11

El programa de radio iba muy bien de audiencia. Lidia transmitía naturalidad y entusiasmo, lo cual contagiaba a todo el equipo e incluso a los invitados. Nunca parecía estar cansada. Antes de cada entrevista o tertulia se preparaba muy bien los temas que se iban a tratar más tarde.

También procuraba estar informada de todo lo que sucedía en el país, destacando y comentando las noticias más sobresalientes.

Su director estaba muy contento con ella; eso no evitaba que a veces tuvieran criterios opuestos sobre las novedades que se podían introducir en el programa. A pesar de estas pequeñas discusiones ambos se respetaban y se habían llegado a tomar un cierto afecto.

Lidia sabía lo que le debía al señor Clark, y por ese motivo trataba de disgustarle lo menos posible. No le había hablado ni a él ni anadie, excepto al padre López, acerca de su estado. Quería ser cautelosa para no levantar sospechas. Por nada del mundo quería que James Vantor se enterara.

Cuando su embarazo la obligara a marcharse, debía dejar el programa cubierto. Había pensado en Mary para sustituirla, y esa misma tarde le sugirió al señor Clark la idea de introducir a su amiga poco a poco en el programa. A él no le pareció mal; consideraba a E Mary una buena periodista, capaz de llevar cualquier tipo de trabajo en la emisora.

— Lo dejo a tu elección, Lidia. El programa es tuyo y has demostrado saber muy bien cómo mejorarlo.

Mary saltó de alegría cuando Lidia se lo dijo.

— ¡Es maravilloso, Lidia!, ¡muchas gracias!; prometo no defraudarte.

— Sabes que hace tiempo que venía dándole vueltas a esto.

Ahora debo hacerlo sin demora e incluso, pasados unos meses, tendrás que encargarte tú sola del programa.

A Mary se le dilataron los ojos por la sorpresa.

— Lo hiciste muy bien — prosiguió Lidia— cuando me sustituiste en vacaciones. Aunque mi próxima ausencia durará más que unas vacaciones, confío tanto en ti que estoy segura de que los oyentes van a estar encantados contigo.

— Muchas gracias, pero ¿quieres dejarte de misterios y contarme lo que ocurre? — preguntó Mary con curiosidad.

— Antes de hablar quiero que me prometas que no le comentarás a nadie lo que voy a decirte — le pidió muy seria.

— Jamás comento nada de lo que me cuenta una amiga en confidencia. Soy de fiar, Lidia — la tranquilizó ella.

Lidia le habló de su situación actual y de sus proyectos futuros.

No quiso extenderse mucho para no preocuparla más de lo necesario, pero tuvo que aclararle algunas cuestiones que Mary no comprendía.

— Desde mi punto de vista, considero que esto ha sido un accidente, ¿no, Lidia? — preguntó esperando una afirmación por respuesta.

— Digamos que ha sido algo inesperado — contestó Lidia con prudencia.

— ¿Entonces por qué no abortas?

Lidia palideció de horror.

— Sólo de oír esa palabra, me pongo enferma. Yo defiendo la vida y procuro ayudar a los necesitados; sería incapaz de matar a mi propio hijo.

— Sabes que eso está a la orden del día. Date cuenta de que sólo eliminas unas células, — le aclaró Mary— , y tú te ves libre del problema en un momento.

Lidia negó con la cabeza.

— Esas células que tú dices tienen vida desde el mismo momento de la concepción. De célula pasa a embrión y termina siendo un niño; para mí es lo mismo. La vida que ya bulle dentro de mí es la vida de mi hijo, y yo, en vez de destruirla, lo que quiero es que nazca y que viva ayudado por mí — explicó Lidia con vehemencia— . Quiero a mi hijo, Mary, y a pesar de los inconvenientes materiales que ha supuesto para mí su aparición, lo deseo y lo espero con gran ilusión.

— No te comprendo, Lidia, de verdad. No puedo creer que tires todo por la borda a causa de un embarazo inesperado y no deseado — dijo su amiga, enfadada por su testarudez— . ¿Y se puede saber qué piensas hacer?

— No quiero que James Vantor se entere de la existencia de este niño. Cuando llegue el momento, desapareceré.

Mary levantó las manos expresando impotencia.

— No pareces de este mundo, Lidia. Así y todo quiero que cuentes con mi apoyo y mi ayuda para todo lo que necesites — le ofreció Mary con sinceridad.

— Gracias, Mary; lo tendré en cuenta — contestó sonriéndole con afecto.

Los días pasaban y Lidia seguía haciendo su vida normal.

Alguna que otra vez coincidió con James Vantor en algún acto social, pero ninguno de los dos hizo ademán de acercarse o de hablarse. Lidia le huía y James estaba tan dolido por su rechazo, que no pensaba volver a ser él el que diera el primer paso.

Tenaz en sus decisiones, Lidia siguió insistiendo con los Asder.

Un día en el que se dirigía a su casa desde la emisora, vio salir de un restaurante a Rose Asder acompañada de su hija y su yerno.

Con precipitación, cruzó la calle para llegar hasta ellos antes de que se introdujeran en el coche. La llamó a lo lejos: "¡Señora Asder!" y ella miró hacia atrás, al igual que su hija y su marido. Rose Asder quiso detenerse, pero Thomas Abock, al reconocer a Lidia, no se lo permitió. Apresuradamente, la ayudó a meterse en el coche y ordenó al chófer salir de allí a toda velocidad.

— ¿Se puede saber qué ocurre, Thomas? ¿Quién era esa chica? — preguntó extrañada la señora Asder.

— Nadie, una periodista muy pesada a la caza de cotilleos.

— ¿Cotilleos? — preguntó su mujer.

— Sí; hace crónicas sociales y quiere enterarse de la vida y milagros de todo el mundo. Lo mejor con esta gente es evitarlos — aseveró él dando por zanjado el tema.

Parada en la acera, Lidia vio alejarse a la limusina. Quizás esa había sido su única oportunidad de conocer a Rose Asder y la había perdido. Si no hubiera gritado, los habría cogido por sorpresa... No, era evidente que los Abock estaban alerta y no bajaban la guardia. Le estaba resultando mucho más difícil poder contactar con esa familia de lo que ella había pensado en un principio, Después de ese incidente, los Abock se alarmaron.

— Ha llegado el momento de darle un escarmiento a esa hispana — dijo Thomas Abock con voz dura.

Tal como esperaban, Lidia volvió a llamar, y Sean, con cautivadora simpatía, le concedió una entrevista en su casa.

A Lidia le extrañó este cambio tan súbito de actitud, pero como no estaba dispuesta a perder esa oportunidad, a la hora fijada estaba en la puerta de la mansión de los Abock.

La casa, como muchas en la zona de Nueva Inglaterra, era blanca y de grandes dimensiones. Se accedía a ella a través de un alto porche sujeto por cuatro columnas. Lidia contempló con ojos admirativos la belleza del edificio y el encanto del cuidado jardín, completamente extasiada ante tanta magnificencia.

Le abrió la puerta un mayordomo, y después de presentarse, la acompañó hasta la amplia biblioteca, donde ya la estaba esperando Sean Abock.

— Buenos días, señorita Villena — la saludó mientras se acercaba a ella y le ofrecía la mano— , espero que nos perdone por nuestra tardanza en recibirla. Desafortunadamente, el trabajo no nos deja mucho tiempo libre — se disculpó con cinismo.

Lidia correspondió a su saludo y se sentó donde él le indicaba.

— Bien, señorita Villena, pregunte lo que quiera; contestaré a sus preguntas lo mejor que pueda.

Lidia no comprendía de qué estaba hablando.

— Perdone, señor Abock, pero yo a quien quiero entrevistar es a su abuela. Ella es la que puede contarme historias y anécdotas del Boston de su época de juventud. Esa es la idea del programa — le explicó ella— : entrevistar a los mayores de antiguas familias de Boston.

— ¡Oh!, lo siento, pero mi abuela, debido a su precaria salud, no está en condiciones de conceder entrevistas. Creímos que alguno de nosotros podríamos ayudarla. Veo que nos hemos equivocado — se disculpó pretendiendo mostrarse sincero.

Iba a continuar cuando el mayordomo llamó a la puerta para avisarle que tenía una llamada.

— Perdone, señorita, vuelvo enseguida.

Lidia estaba decepcionada y no sabía qué pensar. Se había hecho demasiadas ilusiones con esa entrevista y ahora le decían que era imposible. ¿A qué estarían jugando?

Había visto en la calle a Rose Asder y no parecía enferma en absoluto. Le había parecido una mujer que, a pesar de sus años, se conservaba muy atractiva y elegante, andando y charlando como cualquier persona normal. No entendía qué clase de enfermedad podría tener. Aparentemente, su aspecto era de lo más saludable.

Después de veinte minutos, Sean Abock volvió al despacho.

Lidia pensó que debía haber sido una llamada muy importante para tardar tanto, y también muy confidencial para no haberla contestado desde el teléfono que tenía encima del escritorio.

— Señor Abock; he estado pensando que si yo prometiera hacerle una breve entrevista, quizás su abuela pudiera concederme unos minutos — sugirió esperanzada.

— Lo siento, pero es imposible. Ahora, si me disculpa — dijo sin darle opción a replicar— , debo dar por finalizada nuestra charla. Me reclaman de la oficina y debo volver.

Sean Abock se adelantó y abrió la puerta de la biblioteca para que Lidia pasara. Desde allí, el mayordomo la acompañó hasta la puerta.

Lidia abandonó la casa con la sensación de que algo extraño había ocurrido. No podía explicar qué es lo que tramaban los Abock. Su instinto le decía que esa cita tan súbita y tan breve debía tener un sentido, aunque ella no lo adivinara en esos momentos.

Irritada con los Abock por haberla hecho perder el tiempo, se alejó de allí sintiendo que había fracasado en este trabajo tan importante para ella.

A los dos días de haber estado en casa de los Abock, Lidia recibió una notificación del juzgado por la que se la citaba para que compareciera por una denuncia sobre un presunto robo de documentos y fotografías de la casa de Thomas Abock. Se le pedía que se presentara en el juzgado al día siguiente, acompañada de un abogado.

Lidia no podía creer lo que estaba leyendo. ¡Acusada de robo!

Debía ser una equivocación; no podía ser acusada injustamente.

Con la angustia reflejada en su rostro, se dirigió a la parroquia para contárselo al padre López y recibir de él algún consejo.

Tras mostrarle el papel que había recibido del juzgado y contarle lo que había sucedido en casa de los Abock, el sacerdote se mostró muy preocupado.

— Bien, Lidia, pensemos con calma e intentemos solucionar el problema. Lo primero que te sugieren del juzgado — prosiguió él— es que te busques un abogado.

— Esa es la vía normal que sigue todo el mundo en estos casos, pero yo soy inocente y no lo necesito — afirmó con ingenuidad— . Iré mañana al juzgado y lo explicaré todo. No pueden acusarme si no tienen pruebas contra mí.

— No creo que lo que sugieres sea lo más sensato. Tú sabes muy bien que en este país no se va a ningún sitio sin un abogado y menos cuando hay una acusación por medio. Creo — continuó él— que no te escucharán si no vas acompañada de uno.

— Yo no tengo nada que ocultar — afirmó con obstinación— . No sé nada de esos documentos y el único abogado que me puedo buscar es uno de oficio. Mi economía no me permite acudir a uno privado.

— Siento mucho no tener ningún amigo abogado — se lamentó el sacerdote, pero... ¡Longley! — exclamó con un grito— . El señor Irving Longley puede ayudarnos, Lidia, llámalo inmediatamente — la apremió con urgencia.

Lidia le obedeció y le llamó. Para desilusión de ambos, el señor Longley no había regresado aún de su viaje por Europa.

Esto la desanimó aun más de lo que estaba. Derrumbada, se sentó en una silla, sintiéndose destrozada por la acusación tan injusta de la que había sido objeto.

Había intuido que los Abock habían averiguado la verdad sobre ella, pero nunca hubiera sospechado que la quisieran quitar de en medio de esa forma.

— Lidia — dijo el sacerdote, interrumpiendo sus pensamientos— , no son momentos de lamentaciones; hemos de actuar con rapidez si no queremos que se cometa una injusticia contigo. Llama ahora mismo a James Vantor para que te defienda. Es un buen abogado, uno de los mejores, y sé positivamente que te defenderá — dijo él acuciante.

— ¡No!, a cualquiera menos a él — exclamó Lidia con terquedad.

— Pero no conoces a nadie y tú sabes muy bien lo que cuesta un abogado — intentó explicarle el sacerdote— . Los Abock llevarán el mejor, y tú, si quieres salir impune, debes llevar uno igual o mejor que ellos.

— Estoy segura de que la justicia me dará la razón — insistió ella— .

Yo no sé nada de esos documentos. Se lo explicaré todo al juez y él tiene que creerme.

— Nada es tan sencillo, Lidia. Por favor, hazme caso y llama al señor Vantor.

Al ver que ella seguía mirándole con actitud obstinada, continuó suplicándole.

— Por favor, Lidia, si no lo quieres hacer por ti misma, hazlo por tus padres y por mí, por favor...

Lidia le miró desconsolada. Su orgullo le impedía llamar a James, pero por sus padres, por evitarles el disgusto, y por el padre López, no le quedaba más remedio que tragarse su orgullo y pedirle que la defendiera. No tenía otra salida; el padre López tenía razón.

James Vantor era su única esperanza.

Para satisfacción del sacerdote, Lidia se levantó y cogió el teléfono; marcó el número de James, pero el mayordomo le dijo que no estaba en casa.

No pudo evitar sentir alivio al no tener que hablar con él; el padre López, en cambio, sintió una gran desilusión.

— No se preocupe, padre. Mañana a primera hora iré a ver al señor Vantor — le aseguró ella para tranquilizarle— . En cuanto pueda, le llamaré también a usted y le informaré de todo.

El sacerdote recobró un poco el ánimo, aunque le resultó muy difícil disimular su gesto preocupado.

Lidia se sentía deprimida e indefensa. Antes de acostarse, tomó un baño de agua caliente para tranquilizar los nervios y poder dormir mejor. Aun sabiendo que pasaría una noche agitada, tenía la esperanza de poder conciliar el sueño unas horas con el fin de encontrarse lo más serena posible al día siguiente.

No sabía exactamente qué había ocurrido. Por esa vez, los Abock habían sido más inteligentes que ella. Habían planeado todo con mucha astucia, y ella, movida por su gran interés en localizar a Rose Asder, no había pensado en la maldad a la que era capaz de llegar el ser humano sólo por dinero. Los Abock sabían lo que querían y lo que no querían, eso era obvio teniendo en cuenta su acusación. Lidia tampoco era débil de carácter. Ella no le deseaba mal a nadie, pero no toleraría que la atemorizaran personas tan ruines como esas. Decidida a enfrentarse a ellos y a humillarles por sus propias mentiras, salió esa mañana de casa con espíritu belicoso. No era agradable encontrarse en la situación en la que ella se hallaba, y menos aún tener que acudir al arrogante Vantor para que la ayudara. Tenía que hacerlo si no quería ser vencida por esa gente. Creían, al igual que todos los de su clase, que podían pisotear a los demás y quedar impunes de su afrenta. No sería así con ella.

Lidia tenía fe en la Justicia y estaba convencida de que las leyes se aplicaban igualmente para todos. Los Abock habían mentido y tendrían que pagar por su fechoría.

Se acababa de abrir el edificio de oficinas de los Vantor cuando llegó Lidia.

Se identificó ante el guardia de seguridad y subió directamente a la oficina de James. La secretaria ya estaba trabajando. Reconoció a Lidia enseguida y la hizo pasar a una bonita sala de espera.

En cuanto se quedó sola, sus pensamientos volvieron al motivo de su enorme preocupación, y de allí volaron a James Vantor. ¡Quién lo iba a decir! Ella, Lidia Villena, la hispana orgullosa que había mantenido a James Vantor a raya, se veía ahora en la necesidad de acudir a él. Ironías del destino con las que había que contar en la vida...

Lidia reconocía que, merecido o no, nunca se había mostrado amable con James. Él había demostrado su enfado por esta actitud y le había dado un ultimátum la última vez que se vieron, lo que significaba que no pensaba buscarla nunca más. Lidia tampoco le había llamado. Intuía que, aunque estuviera enamorada de él, su relación con ese hombre jamás cumpliría las expectativas que ella tenía acerca de una relación de pareja. Quizás ella fuera más idealista o más conservadora, pero si algún día llegaba a contraer matrimonio, sería con la idea de que lo estaba haciendo para toda la vida. Tanto en el noviazgo como en el matrimonio, Lidia entregaría su corazón, su respeto y su lealtad para siempre.

James no profundizaría hasta ese extremo en cualquier relación que iniciara. Para él todo era superficial y fugaz. No creía en el amor verdadero y responsable. James no se tomaba en serio los asuntos del corazón; era mucho más cerebral en estas cuestiones. Si le gustaba una mujer, ¿por qué no convivir con ella durante un tiempo hasta que uno de los dos se cansara? Él se guiaba por los instintos, sin comprometerse en ningún momento. Esto había dado lugar, aunque él no lo supiera todavía, a un vacío interior que había hecho que arraigaran en él la indiferencia y el escepticismo hacia la auténtica relación amorosa.

Pese a estos dolorosos pensamientos, Lidia sabía con certeza que James la ayudaría si ella se lo pedía. No sabía explicar por qué estaba tan segura de que él la apoyaría si lo necesitaba, a no ser... que él también sintiera algo por ella... ¡Era absurdo pensar eso! Lidia lo desechó instantáneamente.

James notó un vuelco en el corazón al informarle su secretaria que la señorita Villena le esperaba para hablar con él. Hacía poco más de un mes que la había visto por última vez. Se le había hecho eterno, temiendo, con tristeza y desesperación, que Lidia no acudiera a él nunca. Muchas veces había estado a punto de llamarla o de ir a buscarla. Sólo acudiendo a su férrea voluntad había logrado controlar su deseo por ella.

Lidia estaba por fin allí. Había venido a él, y ahora todo cambiaría.

Ordenó a su secretaria que la hiciera pasar a su despacho.

Mientras la esperaba, sintió una extraña alegría interior que sólo afloraba cuando se trataba de ella. Su semblante, en cambio, no manifestaba lo que su corazón celebraba. Lidia había tardado mucho en acudir a él, y eso no se lo perdonaría fácilmente.

La joven hispana entró con paso digno. Lo miró durante unos segundos y percibió enseguida que James estaba todavía disgustado con ella. Mal comienzo para todo lo que tenía que pedirle.

Desechando malos augurios y enderezando la espalda, se dirigió a él con serenidad.

— Buenos días, James; perdona que te moleste tan temprano, pero necesito tu ayuda profesional — le explicó sin rodeos.

Para James sus palabras fueron como un cruel latigazo. Toda la ternura que había sentido hacia ella momentos antes, se convirtió rápidamente en rencor.

— ¿Has venido sólo para eso? — preguntó en tono seco.

A Lidia se le cayó el alma a los pies. Había sido una tonta al pensar que él había olvidado y que la recibiría como un amigo.

Ahora se daba cuenta de que los hombres como James no olvidaban.

A pesar de que no contaba con ninguna excusa que la favoreciera y sabiendo que no tenía otra alternativa que convencerle para que la ayudara, decidió ser paciente y tratar de que James se pusiera de su parte.

— Sí, pero...

— Teniendo en cuenta — la interrumpió él— el interés que has demostrado por mí desde que nos conocemos — dijo con sarcasmo— , ¿por qué has acudido a mí?

— Porque eres un buen abogado, y eso es exactamente lo que yo necesito — contestó un poco titubeante.

— Hay muchos abogados en Boston; ¿por qué yo? — insistió él.

— ¡Qué importa eso! — estalló Lidia, empezando a perder el control debido a la frialdad que mostraban sus ojos— . Necesito un abogado y he acudido a ti; eso debería ser suficiente.

— No lo es. Te conozco y sé que, de haberlo podido evitar, no habrías venido aquí. ¿Por qué lo hiciste? — preguntó mostrando un alarmante aplomo.

Lidia se dio cuenta, por su terca actitud, que no conseguiría nada de él si no iba con la verdad por delante.

— No tengo dinero para pagar a un abogado, así que decidí acudir al único que conozco, que eres tú, con la esperanza de que me permitas pagarte poco a poco — confesó ella.

James permaneció unos segundos en silencio, como si analizara minuciosamente cada una de sus palabras.

— También hay abogados de oficio; podías haber acudido a uno de ellos — siguió él con obstinación.

— El padre López... ¡Esto es absurdo, James!, por favor, deja de interrogarme.

Pero él no atendió a su petición. Estaba decidido a averiguar la verdad sobre los motivos que Lidia había tenido para acudir a él.

— Lo hago por el padre López. Sus ruegos me conmovieron y le prometí venir a verte — declaró con franqueza.

— ¿Y tú? ¿Qué es lo que pensabas hacer?

Lidia suspiró con impotencia — Mi intención era solicitar los servicios de un abogado de oficio — contestó mirándole con ojos desafiantes.

Los ojos de James relampaguearon con ira. O sea, que ni siquiera necesitándolo hubiese acudido a él. Eso era más de lo que podía soportar. El orgullo herido hubiese movido a cualquier hombre a rechazar la petición de Lidia y olvidarse de esa mujer desagradecida para siempre, sin embargo, James no fue capaz de negarle su ayuda sabiendo que lo necesitaba. Además — pensó egoístamente tras unos minutos de turbulenta reflexión— la tendría en sus manos durante un tiempo, lo que le daría cierta ventaja sobre ella. La situación que Lidia, al entrar en su despacho, acababa de suscitar, sería muy propicia para él.

El silencio de James y su mirada escrutadora estaban sacando de quicio a Lidia, sobre todo cuando vio cómo una sonrisa cínica se dibujaba sin disimulo en sus labios.

— Cuéntame por qué necesitas un abogado — preguntó de pronto.

Los ojos de Lidia chispearon alegres. Su intuición no la había engañado. James la ayudaría.

— He sido acusada injustamente por la familia Abock de robar de su casa unos documentos y unas fotos — le explicó sin rodeos.

James se enderezó en su sillón, se apoyó en la mesa y la miró sorprendido.

— ¿La familia Abock? ¿Qué tienes tú que ver con ellos? — preguntó desconcertado.

Lidia le contó su interés por entrevistar a Rose Asder y su asedio a la familia para conseguir una cita.

— Por fin aceptaron recibirme en su casa. Yo iba con la idea de hablar con la señora Asder, pero no me lo permitieron; tan sólo charlé un momento con Sean Abock.

Lidia le explicó exactamente lo que hizo ella y lo que hizo el joven Abock.

— Me parece absurdo todo esto — comentó James con suspicacia— . ¿Estás segura de que me has contado todo?

Ella se atuvo a lo que había sucedido en casa de los Abock. No le explicó los motivos que, según sospechaba, ellos habían tenido para poner esa denuncia. De momento no quería hablar con nadie sobre lo que sabía de su nacimiento. Lidia creía estar en lo cierto, pero la única prueba que tenía era la cruz, y esta prueba era muy dudosa. Otra razón para no hablar de sus sospechas era la misma Rose Asder. Pese a que Lidia no la conocía ni sabía cómo era, sentía respeto por ella y no quería hacerle daño. No podía permitir que su curiosidad diera lugar a un escándalo que podía fácilmente acabar con la fama y el buen nombre de los Asder.

— Sí, eso fue lo que pasó.

— No entiendo qué motivos pueden tener los Abock para culparte del robo, a no ser que hayan perdido esos documentos y crean que tú, teniendo en cuenta el interés que tenías por la familia y al ser quizá la última persona, ajena a ellos, que estuvo en la biblioteca, te los llevaste — sugirió como una posibilidad.

— No lo sé, James. Te ruego que me defiendas en este caso — le pidió con ojos suplicantes.

Él la miró pensativo, como si estuviera reflexionando sobre lo que tenía que contestar. Estaba decidido a defenderla, pero quería que ella se diera cuenta de que, debido a sus rechazos, tenía derecho a dudar.

— Después de tus continuos desdenes, ¿cómo crees que debería actuar?

— preguntó mirándola en profundidad.

— Tú consideras desdeñoso mi comportamiento hacia ti. Yo, sin embargo, creo que, en su momento, era lo que se merecía tu arrogancia — comentó sin ningún ánimo de reprocharle nada— . Quizás lo mejor es olvidar el pasado y tratarnos como amigos.

Él hizo un movimiento negativo con la cabeza.

— Yo no me comprometo a eso contigo, Lidia. Jamás podría tratarte como a una simple amiga; para mí significas mucho más que eso — aseveró con franqueza.

Lidia no quería continuar por ese camino; era demasiado peligroso.

— Dame una respuesta concreta, James. Antes de que te decidas debo recordarte que no podré pagarte al contado; sólo puedo hacerlo poco a poco — confesó atropelladamente.

James se sintió herido por su indiferencia.

— Piensas en todo, Lidia — aseveró con frialdad— . No creo que éste sea el momento más oportuno para hablar de dinero... sobre todo si nos queda tan poco tiempo para llegar al juzgado.

Lidia sonrió agradecida, admirándole en silencio por no sentir rencor hacia ella, y aceptando con gusto la mano que él le alargó para ayudarla a levantarse.