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Lidia bajó del avión y, emocionada, pisó el suelo de Boston. Después de recoger sus maletas se dirigió hacia la salida y escudriñó entre la gente hasta dar con la persona que ella buscaba. El padre López la saludó con afecto y le preguntó por sus padres.

— Están muy bien, gracias. Me han dado muchos recuerdos para usted.

— Te gustará Boston, Lidia; es una ciudad muy bonita y con mucha historia.

— Estoy segura de que me encantará — contestó convencida.

Lidia Villena estaba tan contenta de haber conseguido trabajo que el sitio era lo de menos. Hubiera sido ideal trabajar en Miami, su lugar de nacimiento y donde residían su familia y todos sus amigos, pero ella pensaba que había que coger de la vida lo que ésta ofrecía, y ese puesto de trabajo en Boston era como un regalo caído del cielo.

Desde que terminó la carrera de periodismo hacía dos años, no había conseguido un trabajo estable; tan sólo había escrito artículos para algunos periódicos como periodista independiente.

Ahora, gracias al padre López, cubano, como su padre, podría trabajar en una emisora de la ciudad de Boston.

L Pablo López era amigo de la infancia de José Villena, el padre de Lidia. Hacía muchos años que habían salido de Cuba y se habían instalado en Miami. José Villena todavía vivía allí, pero el padre López, después de un tiempo en Florida, fue destinado a una parroquia de Boston. Su amistad se fue fortaleciendo conforme pasaba el tiempo, no permitiendo que pasara un sólo año sin que se vieran por lo menos una vez.

Quería mucho a Lidia porque era la única hija de su mejor amigo, y su satisfacción fue enorme cuando pudo ofrecerle un trabajo en una importante emisora.

Después de meter las maletas en el destartalado coche que pertenecía a la parroquia, ambos se encaminaron hacia el apartamento que había alquilado el sacerdote para Lidia. Ella no disponía de mucho dinero, por lo que no podía aspirar a grandes lujos, sin embargo, administrándose bien sí estaba en disposición de pagar un modesto pisito.

La calle donde estaba ubicado el apartamento era agradable, cerca de la parroquia que dirigía el padre López y muy bien comunicada con el centro.

— Muchas gracias por todo, padre: por haberme conseguido un trabajo y por este bonito apartamento. Estoy segura de que aquí en Boston seré muy feliz, sobre todo porque cuento con su amistad — expresó con voz llena de emoción.

— Ha sido un placer poder ayudar a la hija de mi mejor amigo.

Además, hablando desde un punto de vista egoísta, estando tú aquí, estoy seguro de que tu padre vendrá con más frecuencia — comentó sonriendo.

— Espero que sí.

Lidia echó un vistazo al apartamento. Constaba de un saloncito, un dormitorio, una pequeña cocina y un cuarto de baño.

— Es un sitio muy acogedor; voy a estar muy a gusto aquí.

— Eso espero, hija. Ahora tengo que irme, y no olvides que mañana debes presentarte en esta dirección con esta carta mía.

Entregándosela, continuó:

— Espero que te guste el trabajo. Si me necesitas, ya sabes dónde encontrarme.

Extendiéndole la mano, añadió:

— Que Dios te bendiga.

Al día siguiente, temprano, Lidia cogió el autobús que la dejaría en la dirección indicada. Se encontraba nerviosa por ser éste su primer trabajo "en serio". Si bien el padre López le había hablado muy bien del señor Clark, el director de la emisora, Lidia tenía miedo de no saber estar a la altura del trabajo. Siempre había sido buena estudiante y estaba bien preparada, pero enfrentarse por primera vez a los micrófonos de una emisora, la asustaba.

El señor Clark la recibió con simpatía. Tenía buenas referencias de ella a través del padre López, y su expediente académico era inmejorable; no obstante, lo que más le impresionó fue la deslumbrante belleza de la chica. La joven era alta, con un bonito pelo castaño y unos ojos marrones claros que hipnotizaban.

Le presentó al equipo de la emisora y le explicó en qué consistiría su trabajo.

— Como no tienes experiencia en la radio, primero tendrás que someterte a unas pruebas para que te acostumbres a hablar delante de un micrófono. Un compañero te ayudará y te corregirá. Cuando él considere que estás lista para salir en antena, empezarás con informativos. Primero buscarás noticias interesantes, estarás en contacto con nuestros colaboradores y corresponsales, y ayudarás a preparar los programas. No te preocupes si, al principio, te parece todo esto un poco abrumador — la animó sonriendo— : a todos nos ha pasado la primera vez. Transcurrido un tiempo te acostumbrarás y lo harás tan bien como los demás.

— Me esforzaré todo lo que pueda para que mi trabajo salga bien, y estoy segura de que con mi ahínco y su paciencia conseguiremos entre todos algo positivo — afirmó mostrando una gran seguridad en sí misma, lo cual agradó al director.

Las pruebas empezaron, y a medida que fueron pasando los días, Lidia fue cogiendo cada vez mayor confianza en el medio y menos miedo a los micrófonos. No solamente practicaba en la emisora, sino que también sacaba tiempo para ensayar ella sola en casa.

Sus compañeros la veían trabajar con tesón, por lo que poco a poco le fueron encargando pequeños trabajos de periodismo: asistir a alguna rueda de prensa, preparar entrevistas o presentarse en algún lugar para captar noticias. Lidia estaba encantada con todo lo que hacía; notaba que aprendía mucho cada día y comprobaba satisfecha que el director estaba contento con ella.

Los domingos iba a misa a la parroquia del padre López. Allí charlaba un ratito con él. Le gustaba mantenerle informado de sus progresos, pues sabía que él se alegraba con sus éxitos. Tratándole en su misma parroquia, se empezó a dar cuenta de la gran labor social que realizaba el sacerdote con las personas más necesitadas.

Después de la misa, siempre había gente esperándole para pedirle algo: dinero, ropas, alimentos, trabajo..., y él siempre les daba lo que podía.

— Es usted muy bondadoso, padre. A todos los que le necesitan los atiende con la misma amabilidad y paciencia — le comentó Lidia realmente admirada— . Su labor en esta parroquia me parece encomiable.

— Hacemos lo que podemos; la pena es no tener más medios para poder ayudar a mucha más gente.

— Aparte de la Iglesia y del donativo de los fieles, ¿reciben alguna otra ayuda?

— El Municipio nos da algo para los talleres, e incluso hace dos años nos cedió un local bastante amplio para instalar unas aulas y un pequeño despacho para la asistente social, que, desinteresadamente, nos ayuda en sus horas libres.

— ¿Para qué utilizan las aulas? — preguntó Lidia muy interesada.

— Una para la catequesis de los niños y otra para personas adultas analfabetas que quieran aprender a leer. Desgraciadamente, entre los hispanos y la población de color de estos barrios, todavía hay gente que no sabe leer. También destinamos una habitación para los hispanos que quieren perfeccionar el inglés: si hablan bien este idioma, tienen más posibilidades de encontrar trabajo.

— Es maravilloso todo lo que hacen, y lo que más me admira es que la gente colabore desinteresadamente.

— Es cierto, tenemos gente buenísima que hace un gran esfuerzo para sacar a todas estas personas adelante. Aparte de su trabajo, dedican parte de su tiempo libre a ayudar a los demás.

— ¿Y qué labor realiza la asistente social?

— Todos los que colaboramos con esta parroquia estamos convencidos de que lo más importante que una persona puede tener para prosperar en la vida es una buena educación.

Desafortunadamente, la mayoría de la gente que acude a nosotros no ha tenido oportunidad de recibir formación de ningún tipo.

Nosotros nos hemos propuesto proporcionársela para que puedan trabajar convenientemente y se relacionen con los demás con dignidad; para ello decidimos dar todos los años unas becas de estudio, tanto para niños como para adultos con el fin de que, una vez terminado el bachillerato, puedan continuar sus estudios. La asistente social estudia la situación económica y familiar de estas personas y nos entrega un informe, en el cual nos basamos para conceder el dinero de las becas.

— Estoy realmente fascinada por todo lo que me está contando.

Yo, que estaba tan contenta con mi trabajo, ahora me doy cuenta de que hago muy poco en comparación con todas esas personas tan caritativas — se lamentó un poco avergonzada de sí misma.

— No debes decir eso, hija — le respondió bondadosamente el padre— . Tú eres una buena chica y realizas tu trabajo con honradez y dedicación. Eso es suficiente para Nuestro Señor, así que vete tranquila y sigue trabajando como hasta ahora.

— Gracias por todo, padre — contestó Lidia antes de despedirse.

— Vete con Dios, hija.

Los días pasaban y Lidia seguía reafirmándose cada vez más en su trabajo. Había estado tres meses con las pruebas y con las diferentes tareas que le mandaban realizar. Todo ello lo había hecho con gusto y con grandes deseos de aprender. Ahora, según opinaba su instructor, ya le había perdido el miedo al micrófono y estaba lista para trabajar en los informativos.

Los primeros días que se vio sola ante el micrófono y la noticia, lo pasó fatal. Afortunadamente, estaba empezando a acostumbrarse y cada vez le gustaba más su trabajo. Sus compañeros la ayudaban en todo lo que podían y ella lo agradecía ofreciéndose para hacerles algún favor que otro.

Después de pensarlo mucho y de estudiar muy detenidamente el tiempo libre del que disponía, decidió ayudar al padre López en su labor social.

— ¿Estás segura de que quieres colaborar, hija? No tienes ninguna obligación hacia mí, si es por eso por lo que lo haces — le explicó el sacerdote, comprensivo.

— Efectivamente, le estoy muy agradecida por todo lo que ha hecho por mí, pero aparte de querer ayudarle porque se lo merece, creo que, como cristiana, estoy en la obligación de intentar hacer algo por los demás. Usted, sin ser ese su objetivo, me ha abierto los ojos, y yo ahora deseo de todo corazón colaborar en su admirable labor. Lo que no sé es de qué forma puedo serle útil — confesó con humildad.

— Bien, si eso es lo que quieres, te doy la bienvenida a nuestro pequeño equipo de trabajo — respondió sonriendo— . ¿Te gustaría dedicarte a alguna tarea en concreto?

— Haré lo que usted me pida.

— ¿Sabes coser y algo de labores domésticas?

— Sí. Mi abuela, que es una extraordinaria modista, me enseñó a coser, y respecto a las labores domésticas, debo decir que las conozco muy bien porque siempre he tenido que ayudar en casa.

Bien, entonces serás la profesora ideal para las nuevas clases que queremos crear. Como sabes, hoy en día es difícil encontrar un puesto de trabajo; en cambio, sí hay demanda en el servicio doméstico. El problema que tienen las personas que acuden aquí es que no están preparadas para llevar bien una casa y por ese motivo sus solicitudes son rechazadas — le explicó el sacerdote— . Lo que nos hemos propuesto en la parroquia es constituir unas clases de cocina, costura, administración de una casa y reglas para un comportamiento educado. Nuestras parroquianas son mujeres honradas, pero nadie les ha enseñado urbanidad. Nuestra labor será formarlas con una especie de cultura general, aunque doméstica, ¿comprendes?

Lidia movió la cabeza asintiendo.

— Perfectamente. Deme unos días para hacerme un programa sobre lo que sería más importante para ellas y en seguida empezaremos las clases — concluyó con entusiasmo.

El sacerdote sonrió con satisfacción, muy orgulloso de la decisión adoptada por Lidia.

— Muchas gracias en nombre de todos.

Lidia disfrutaba mucho con todas estas actividades, no importándole disponer de poco tiempo para sí misma. Con su trabajo y la parroquia se encontraba plenamente satisfecha. Se sentía útil a los demás y esto la complacía enormemente.

En la emisora preparaba concienzudamente el informativo que presentaba. Se esmeraba mucho en estudiar y en exponer las noticias lo mejor posible. Esto agradaba al director, y para su asombro, empezaron a comprobar que la forma sencilla y comprensible de explicar todo lo que sucedía en el mundo, y sobre todo en la región, gustaba mucho a la audiencia. Lidia lo hacía inconscientemente; no pretendía ser la mejor; lo que deseaba era que todos los oyentes entendieran, por medio de un lenguaje claro, todas y cada una de las palabras que ella transmitía a través del micrófono.

Su voz se hizo popular, por lo que el señor Clark empezó a darle pequeños espacios en diferentes programas.

— Lidia, quiero felicitarte por el éxito que tienes entre los oyentes — le dijo su jefe, complacido— . Desde hace unos días le estoy dando vueltas a un proyecto y quisiera saber si puedo contar contigo.

Intrigada, Lidia preguntó:

— ¿De qué se trata?

— Me gustaría hacer un programa en el que tú, después de leer alguna noticia de actualidad, hables sobre ella y entrevistes a alguna persona o personas relacionadas con esa noticia. No serás una simple entrevistadora: opinarás a la vez que haces la entrevista y comentarás con ellos la noticia. Quiero un programa serio, es decir, que tendrás que estudiar y documentarte sobre el suceso en sí en poco tiempo, porque si dejamos pasar muchos días ya no sería noticia. Sé que puedes hacerlo, por eso te lo pido, pero lo que quiero saber es si tú estarías dispuesta a enfrentarte a este reto.

Lidia se echó a reír.

— Señor Clark, presentada así la propuesta, me veo obligada, a poco amor propio que tenga, a aceptar el desafío.

— Magnífico, Lidia, no esperaba menos de ti. Se ve que los cubanos, al igual que los irlandeses, son también espíritus fuertes — bromeó el director.

— Sí que lo somos. Le prometo que haré todo lo posible para conseguir un buen programa.

En la parroquia, Lidia empezó las clases de servicio doméstico con mucha ilusión. Fueron bastantes las chicas que se apuntaron a su grupo. Sabían limpiar y conocían la cocina de sus países de origen, pero no sabían cómo llevar una casa norteamericana.

Empezó por lo que ella consideró lo más elemental: organizar y cocinar las comidas según les gustaba a los norteamericanos, utilizar los electrodomésticos, normas de conducta para tratar a la familia para la que trabajarían, reglas para utilizar el teléfono correctamente y coger los mensajes, etc.

Si bien en estas clases Lidia contó con muchas alumnas, aún tuvo más en las de costura, pues a ellas se unieron no solamente las chicas que pensaban trabajar en el servicio doméstico sino también amas de casa que querían aprender a coser su propia ropa y la de sus hijos. Tanta fue la demanda, que tuvo que hablar con el padre López para solicitarle más espacio para sus clases.

— Es maravilloso que podamos ayudar a tanta gente, pero, desgraciadamente, no tenemos más sitio disponible — contestó él, apesadumbrado.

— Usted me dijo en una ocasión que el Municipio les ayudaba en su labor social. ¿No podríamos pedirle un poco más de dinero? — preguntó Lidia, esperanzada.

— Nos ayuda cuanto puede, al menos eso es lo que dicen. Yo voy con frecuencia al Ayuntamiento para intentar conseguir más dinero para los necesitados, y aunque me tratan con mucha amabilidad, siempre me contestan lo mismo: que el presupuesto no les da para concedernos más.

Lidia no estaba dispuesta a darse por vencida.

— Pero habrá gente particular y entidades privadas que colaboren con la parroquia, ¿no?

— Siempre hay gente buena que nos presta ayuda, lo que pasa es que nuestras necesidades son tantas, que ni así tenemos suficiente.

— Bien, entonces debemos movilizarnos — sugirió Lidia con determinación— . Boston es una gran ciudad, y esta zona es muy rica.

Sin duda habrá muchas familias de fortuna. Es cuestión de tocarles la fibra sensible y convencerles para que colaboren con nosotros.

Yo no conozco a mucha gente aquí, pero mis compañeros de la emisora podrán proporcionarme una lista con la gente más adinerada de la ciudad.

— La fe mueve montañas, hija, y veo que tú pones tal entusiasmo en lo que haces y confías tanto en la buena disposición de los demás, que estoy seguro de que conseguirás lo que te propongas — aseguró el sacerdote. Cuando empiezo una labor la termino, padre, y esto para mí es muy importante — admitió Lidia.

Tal como ella había previsto, en Boston vivían muchas familias ricas. Antes de empezar a visitar a toda esa gente, preparó un programa para concienciar a los oyentes acerca de la obligación de todos de ayudar al prójimo, sobre todo a los más necesitados.

Llevó al padre López a la emisora y le hizo una entrevista. Él habló de su labor sacerdotal y de las actividades extraparroquiales que realizaban él y un grupo de personas que le ayudaban. El sacerdote explicó todo detalladamente y apeló a la bondad de la gente para que colaboraran en las labores sociales que pudieran, ya fuera ayudando personalmente o con dinero.

La respuesta no se hizo esperar. Los donativos empezaron a llegar a la parroquia al día siguiente de realizarse el programa de radio. Con lo que recaudaron pudieron comprar material de trabajo para las clases y guardar algo de dinero para el fondo de las becas.

Todos estaban muy contentos con la reacción de la gente, y Lidia se reafirmó más en su idea de que había muchas personas que, aun deseando colaborar, dejaban pasar el tiempo pasivamente, haciéndose necesario, de vez en cuando, recordarles las carencias elementales de otras personas y lo importante que era la ayuda de todos para remediar en lo posible esas necesidades.

— Nuestro siguiente paso, padre, será visitar, uno por uno, a cada jefe de esas familias para pedirles directamente su donativo. Mi idea es que se comprometan con una cantidad anual, así tendremos una idea aproximada del dinero con el que podremos contar — explicó Lidia mostrando ilusión ante la nueva perspectiva que se les mostraba.

— Es una idea excelente. De todos modos, me temo que los grandes señores de esta ciudad estén demasiado ocupados como para recibir a un simple sacerdote. Yo ya intenté comunicarme con algunos. Lo único que conseguí fueron palabras amables de las secretarias y algún que otro donativo para que dejara de molestarlos — dijo compungido.

— Entonces seré yo la que se encargue de convencerlos. Les cogeré por sorpresa y no podrán negarse. Soy muy persuasiva cuando me lo propongo... — respondió divertida.

— Espero que así sea, hija; no me gustaría que te molestaras en vano.

Decidida, al día siguiente Lidia llamó al primero de la lista. La secretaria quería saber el motivo por el que pedía una cita para entrevistarse con su jefe y esto la cogió por sorpresa. No supo improvisar una mentira y ese fue su error. La secretaria, en cuanto oyó las palabras "parroquia" y "caridad", se negó a concertarle una entrevista. Lidia colgó el teléfono enfadada consigo misma por no haber sido más lista. Aprendió pronto, pues a la segunda llamada ya tenía preparada la respuesta: "asunto personal". Ante esto, las secretarias se desconcertaban. Por una parte no querían molestar a sus jefes con citas incómodas, pero tampoco deseaban enemistarse con sus amantes o amiguitas. Poniendo su voz más suave y convincente, Lidia casi siempre lograba lo que quería.

Poco consciente de su físico y de su atrayente personalidad, Lidia estaba realmente perpleja del éxito de su operación. Bien es cierto que tuvo que quitarse algunos moscones de encima como pudo, pero, en general, los caballeros iban respondiendo muy bien.

Unos le daban un cheque y otros se abonaban a una cuota anual.

Cuando se lo contó al padre López, éste no podía creerlo.

— Es un milagro, Lidia. En poco tiempo estás consiguiendo un dinero que sin tu ayuda hubiera sido imposible obtener. Muchas gracias, hija; Dios te lo pagará — agregó emocionado.

— No tiene que agradecerme nada. Es mi deber y me siento muy satisfecha de colaborar con todos ustedes — dijo sonriendo con dulzura.

El siguiente apellido que Lidia tenía en la lista era la familia Vantor, una de las más importantes no sólo de Boston sino de todo el país. Las industrias Vantor formaban uno de los grupos empresariales más sólidos y consolidados de los Estados Unidos.

Los Vantor se sentían orgullosos de ser bostonianos genuinos, es decir, descendientes de los primeros europeos anglosajones que se establecieron en esas tierras. Estas familias, que disfrutaban de los enormes privilegios que dan el dinero y el poder, formaban un auténtico grupo de élite. Estos privilegiados se consideraban superiores al resto de los habitantes de Boston, a los cuales calificaban de "inmigrantes nuevos", sin raíces ni tradición en la región.

A Lidia, al igual que le había pasado con otras familias, no le intimidó en absoluto la riqueza y posición de los Vantor. Para ella, todos los seres humanos eran iguales; el mismo respeto y consideración merecían los ricos que los pobres.

Habló varias veces con la secretaria del señor Vantor. En ese caso parecía que las palabras mágicas: "asunto personal", no eran efectivas. La secretaria insistía y quería saber todo sobre Lidia antes de darle una cita con su jefe. Esa empleada parecía un hueso duro de roer, y a Lidia no le quedó más remedio que enfadarse y amenazarla con molestar a su jefe en su propia casa si seguía negándose a recibirla. La secretaria, ya un poco preocupada por la insistencia de Lidia, se lo comentó a su jefe.

— Señor Vantor, hay una chica que llama por teléfono insistentemente pidiendo una cita con su padre. No me quiere decir de qué se trata, y le aseguro que no le habría molestado si ella no hubiera sugerido presentarse en su hogar para hablar con él si yo continuaba negándome a concederle una cita — le informó la secretaria, preocupada.

— ¿Le ha dicho que mi padre está de viaje?

— Las primeras veces que llamó rechacé su petición con excusas, y ahora no se cree lo del viaje. Dice que quiere hablar con él por un asunto personal. La verdad es que su insistencia me desconcierta y no sé qué hacer — dijo casi en un susurro.

— Si llega a llamar otra vez, quede con ella y la recibiré yo — ordenó escuetamente.