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En la emisora, el trabajo era cada vez mayor porque Lidia se empeñaba en hacerlo todo perfecto. Su programa había tenido más éxito del que habían previsto. Ahora, el director quería que se incorporaran novedades y se aumentara el tiempo de duración. Esto había dado lugar a que Lidia se sintiera cada vez más responsable de que todo saliera bien, no importándole el tiempo que ello la llevara.
— Después de trabajar tanto aquí, ¿cómo te quedan fuerzas para dar clases en la parroquia? — le preguntó admirada Mary, una compañera.
— Pues la verdad es que me entretiene. La gente me recibe con tanto cariño y son tantas las ganas que tienen de aprender, que el tiempo que estoy con ellos pasa volando. Es maravilloso darles clase, Mary. Aunque parezca mentira, de toda esa buena gente, recibo más de lo que doy — añadió pensativa.
— Valoro mucho lo que haces, Lidia: es una labor admirable.
Todos nos escudamos en excusas tontas para no ayudar a los demás. En realidad, lo único que escondemos es nuestro propio egoísmo. Estamos tan cómodos y satisfechos en nuestras casas, con todas las necesidades cubiertas, que no queremos ni siquiera E pensar en la gente que sufre por una u otra razón. Este mundo es un asco..., pero es en el que vivimos y en el que tenemos que luchar para sobrevivir — reflexionó Mary con desaliento.
— No seas pesimista, Mary. En el mundo hay gente mala, eso es cierto, pero yo estoy convencida de que hay mucha más gente buena que sufre por los necesitados, aunque no puedan hacer mucho por remediarlo.
Mary era muy amiga de Lidia. Mujer independiente y liberal, escondía un gran corazón bajo la coraza de frivolidad de la que se rodeaba. Divorciada dos veces, guardaba en la memoria muy malos recuerdos de sus maridos. Su mala suerte la había empujado a convertirse en una persona desconfiada y más bien crítica con todos. Lidia le había gustado desde el primer momento y le había cogido un gran afecto. A pesar de ser completamente diferentes tanto en la edad (Mary tenía 40 años), como en la forma de pensar, ambas se entendían a la perfección. A Mary le encantaba su sencillez. También consideraba a Lidia demasiado inocente para el mundo de lobos en el que se desenvolvían.
Lidia la apreciaba tal como era; no obstante, algunas veces la acusaba de exagerar mucho las cosas.
— Mary, no me explico cómo podemos ser amigas teniendo en cuenta los diferentes puntos de vista que tenemos sobre cualquier asunto — dijo Lidia riendo.
— Quizás ahí esté el "quid" de nuestra amistad; si estuviéramos de acuerdo en todo, sería demasiado aburrido ¿no crees?
— Eres incorregible — contestó Lidia de buen humor mientras movía la cabeza de un lado a otro.
Las visitas a los potentados se convirtieron para Lidia en un trabajo más. No se consideraba muy buena psicóloga, pero a través de sus conversaciones con los grandes magnates estaba empezando a entender un poco más la naturaleza humana. Mirándolos de lejos, estos grandes negociantes siempre le habían parecido personas inaccesibles e incluso crueles. La realidad no era así, al menos en la mayoría de los casos. Cierto que algunos encajaban a la perfección en los patrones que la gente corriente tenía de ellos, pero muchos de los que Lidia había visitado eran personas sensibles al sufrimiento humano, y de hecho destinaban grandes sumas de dinero a colaborar con asociaciones que se dedicaban a ayudar a los más débiles del mundo. Ese descubrimiento la animaba a seguir con su labor.
El siguiente de su lista la recibió con simpatía y exquisita educación. El señor Irving Michael Longley era un hombre maduro, de unos cincuenta y tantos años, alto, pelo canoso y con un gran atractivo personal. Dejó hablar a Lidia, mostrándose interesado en todo lo que ella le explicaba, y le prometió colaborar con una condición.
Un tanto extrañada, Lidia le rogó que se explicara.
— Señorita Villena, como usted sabe, yo soy un hombre de negocios. Nada es fácil en la vida y si me ha ido bien es porque he trabajado mucho y no he derrochado mi dinero — le explicó él con franqueza— . Como ya le he dicho, suelo colaborar con varias instituciones en las que confío, aunque también es cierto que compruebo personalmente adónde va cada dólar que entrego — le advirtió sin rodeos— . Con esto quiero decir que antes de darle ningún cheque, me mostrará dónde trabajan usted y sus colaboradores y qué hacen. Si lo que usted me enseñe, me convence, no dude de que mi aportación anual será generosa. Si, por el contrario, no me gusta lo que veo, tenga por seguro que me negaré a entregarles dinero.
Lidia sonrió satisfecha. Lo que ese hombre pedía era muy justo.
— Ha sido usted muy claro y se lo agradezco, señor Longley. Me hubiera gustado que todos los colaboradores que han tenido la bondad de ayudarnos pudieran ver lo que hacemos, porque eso demostraría un mayor interés hacia las personas que se benefician de su generosidad, al tiempo que comprobaría dónde se invierte su dinero. Cuando quiera le acompañaré a la parroquia — se ofreció Lidia con una sonrisa que al señor Longley le pareció cautivadora.
— Ahora debo ir a comer. La invito a que me acompañe y a que continuemos nuestra conversación en el restaurante.
Aun sorprendiéndole la petición, Lidia aceptó la invitación.
Por nada del mundo deseaba mostrarse desagradecida.
Para su sorpresa, el señor Longley la llevó a uno de los mejores restaurantes de la ciudad.
— Muchos amigos míos prefieren tomar esas horribles comidas rápidas para no perder tiempo. Yo hago todo lo contrario. Pienso que, después de trabajar muchas horas, lo menos que merece el cuerpo para reponerse es una buena comida — le explicó sonriendo.
— Estoy de acuerdo con usted.
— Aparte de intentar comer decentemente, creo que es también muy importante, por lo menos para mí, hacerlo en buena compañía y con tranquilidad. Comer solo no es agradable — masculló en un tono un poco triste.
James Vantor la vio enseguida, nada más entrar en el restaurante. Al principio dudó de que fuera ella, pero aquellos maravillosos ojos, que no había podido olvidar, sólo podían pertenecer a una persona: a la señorita Lidia Villena. Ensimismado durante un momento, James reparó a continuación en su acompañante y comprobó que era Irving Longley. No acertaba a comprender qué hacían juntos, a no ser que la señorita Villena se dedicara, con el fin de sacar dinero para su causa, a embaucar a los ricos de la ciudad. No le extrañaba nada. De una mujer tan altiva y hermosa se podía esperar lo peor.
Al pasar a la altura de ellos, saludó a Irving Longley, y con fría formalidad dio las buenas tardes a Lidia. Ella, sorprendida al encontrarse allí con el orgulloso señor Vantor, tan sólo contestó a su saludo con una ligera inclinación de cabeza.
Cualquier mujer hubiera catalogado a James Vantor como un hombre sumamente atractivo. Alto, moreno y con unos ojos verdes fascinantes. Iba impecablemente vestido, como corresponde a un hombre que se mueve en las esferas más altas de la sociedad. El traje de chaqueta y la gabardina que llevaba le sentaban a la perfección, tuvo que reconocer Lidia, pero ni siquiera ese detalle influyó en absoluto para que cambiara de opinión respecto a él. La arrogancia y la seguridad que demostraba en sí mismo la exasperaban, por lo que no le concedió ni una mirada.
James Vantor se sentó con otros dos caballeros que le estaban esperando. A pesar de que intentaba poner atención a lo que decían, sus ojos se dirigían una y otra vez hacia la mesa en la que se hallaba Lidia. Le fastidiaba no poder dominarse, sobre todo teniendo en cuenta la frialdad con la que ella le había saludado.
Desafortunadamente, y sin que él pudiera hacer nada por evitarlo, esa mujer atraía su mirada sin remedio. Después de su desastroso primer encuentro, James Vantor pensó que en un año, es decir, hasta que ella volviera a recoger el cheque de la parroquia, no tendrían ocasión de coincidir. Era lo mejor, pues si bien creía que la señorita Villena era muy guapa, ella no era de su clase. Era muy improbable que llegaran a coincidir. Los Vantor eran anglosajones, blancos y ricos, la flor y nata de la sociedad de Boston. Sólo se trataban con sus iguales y se casaban con mujeres de su misma sociedad. Lidia Villena era una hispana; muy bella, pero hispana, pobre y sin apellido familiar importante. James Vantor III nunca podría relacionarse con esa mujer como una igual. El mundo en el que se movía tenía unas reglas que no se podían quebrantar, y eso lo sabían todos los de su clase desde pequeños. El que se atrevía a olvidarse de sus responsabilidades para con su familia y sus amigos, quedaba automáticamente desterrado de ese círculo.
— James, parece que miras mucho hacia la mesa de Irving Longley. ¿Acaso conoces a la preciosidad que está con él? Si es así preséntanosla inmediatamente — comentó divertido uno de los amigos que le acompañaban en la mesa.
— La conocí hace unos días. Vino a mi despacho a pedirme ayuda para una parroquia.
— ¡Cómo dices? — preguntó el otro amigo perplejo.
— Sí, ya sé que parece mentira que una mujer tan guapa se dedique a las obras de caridad, pero así es. Seguro que ahora le está pidiendo dinero a Longley — especuló pensativo.
— Esperemos, entonces, que esa bonita "hermanita de la caridad" se digne a visitarme a mí. Será un verdadero placer recibirla... — añadió su amigo en tono jocoso.
James no contestó. No sabía por qué, pero no le apetecía seguir con esa conversación.
Lidia y el padre López estaban encantados con el señor Longley. No solamente había visitado la parroquia y el lugar donde ellos impartían las clases, sino que también se había interesado, de forma individual, por los problemas que acuciaban a la gente que acudía a ellos. Irving Longley era un hombre muy bondadoso y sensible al sufrimiento de las personas. Quizás nunca había podido demostrar estos sentimientos, pero ahora que se le daba la oportunidad, respondía entregando mucho de sí mismo, no solamente dinero. Fue iniciativa suya hacer de vez en cuando alguna excursión con niños que nunca habían tenido oportunidad de salir de sus barrios, e incluso propuso crear un fondo para comprar tebeos y cuentos para que los niños se acostumbraran a leer. Él decía, y Lidia también lo sabía, que la mayoría de la gente aficionada a la lectura se había iniciado con los cuentos, y de ahí había pasado a los libros. Consideraba importantísimo que los niños leyeran lo más posible. La primera remesa de libros infantiles la compró él mismo.
Luego, se creó un fondo para este apartado.
Lidia disfrutaba mucho con las clases, sobre todo cuando enseñaba costura. Desde pequeña había visto a su abuela coserles a todos ellos la ropa con una perfección que admiraba. De hecho, cuando sus abuelos emigraron con sus hijos de Cuba a Miami, hasta que su abuelo encontró trabajo, la abuela, cosiendo para los demás, consiguió mantener a la familia. Cuando su abuelo encontró un empleo, ella siguió cosiendo para ayudar en los gastos de la casa. En cuanto las cosas empezaron a ir mejor, la abuela ya sólo cosió para la familia. Lidia la recordaba haciendo siempre algo para ella o para sus otros nietos. A Lidia le gustaban las labores, y poco a poco fue aprendiendo todo lo que su abuela le enseñaba. Siempre se alegró de haber aprendido un oficio tan práctico, sobre todo ahora que se encontraba sola en Boston y que no contaba con la ayuda de su familia. Consideraba justo transmitir sus conocimientos a personas que los necesitaban tanto.
Estaba muy satisfecha de su pequeño "taller", y conforme pasaban los días veía con alegría que los resultados de sus esfuerzos cada vez eran mejores.
Estaba ya avanzada la primavera y los días empezaban a ser más cálidos y soleados. Lidia aprovechaba el tiempo libre que tenía para dar paseos y sentarse tranquilamente en el parque con un libro.
Un domingo la llamó el padre López y la invitó a navegar con un amigo en su pequeño bote de vela. A Lidia le pareció una idea maravillosa y aceptó encantada. Las pocas oportunidades de navegar que había tenido en su vida las había disfrutado mucho y siempre había deseado volver a vivir esa experiencia.
— Alegran la vista todos estos barcos amarrados unos junto a otros meciéndose al ritmo de las pequeñas olas — exclamó Lidia con entusiasmo.
A los que somos aficionados al mar, todo lo relacionado con él nos parece bonito — comentó el señor García, dueño del pequeño barco— . Para mí el mar es vital; cuando el tiempo es bueno, siempre aprovecho para navegar. No hay nada que me entusiasme tanto como encontrarme flotando en el agua sintiendo la brisa marina sobre mi rostro.
— Yo no sé qué tal se me dará esto de la navegación — confesó el padre López con modestia— . Sólo he subido una vez a un barco de vela y me gustó mucho, pero de eso hace ya mucho tiempo.
Espero no marearme...
— No creo; el mar está hoy tranquilo — afirmó su amigo para tranquilizarle.
Lidia ayudó a los hombres a aparejar el barco y a izar la vela.
Ella no estaba familiarizada con los términos marineros y con lo que había que hacer en el barco, pero estaba tan encantada de poder colaborar, que seguía al pie de la letra las indicaciones del patrón.
Cuando todo estuvo preparado, el barco, como por arte de magia, empezó a alejarse de los demás lentamente, sin ruido, mientras la brisa hinchaba la vela, haciendo que la embarcación escorase ligeramente.
Lidia estaba exultante mientras el ligero movimiento del barco los balanceaba suavemente, riendo alborozada cada vez que alguna ola le salpicaba en la cara. Se sentía libre y feliz en medio de tanta agua. Todo era silencio. Tan sólo se escuchaba el leve chapoteo de las olas chocando contra el casco.
— Aquí se está de maravilla, ¡qué paz...! — exclamó Lidia perdiendo su mirada en el horizonte.
A petición de Lidia, el señor García empezó a enseñarle unas lecciones básicas para poder navegar. Le ofreció, incluso, llevar el timón. Lidia aceptó encantada.
A su alrededor, se veían todo tipo de embarcaciones. De motor, de vela e incluso pequeños botes de pescadores. Ella iba muy atenta al timón y a lo que hacía, pero no por eso dejaba de admirar los enormes barcos de vela que pasaban a su lado.
No lejos de ellos navegaba orgulloso un fantástico velero de dos mástiles. James Vantor III, propietario del barco, bromeaba con sus amigos, disfrutando del maravilloso día de sol. La bahía se veía llena de veleros, lo que demostraba la afición que había en Boston a la vela, sobre todo en cuanto empezaba el buen tiempo.
El barco de los Vantor tenía tripulación, pero a James, gran aficionado al mar, le gustaba ayudar en todas las maniobras. De hecho, nada más poner el pie en el barco, empezaba a trabajar como cualquier otro marinero.
A media mañana, después de comer, todos se sentaron tranquilamente a popa para tomar el sol. Uno de sus amigos cogió los prismáticos para admirar el bello espectáculo de la bahía llena de barcos. De pronto sus ojos se detuvieron en un pequeño bote de vela ocupado por tres personas.
— Si mi vista no me traiciona, la chica que está en aquel barquito es la bella señorita que estaba el otro día con Irving Longley, la que tú nos contaste que era como una especie de hermanita de la caridad — comentó el joven dirigiéndose a James Vantor.
James le quitó los prismáticos y los dirigió hacia donde su amigo le indicaba. Efectivamente, era ella: Lidia Villena, la mujer que tanto le había impresionado y que le había robado ya más de un pensamiento. Todos miraron a través de los prismáticos, y los varones estuvieron de acuerdo en que era una preciosidad. Sin mostrarse tan efusivas como ellos, las mujeres también lo reconocieron.
James, vayamos a saludarla. Teniendo en cuenta el bote en el que están navegando, seguro que queda impresionada y cae rendida a tus pies — comentaron los amigos entre risas.
— Me da la impresión de que es más fría que un témpano de hielo. De todas formas divirtámonos un rato observando la cara que pone al vernos. Desde luego si las mujeres son como yo creo — les dijo bajando la voz para que no le oyeran las féminas— la señorita Villena quedará fascinada por nuestros "encantos" — terminó James con cinismo.
Lidia reía una ocurrencia del padre López cuando reparó en el gran barco que se acercaba. Se quedó fascinada mirándolo. No sabía de qué clase de embarcación se trataba, pero desde luego era majestuosa.
— Es una goleta — señaló el señor García— . Se utiliza sobre todo para cruceros de larga distancia. La vamos a ver muy bien porque parece que va a pasar a nuestro lado.
Extrañados, observaron cómo la enorme embarcación perdía velocidad y se detenía, al pairo, al lado del pequeño bote. Varias personas se asomaron por la borda.
— ¡Buenos días, señorita Villena! Hermoso día para disfrutar de la navegación, ¿no le parece? — preguntó James realmente interesado en hablar con ella.
No recibió contestación. Tan sólo el padre López los saludó cortésmente.
— Veo que lleva el timón — continuó él— ¿acaso sabe navegar? Si lo desea, yo puedo darle unas cuantas lecciones — se ofreció, esperanzado de que ella aceptara.
— Invítala a subir a bordo, James. Seguro que le encantará ver cómo es un verdadero barco — sugirió uno de los amigos entre las risas de todos, refiriéndose claramente a la insignificancia del barquito en el que iba ella.
— ¡Vamos, señorita, suba con nosotros! — gritaron todos— . Nos vamos a divertir mucho, y además puede conseguir dinero para su causa — continuó otro con mordaz ironía.
Lidia no les dedicó ni siquiera una mirada.
— Por favor, señor García, ¿le importaría virar para alejarnos de aquí? — le pidió Lidia disgustada.
— Parece que la hermosa hispana no quiere cuentas contigo, James — comentó uno de sus amigos con malicia— . ¿Es que le negaste dinero para su asociación o como se llame?
Todos se echaron a reír.
— Tranquilo, muchacho — siguió otro con la broma, poniéndole el brazo en el hombro— . No siempre se gana...
James se quedó pensativo mirando al mar con una sonrisa forzada para no delatar su estado de ánimo. Aunque sus amigos estaban de broma, la indiferencia de Lidia Villena había herido su orgullo más allá de lo que nunca hubiera imaginado. Sabía que tenía mucho carácter, pero tendría que aprender que a un Vantor no se le ofendía de esa manera. "Ya ajustaremos cuentas, señorita Villena.
Esto lo tendrás que pagar".
— ¿Son amigos tuyos, Lidia? — preguntó el padre López.
— Afortunadamente, no. Al único que conozco es a James Vantor, el que habló el primero.
— ¿El que entregó para la parroquia ese cheque tan fabuloso?
Me lo hubieses presentado, mujer; le habría dado las gracias personalmente — dijo él con bondad.
— Siento decirle que no me caen bien, padre; ni él ni sus amigos.
— Pero mujer, no tomes a mal su actitud. Son jóvenes y les gusta bromear con las chicas guapas como tú — intentó apaciguarla el sacerdote.
Lidia aparentó olvidar lo sucedido. No estaba dispuesta a que esos idiotas le aguaran el día. Con su mejor sonrisa, cambió de conversación y se metió de lleno en lo que le explicaba el señor García.
Cuando volvían a puerto, mientras contemplaban maravillados la puesta de sol, Lidia suspiró con satisfacción.
— ¡Qué día más delicioso! Pocas veces he disfrutado tan plenamente como hoy. Les doy las gracias a los dos — dijo mirándoles con afecto.
— Todos lo hemos pasado muy bien. El día que quiera navegar no tiene nada más que decírmelo y yo la llevaré en mi barco con mucho gusto — se ofreció el señor García.