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Los faros de los coches se reflejan en el asfalto húmedo, una luz que los deslumbra cada varios segundos. La gente camina con paso apresurado por las aceras resbaladizas; los coches les salpican los zapatos al pasar. Las hojas empapadas de los árboles forman montones apilados contra los guardarraíles, con sus colores brillantes oscurecidos en un marrón insulso.

Una calzada vacía.

Jacob corre.

El chirrido de los frenos húmedos, el ruido sordo al estrellarse contra el coche y las vueltas en el aire antes de caer sobre el asfalto. Un parabrisas empañado. El charco de sangre que se forma bajo la cabeza de Jacob. Una nube blanca y solitaria de aliento.

El grito desgarra mi sueño y me despierta con una sacudida. El sol no ha salido todavía, pero la luz del dormitorio está encendida: no soporto la oscuridad a mi alrededor. Con el corazón desbocado, me concentro en apaciguar mi respiración.

Inhalar, espirar.

Inhalar, espirar.

El silencio es más opresivo que sosegante, y trazo surcos en forma de media luna en las palmas de mis manos mientras espero a que remita la ola de pánico. Mis sueños se hacen cada vez más intensos, más vívidos. Lo veo. Oigo el ruido desquiciante que hace su cabeza al golpear el asfalto…

Las pesadillas no empezaron de inmediato, pero ahora que están aquí, no hay forma de que desaparezcan. Todas las noches me meto en la cama, lucho contra el sueño y proyecto distintos escenarios en mi cabeza al estilo de esos libros para niños en los que el lector elige el final. Cierro los ojos con fuerza y fantaseo con mi final alternativo: aquel en el que salimos cinco minutos antes o cinco minutos después. Aquel en el que Jacob sobrevive y ahora incluso está dormido en su camita, sus pestañas oscuras descansando sobre unas mejillas sonrosadas. Pero nada cambia. Cada noche me convenzo a mí misma para despertarme más temprano, como si alterando la pesadilla pudiese revertir la realidad de algún modo. Pero parece que ya se ha establecido un patrón, y llevo semanas despertándome varias veces por la noche con el ruido de un cuerpecito contra el guardabarros, y con mi propio grito inútil mientras sale rodando y cae contra el asfalto húmedo.

Me he convertido en una ermitaña, enclaustrada entre las paredes de piedra de esta casa, sin aventurarme a ir al pueblo más que para comprar leche, y viviendo a base de poco más que café y tostadas. Tres veces he decidido ir a visitar a Bethan al parque de caravanas, y tres veces he cambiado de idea. Ojalá pudiese obligarme a ir. Hace mucho tiempo que no tengo una amiga, prácticamente el mismo que hace que la necesito.

Cierro el puño de la mano izquierda y luego estiro los dedos, agarrotados después de una noche de sueño. Ahora ya rara vez me molesta el dolor, pero tengo la palma insensibilizada, y dos dedos se me han quedado entumecidos de forma permanente. Aprieto la mano para deshacerme de las agujetas. Debería haber ido al hospital, claro, pero parecía algo insignificante en comparación con lo que le había pasado a Jacob; el dolor justamente merecido. Así que, en lugar de eso, me vendé la herida como mejor pude, apretando los dientes cuando cada día me retiraba el vendaje de la piel herida. Se fue curando poco a poco: la línea de la vida en la palma de mi mano oculta para siempre bajo una capa de cicatrices.

Saco las piernas de debajo de la pila de mantas de mi cama. No hay calefacción en la planta de arriba, y las paredes relucen por la condensación. Me pongo rápidamente unos pantalones de chándal y una sudadera verde oscuro, me dejo el pelo por dentro del cuello y me voy abajo. Las baldosas frías del suelo hacen que dé un respingo y me calzo las zapatillas de deporte antes de retirar el cerrojo para abrir la puerta principal. Nunca me ha costado madrugar, siempre me he levantado con el sol para meterme en mi estudio a trabajar. Me siento perdida sin mi trabajo, como si estuviera vagando desesperada en busca de una nueva identidad.

En verano habrá turistas. No a estas horas, supongo, y puede que no se internen tanto como para llegar hasta mi casa, pero sí en la playa, desde luego. Sin embargo, por ahora la playa es mía, y la soledad resulta reconfortante. Un apagado sol invernal se abre paso hacia lo alto del acantilado, y hay un brillo de escarcha en la superficie de los charcos que salpican el camino que rodea la costa y la bahía. Empiezo a correr, dejando con mi aliento brotes de niebla a mi paso. En Bristol nunca salía a correr, pero aquí aguanto kilómetros y kilómetros.

Sigo un ritmo que me retumba en el corazón y corro a una velocidad constante hacia el mar. Las zapatillas hacen ruido al golpear el suelo pedregoso, pero mis carreras diarias han hecho que apoye los pies con seguridad. El camino que baja a la playa me resulta ya tan familiar que podría recorrerlo con los ojos cerrados, y cubro el último par de metros de un salto hasta caer sobre la arena húmeda. Bordeando el acantilado, corro despacio alrededor de la bahía, hasta que la hilera de rocas me empuja hacia el mar.

La marea se ha retirado lo más lejos posible, dejando tras de sí en la arena un reguero de maderos y escombros como si fuera un cerco de suciedad alrededor de una bañera. Me alejo del acantilado, subo la intensidad y corro con todas mis fuerzas por el banco de arena, con la tierra húmeda succionándome los pies. Agacho la cabeza para protegerme del viento inclemente, combato la marea y corro a toda velocidad hasta que me queman los pulmones y oigo el silbido de la sangre en mis oídos. Cuando me acerco al final de la playa, el acantilado opuesto se yergue imponente ante mí, pero en lugar de aminorar el paso corro más rápido aún. El viento me azota la cara con mi propio pelo y sacudo la cabeza para librarme de él. Corro más deprisa, y en la fracción de segundo antes de estrellarme contra la pared del acantilado estiro los brazos y estampo las palmas con fuerza contra la roca fría. Viva. Despierta. A salvo de las pesadillas.

Cuando desaparece la adrenalina, empiezo a temblar y vuelvo andando por donde he venido. La arena se ha tragado mis huellas y no hay rastro de mi carrera entre un acantilado y el otro. Veo un trozo de madera a mis pies y lo recojo, y trazo con aire indolente un canal a mi alrededor, pero la playa se cierra en torno a la madera antes de haberla levantado siquiera del suelo. Con un sentimiento de frustración, camino varios pasos tierra adentro, donde la arena se está secando, y trazo otro círculo con el palo. Así está mejor. Siento el súbito impulso de escribir mi nombre en la arena, como una cría de dos años en vacaciones, y sonrío ante mi arranque infantil. La madera está resbaladiza y cuesta manejarla, pero termino las letras y retrocedo unos pasos para admirar mi trabajo. Me resulta extraño ver mi nombre de forma tan llamativa y tan pública. He sido invisible tanto tiempo y ¿qué soy ahora? Una escultora que no esculpe. Una madre sin su hijo. Las letras no son invisibles. Gritan: son lo bastante grandes para que se vean desde lo alto de los acantilados. Siento una punzada de miedo y entusiasmo. Estoy corriendo un riesgo, pero me gusta la sensación.

En lo alto del acantilado, una valla rudimentaria recuerda a los paseantes que no se acerquen demasiado al borde de la roca. Hago caso omiso del cartel y paso por encima de la cadena para situarme a escasos centímetros del borde. La extensión de arena está pasando despacio del gris al dorado a medida que el sol va escalando el cielo, y mi nombre baila en mitad de la playa, retándome a que lo atrape antes de desaparecer.

Decido que le sacaré una foto antes de que suba la marea y lo engulla, para poder capturar el momento en que me sentí valiente. Corro de vuelta a la casa a coger mi cámara. Mis pasos ahora se me antojan más ligeros y me doy cuenta de que es porque estoy corriendo hacia algo, y no huyendo de algo.

La primera fotografía no es nada del otro mundo. El encuadre no está bien, y las letras quedan demasiado lejos de la orilla. Bajo corriendo de nuevo hacia la playa y cubro la franja de arena lisa con nombres de mi pasado, antes de dejar que se hundan de nuevo en la arena húmeda. Escribo otros más arriba, personajes de libros que leí de niña, o nombres que me encantan simplemente por la curvatura de las letras que contienen. Entonces saco mi cámara y me agacho en la arena mientras juego con los ángulos, cubriendo primero mis palabras con una capa de espuma, luego con rocas, luego con una rica pincelada de cielo azul. Al final, subo el empinado sendero hacia lo alto del acantilado a tomar las últimas fotos, en precario equilibro sobre el borde, volviendo la espalda a la punzada de miedo que siento. La playa está cubierta de letras de todos los tamaños, como si fueran los desvaríos garabateados por un loco, pero ya veo la marea acechante lamer las letras, formar remolinos en la arena a medida que va ganándole centímetros a la playa. Esta noche, cuando la marea baje de nuevo, la playa estará limpia y podré empezar otra vez.

He perdido la noción del tiempo, pero el sol está muy arriba y debo de tener un centenar de fotos en la cámara. La arena húmeda se me adhiere a la ropa y, cuando me toco el pelo, noto que está acartonado por la sal. No llevo guantes, y siento un frío de muerte en los dedos. Me iré a casa y me daré un baño de agua caliente, luego descargaré las fotos en el portátil y veré si ha salido alguna pasable. Siento un arranque de energía; es la primera vez desde el accidente que mi día ha tenido un propósito.

Encamino mis pasos hacia la casa, pero cuando llego a la bifurcación dudo un momento. Me imagino a Bethan en la tienda del parque de caravanas y pienso en lo mucho que me recordó a mi hermana. Siento una punzada de nostalgia y, antes de poder cambiar de idea, cojo el camino que lleva al parque de caravanas. ¿Qué excusa pudo inventarme para visitar la tienda? No llevo dinero encima, así que no puedo fingir que he ido a comprar agua o leche. Podría pedir información sobre algo, supongo, pero me cuesta pensar en algo plausible. Diga lo que diga, Bethan sabrá que es una excusa. Pensará que soy patética.

Pierdo mi determinación antes de haber recorrido cien metros y cuando llego al parking me paro. Miro hacia la tienda y veo una figura en la ventana; no sé si es Bethan y no quiero esperar para averiguarlo. Me doy media vuelta y regreso corriendo a la casa.

Llego a Blaen Cedi y saco la llave del bolsillo, pero cuando apoyo la mano en la puerta esta cede un poco y me doy cuenta de que no está echada la llave. La puerta es vieja y el mecanismo poco fiable; Iestyn me enseñó a cerrar la puerta de ese modo y girar así la llave en un ángulo determinado hasta oír un clic, pero a veces me he pasado diez minutos o más intentándolo. Me dejó su número, pero él no sabe que yo me he deshecho de mi móvil. Hay línea telefónica en la casa, pero no hay ningún aparato instalado, así que tendré que ir andando a Penfach y encontrar una cabina para pedirle que venga a arreglar la cerradura.

Apenas llevo unos minutos dentro cuando oigo que llaman a la puerta.

—¿Jenna? Soy Bethan.

Barajo la posibilidad de no moverme de donde estoy, pero mi curiosidad puede más que yo y siento una oleada de entusiasmo cuando abro la puerta. Porque a pesar de que buscaba escapar, aquí en Penfach me siento sola.

—Te he traído un pastel.

Bethan lleva en la mano un plato tapado con un trapo de cocina y entra sin esperar una invitación. Lo deja en la cocina junto al fogón.

—Gracias. —Intento buscar un tema de conversación, pero Bethan se limita a sonreír. Se quita la pesada chaqueta de lana y eso me empuja a tomar la iniciativa—. ¿Te apetece un té?

—Si vas a hacer para ti, sí —dice—. Se me ha ocurrido pasar a ver cómo te iba. Me preguntaba si en algún momento te acercarías por la tienda a verme, pero ya sé lo que es cuando uno se instala en una nueva casa.

Mira alrededor y se calla, reparando en lo espartano de la sala de estar, en nada distinta a como estaba cuando Iestyn me la enseñó.

—Tengo muy pocas cosas —digo, avergonzada.

—Todos estamos igual por aquí —contesta Bethan alegremente—. Mientras estés cómoda y no pases frío, eso es lo principal.

Me desplazo por la cocina mientras habla, preparando el té, dando gracias por poder hacer algo con las manos, y nos sentamos en la mesa de madera de pino con nuestras tazas.

—Bueno, ¿y qué te parece Blaen Cedi?

—Es perfecta —digo—. Es justo lo que necesitaba.

—¿Una casa minúscula y fría, quieres decir? —dice Bethan, y suelta una carcajada que hace que el té se derrame por el borde de la taza. Se frota los pantalones en vano y el líquido le forma una mancha oscura en el muslo.

—No necesito mucho espacio, y me basta con el fuego para calentarme. —Sonrío—. Me gusta, de verdad.

—Bueno, ¿y cuál es tu historia, Jenna? ¿Cómo llegaste hasta Penfach?

—Esto es muy bonito —digo sin más, envolviendo la taza con las manos y clavando los ojos en ella para rehuir la mirada perspicaz de Bethan. No insiste.

—Eso es verdad. Hay lugares peores para vivir, aunque en esta época del año es un pueblo fantasma.

—¿Cuándo empezáis a alquilar las caravanas?

—Abrimos en Pascua —dice Bethan—, y luego es una locura los meses de verano, no reconocerás este sitio. Después volvemos a echar la persiana en octubre, a mediados del trimestre escolar. Si va a venir la familia a visitarte y necesitas una, dímelo. Aquí dentro no vas a poder meter a nadie.

—Eres muy amable, pero no espero ninguna visita.

—¿No tienes familia?

Bethan me mira directamente y soy incapaz de bajar la vista.

—Tengo una hermana —admito—, pero ya no nos hablamos.

—¿Qué pasó?

—Uf, las típicas rencillas entre hermanas —digo tranquilamente, como quitándole importancia. A pesar del tiempo transcurrido, veo el rostro enfadado de Eve implorándome que la escuchara. Fui demasiado orgullosa, me doy cuenta de eso ahora. Estaba demasiado ciega de amor. Tal vez si hubiese hecho caso a Eve, las cosas habrían sido distintas—. Gracias por el pastel —le digo—. Ha sido todo un detalle.

—Es una tontería —dice Bethan, sin expresar sorpresa ante el cambio de tema. Se pone el abrigo y se rodea el cuello varias vueltas con la bufanda—. ¿Para qué están los vecinos, si no? Así, uno de estos días te pasarás por la tienda a tomar un té.

No es una pregunta, pero asiento con la cabeza. Me mira fijamente con sus ojos de un castaño intenso y de pronto me siento como una niña de nuevo.

—Lo haré. Te lo prometo. —Y lo digo muy en serio.

Cuando Bethan se ha ido, extraigo la tarjeta de memoria de la cámara y descargo las fotos en mi portátil. La mayoría no valen para nada, pero algunas han capturado a la perfección las letras en la arena con el trasfondo de un feroz mar invernal. Pongo la tetera a calentar para hacer más té pero pierdo la noción del tiempo y pasa media hora cuando me doy cuenta de que no ha arrancado aún a hervir. Acerco la mano y descubro que el fogón está frío. Se ha apagado otra vez. Estaba tan absorta en la tarea de editar las fotos que no he notado el descenso en la temperatura, pero ahora me empiezan a castañetear los dientes y no consigo que dejen de hacerlo. Miro el pastel de pollo de Bethan y oigo el rugido de mi estómago. La última vez que pasó lo mismo tardé dos días en encenderlo y siento que el corazón me da un vuelco solo de pensar en tener que repetir todo el proceso.

Aparto ese pensamiento. ¿Desde cuándo me he vuelto tan patética? ¿Cuándo perdí la capacidad de tomar decisiones, de resolver los problemas? Yo sé hacerlo mucho mejor.

—Exacto —digo en voz alta, y mi voz suena extraña en la cocina vacía—. Vamos a solucionar esto.

Para cuando vuelvo a entrar en calor, ya está amaneciendo sobre Penfach. Tengo las rodillas rígidas después de permanecer tantas horas agachada en el suelo de la cocina y llevo el pelo manchado de grasa, pero cuando pongo el pastel de Bethan en el fogón para que se caliente, experimento una sensación de inmensa satisfacción, algo que no había sentido desde hacía mucho tiempo. No me importa que sea ya la hora del desayuno en lugar de la cena, ni que los retortijones de hambre hayan desaparecido. Pongo la mesa para cenar y me regodeo saboreando hasta el último bocado.