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La entrada al Tribunal Superior de lo Penal de Bristol está escondida en el lateral de una calle estrecha llamada, muy acertadamente, Small Street.
—Tendré que dejarla aquí, encanto —me dice el taxista. Si me ha reconocido por los periódicos, lo disimula muy bien—. Parece que hay mucho jaleo delante del juzgado y no puedo pasar más allá con el taxi.
Se detiene en la esquina de la calle, donde una colección de ejecutivos sale con aire muy ufano de un bar de la cadena All Bar One tras un almuerzo líquido. Uno de ellos me lanza una mirada cargada de lujuria.
—¿Te apetece una copa, guapa?
Aparto la mirada.
—Menuda frígida —murmura, y sus amigos se parten de la risa. Inspiro hondo, tratando de mantener el pánico a raya mientras escaneo las calles buscando a Ian. ¿Está aquí? ¿Estará vigilándome ahora mismo?
Los edificios altos a cada lado de Small Street se inclinan hacia dentro, frente a sí, creando un pasadizo sumido en sombra y donde retumba un eco constante que me produce escalofríos. No llevo recorridos más que unos pocos pasos cuando entiendo de qué hablaba el taxista. Han cortado una sección de la calle con unas barreras para el tráfico tras las cuales hay un grupo de unos treinta manifestantes. Varios portan pancartas apoyadas sobre los hombros y han envuelto la valla que tienen delante con una enorme sábana pintada. La palabra ¡ASESINA! figura escrita en pintura gruesa y roja, cada letra dejando un reguero que chorrea hacia la parte inferior de la sábana. Un par de agentes de policía con chalecos fluorescentes están apostados al lado del grupo, y no parecen en absoluto preocupados por la repetitiva consigna que se oye al otro extremo de Small Street.
—¡Justicia para Jacob! ¡Justicia para Jacob!
Camino despacio hacia los juzgados, pensando que ojalá hubiese cogido un pañuelo, o unas gafas oscuras. Por el rabillo del ojo veo a un hombre en el otro lado de la acera. Está apoyado en la pared, pero al verme se endereza y se saca el móvil del bolsillo. Aprieto el paso con la intención de entrar en el juzgado lo antes posible, pero el hombre se adapta a mi ritmo desde el otro lado de la calle. Realiza una llamada que dura escasos segundos. Me fijo en que tiene los bolsillos del chaleco beis llenos de lo que descubro que son objetivos de cámaras fotográficas, y lleva colgada una bolsa negra por encima del hombro. Se adelanta unos metros, abre la bolsa y saca una cámara; encaja en ella un objetivo con movimiento ágil, adquirido después de años de práctica, y me saca una foto.
No pienso hacerles caso, me digo, con la respiración agitada. Simplemente entraré en el juzgado como si no estuvieran. No pueden hacerme daño: la policía está aquí para impedirles el paso y que se queden detrás de esas barreras, de modo que actuaré como si no estuvieran.
Sin embargo, cuando doblo la esquina para dirigirme a la puerta del juzgado, veo al reportero que me abordó cuando salí del Juzgado de lo Penal varias semanas atrás.
—¿Unas rápidas declaraciones para el Post, Jenna? ¿Quieres la oportunidad de dar tu versión?
Me doy media vuelta y me quedo paralizada al ver que ahora estoy justo frente a los manifestantes. Las consignas se transforman en gritos de furia e insultos, y de pronto una avalancha de gente se dirige hacia mí. Una de las barreras cae violentamente al suelo de adoquines, y el ruido retumba entre los edificios altos como si hubiese sonado un disparo. Los policías se desplazan hacia allí con parsimonia, con los brazos extendidos, instando a los manifestantes a que permanezcan detrás de la barrera. Algunos aún gritan, pero la mayoría se ríen y charlan tranquilamente como si hubieran salido de compras. Un día fuera, pasándolo bien.
Cuando el grupo retrocede y la policía sustituye las barreras que rodean el área acordonada para la protesta, solo queda una mujer delante de mí, mirándome. Es más joven que yo —debe de tener unos veintitantos— y, a diferencia del resto de los manifestantes, no sostiene ninguna pancarta ni carteles de ninguna clase, solo lleva algo en la mano. El vestido que luce es marrón y un poco corto, por encima de unas medias negras tupidas que terminan, de forma incongruente, en unas zapatillas de deporte blancas muy sucias, y se ha dejado el abrigo abierto pese al frío.
—Era un niño tan bueno… —dice en voz baja.
Reconozco de inmediato los rasgos de Jacob en su cara: los ojos azul claro con las comisuras ligeramente curvadas hacia arriba, la cara en forma de corazón que termina en una barbilla puntiaguda.
Los manifestantes se quedan en silencio. Todos nos miran.
—No lloraba casi nunca, ni siquiera cuando se ponía enfermo; se tumbaba a mi lado y me miraba, esperando a encontrarse mejor.
Habla el idioma perfectamente, pero con un acento que no consigo identificar. De Europa del Este, tal vez. Su tono es sosegado, como si estuviera recitando algo que lleva aprendido de memoria, y aunque se mantiene firme, tengo la impresión de que siente tanto miedo como yo. Tal vez incluso más.
—Era muy joven cuando lo tuve, yo casi era una niña. Su padre no quería que lo tuviera, pero yo no fui capaz de abortar. Ya lo quería demasiado. —Habla con calma, sin emoción—. Jacob era lo único que tenía.
Los ojos se me llenan de lágrimas y solo siento vergüenza por reaccionar así, cuando la madre de Jacob tiene los ojos secos. Me obligo a mí misma a quedarme allí inmóvil y no limpiarme las mejillas. Sé que, como yo, está pensando en aquella noche, cuando se quedó mirando el parabrisas salpicado por la lluvia, los ojos entrecerrados para protegerlos de la luz de los faros. Hoy no hay nada entre nosotras, y puede verme con la misma claridad con la que la veo yo. Me pregunto qué le impide correr y abalanzarse sobre mí, golpearme o morderme o arañarme la cara. No sé si yo tendría la misma sangre fría si estuviera en su piel.
—¡Anya! —Un hombre la llama de entre la multitud de manifestantes, pero ella no le hace caso. Me enseña una fotografía, empujándola hacia mí hasta que la cojo con las manos.
No he visto esa foto en los periódicos ni en internet, esa sonrisa mellada con el uniforme de la escuela, la cabeza ladeada a medias hacia el fotógrafo. En esa foto Jacob es más pequeño, tendrá tres o cuatro años. Se acurruca en la parte interior del codo de su madre, los dos tumbados de espaldas sobre unos tallos largos de hierba, entreverados de semillas de dientes de león. El ángulo de la foto sugiere que Anya la tomó ella misma: tiene el brazo estirado como tocando justo la parte de fuera de la foto. Jacob mira al objetivo, entrecerrando los ojos bajo el sol y riendo. Anya también se ríe, pero está mirando Jacob, y en sus ojos se ven pequeños reflejos de él.
—Lo siento muchísimo —digo. Odio lo huecas que suenan esas palabras, pero no encuentro otras, y no soporto ofrecer solo silencio en respuesta a su sufrimiento.
—¿Tiene usted hijos?
Pienso en mi hijo, en su cuerpo ingrávido envuelto en el arrullo de hospital, en el dolor en mis entrañas, que no ha remitido desde entonces. Creo que debería existir una palabra para una madre sin hijos, para una mujer a la que le han arrebatado el hijo que la habría hecho una mujer completa.
—No.
Intento decir algo más, pero no hay nada. Le ofrezco la fotografía a Anya, que niega con la cabeza.
—No la necesito —dice—. Llevo su cara aquí conmigo. —Se coloca la palma de la mano sobre el pecho—. Pero usted… —Sigue una brevísima pausa—. Usted debe recordarlo. Debe recordar que era un niño. Que tenía una madre. Y que su corazón está roto.
Se da media vuelta y se agacha para pasar debajo de la barrera de seguridad. Desaparece entre la multitud, y respiro como si hubiese estado aguantando el aire bajo el agua.
Mi abogada es una mujer de unos cuarenta años. Me mira con calculado interés cuando entra en el reducido espacio de la sala de reuniones, donde un guardia de seguridad custodia la puerta.
—Ruth Jefferson —dice, extendiendo una mano firme—. Lo de hoy es un procedimiento sencillo, señora Gray. Usted ya se ha declarado culpable, de modo que en la vista de hoy el juez únicamente dictará sentencia. El suyo es el primer juicio después del almuerzo, y me temo que le ha tocado el juez King.
Se sienta delante de mí en la mesa.
—¿Qué pasa con el juez King?
—Digamos que no es famoso por su indulgencia —responde Ruth con una risa desganada que muestra una dentadura blanca y perfecta.
—¿Qué sentencia puede caerme? —pregunto, sin poder reprimirme. La verdad es que me da igual. Ahora lo único que importa es hacer lo correcto.
—Es difícil de decir. La omisión del deber de socorro a una víctima de accidente se castiga directamente con la retirada del carnet, pero como la pena mínima por homicidio por conducción temeraria son dos años, eso es irrelevante. Es la sentencia de cárcel la que podría variar de forma significativa. El homicidio por conducción temeraria se penaliza con hasta catorce años de cárcel, y la jurisprudencia indica entre dos y seis años. El juez King querrá aplicar el rango superior, y mi tarea consiste en convencerlo de que dos años sería una pena más adecuada. —Retira el capuchón de un bolígrafo negro—. ¿Tiene antecedentes de enfermedad mental?
Niego con la cabeza y advierto el destello de decepción en la cara de la abogada.
—Hablemos del accidente, entonces. Tengo entendido que las condiciones meteorológicas hacían que la visibilidad fuese muy escasa. ¿Vio usted al niño antes del momento de la colisión?
—No.
—¿Padece alguna enfermedad crónica? —pregunta Ruth—. Resultan útiles en estos casos. ¿O tal vez no se encontraba muy bien ese día en particular?
La miro sin comprender y la letrada chasquea la lengua.
—Me lo está poniendo muy difícil, señora Gray. ¿Tiene usted alguna alergia? ¿No sufriría por casualidad un ataque de estornudos antes del momento del impacto?
—No entiendo.
Ruth suspira y habla despacio, como si tratara con una niña pequeña.
—El juez King ya habrá examinado el informe de la vista preliminar y tendrá una sentencia en mente. Mi trabajo consiste en presentarlo como si esto no fuera más que un desgraciado accidente, un accidente que no pudo evitarse y que usted lamenta extremadamente. Ahora, yo no quiero poner palabras en su boca, pero si, por ejemplo… —continúa, lanzándome una mirada elocuente—, en el momento en que ocurrió el accidente usted sufrió un ataque de estornudos…
—Pero no fue así.
¿Es así como funciona? Una mentira detrás de otra, todo diseñado para obtener el mínimo castigo posible. ¿Tan desastroso es nuestro sistema judicial? Me pone enferma.
Ruth Jefferson examina sus notas y levanta la vista de pronto.
—¿El niño se le atravesó de repente y se le echó encima sin previo aviso? Según la declaración de la madre, ella le soltó la mano cuando se aproximaban a la carretera, así que…
—¡No fue culpa suya!
La abogada alza las cejas, perfectamente depiladas.
—Señora Gray —dice con calma—, no estamos aquí para establecer de quién fue la culpa. Estamos aquí para discutir las circunstancias atenuantes que llevaron a este terrible accidente. Por favor, intente no alterarse.
—Lo siento —digo—, pero no hay circunstancias atenuantes.
—Mi trabajo consiste en encontrarlas —contesta Ruth. Suelta el expediente e inclina el cuerpo hacia delante—. Créame, señora Gray, hay una gran diferencia entre pasar dos años en prisión o pasar seis y, si hay algo, lo que sea, capaz de justificar de algún modo que atropellase usted a un niño de cinco años y luego se diese a la fuga, tiene que decírmelo ahora.
Nos miramos fijamente.
—Ojalá lo hubiera —digo.