10

Lidia no le contó a nadie lo que había sucedido entre James y ella. Él llamó al día siguiente y varios días más, pero Lidia, con gran capacidad de persuasión, logró eludirlo.

Una tarde, al salir de la emisora, James la estaba esperando con gesto adusto.

— ¿Qué sucede, Lidia? ¿Por qué me esquivas? — preguntó directamente.

— Bueno... — dijo vacilante— , he estado unos días confusa por lo qué pasó el sábado. Tenía que meditar en soledad, James, y para eso he necesitado tiempo.

Él la cogió del brazo con suavidad.

— Ven, vayamos a cenar a un sitio tranquilo y allí charlaremos.

Ambos se dirigieron en el coche de James a las afueras de la ciudad, a un pequeño restaurante muy acogedor.

Después de pedir la cena, James le cogió la mano y la miró a los ojos con dulzura.

— Te he echado de menos, Lidia. Pensé que, después de la noche tan maravillosa que pasamos juntos, no volveríamos a estar separados tantos días. Tengo que reconocer que se me han hecho L muy largos. Espero que ahora compenses mis malos ratos sin ti — susurró tiernamente dirigiéndole una mirada insinuante.

Lidia estaba apesadumbrada. Intentaba disimularlo, pero no podía evitar que la melancolía se reflejara en sus ojos.

— He pensado mucho en lo que me sugeriste, James — dijo pausadamente— , y he decidido que, por el bien de los dos, no puedo acceder a lo que me pediste — zanjó sin rodeos.

James palideció y se apoyó en el respaldo de la silla, inexpresivo.

— ¿Por qué no puedes aceptar mi proposición? — preguntó con impaciencia.

Lidia estaba azorada, nerviosa, sabiendo muy bien lo que su respuesta significaría para James.

— Porque yo no tengo madera de amante.

El joven se quedó estupefacto. Se puso tenso de inmediato y la miró exasperado.

— ¿Por qué denigras nuestra situación a una simple relación de amantes?

— No tan simple, James. A lo largo de la Historia han existido importantes parejas de amantes cuyas relaciones duraban años e incluso toda una vida — le explicó ella.

— ¡No me importan otras parejas! — gruñó él— ; sólo me interesas tú y tus decisiones. Yo no te consideraría mi amante, sino mi novia, mi pareja. Estoy convencido de que seríamos muy felices.

— Sí... momentáneamente. Lo siento, pero yo no asumo riesgos de esa clase por unos días de placer — aclaró muy seria.

James la miró desconcertado.

— No te comprendo, Lidia. Si no fuera porque he conocido tu ardor y tu ternura, pensaría que estaba hablando con un témpano de hielo — contestó compungido.

— Me considero una mujer normal, con mis sueños e ilusiones, pero con la cabeza sobre los hombros. Sé lo que me pides y entiendo que des ese paso. Cualquier mujer, o por lo menos muchas de ellas, se sentirían orgullosas de ser solicitadas por ti. Yo, por el contrario, — repitió mirándole fijamente— , no estoy en disposición de aceptar tu proposición. No deseo llevar la vida que tú me propones — afirmó con claridad.

Dolido por su rechazo, James esbozó una cínica sonrisa.

— ¿Prefieres vivir modestamente, rodeada siempre de pobres?

¿Es esa tu meta en la vida? ¿O es que el viejo Longley te ayuda en tu humilde economía?

Lidia se enderezó en su silla y le miró echando fuego por los ojos.

— Eres un grosero y tienes la mente más retorcida que he conocido. No daría ni un paso contigo y menos compartiría la misma casa.

Sin previo aviso, cogió el bolso y se levantó bruscamente.

James dejó el dinero aceleradamente encima de la mesa y la cogió en la puerta.

— ¡Suéltame! ¡No quiero volver a verte! — le gritó.

Sin soltarle el brazo, el joven Vantor replicó con ira:

— ¡Has venido conmigo y conmigo te irás!

Sin darle opción a rebelarse, la arrastró hasta el coche y la ayudó a sentarse.

Ninguno de los dos habló durante el trayecto. Lidia mantenía la vista al frente, concentrada en su rencor contra ese odioso arrogante, y James conducía abstraído, todavía incrédulo por la reacción de esa orgullosa hispana.

Nunca en su vida se había sentido tan perturbado. Había salido con varias mujeres, sin embargo, ésta era la primera vez que le pedía a una que fuera su pareja, que compartieran una casa y vivieran intensamente la pasión que los consumía.

Incomprensiblemente, esa testaruda hispana lo había rechazado, cuando lo que él esperaba era que ella diera saltos de alegría ante tal proposición. ¿Quién se había creído que era?

Su orgullo herido rechazaba cualquier intento de comprensión hacia lo que ella pensaba. No le perdonaría esa humillación mientras Lidia no se disculpase y accediera a sus deseos.

Lidia hervía de rabia. Desde un principio supo cómo era James Vantor y no se había equivocado. Lo ocurrido entre ellos había traído como consecuencia el convencimiento erróneo de James de considerarla ya como una propiedad suya. Ella no había buscado ese momento ni lo había alentado. Simplemente ocurrió, ayudándola a conocerse un poco más a sí misma. No se arrepentía de haber estado con James, al contrario, con él había sentido la emoción más intensa y sublime que jamás había experimentado antes, pero no pensaba volver a repetirlo; no merecía la pena entregarse a una persona con la que luego no se podía compartir nada más.

Para Lidia, el acto del amor era el colofón de una serie de sentimientos compartidos: amor, entrega, respeto y lealtad. Mientras que ella no vivenciara estos nobles y elevados sentimientos con un hombre, no se entregaría totalmente a nadie.

James detuvo el coche ante el edificio de apartamentos donde vivía Lidia y se volvió hacia ella con gesto grave.

— Ahora estamos nerviosos y no es el mejor momento para dialogar. Te daré un día para que pienses en lo que te he propuesto.

Te llamaré mañana por la noche — señaló con voz tranquila.

— No te molestes en llamar. Te he respondido antes claramente y no cambiaré de opinión — replicó con firmeza.

— Esperaré tu llamada, entonces — insistió con altivez.

Lidia no le contestó, sabiendo muy bien que ahí terminaba toda relación entre ellos.

Los días pasaban y Lidia no recobraba el ánimo por completo.

No hubiera sabido explicar por qué se sentía así, pero tenía la sensación de que las circunstancias, o quizá ella misma, habían impedido que viviera la dulzura y profundidad del amor verdadero.

Lo había conocido fugazmente, aunque con el hombre equivocado.

Si James Vantor, en vez de ser quien era, hubiera sido un muchacho corriente, amigo o compañero suyo, haría mucho tiempo que serían novios e incluso quizás estuvieran preparando la boda.

¡Qué distinto hubiera sido todo!

Por suerte o por desgracia, las cosas no solían suceder como uno siempre había soñado. La vida era inestable e imprevisible y así había que aceptarla.

Las clases en la parroquia la alegraban mucho. Durante las horas que pasaba con sus alumnas y colaboradoras se sentía revivir y volvía a contactar con la realidad. Los problemas de esa gente hacían que sus preocupaciones parecieran insignificantes, y sin embargo era envidiable la valentía con la que se enfrentaban a ellos.

Lidia no había olvidado a los Asder, de hecho siguió insistiendo con sus llamadas y sus inesperadas visitas a su residencia.

En una ocasión consiguió hablar con uno de los nietos. Le explicó que intentaba hacer una serie de programas sobre las familias más antiguas de Boston. Su idea era entrevistar a los mayores de dichas familias para que recordaran y hablaran del Boston de su época. El nieto puso la delicada salud de su abuela como excusa para negarse. Lidia no le creyó, pues sabía por Irving que Rose era una mujer que gozaba de buena salud y era muy activa.

En otra ocasión en la que se propuso esperarla en la puerta de su casa, tuvo la mala suerte de que no saliera sola con el chófer, sino acompañada de uno de sus nietos. Cuando Lidia, al abrirse la gran verja, hizo intención de acercarse al coche, el chófer, sin duda siguiendo órdenes, no hizo caso de sus llamadas y salió aceleradamente de la mansión.

Desafortunadamente para los Abock, estos desaires la enfurecían tanto que, en vez de desanimarla, la estimulaban para seguir adelante con su investigación. Lidia no quería cavilar a lo tonto, pero las continuas negativas de los Abock a que ella viera a la señora Asder la llevaban a pensar que se encontraba en el buen camino.

En la biblioteca terminó de revisar el año de su nacimiento y el siguiente, sin ningún éxito: no consiguió localizar ninguna otra noticia relacionada con los Asder. Se encontraba en un callejón sin salida, hasta que se le ocurrió pensar en la posibilidad de que su cruz hubiera sido hecha por algún joyero de Boston. Era una posibilidad entre mil, pero si, efectivamente, el autor de ese bello colgante era de Boston y aún vivía, podría ayudar a arrojar algo de luz sobre ese misterio.

Aunque los días de labor disponía de poco tiempo, su empecinamiento en encontrar una conexión entre la cruz que ella llevaba y la de los Asder la llevó a emplear el tiempo del que disponía para comer en visitar cada día una joyería. Teniendo en cuenta el valor que tenía la cruz, se inclinó a pensar que lo más acertado sería empezar a preguntar en las mejores joyerías de Boston.

Los primeros días no tuvo suerte; los joyeros visitados no conocían la cruz y no sabían quién la habría hecho. Con paciencia y tenacidad siguió buscando, pero ninguno de los joyeros más prestigiosos de la ciudad pudieron ayudarla.

Decidió confeccionarse otra lista; esta vez con el nombre y la dirección de joyerías más modestas. En las tres primeras en las que entró, la respuesta fue la misma que en las anteriores. Su entusiasmo decayó, sintiéndose también desanimada y cansada. Si bien estuvo a punto de abandonar la investigación, decidió realizar un último esfuerzo hasta agotar la lista.

El sábado por la mañana, cansada de recorrer las calles, encontró un modesto establecimiento, con un pequeño escaparate en el que figuraban muy pocas joyas pero muy bonitas. El rótulo de la puerta decía: "Samuel Hank, Joyero— Artesano".

Lidia entró sin muchas esperanzas de averiguar lo que quería.

En el interior todo aparecía tan sobrio como se esperaba, aunque el local era un poco más amplio por dentro de lo que parecía por fuera. El mostrador estaba frente a la puerta y detrás de él, sentado en una pequeña mesa, se encontraba un señor mayor trabajando con el buril en una joya. Enseguida dejó lo que estaba haciendo a un lado y se levantó para atender a la clienta.

— Perdone que le moleste — se disculpó Lidia— , pero quisiera hacerle una pregunta.

El anciano la miró con curiosidad.

— Usted dirá, señorita.

— ¿Recuerda usted haber hecho esta cruz? — le preguntó Lidia quitándosela del cuello y mostrándosela El joyero la cogió entre sus expertos dedos, la miró con detenimiento, se puso a continuación la lupa de relojero en el ojo y la volvió a observar minuciosamente.

Después de un rato en el que ninguno de los dos habló, el anciano posó la cruz suavemente sobre el mostrador y miró a Lidia con curiosidad.

— ¿Es suya esta cruz?

— Sí, la tengo desde que nací. ¿La conoce? — volvió a preguntar, nerviosa.

— Sí, señorita — contestó mostrando una ancha sonrisa— , la recuerdo perfectamente porque hice dos iguales. La única diferencia entre ellas era la inicial de la parte de atrás. En ésta hay una "R" y en la otra había una... perdone — se disculpó— , pero tengo tantos años que se me va la memoria.

— ¿Puede ser la "J" la letra que usted grabó en la otra cruz? — preguntó con ansiedad.

— La "J", sí, ahora lo recuerdo. Las hice para las dos hijas de los Asder — añadió él.

Lidia tembló al confirmar, por la declaración del anciano, su relación con la familia Asder.

— ¿Está usted seguro de que ésta es una de las cruces que hizo?

— Completamente. Yo siempre pongo mi firma en todos mis trabajos — le indicó él.

Al ver la duda reflejada en el rostro de Lidia, continuó:

— Sí, siempre la pongo, aunque a simple vista no se ve. En las cruces la grabé en la parte de atrás. Si usted se pone la lupa, podrá verlo con facilidad.

Lidia así lo hizo y comprobó con toda nitidez una minúscula marca un poco más abajo de la letra.

— Además, recuerdo — siguió contándole el joyero— que, después de haberlas terminado, las tuve guardadas casi un año, porque los Asder estaban de viaje por Europa. Un día vino a recogerlas una señora hispana que debía ser empleada de la familia y me pagó con un cheque. Es todo lo que puedo informarle sobre esta cruz, señorita.

Lidia ya no dudaba. Después de la explicación del joyero estuvo segura de que ella descendía de esa familia. No sabía todavía quién había sido su madre, pero tarde o temprano lo averiguaría.

— ¿Podría decirme el año en el que las hizo y la fecha exacta de cuando vinieron a recogerlas?

— Ahora mismo no podría decírselo; tendría que mirar en los archivos a ver si todavía conservo esos datos. Si puede usted volver dentro de unos días, le daré la respuesta — respondió el anciano amablemente.

Lidia le agradeció enormemente su ayuda y salió muy satisfecha del establecimiento.

Ahora sí que no descansaría hasta hablar con Rose Asder.

Lidia no quería descubrir ese secreto a nadie, pero sí deseaba con todo su corazón que Rose Asder le diera una explicación. No iba a exigirle nada, sólo sentía curiosidad acerca de los motivos que habían tenido los Asder para entregarla a otras personas.

Ahora que sabía de qué familia procedía, comprendió la actitud de los nietos de Rose Asder. Seguramente, ellos también habrían averiguado lo mismo que ella e incluso más y, teniendo en cuenta la fortuna de la familia, no querían repartirla con nadie más.

Se consideraban los únicos nietos y herederos, y no estaban dispuestos a permitir que una extraña viniera reclamando lo que siempre les había pertenecido solamente a ellos.

Lidia se sentía extraña sabiendo que tenía dos familias en el mundo: una biológica y otra adoptiva. Esta última era su familia verdadera, pero se sentía satisfecha de haber encontrado sus raíces.

Si Rose Asder consentía en hablar con ella y contarle todo, se lo agradecería. Si, por el contrario, decidía dejar el pasado donde estaba, lo comprendería.

A finales de noviembre, Lidia notó alarmada que la regla se le estaba retrasando demasiado. Dejó pasar unos días más antes de decidirse a hacer algo. Transcurrido ese tiempo, tampoco sucedió lo que esperaba. Impaciente por cerciorarse de lo que estaba casi segura, fue a una farmacia y se hizo la prueba del embarazo. No se sorprendió cuando el test dio positivo. A pesar de que James y ella habían estado juntos sólo una noche, según acababa de comprobar, había sido suficiente para quedarse embarazada.

Su aturdimiento durante unos días fue tan evidente que Mary le preguntó varias veces si se encontraba bien. Lidia no quería mentirle, pero tampoco se encontraba con ánimo para hablar de lo que le sucedía. El día que tenía que ir a la parroquia para las clases, se presentó allí mucho más temprano para hablar con el padre López.

— Dices que quieres hablar conmigo de algo importante.

¿Prefieres hacerlo en confesión? — preguntó el sacerdote con gesto preocupado.

— No, padre; quiero hablar con usted como amigo.

— Bien, habla con confianza.

Lidia suspiró en profundidad, lamentando tener que preocupar al sacerdote.

— Padre... estoy embarazada — confesó vacilante.

La perplejidad del clérigo fue manifiesta. Lidia pasó por alto su gesto preocupado y continuó hablando.

— Como católica me avergüenzo de tener un hijo fuera del matrimonio, pero como persona y como mujer estoy contenta de que este ser haya sido concebido en un momento de amor — confesó con un matiz alegre en su tono de voz— . Sé que usted lo comprendería mejor si yo tuviera novio, pero no es así. El hijo que empieza a formarse dentro de mí es el fruto de una noche de amor.

He de decir en mi defensa — siguió explicando Lidia— , que yo no lo busqué e incluso me negué en un principio. Fue sólo movida por el amor que siento por James Vantor, por lo que me entregué a él — concluyó con sinceridad.

— ¡James Vantor? Creí que no te caía bien — preguntó él desconcertado.

— Y es cierto. Fue esa noche cuando me di cuenta de que, aun siendo el hombre que menos me conviene del mundo y cuyas ideas son completamente opuestas a las mías, me había enamorado de él.

El sacerdote la miraba compungido.

— Siento darle este disgusto, pero usted es la persona en la que más confío.

— Y has hecho bien en contármelo — la tranquilizó él— . ¿Sabe el joven Vantor todo esto?

— ¡No, ni pienso decírselo! — contestó con decisión.

— ¡Que no piensas contarle lo de su hijo? — preguntó alarmado— .

Pero si tú le quieres y él te quiere, lo natural es que os caséis y criéis juntos a este niño.

— Yo le quiero, padre, pero él sólo me desea. Son sentimientos completamente diferentes. Es muy triste decirlo, pero es así — agregó afligida.

El sacerdote suspiró apenado. Era necesario que esa joven entrara en razón.

Querida Lidia, yo te considero una mujer inteligente y sensata. Piensa que por muy opuestos que seáis James Vantor y tú, él es el padre de tu hijo y tiene derecho a saberlo.

Lidia negó con la cabeza.

— Yo no le concedo ese derecho — contestó con terquedad— . Su unión conmigo fue para él sólo una aventura más. A partir de ese momento prácticamente no nos hemos vuelto a ver, de modo que, lo que me pase a mí no tiene nada que ver con él.

El padre López movió la cabeza con gesto grave.

— Insisto, hija, en que él debe saberlo — le aconsejó con dulzura.

— Lo siento, padre, pero no estoy de acuerdo. Si se lo dijera — prosiguió ella— , podría reaccionar de dos formas: o no le daba importancia al asunto y se olvidaba de mí y del niño, o por el contrario, podría empeñarse en quitármelo. Debido a su dinero y a su influencia, no me cabe duda de que lograría arrebatarme a mi hijo con bastante facilidad, de modo que comprenderá que no puedo arriesgarme.

La inquietud se reflejaba en el rostro del sacerdote.

— Me preocupa tu actitud, hija. En una ciudad como Boston, teniendo él tanto poder como dices que tiene, se enterará tarde o temprano, y entonces quizás no te perdone — le advirtió el padre López suavemente, tratando de convencerla.

— No se enterará, se lo aseguro — reiteró con obstinación.

— No quiero insistir más, Lidia, pero debes reflexionar más despacio sobre todo esto y seguir el camino correcto, que será el que te dicte tu conciencia. Ponte en las manos de Dios y Él te ayudará.

Yo también rezaré por ti — concluyó afligido.

— Muchas gracias, padre, y piense que todo lo que hago es por el bien de mi hijo — le tranquilizó ella.

— Eso espero, hija. Que Dios te bendiga.