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Las exposiciones que hacías eran para morirse de aburrimiento. Los locales eran distintos: almacenes reconvertidos, estudios, locales comerciales…, pero la gente era siempre la misma, profesionales liberales con pañuelos de colores que se pasaban el rato dando la paliza. Las mujeres eran peludas y dominantes, los hombres insípidos y unos auténticos calzonazos. Hasta el vino carecía de personalidad.
Durante la semana de tu exposición de noviembre te pusiste especialmente difícil. Yo te ayudé a llevar las piezas al almacén tres días antes y te pasaste el resto de la semana allí, preparándote.
—¿Se puede saber cuánto tiempo se tarda en colocar unas cuantas esculturas? —dije cuando llegaste tarde dos noches seguidas.
—Estamos contando una historia —dijiste—. Los asistentes se pasearán por la sala desplazándose de una escultura a otra, y las piezas tendrán que hablarles de la forma correcta.
Me eché a reír.
—¡Tendrías que oírte! Menuda sarta de gilipolleces. Tú asegúrate de que la etiqueta con el precio esté a la vista y se lea bien, eso es lo único que importa.
—No tienes que venir si no quieres.
—¿Es que no me quieres allí? —Te miré con recelo. Tenías los ojos un pelín demasiado brillantes, la barbilla un pelín demasiado desafiante. Me pregunté a qué venía tanta alegría de vivir de forma tan repentina.
—Es que no quiero que te aburras. Nos apañaremos.
Ahí estaba: el destello de algo indescifrable en tus ojos.
—¿Os apañaréis? —dije, arqueando una ceja.
Te pusiste nerviosa. Me diste la espalda e hiciste como que estabas atareada fregando los platos.
—Philip. Él es el comisario de la exposición.
Empezaste a secar con un trapo el interior de una cazuela que yo había dejado en remojo. Me acerqué y me coloqué detrás de ti, aprisionándote entre mi cuerpo y el fregadero para que mi boca estuviese a la altura de tu oído.
—¿Conque es el comisario, eh? ¿Así es como lo llamas mientras te está follando?
—No es nada de eso —dijiste. Desde el embarazo habías adoptado un tono particular de voz cuando hablabas conmigo. Era excesivamente sereno, la clase de voz con la que le hablarías a un chiquillo histérico o a un enfermo mental. Yo odiaba esa voz. Me moví unos centímetros hacia atrás y oí cómo soltabas la respiración, y luego volví a empujarte hacia delante. Adiviné por el sonido que te habías quedado sin resuello, y apoyaste ambas manos en el filo de fregadero para recobrar el aliento.
—¿No te estás follando a Philip? —Te escupí las palabras en la nuca.
—No estoy follando con nadie.
—Bueno, desde luego, no estás follando conmigo —dije—. Al menos, no últimamente.
Sentí cómo se te tensaba el cuerpo y supe que esperabas que te deslizase la mano entre las piernas, que lo deseabas incluso. Casi me sabía mal decepcionarte, pero tu espalda escuálida tenía muy poco atractivo para mí en aquel entonces.
El día de la exposición yo estaba en el dormitorio cuando subiste a cambiarte. Vacilaste un momento.
—No es nada que no haya visto otras veces —dije.
Encontré una camisa limpia y la colgué en la parte de atrás de la puerta del armario; tú dejaste tu traje en la cama. Te vi quitarte el chándal y doblar tu sudadera para el día siguiente. Llevabas un sujetador blanco y unas bragas a juego, y me pregunté si habrías escogido ese color deliberadamente para que contrastase con el morado de tu cadera. Aún se notaba la hinchazón, y cuando te sentaste en la cama, te estremeciste, como para darle aún más importancia. Te pusiste unos pantalones blancos de lino y un top voluminoso de la misma tela, que te colgaba holgadamente de los hombros huesudos. Escogí un collar de cuentas verdes y gruesas de tu joyero, en el tocador.
—¿Quieres que te lo ponga?
Me miraste con aire vacilante y te sentaste en el pequeño taburete. Te pasé los brazos por delante de la cabeza y luego sostuve el collar delante de tu cara, y tú te apartaste el pelo a un lado. Desplacé las manos hasta la nuca, aumentando la presión del collar sobre tu cuello una fracción de segundo, y note cómo te ponías tensa entre mis manos. Me reí y te abroché el cierre.
—Guapísima —dije. Me agaché y miré tu imagen en el espejo—. Intenta no hacer el ridículo hoy, Jennifer. Siempre te pones en evidencia en estas cosas bebiendo más de la cuenta y poniéndote pesadísima con la gente.
Me levanté y me puse la camisa, y me decidí por una corbata rosa claro. A continuación me puse la americana y me miré en el espejo, satisfecho con lo que veía en él.
—Será mejor que conduzcas tú, puesto que no vas a beber —sugerí.
Te había ofrecido en varias ocasiones comprarte un coche nuevo, pero tú insistías en aferrarte a tu destartalado Ford Fiesta. Yo me subía en él lo menos posible, pero no tenía ninguna intención de dejarte mi Audi después de la abolladura que le hiciste intentando aparcar, así que me senté en el asiento del pasajero de tu viejo cacharro y dejé que condujeras tú.
Cuando llegamos, ya había una gran cantidad de gente alrededor del bar, y cuando atravesamos la sala, se oyó un murmullo de admiración. Hubo quienes empezaron a aplaudir y otros se les sumaron, aunque eran demasiado pocos para considerar aquello una auténtica ovación, y el sonido resultante fue embarazoso.
Me diste una copa de champán y tú te serviste otra. Un hombre con el pelo oscuro y ondulado se nos acercó y, al ver cómo se te iluminaban los ojos, deduje que era Philip.
—¡Jenna!
Te besó en ambas mejillas y vi que lo tocabas apenas un instante, lo justo para que creyeras que no me daría cuenta. Un roce tan leve que podría haber sido casi como por accidente. Pero yo sabía que no lo era.
Nos presentaste y Philip me estrechó la mano.
—Debes de estar muy orgulloso de ella.
—Mi mujer tiene muchísimo talento —dije—. Por supuesto que estoy orgulloso de ella.
Hubo una pausa antes de que Philip volviera a hablar de nuevo.
—Siento robarte a Jenna, pero es que tengo que presentarle a algunas personas. Su trabajo ha suscitado mucho interés y…
Dejó de hablar y se frotó el índice contra el pulgar repetidamente, guiñándome un ojo.
—Nada más lejos de mi intención que interponerme en el camino de unas posibles ventas —señalé.
Os observé recorrer la sala, sin que Philip apartase en ningún momento la mano de la parte baja de tu espalda, y entonces supe que los dos estabais teniendo una aventura. No sé cómo conseguí sobrevivir al resto de la exposición, pero no aparté los ojos de ti en ningún momento. Cuando se acabó el champán, empecé con el vino, y me quedé junto a la barra del bar para ahorrarme los viajes. Y todo ese tiempo estuve observándote. Tenías una sonrisa en la cara que yo hacía siglos que no veía en casa, y por un momento me recordaste a la chica del sindicato de estudiantes de hacía todos esos años, riéndose con sus amigas. Últimamente casi nunca te reías.
Mi botella estaba vacía y pedí más vino. Los camareros de la barra se intercambiaron una mirada, pero hicieron lo que les pedí. La gente empezó a marcharse. Te vi despedirte de ellos: besando a algunos, estrechando la mano de otros. No tratabas a nadie con tanto cariño como a tu comisario. Cuando solo quedaba un puñado de personas, me acerqué y te dije:
—Es hora de irnos.
Parecías incómoda.
—No puedo irme aún, Ian, todavía hay gente. Y tengo que ayudar a recoger.
Philip dio un paso adelante.
—Jenna, no pasa nada. El pobre Ian apenas te ha visto: seguramente quiere tener ocasión de celebrarlo como es debido contigo. Yo acabaré de recogerlo todo y puedes venir a por tus piezas mañana. Ha sido un éxito apoteósico. ¡Buen trabajo!
Te besó en la mejilla, solo una vez en esta ocasión, pero a mí me hervía la sangre, y me había quedado sin habla.
Tú asentiste. Parecías decepcionada con Philip. ¿Acaso esperabas que te pidiese que te quedaras? ¿Que me enviara a mí a casa y te retuviera a ti allí? Te cogí de la mano y te la apreté con fuerza mientras seguías hablando con él. Yo sabía que tú no dirías nada, y poco a poco fui aumentando la presión hasta notar que el cartílago de tu mano se deshacía entre mis dedos.
Philip terminó de hablar por fin. Extendió la mano para estrechar la mía y tuve que soltarte. Te oí lanzar una exhalación y vi que te envolvías la mano con la otra.
—Ha sido un placer conocerte, Ian —dijo Philip, mirándote ante de mirarme a mí de nuevo—. Cuida de ella, ¿vale?
Me pregunté qué le habrías contado.
—Yo siempre cuido de ella —dije con calma.
Me dirigí a la salida y te apoyé la mano en el codo, hincando el pulgar con fuerza en tu piel.
—Me haces daño —dijiste entre dientes—. La gente puede vernos.
No sé de dónde sacaste aquella voz, pero nunca la había oído hasta entonces.
—¿Cómo te atreves a dejarme en ridículo? —mascullé.
Bajamos las escaleras y nos cruzamos con una pareja que nos sonrió educadamente.
—Flirtear así con él delante de todo el mundo, pasarte todo el rato tocándolo, ¡dándole besos!
Cuando llegamos al aparcamiento, ya no me molesté en bajar la voz y el sonido retumbó en el aire.
—Te lo estás follando, ¿verdad?
No me respondiste, y tu silencio me puso aún más furioso. Te agarré del brazo y te lo retorcí por detrás de la espalda, doblándotelo cada vez más hasta que chillaste.
—Me has traído aquí para dejarme en ridículo, ¿verdad?
—¡No! ¡No es verdad!
Las lágrimas te rodaban por la cara y caían formando manchas oscuras sobre tu top. Cerré el puño automáticamente, pero justo cuando sentía el temblor en el antebrazo, un hombre pasó por nuestro lado.
—Buenas tardes —dijo.
Dejé el brazo inmóvil y nos quedamos así, separados por medio metro, hasta que se desvaneció el sonido de sus pasos.
—Sube al coche.
Abriste la puerta del conductor y te subiste, y necesitaste hasta tres intentos para acertar con la llave en el contacto y hacerla girar. Eran solo las cuatro, pero ya había oscurecido. Había estado lloviendo, y cada vez que un coche se acercaba, las luces rebotaban sobre el asfalto mojado haciéndote entrecerrar los ojos. Aún estabas llorando, y te restregaste la mano por la nariz.
—Mira en qué estado estás —dije—. ¿Sabe Philip que eres así? ¿Una mujer patética, que se pasa el día lloriqueando por los rincones?
—No me acuesto con Philip —dijiste. Hiciste una pausa entre cada sílaba para dar más énfasis a tus palabras, y yo golpeé el salpicadero con el puño.
Te estremeciste.
—No soy su tipo —continuaste hablando—. Él es…
—¡No me hables como si fuera idiota, Jennifer! Tengo ojos en la cara. Veo lo que hay entre vosotros dos.
Frenaste de golpe en el semáforo en rojo y luego pisaste a fondo el acelerador cuando se puso en verde. Me volví a medias en el asiento para mirarte. Quería verte la cara, leerte el pensamiento. Saber si estabas pensando en él. Vi que, efectivamente, así era, aunque tratabas de disimularlo.
En cuanto llegáramos a casa iba a poner fin a aquello. En cuanto llegáramos a casa haría que dejases de pensar para siempre.