18
El frío invierno dio paso a una radiante primavera. A todo el mundo le gustaba esta estación, y a Lidia siempre le había parecido muy bonita y romántica.
Nunca había tenido la oportunidad de contemplar el deshielo y la aparición de los capullos en flor. Ahora que lo podía observar día a día en plena naturaleza, se decía a sí misma que no había nada que se le pudiera comparar; si acaso, el nacimiento de un niño.
Todavía había que abrigarse para salir fuera de la casa. Lidia solía ponerse el abrigo de visón que le había regalado James, no solamente porque era la prenda que más le abrigaba, sino también porque le recordaba su galantería y generosidad durante los días que estuvieron en París. Cuando le escribió la carta, estuvo a punto de enviársela junto con el visón, pero le pareció demasiado cruel; conociéndole, James hubiera interpretado ese gesto como un golpe bajo, y tampoco estaba en su ánimo hacerle daño. Se había alejado de él por el bien de los dos, ya que su relación no tenía futuro, pero sobre todo, a causa de su hijo.
Sus paseos diarios se habían convertido no solamente en una clase de gimnasia, sino también en una clase de Ciencias Naturales.
Observaba con fascinación cada nueva planta que iba saliendo, cada E flor y cada minúsculo animalillo que acertaba a vislumbrar, contándole a continuación a Irving, con risa juvenil, los nuevos descubrimientos que hacía cada día.
— No hay nada mejor que vivir en el campo, querida Lidia, y tú lo estás descubriendo ahora.
— Es verdad; nunca hubiera imaginado que todo este prodigio que ofrece la naturaleza iba a dar tanta paz a mi espíritu. Después de estos meses aquí, no sé si me voy a acostumbrar de nuevo a vivir en la ciudad — comentó pensativa, calibrando también los problemas que le traería abandonar su seguro refugio.
— No tienes por qué hacerlo. Ya sabes que puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras — le ofreció Irving con sinceridad.
Lidia lo miró con cariño, conmovida por la generosidad de ese hombre.
Después del informe del detective, James había decidido "archivar el caso", como se acostumbraba a decir en términos policiales. Sabía que tarde o temprano Lidia daría un paso en falso y él la cogería. Hasta que llegara ese momento continuaría con el ritmo de vida que la efímera y extraña relación con Lidia había interrumpido. Una vida normal, como si nunca la hubiera conocido.
Esto era más fácil de decir que de hacer, pero recurriendo a su gran fuerza de voluntad, se propuso continuar con la actividad social a la que estaba acostumbrado y a viajar con la misma frecuencia de antes.
— Me alegro que aceptes la invitación de los Mayer, hijo. Sabes que somos amigos de siempre y que te aprecian mucho — le dijo un día su madre, muy contenta de que James hubiese vuelto al redil.
— No es de extrañar, teniendo dos hijas casaderas como tienen — contestó con cinismo.
— No seas grosero, James. Lisa y July son dos chicas encantadoras. Cualquier madre estaría contentísima de tenerlas como nueras.
— Puede ser, pero yo no quiero a ninguna de ellas como esposa — le espetó tajante.
— ¿Pero qué te pasa, James? Nunca te habías comportado así — comentó su madre, extrañada— . Estoy de acuerdo en que eres tú el que tiene que elegir, pero, por favor, intenta conocer más en profundidad a todas las chicas que te convienen — exclamó exasperada.
James esbozó una sonrisa desdeñosa.
— Yo soy el único que sabe lo que me conviene, mamá, así que, por favor, déjame a mí vivir mi vida — concluyó con genio. Segundos después se arrepintió de su arrebato, al contemplar la cara de aflicción que reflejaba el rostro de su madre.
— Perdona, mamá, no era mi intención hablarte en ese tono.
Y sin decir nada más, subió a su dormitorio con el fin de vestirse para la fiesta.
Nancy Vantor estaba perpleja por el cambio de humor que había sufrido su hijo últimamente. Se le veía ceñudo y malhumorado, apenas estaba en casa y todos sus amigos se quejaban de los desplantes que James les hacía no asistiendo a ninguna de sus reuniones. Nancy era una mujer astuta, cuyo máximo objetivo en la vida era ver a su hijo bien casado, es decir, unido a una mujer de la alta sociedad, bella y rica. Había muchas con esas características entre sus amistades. Por ese motivo se desesperaba cuando veía que su hijo no se fijaba en serio en ninguna. Era amable con todas, y con algunas de ellas había tenido aventuras. Desafortunadamente, esas esporádicas relaciones habían terminado enseguida sin que le dejaran la más mínima huella. Ahora estaba desconcertada. No sabía el motivo, pero intuía que a su hijo le estaba ocurriendo algo serio, algo relacionado con una mujer. Ignoraba quién sería ella. De lo único que estaba segura era de que no pertenecía a su círculo de amistades. De haber sido así, los rumores de su relación hubieran llegado a sus oídos rápidamente.
¡París!, exclamó tras reflexionar un rato. Ahora recordaba que James, poco antes e inmediatamente después de su viaje a Francia, había estado exultante. Se le veía alegre y dicharachero a todas horas, sonreía continuamente y a todos les hacía bromas. En cambio... después de su último viaje de negocios, no parecía el mismo; se había vuelto taciturno y esquivo, y muy raramente sonreía.
Tenía que averiguar lo que pasaba, y para ello no le quedaba más remedio que empezar a hacer preguntas.
El chófer acudió enseguida a la llamada de la señora.
— Oliver, siéntese y contésteme a algunas preguntas, por favor.
El hombre la miró dubitativo, vacilando durante unos segundos antes de tomar asiento en la silla que la señora Vantor le señalaba.
— Usted dirá, señora.
— Cuando viajó mi hijo a París hace unos meses, fue usted el que lo llevó al aeropuerto ¿verdad?
— Sí señora — contestó el chófer escuetamente para no pecar de indiscreto.
— Ya sé que es usted muy prudente, Oliver, pero le aseguro que lo que hablemos ahora mismo sólo quedará entre usted y yo, ¿comprendido?
— Sí, señora.
— Dígame entonces quién acompañó a mi hijo en ese viaje a París.
El chófer dudó durante unos segundos, pero al no habérsele advertido que debía guardar silencio, decidió contar la verdad.
— Le acompañaba la señorita Villena.
— ¿Villena? No conozco a ninguna... ¡Villena! claro, Lidia Villena, la periodista, ¿no? — preguntó mostrando una forzada sonrisa. La furia comenzaba a dominarla.
— Sí, creo que es periodista.
— En el último viaje de negocios que hizo mi hijo hace unos meses ¿también le acompañó dicha señorita?
— No señora, en esa ocasión, el señor Vantor emprendió el viaje solo.
Una expresión cavilosa se reflejó en el rostro de la señora Vantor.
— Bien, Oliver, muchísimas gracias por su ayuda — dijo desplegando una agradable sonrisa para congraciarse con él.
Debería haberlo imaginado, teniendo en cuenta las miradas ardientes que le dirigió su hijo a la periodista la noche que esa joven estuvo cenando en su casa. Después de esa velada, Nancy receló durante un tiempo de la actitud de su hijo. Nunca le había visto reaccionar así ante una mujer. Se despreocupó al no tener ningún motivo de alarma. James había sido tan discreto y su relación con Lidia había sido tan breve, a pesar de conocerse desde hacía tiempo, que prácticamente nadie supo nunca que, alguna que otra vez, había salido con ella.
James entró en la mansión y fue cordialmente saludado por los Mayer y sus hijos.
— ¡Qué alegría tenerte aquí, James! — exclamó la señora Mayer con aspaviento— . Me han dicho que has estado muy ocupado últimamente. Espero que a partir de ahora no vuelvas a abandonarnos.
James le dedicó una sonrisa cautivadora pero no contestó, tan solo la saludó cortésmente. Tenía que reconocer que todos estaban siendo muy amables con él, e incluso algunas de las allí presente ya se le habían insinuado con seductora sutilidad.
— Después de la fiesta, querido James, si quieres, podemos ir a mi casa a tomar una copa.
— Cuando salga de aquí, supongo que ya llevaré bastantes copas encima. Gracias de todas formas — le había cortado él sin miramientos.
Otro grupo al que se acercó estaban hablando de los problemas de la inmigración.
— ¡Qué horror!, se nos está llenando el país de negros y de hispanos. No entiendo cómo las autoridades no son más duros con ellos — exclamó una de las invitadas, a la que James calificó inmediatamente de histérica.
Involuntariamente y sin saber los motivos reales que le impulsaron a ello, James se enfureció con este comentario y contestó de forma sarcástica.
— ¿Sería mejor entonces que los mataran a todos o los arrojaran al mar?
— Yo no he dicho eso — contestó la señora, ofendida.
— Entonces debe preferir que los metan en campos de concentración, ¿no?
Mostrando una sonrisa burlona en sus labios, se alejó de allí, sintiendo asco por ciertas personas que, desgraciadamente, pertenecían a su círculo de amistades. ¿Era nueva su aversión por la superficialidad y la falta de comprensión?, ¿o siempre había estado latente en su corazón sin salir a la superficie hasta que conoció a Lidia? No entendía esos nuevos sentimientos, lo abrumaban y lo desconcertaban. Al parecer la bruja hispana había influido sobre él mucho más de lo que pensaba.
David, uno de sus compañeros de tripulación, se acercó a él y le contó los últimos chistes sobre los políticos. James rió de buena gana y consiguió alegrase un poco, aunque ni eso ni la amena charla que sostuvieron sobre deportes, consiguió borrar la amargura que le embargaba.
A la semana siguiente y en relación con un caso que él tenía que resolver, le presentaron a una bella mujer. Quedó con ella varios días para ultimar los preparativos del juicio, y James tuvo que reconocer que era bastante agradable. Siempre que conocía a alguna mujer que en principio le parecía interesante, no podía evitar compararlas con Lidia. En esa ocasión se propuso no hacerlo.
— Parece que todo va bien, ¿no James? — le preguntó ella un día, mostrando una seductora sonrisa.
— Sí, el caso está claro. No hay ninguna duda de que ganaremos.
— Eres un genio, querido. No sé si otro abogado se hubiera desenvuelto con tanta eficacia — le aduló ella.
— Cualquier abogado mínimamente bueno hubiera ganado este caso. Estaba muy claro que la razón la teníais vosotros — contestó serio.
— Muy bien; mañana conoceremos los resultados. Para celebrar nuestro éxito voy a organizar una pequeña fiesta en mi casa de campo, sólo para los íntimos. Tú serás el invitado de honor, por supuesto, así que no te puedes negar — le suplicó ella con voz melosa.
— Asistiré con mucho gusto — contestó él con una formalidad que a la joven le pareció demasiado seca.
El sábado amaneció espléndido. James no madrugó, pero llegó con tiempo para dar un paseo a caballo en la finca de los Shaborn.
Sandra le esperaba impaciente y le recibió con una radiante sonrisa.
— Te has retrasado, pero todavía tenemos tiempo de alcanzar a los demás.
James escogió uno de los caballos y lo montó con agilidad. Era un gran jinete. Había montado a caballo desde pequeño y siempre había tenido una gran afición a la hípica. Su porte, elegante y viril, se veía magnífico sobre el animal. Sandra lo miraba admirada, envidiando a la mujer que conquistara a ese hombre. Ella se había propuesto hacer todo lo posible por conseguirlo, pero todavía no había oído de él ni una palabra que la indujera a pensar que estaba interesado por ella. Según le habían comentado, no salía con cualquiera ni le gustaban los líos de faldas. Ella tenía mucho que ofrecer y, desde luego, por un hombre como él, estaba dispuesta a jugar todas sus bazas.
Por la tarde jugaron al tenis y merendaron todos juntos en el jardín. Por la noche, en el salón bellamente adornado de flores, fue servida una espléndida cena por uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Todos charlaban de asuntos que a James le habían parecido siempre normales. Después de conocer a Lidia y de ver a través de ella otros aspectos de la vida en los que él nunca había reparado, estas charlas le parecían bastante banales en general.
Afortunadamente, no todos eran iguales. En todas las reuniones, había gente interesante a la que merecía la pena escuchar.
Empezaba a atosigarle que Sandra no se separara de él en ningún momento. No sólo se mantenía constantemente a su lado, como si fueran íntimos, sino que además aprovechaba cualquier oportunidad para darle la mano o tomarle del brazo.
Después de una espléndida cena y varias copas, James se retiró a su habitación, arrastrando el desencanto que se había apoderado de él desde hacía unos meses. No llevaba allí ni un cuarto de hora, cuando le sorprendieron unos suaves golpecitos en la puerta. No estaba muy seguro con lo que se iba a encontrar, pero no le extrañó descubrir en el umbral a Sandra Shaborn vestida únicamente con un camisón y una bata transparentes. Tenía que reconocer que era una mujer muy atractiva, una tentación para cualquier hombre.
— ¿No vas a invitarme a pasar? — le preguntó mientras le extendía lánguidamente la mano.
— Por supuesto que sí — contestó James tomándosela.
Sandra entró con pasos majestuosos y se sentó con ademán preparado en un sillón, preocupándose sobre todo en que su camisón se abriera seductoramente por un lado, dejando una de sus bonitas piernas al descubierto.
James comprendió perfectamente la maniobra y le siguió el juego, proponiéndose no desaprovechar esa oportunidad.
Sonriendo de una forma más bien diabólica, James se acercó a ella con la copa que Sandra le había pedido y se sentó a su lado. Se sentía frío al lado de esa mujer, pero tenía la esperanza de poder disfrutar de esa relación que tan fácilmente le había surgido y olvidar, ¡de una vez por todas!, a la maldita bruja hispana.
Con manos expertas, Sandra comenzó el juego de seducción.
Era una mujer cálida y cariñosa, un regalo precioso. James intentó colaborar e incluso se autoconvenció de que era una mujer muy deseable la que tenía entre sus brazos, correspondiendo a sus besos y a sus caricias. Ella se le ofrecía sin condiciones, abrazándolo con una pasión que comenzaba a desbordarla.
A pesar de su buen propósito, su intento fue inútil. En ningún momento consiguió que su corazón palpitara o que la sangre le hirviera en las venas, como le sucedía cada vez que se acercaba a cierta...
— ¡Maldición! — gritó asustando a Sandra y poniéndose en pie de un salto. "¿Es que ni en sus momentos más íntimos le iba a dejar en paz esa traidora?”
— ¿Qué te sucede, James? — preguntó Sandra, alarmada.
James se llevó la mano a la frente, aturdido y exasperado.
— Nada, no es culpa tuya, Sandra; quiero que sepas que te considero una mujer muy guapa...
Ella levantó una ceja, ofendida.
— Pero no me deseas ¿no es cierto? — terminó, mirándole con rencor.
James guardó silencio, observándola con ojos apesadumbrados.
— ¿Quién es ella, James? Lo menos que merezco, después de haberme puesto en ridículo, es conocer el nombre de mi rival.
James se volvió malhumorado. Él no había buscado esa situación, pero había creído que podría controlarla. No había sido así y todo por culpa de Lidia, de esa mujer falsa y... ¡la estrangularía en ese mismo momento si pudiera!
Un poco más tranquilo se aproximó a Sandra y habló quedamente.
— Sería muy largo de contar, y ahora no estoy de humor para relatos; lo siento — concluyó con determinación, sin ningún ánimo de prolongar ese desafortunado encuentro.
Sandra levantó la barbilla con indignación, y echando mano de la poca dignidad que le quedaba en esos momentos, salió de la habitación sin decir nada más.
A la mañana siguiente, James entró en el comedor con el único propósito de tomar un café y regresar a Boston lo antes posible. Su intención era despedirse antes de Sandra, aunque no le hubiera sorprendido que ella no quisiera verle.
Estaba a punto de preguntarle al mayordomo por ella, cuando hizo su aparición en el comedor y le saludó cordialmente. No hablaron nada delante de los demás, pero cuando terminaron, Sandra invitó a James a dar un paseo por los jardines.
— Me vuelvo ahora a la ciudad, Sandra. No quería hacerlo sin antes despedirme de ti — dijo sintiéndose un poco cortado.
— No tienes por qué irte, James. Tú no tienes culpa de nada y yo sé muy bien cuándo he perdido — le animó ella— . Estas cosas sientan mal, no lo voy a negar. Por otro lado, también se aprende con los desengaños.
James se sentía avergonzado.
— Es cierto, pero tú no te merecías mi comportamiento de anoche. Te pido disculpas humildemente.
— Y yo las acepto, James. ¿Amigos? — le preguntó alargándole la mano.
— Por supuesto, Sandra — contestó él apretándosela con afecto.
Sandra permaneció pensativa mientras el coche de James se perdía en la lejanía, preguntándose quién sería la afortunada que había conquistado el corazón de ese hombre. Fuera quien fuera, lo tenía muy agarrado, aunque ahora no estuvieran en buena armonía, según había deducido ella por la actitud de James.
Hombres... — pensó encogiéndose de hombros— , ¿quién los comprendía? Siempre queriendo parecer duros. En cambio cuando se enamoraban, sucumbían sin remedio, no permitiendo que ningún extraño a su amor se introdujera en su comprometido corazón.