrática por el pasillo, ya que la puerta de comunicación estaba sellada. Pero allí, en la facultad, todo me pareció ya normal.
—¿De qué se trata? —me preguntó Mara Markowski.
—De Rosemarie.
Me indicó uno de los sillones de la abuela, se sentó en el otro, cruzó las piernas y prosiguió:
—La verdad es que no quisiera volver a oír ese nombre.
—Ella lo lamenta todo muchísimo.
Pero el estado de ánimo y los propósitos de Rosemarie le resultaban indiferentes a la viuda. Su gesto revelaba que le daban exactamente igual. Rosemarie había sido borrada ya de sus pensamientos; pronto otro contaría y clasificaría con fervor los miles de millones de palabras contenidas en los libros que había encima de la mesa.
—Puedo comprender que usted esté molesta —dije—. A pesar de ello, debe ayudar a Rosemarie. Está acusada de asesinato. La policía cree que ella ha matado a su marido.
Mara Markowski reflexionó sobre si aquella información era una buena o una mala noticia. Después dijo:
—Eso es absurdo.
Me sentí aliviado.
—Ésa es exactamente mi opinión.
—Pero que Rosemarie fuera la autora de los ataques es igualmente absurdo. Es increíble. Nuestras sospechas siempre fueron totalmente distintas.
—Naturalmente. Pero los ataques contra usted son un asunto que no tiene nada que ver con el asesinato de su marido.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque lo sé. ¡No se le puede imputar a Rosemarie todo lo que ocurre en la facultad, asesinatos y homicidios, mientras el verdadero criminal anda suelto! ¿Por qué iba a asesinar Rosemarie a su marido? Francamente, tengo una sospecha.
—¿Cuál?
—Que el criminal lo calculara con exactitud. De la manera que fuese, averiguó que Rosemarie estaba detrás de los ataques. El asesina a su marido y sabe que las sospechas recaerán sobre Rosemarie.
—Interesante teoría. Tiene que contársela sin falta a la policía.
Claro, ¿cómo podía esperar que la profesora se lanzara, junto con un peluquero, a la caza de un criminal para exculpar a todo trance justo a la persona que más la había decepcionado y engañado? Una última tentativa.
—Por favor, contésteme a una pregunta. ¿Tenía enemigos su marido? ¿Quién podría tener interés en asesinarlo?
Mara Markowski se inclinó sobre las galletas polvorientas que, como la última vez, estaban sobre la mesa en un platito.
—Oiga, señor…
—… Prinz.
—Señor Prinz, no es mi estilo calumniar a mis compañeros. Por supuesto podría hacer miles de conjeturas; pero, por favor, no lo tome como algo personal, aquí no estamos en la peluquería.
Durante una fracción de segundo miró hacia la puerta que estaba detrás de nosotros, la que comunicaba con la secretaría, donde Anne Kaltwasser, que leía en silencio, habría oído algo de lo que allí se había hablado. Al fin y al cabo, también desde allí fuera habían oído a Rosemarie, que estaba dentro, cantar despreocupada su canción. ¿Quería Mara Markowski decir con ello «aquí no, alguien nos escucha»?
Me preguntó en voz alta:
—¿Sigue Rosemarie ocupándose de sus hijos y de su casa?
—No son míos, sino de mi hermana —corregí—. De momento está viviendo en mi casa, pero para las tareas domésticas tengo a Agnes desde hace años. Y usted, dígame, ¿tiene hijos?
La catedrática se puso en pie.
—Si mi marido y yo hubiéramos querido tener familia, la habríamos tenido. Aunque no sea asunto suyo, le diré que siempre nos bastamos el uno al otro.
Abrió la puerta: me estaba echando, ya no de una manera cortés.
Ahora daba todo igual. Tuve claro que iba demasiado lejos cuando le pregunté:
—¿Es verdad que su marido tenía una relación con esa alumna, Steffi Zahn?
Abrió mucho los ojos y pensé que —siguiendo el ejemplo de Rosemarie— me iba a dar una bofetada. No ocurrió nada semejante. En lugar de ello inquirió:
—¿Quién afirma tal cosa?
—De forma tan directa, nadie. Es probable que no sean más que rumores.
—¡Que usted difunde alegremente!
—Yo jamás haría eso, puede usted creerme.
—En esta facultad siempre hay gente que… —buscó las palabras. Me dio pena—. Mi marido y yo… —empezó de nuevo—. Muchos no podían entender nuestra relación, desde un principio. Pero ¿por qué no descansan de una vez? Ahora está muerto.
—Adiós —murmuré, pero la puerta ya estaba cerrada.
Estaba solo, en el pasillo. Dentro, estaba seguro de ello, Mara Markowski habría perdido el dominio de sí misma, como el día anterior en el coche. Veinticuatro horas antes habían asesinado a su marido dos despachos más allá, y yo le venía con aquellas habladurías.
Anne Kaltwasser, en su despacho, miró hacia el pasillo:
—Si busca usted a la señora Zahn, está en la biblioteca.
—Gracias. ¿Y qué hay de su visita a mi peluquería? —pregunté—. ¿Cuándo quiere venir?
—¿Sabe una cosa? —inquirió a su vez, cogiendo la chaqueta de punto, como si tuviera frío por la corriente—. No soy de las personas que se dejan sobornar. Adiós.
Más tarde, Bea diría que hubiera sido el momento de poner pies en polvorosa e irse a casa, a terreno conocido. Tal vez incluso hubiera podido impedir que Rosemarie forjara un nuevo plan y empezara a llevarlo calladamente a efecto. Pero en aquellos instantes yo no podía saberlo.
En lugar de hacerlo, me encaminé a la biblioteca. La cuestión era que Mara Markowski creía firmemente en su marido y en su fidelidad. No me incumbía a mí poner en duda sus virtudes. A pesar de todo, quería hacer la contraprueba con Steffi Zahn. Tenía que atar algún cabo. Algo que me permitiera avanzar.
En la biblioteca, casi todas las mesas estaban ocupadas, pero no había ni rastro de Steffi Zahn. Dejé escapar una queda maldición.
—¿Puedo ayudarle en algo? —me preguntó la alumna que se encargaba de la vigilancia.
—¿Está por aquí Steffi Zahn?
La vigilante me señaló una mesa sobre la que se apilaban libros como si fuesen ladrillos.
—Vuelve enseguida.
Todo el mundo estaba concentrado en su materia de estudio; por el contrario, yo, sin libro, parecía un turista. Franz me había aconsejado ir a la sala de lectura. El sitio tranquilo. Tenía una hora escasa. Más o menos sabía en qué parte de la estantería estaba mi libro.
T. S. Eliot. Me senté. Lo hojeé.
Estaba cansado. Me sentía como el tipo sentado casi enfrente de mí, que se había deslizado tanto hacia abajo en la silla que por encima del borde de la mesa sólo se le veían la cabeza y los brazos. Cuando llegara a mi edad tendría un problema de hernia discal. Simulaba mirar al libro, pero en realidad miraba de reojo a la asiática que estaba a su lado. Se podía entender: su esponjoso jersey tenía un escote tan ancho que se le resbalaba de los hombros. Aquella extensión de garganta y nuca, con el centelleo de la piel desnuda, provocaba que las palabras impresas frente a él degeneraran en hileras de sílabas estampadas carentes de fantasía, en partículas de suciedad sobre el blanco papel. La asiática, mientras pasaba las hojas, se tiraba recatadamente del jersey para subírselo, pero entonces se deslizaba por el otro hombro.
Yo no apartaba la vista de la puerta y observé, irritado, que el individuo con pulcra raya en medio sentado a la izquierda de la asiática me miraba directamente a los ojos. No, aquel tipo tan formal no estaba coqueteando conmigo, sino que su mirada se perdía en la lejanía, quizá en el éter, como si pasara lentamente por allí una astronave llena de conocimientos y a él no se le permitiera ya subir a bordo. Eché un vistazo a los versos de Eliot. Steffi Zahn tardaba en volver.
Enfrente hubo movimiento en el grupo. Una mano se deslizó por la mesa y avanzó tanteando hacia la asiática. Por el otro lado, la misma idea frívola. Los dos hombres coincidieron en su lenta aproximación, sin que yo pudiera apostar por cuál de los dos, llegado el primero a su meta, sería gratificado con una sonrisa o castigado con un bofetón. En el último instante, el teléfono de la muchacha emitió una muda luz azul. Asustadas, las manos retrocedieron. Ella cogió el aparato, se levantó y soltando una risita ahogada, con sus botas de tacón alto con ribete de piel, patizamba, corrió hacia la salida, probablemente para dar la bienvenida al tercer admirador. ¿Qué había dicho Franz? ¿Que la disciplina que hay aquí es contagiosa? Me sería más fácil meterme con aquellos tomazos bajo las luces de una discoteca que entre aquellas lámparas de lectura.
Steffi Zahn estaba sentada en su sitio.
Cerré mi libro y crucé en diagonal la sala hasta su mesa. Me siguieron tantas miradas que vi todas las espaldas derechas y los hombros erguidos. Steffi levantó los ojos.
—Hola —le dije.
Sólo había pasado una semana desde nuestra conversación en el pasillo, delante del despacho de los Markowski. Cómo había cambiado Steffi Zahn desde ese día. Era como si, con la muerte de Hans-Georg, su anterior agresividad se hubiera transformado en una fatiga abrumadora. Las palabras me salieron solas.
—Mi más sentido pésame.
Apoyó la cabeza en las manos y bajó la mirada fijándola en el libro. Pensé que iba a continuar leyendo. Entonces oí un sollozo.
Le puse la mano en el hombro.
—De verdad, lo siento mucho.
Steffi Zahn lloraba. La asiática, que pasó por delante de nosotros, sus dos admiradores, todos la miraban con sobresaltada curiosidad y pensaban: ¿qué le habrá hecho ese tipo? Pero no habían sido más que cuatro palabras. Yo no sabía qué hacer para que dejara de llorar. Mi mano en su hombro no la ayudaba.
De pronto Sebastian se arrodilló junto a ella y le rodeó los hombros con el brazo. Con un pañuelo le secó las lágrimas de la cara, como si fuera una niña que se hubiera caído; la levantó, la sostuvo y se la llevó lejos de nosotros, los mirones; lo hizo tan deprisa como pudo, pero bastó. Steffi se volvió, y con los ojos enrojecidos se encaró con todos los que, encantados con la función, esperaban una propina, que ofreció inmediatamente:
—¡Vosotros divertíos! Ya veréis.
Con esta amenaza se marchó, del brazo de Sebastian.
Atrás quedó un poco de agua salada en las páginas abiertas. Hasta entonces, nadie se había dado cuenta de quién era la que estaba allí sentada. Pero entonces todos supieron que, por mucho que Mara Markowski tuviese el título, Steffi era la auténtica viuda, la que oficiaba en el dolor grande y verdadero con una complacencia que me asombraba. ¿Tenía realmente un futuro con el catedrático o sólo se lo imaginaba? Tal vez Sebastian se conformaba con poder consolarla.
Me alegré cuando el taxi torció para entrar en la calle Hans Sachs.
La señora Weber estaba recostada mientras le lavaban la cabeza y, con los ojos cerrados, contaba algo con su sonsonete descorazonado. El agua corría en los lavabos, se oía en los altavoces el murmullo de la música, los secadores exhalaban su aire caliente sobre los cabellos recién cortados. Respiré hondo. El drama de la Weber sobre su perro, el pobre chucho con submordida de nacimiento… ¿qué número de episodio hacía? Aquel animal con pedigrí había empezado recientemente a llevar un aparato dental. Quedaba la cuestión de quién iba a abrirle la boca y limpiarle los dientes todos los días. Yo deseaba librarme de los detalles y decidí que, después del lavado, la señora Weber pasaría directamente a Bea para teñir con toda tranquilidad y luego volvería conmigo para cortar. La maniobra me concedía un ratito para lavarme, y a la señora Weber le daba tiempo suficiente para desahogarse y cobrar ánimo, tal vez incluso para hacerse el flequillo que yo me imaginaba que le quedaría tan bien.
—Stephan quiere que lo llames —dijo Kitty—, y Kerstin se ha puesto mala.
—Sí, más tarde.
Tenía mala conciencia. Pobre Stephan, en qué incertidumbre lo tenía. Debía decirle claramente: no puedo ser el progenitor de tus hijos. Se acabó.
Ya en el piso, dejé la llave sobre la mesa. Detrás, en la habitación, un pequeño estornudo y alguien sonándose la nariz.
—¡Soy yo! —exclamé, entrando en el baño. Cuando es preciso, tardo dos minutos en ducharme.
El correo estaba en la gran mesa del comedor; lo revisé y mientras lo hacía referí en voz alta:
—He hablado con Mara. Está completamente destrozada por todo lo que ha ocurrido. Cuando el asunto se haya olvidado un poco, quizá debieras hacer acto de presencia y pedirle disculpas.
Una postal de Jeremy, de sus vacaciones en Sudáfrica, una breve misiva de Archie, que se disculpaba por las tonterías que había hecho con Rosemarie y el virus informático. Ay, Archie, ¿en qué estabas pensando?
En la cocina puse agua a hervir.
—Pero con esa Anne Kaltwasser he fracasado. Pensé que podría engatusarla y averiguar algo sobre la gente de la facultad: nada que hacer. La verdad es que es un hueso duro de roer esa mujer. ¡Caramba, hay pasteles! ¿Quieres café también?
Me puse una camisa limpia.
—Pero ¡anda que las cosas que pasan en vuestra biblioteca! Y Steff Zahn se comporta como si fuese la viuda. ¿Crees que realmente tenía algo con el decano? Pero, entonces, ¿por qué quería hablar con Mara? Si quieres saber lo que opino, exagera. Y precisamente Sebastian la consuela. ¡Pero no dices nada!
La puerta de la habitación de invitados estaba sólo entornada. Miré dentro.
Allí estaba echada Kerstin con los ojos cerrados y un paño sobre la frente.
—¿A quién estabas hablado todo el rato?
—¿No te encuentras bien? ¿Dónde está Rosemarie?
—Ni idea.
—¿Necesitas algo? ¿Un té?
—Gracias. No te preocupes por mí. Ya se me pasará.
Había allí algo extraño. Miré a mi alrededor. ¿Es que Rosemarie había deshecho su equipaje y guardado todo? Abrí las puertas del armario, una tras otra.
Kerstin se incorporó con esfuerzo apoyándose en los brazos y preguntó:
—¿Ha ocurrido algo?
—Rosemarie se ha marchado.