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No me apetece una taza de té, pero la acepto de todos modos. La sujeto con ambas manos y acerco la cara al vaho hasta que me quema. El dolor me irrita la piel, me entumece las mejillas y me pica en los ojos. Combato el impulso de apartarme; necesito que el entumecimiento desdibuje las imágenes que no consigo quitarme de la cabeza.
—¿Traigo algo de comer para acompañar el té?
Se sitúa de pie a mi lado y sé que debería levantar la vista y mirarlo, pero no puedo. ¿Por qué me ofrece comida y bebida como si no hubiese pasado nada? Siento una oleada de náuseas que me sube por la garganta y me trago el regusto amargo para contenerlo. Me echa a mí la culpa. No lo ha dicho, pero no hace falta, lo dicen sus ojos. Y tiene razón: fue culpa mía. Deberíamos haber vuelto a casa por otro camino, no debería haber hablado, debería haberlo parado cuando…
—No, gracias —respondo en voz baja—. No tengo hambre.
El accidente se repite en bucle en mi cabeza. Quiero apretar el botón de pausa, pero la película sigue su avance implacable: su cuerpecito estrellándose contra el capó del coche una y otra vez. Vuelvo a acercarme la taza a la cara, pero el té ya se ha enfriado y el calor del vaho sobre mi piel ya no me hace daño. No noto las lágrimas cuando se forman, pero unos gruesos lagrimones estallan al chocar contra mis mejillas. Veo que me empapan los vaqueros y me rasco con la uña una mancha de arcilla sobre el muslo.
Miro a mi alrededor en el salón de la casa que tantos años he pasado decorando y acomodando a mi gusto: las cortinas, a juego con los cojines; los cuadros, algunos propios, otros que encontré en galerías y que me gustaron demasiado para dejarlos allí. Creía estar creando un hogar, cuando solo estaba construyendo una casa.
Me duele la mano. Noto el pulso, que me palpita rápida y débilmente en la muñeca. Me alegro de sentir el dolor. Ojalá me doliese aún más. Ojalá hubiese sido a mí a quien hubiese arrollado el coche.
Está hablándome otra vez. «El cuerpo de policía al completo está buscando el coche… los periódicos solicitarán la colaboración ciudadana… saldrá en todas las noticias…».
La habitación me da vueltas y fijo la mirada en la mesita de café, asintiendo cuando me parece adecuado. Se acerca a la ventana en dos zancadas y luego vuelve de nuevo. A ver si se sienta…, me está poniendo nerviosa. Me tiemblan las manos y dejo en la mesita la taza de té intacta antes de que se me caiga, pero la porcelana entrechoca con la superficie de cristal por mi movimiento brusco. Me mira con gesto de frustración.
—Lo siento —digo. Noto un regusto metálico en la boca y me doy cuenta de que me he mordido la parte interior del labio. Succiono la sangre, sin querer llamar la atención sobre mí misma pidiendo un pañuelo de papel.
Todo ha cambiado. Desde el preciso instante en que el coche se deslizó por el asfalto húmedo, mi vida entera cambió. Lo veo todo con una claridad meridiana, como si fuese una espectadora en los márgenes de mi vida. Así no puedo seguir adelante.
Cuando me despierto, tardo unos segundos en reconocer el sentimiento. Todo está igual y, a la vez, todo ha cambiado. Entonces, antes de abrir los ojos siquiera, siento como un ruido en mi cabeza, como una especie de tren subterráneo. Y ahí está: desfilando ante mis ojos en escenas en tecnicolor que no puedo poner en pausa ni en silencio. Me presiono las sienes con las palmas de las manos como si pudiera hacer desaparecer las imágenes únicamente a base de fuerza bruta, pero siguen sucediéndose, densas y rápidas, como si fuera a olvidar lo sucedido sin ellas.
En la mesilla de noche tengo el reloj despertador metálico que me regaló Eve cuando fui a la universidad —«Porque sin él, nunca conseguirás levantarte para ir a las clases»—, y me sorprendo al ver que son ya las diez y media. El dolor de la mano ha quedado eclipsado por una jaqueca que me hace ver las estrellas si muevo la cabeza demasiado rápido, y cuando consigo arrancar mi cuerpo de la cama me duelen todos los músculos.
Me pongo la ropa del día anterior y salgo al jardín sin detenerme a hacer un café, a pesar de que tengo la boca tan seca que me cuesta esfuerzo tragar. No encuentro los zapatos, y la escarcha me aguijonea los pies mientras me abro paso por la hierba. El jardín no es muy grande, pero se acerca el invierno y para cuando alcanzo el otro lado ya no me noto los dedos de los pies.
El estudio del jardín ha sido mi santuario durante los últimos cinco años. Poco más que un cobertizo para un mero observador, pero es donde me refugio cuando quiero pensar, trabajar y escapar. El suelo de tablones de madera está salpicado con las manchas de arcilla que caen de mi torno, firmemente colocado en el centro de la habitación, donde puedo rodearlo por completo y retroceder unos pasos para observar mi obra con ojo crítico. Tres laterales del cobertizo están forrados de estanterías en las que deposito mis esculturas, en un caos ordenado que solo yo podría entender. Las obras en proceso de elaboración, aquí; las figuras cocidas pero no pintadas, allí; a la espera de enviarlas a los clientes, allá. Centenares de piezas de cerámica distintas, y aun así, si cierro los ojos, aún noto la forma de cada una de ellas bajo los dedos, la humedad de la arcilla en las palmas de las manos.
Saco la llave de su escondite bajo la repisa de la ventana y abro la puerta. Es peor de lo que imaginaba. El suelo invisible bajo una alfombra de trozos rotos de cerámica, las mitades redondas de bordes irregulares partidas abruptamente y con furia. Las estanterías de madera están vacías, la mesa despejada de piezas de trabajo y las diminutas figurillas de la repisa de la ventana están irreconocibles, hechas trizas en fragmentos que brillan con la luz del sol.
Junto a la puerta hay una pequeña estatuilla de una mujer. La hice el año pasado, como parte de una serie de figuras que produje para una tienda de Clifton. Yo había querido hacer algo real, algo que estuviese lo más alejado posible de la perfección y que, aun así, siguiese siendo hermoso. Hice diez mujeres, cada una con sus curvas distintivas, con sus propias protuberancias, sus cicatrices e imperfecciones. Estaban inspiradas en mi madre, en mi hermana; en mis alumnas de la clase de cerámica; en las mujeres que veía pasear por el parque. Esta de aquí soy yo. Una versión libre de mí en la que, desde luego, nadie me reconocería, pero sigo siendo yo. El pecho demasiado plano, las caderas demasiado estrechas, los pies demasiado grandes. Una maraña de pelo hecha un nudo en la base de la nuca. Me agacho un poco y la recojo. Creía que estaba intacta, pero en cuanto la toco, el barro se mueve y me quedo con dos piezas rotas en las manos. Me las quedo mirando y luego las lanzo con todas mis fuerzas contra la pared, donde se hacen añicos y caen en forma de lluvia sobre mi mesa.
Tomo aire profundamente y lo suelto despacio.
No sé muy bien cuántos días han pasado desde el accidente ni cómo he conseguido sobrevivir al paso del tiempo cuando me siento como si estuviera arrastrando las piernas por un pantano lleno de melaza. No sé qué es lo que me hace decidir que hoy es el día. Pero lo es. Cojo únicamente lo que me cabe en la bolsa de viaje, consciente de que si no me voy ahora mismo, tal vez no pueda irme nunca. Recorro la casa sin rumbo fijo, intentando imaginar que no voy a volver a estar aquí nunca más. La idea es aterradora y liberadora a la vez. ¿Puedo hacer eso? ¿Es posible abandonar sin más una vida y empezar otra? Tengo que intentarlo: es mi única oportunidad de superar esto y salir indemne.
Mi portátil está en la cocina. Dentro hay fotos, direcciones, información importante que puedo necesitar algún día y que no se me había ocurrido guardar en ningún otro sitio. No tengo tiempo para pensar en hacer eso ahora, y aunque pesa mucho y es muy aparatoso, lo meto en la bolsa. No me queda mucho espacio, pero no puedo irme sin una última pieza de mi pasado. Descarto un jersey y un puñado de camisetas y hago sitio para una caja de madera donde escondo mis recuerdos, apretujados unos encima de otros bajo la tapa de cedro. No miro dentro: no me hace falta. El surtido de diarios de adolescente, escritos con irregularidad errática y con varias páginas arrancadas en un ataque de remordimiento; un fajo de entradas de conciertos sujetas con una goma elástica; mi diploma de graduación; recortes de mi primera exposición. Y las fotos del hijo al que quería con una intensidad que parecía imposible. Fotografías preciosas para mí. Muy pocas para alguien tan querido. Una huella tan pequeña en el mundo y, sin embargo, el centro absoluto del mío.
Incapaz de resistirme, abro la caja y saco la foto de encima de todo: una polaroid que le sacó una comadrona de voz amable el día que nació. Es una cosita pequeña y rosada, apenas visible debajo de la manta blanca del hospital. En la foto tengo los brazos fijos en la postura de la madre que acaba de dar a luz, exhausta de amor y de cansancio. Todo había sido tan precipitado, había pasado tanto miedo…, todo tan diferente a los libros que había devorado durante el embarazo, pero el amor que tenía que ofrecerle se mantuvo intacto. Sintiéndome de pronto incapaz de respirar, devuelvo la foto a su sitio y meto la caja en la bolsa de viaje.
La muerte de Jacob ocupa las portadas de los periódicos. Me grita desde la explanada delantera del garaje por la que paso, desde la tienda de la esquina, y desde la cola de la parada de autobús donde espero como si no fuera distinta de quienes me rodean. Como si no estuviera huyendo.
Todos hablan del accidente. ¿Cómo pudo suceder? ¿Quién puede haber sido el autor del atropello? Cada nueva parada del autobús trae consigo noticias frescas, y los retazos de las conversaciones sobrevuelan por encima de nuestras cabezas, haciéndome imposible no oírlas.
«El coche era negro».
«El coche era rojo».
«La policía está a punto de detener a alguien».
«La policía no tiene ninguna pista».
Una mujer se sienta a mi lado. Abre el periódico y, de repente, es como si alguien estuviese presionándome el pecho. La cara de Jacob me mira fijamente; unos ojos magullados que me reprochan no haberlo atendido, haberlo dejado morir. Me obligo a mirarlo y siento un nudo atenazador en la garganta. Se me nubla la vista y no puedo leer lo que dice, pero no me hace falta: he visto una versión de este artículo en los periódicos de todos los quioscos por los que he pasado. Las declaraciones de los maestros destrozados, las notas de pésame en las flores junto a la calle, la investigación… abierta y luego aplazada. Una segunda foto muestra una corona de crisantemos amarillos en un ataúd ridículamente pequeño. Una mujer chasquea la lengua y empieza a hablar, como si hablase consigo misma, creo, pero luego tal vez piensa que tengo algo que decir.
—Es terrible, ¿verdad? Y justo antes de Navidad, encima.
No digo nada.
—Darse a la fuga así, sin pararse. —Vuelve a chasquear la lengua—. Aunque… —continúa diciendo—. Un crío de cinco años. ¿Qué clase de madre deja que un niño de esa edad cruce la calle solo?
No puedo evitarlo, dejo escapar un hipido. Sin darme cuenta, unas lágrimas ardientes me resbalan por las mejillas y caen en el pañuelo de papel que llevo apretado en la mano.
—Pobre alma de Dios… —dice la mujer, como consolando a un chiquillo. No está claro si se refiere a mí o a Jacob—. No puede una ni imaginarlo, ¿verdad?
Pero yo sí puedo, y me dan ganas de decírselo, que es mil veces peor que cualquier cosa que pueda estar imaginando. Me da otro pañuelo de papel, estrujado pero limpio, y pasa la hoja del periódico para leer una noticia sobre el encendido de las luces navideñas en Clifton.
Nunca pensé que saldría huyendo. Nunca pensé que llegaría a tener que hacerlo.